Su partida
coincidió con el inicio de la Semana Santa y yo me preparé para lo que suponía
un período de soledad saludable: no estábamos en nuestro mejor momento y quizá
esta distancia nos acercaría por vía de la nostalgia, renovando, si no nuestra
vida sexual, al menos la frescura de nuestro trato. Yo empecé a echarla de
menos en el mismo momento en que se subió al autobús porque tengo la cabeza
llena de pájaros que se agitan a la menor provocación, pájaros que no podían
resistir que ella se despidiera con su escaso equipaje en una estación más o
menos apurada, atardecida, sumida en el entremezclado sonido de automotores y
campanas de inexistentes iglesias.
Apenas volví a
casa noté que mis planes estaban mal fundamentados, pues descansaban en la idea
de que yo sería capaz de disfrutar de la televisión, la música y los libros sin
que su figura me acompañara aun muda y a veces displicente. Probé a adelantar
el trabajo que tenía pendiente aceptando de buena gana que la perra se
mantuviera cerca, consciente aparentemente de que me encontraba en aprietos y
deseosa de paliar, aunque sólo fuese desde su significación limitada, mis angustias.
Funcionó en un principio y así llegué pronto al anochecer mientras ella
atravesaba el país con rumbo al sur. Pensaba en ella. La amaba.
La casa no es
vieja y esta no es una historia de fantasmas. No escuché nada que no hubiese
conocido ya: el goteo lento del grifo de la cocina, el rumor quejoso y
periódico del refrigerador, los crujidos del techo que ya habrían hecho estallar
a más de un paranoico. La duermevela era inquieta y en la penumbra del cuarto me
encontré muchas veces la mirada de la perra a quien desde luego no se podía
engañar con falsas tranquilidades ni con la aritmética que le decía que ahí
faltaba uno más. Levantaba la cabeza, miraba, volvía a su sitio apenas me
volvía a acostar.
'¿Qué si no la
veo más?', pensaba. '¿Qué si la desgracia se cierne sobre nosotros y ya no
puedo verla como ocurría en aquellos años de mi periplo europeo cargado de
noches como esta en que no sabía lo que ocurría ocho husos horarios al oeste?'.
A las tres y media de la mañana me receté ponerme de pie, sentarme al
escritorio, trabajar. 'La paranoia es estúpida', me dije, 'mejor hacer algo
productivo'. En esta época del año no hace frío ni calor en Santa Teresa, el
aire es un bloque denso y estancado sin importar si se está en la calle o tras
un muro. Trabajaba con incomodidad, como apretado contra la atmósfera, la perra
casi a mis pies roncando. Fumar un cigarrillo no mejoró las cosas.
Terminaba de
redactar una página del trabajo que había dejado al acostarme cuando creí ver
una figura de pie junto al marco de la puerta, en la cocina. Fueron unos
segundos de escalofrío, un sobresalto común y corriente al que no hubiese dado
mayor importancia si no me hubiera sobrevenido inmediatamente la idea de que
ella estaba aquí. 'Aquí y allá', me dije, de pronto sorprendido no tanto con la
contradicción cuanto con la comodidad con que la asumía. 'Está aquí y allá en
el autobús que aun no llega, ¿cómo ha podido ser? Qué agradable sorpresa'. La
perra ladró: otro signo. Excelentes bestias cuando se trata de identificar
terremotos y muertos, ¿por qué no gente duplicada?
En la cocina
no había nada, por supuesto, pero ello no me decepcionó. Me fui a acostar y dormí
tranquilamente soñando que ella entraba a la casa del sur, subía las escaleras
con sus zapatos de tacón bajo y me encontraba acostado en esa otra recámara,
bañado por la luz blanquísima de un amanecer evidentemente onírico:
—¿Qué haces
aquí?
—Esperarte:
qué bueno que has llegado.
—Pero tú estás
en Santa Teresa.
—Ahora estoy
aquí.
Cuando me
desperté eran apenas las seis y media y ya había algo de luz afuera, una luz
gris que no duraría mucho antes de ser barrida por el azul inclemente del
desierto. El aire seguía coagulado, pero al menos no hacía calor. El teléfono
tenía un mensaje de ella: había llegado, había soñado conmigo. Coincidencias,
por supuesto. Apenas me decía 'cuídate', ninguna muestra de afecto o de que me
extrañara, si bien el mensaje no sonaba apurado ni insincero. Me puse las
gafas, preparé de desayunar y me dispuse a trabajar como de costumbre. Las
películas podían esperar. Puse algo de música, pero cuando la concentración
alcanzó un nivel aceptable ya no le presté ninguna atención.
