—No le hagas
caso a mi hermano. Ven, ayúdame a escoger el menú de la boda.
—Grace, se
supone que debo estar disponible para...
—¡Para mí!
Somos amigas, ¿no? Mi hermano tiene ahorita muchas cosas en la cabeza, por
favor, no puedes ayudarle a resolver sus problemas, pero sí puedes ayudar con
los míos, ¿verdad que sí mamita? ¿verdad que sí?
—Está bien
Grace. Voy para allá.
—¡Sí, sí, sí!
Aquí te espero.
Había llegado
a la empresa como secretaria de planeación hacía cuatro años, un trabajo que no
me interesaba en absoluto, pero que necesitaba, toda vez que Chuy ya no se
hacía cargo de sus obligaciones y mis hijos adolescentes seguían estudiando:
había que comer, pagar las facturas, dar la impresión a mis padres de que todo
en mi matrimonio iba sobre ruedas aunque Chuy se viera obligado a pasar largas
temporadas en el norte. "Así gana más dinero", les decía. Y no había
mentira en ello, aunque el destino de esos billetes claramente no fuéramos
nosotros. Mi madre fruncía la boca con desaprobación (nunca pude complacerla),
mi padre refunfuñaba, pero luego volvía a la interminable narración de sus cuitas
familiares y de trabajo matando sus escasas sospechas; ambos adoraban a Chuy,
no me atrevía a contrariarlos.
Como siempre
que salía a buscar trabajo, este también lo obtuve luego de las preguntas
habituales que no tienen otro objeto que humillar a quienes nos vemos obligados
a fingir entusiasmo para obtener el puesto: por qué quiere trabajar con
nosotros, cómo se visualiza (graciosa palabra) en cinco años, en diez, en veinte,
qué opina de la empresa, por qué no trabajar con la competencia, qué puede
Usted aportar y qué podemos nosotros aportarle. Ya me hubiera gustado decirles:
'Mis razones no le importan, no me haga perder el tiempo; asegúrese de que yo
sepa lo que haga falta saber y continuemos, ni Usted ni yo debemos tratarnos de
este modo: eso es lo que quieren sus jefes, que nos hagamos la vida imposible
para ganarnos sus favores, que nos estorbemos compitiendo por sus migajas. ¿Qué
diablos es una empresa? Una empresa no es nada, entiéndalo, maquinaria ciega que
se instala como plomo en nuestras cabezas'. Pero no dije eso y sonreí bastante
y aprobé la prueba de mecanografía, no así la taquigráfica (en aquellos tiempos
todavía era importante, pero empezaba a dejar de serlo); de computadoras no
sabía nada, pero me dijeron que podía aprender con el tiempo; mi solicitud
contenía como siempre dos o tres mentiras, los años me bailaban en la cabeza: fecha
de nacimiento, años de egreso de la secundaria, de la escuela de secretariado
para señoritas... Entonces la conocí:
—Qué
elegancia, vamos a ver —dijo deteniéndose ante mí cuando estábamos las cinco
candidatas todavía esperando a que nos dieran una plática de inducción y
llenando formularios. Las cuatro de la tarde y aun sin comer. —Dile a mi
hermano que esta es la mejor.
—Pero Grace,
el señor Alonso dijo que... —trató de explicar la encargada de Recursos
Humanos.
—¿Quiénes
somos los dueños aquí, nena? ¿Eh, eh?
—Ustedes
Grace, pero tu hermano el señor Alonso...
—Él sabe que
yo tengo buena mano, aceptará lo que le diga porque también soy dueña y también
trabajo aquí, ¿está claro? ¿Cómo te llamas lindura? —dijo volteando hacia mí luciendo
unas joyas discretas, pero muy caras, yo siempre he tenido ojo para eso.
—Jane —dije sabiendo
que el puesto era mío.
—Qué bonito
nombre, ¿verdad? Estás contratada, pero con una condición.
—Dígame —contesté
solemne como solemos hacerlo los que no tenemos el mando y nos vemos obligados
a no ser nosotros mismos en casi toda circunstancia.
—No me hables
de Usted. Me llamo Grace —y soltó una carcajada infantil. —Me debes una —agregó.
Y luego dirigiéndose a las otras cuatro mujeres mientras aplaudía para llamar
la atención, gritó con teatralidad:
—¡Se acabó
muchachas, se acabó! ¡desfilando! Les agradecemos su interés, ¿eh? de verdad,
pero el puesto está ocupado. Jane, acompáñame, debemos tomarte medidas