Un hombre de
vacaciones que no se ducha es mal síntoma. Las rutinas están ahí para salvarnos
de la desesperación o la locura y debemos seguirlas si no queremos que la
cabeza se nos llene de pájaros que nos impidan llegar de un punto a otro. Yo
las necesitaba más que nunca porque ella, con todo y estar aquí, se ocultaba.
No preparaba de comer. No fregaba los trastos. No me daba una pastilla cuando
me dolía la muela (y otra vez empezaba a molestarme). Pero yo sabía que estaba
aquí porque los objetos se llenaban hacia el mediodía de cierto magnetismo,
como si reclamaran las voces —aunque escasas o mediocres, pero vivas— que los
llenaban y les daban sentido. La perra y yo no somos suficientes y ellos, los
objetos, lo reconocen: hace falta ella y por eso está aquí, con nosotros,
sentida sólo a través del espanto o el presentimiento, vista sólo de reojo y a
veces en los lugares más inverosímiles (juro que ha estado detrás de la cortina
de la ducha mientras orinaba y del otro lado mientras me bañaba). La perra no
hace sino corroborar mis visiones y no me extraña que los espiritistas
prefirieran las tinieblas para mejor evocar a los muertos: ella se va a
aclarando conforme se acumulan anocheceres en esta casa cada vez más desordenada
y cenicienta.
Los muertos.
Ella no está muerta, sólo ida. Por unos días vive en nuestra casa del sur, pero
ha de volver para hacerse cargo de mí y de la perra. Y está aquí, desde luego,
estrechando mi mano cuando por fin me siento a ver la televisión y me quedo
dormido. Entonces entreveo que se levanta de la cama, los resortes
recuperándose ligeramente de su lado —menuda y esbelta— y todavía alcanzo a ver
el vuelo de su falda al girar hacia la cocina donde se le escucha lavar los
trastos y preparar de cenar algo que huele delicioso. Quiero despertar porque
tengo mucha hambre. Quiero que me llame al comedor y me mire en silencio examinando
mi expresión mientras me como lo que ha preparado.
—¿Te gusta?
—Mucho. Hoy le
has puesto pimienta, ¿verdad?
—Todo para ti
es pimienta. Es una salsa de aceitunas.
—Me ha gustado
mucho.
Al despertar
la televisión es estática, la perra un felpudo tirado en el salón. Han llamado
a la puerta y no he abierto, pero quizá deba salir porque ya casi no queda
comida en el refrigerador. Hay que hacer la despensa, pero no sé dónde está el
dinero. De hecho, no sé bien qué día es ni me acerco ya demasiado a las
ventanas por temor a que alguien de fuera me mire y llame a la policía. '¿Pero
por qué tendría que temer a la policía?', me digo, '¿me acusarían de haber
desaparecido a mi esposa o de tenerla encerrada aquí?'. Quizá sería mejor que
viniera la policía para que ellos también me ayudaran a buscarla. ¿Por qué no
sale ya de su escondite y me acompaña? ¿Por qué no se hace cargo de que ya sé
que está aquí además de allá? Prometo no decir nada.
He perdido el
teléfono o es más bien que ya no ha llegado ningún mensaje. Le he dicho que
mejor nos quedemos en la cama y juguemos como cuando éramos jóvenes a meternos
debajo de las sábanas. Se ríe. Me dice que me meta primero y ella me alcanza.
Que debe ducharse. La espero y entra pidiéndome que cierre los ojos. Me abraza
y el calor de sus pechos hace dos círculos contra mi abdomen. Sopla sobre mi
ombligo, se ríe como loca y empezamos a hacer el amor mientras la cama da
tumbos contra la pared y se desplaza por toda la casa. Todas las puertas están
tronando, los cristales de las ventanas ceden y el aire por fin circula dejándome
ver de nuevo su rostro amado.
Los hombres
que me levantan dicen que tengo la cabeza llena de pájaros, me extienden las
pastillas y un vaso de agua.
—No hay perra,
¿ves? Ni ella. Las vacaciones terminaron hace muchos años.
Mientras trago
la píldora la veo de reojo. Sonrío. ¿Qué saben ellos del amor?
5 comentarios:
El Dr. Rovira ataca de nuevo:
http://www.eluniversal.com.mx/ciencia/2014/tener-amigos-vuelve-inteligente-85241.html
Tendré que llamar a mi puta madre...
Pronto se publicarán investigaciones que concluyan que un chico limpio es un chico especial.
Jajajajajajajajajajajajaja
Dios mío, ¿de verdad creyó que iba a ser tan sencillo?
Vuesa Merced: ¿alguna orientación sobre por qué no lo invitaron a participar en este fabuloso video?
http://www.youtube.com/watch?v=0wY8HhE2k0c
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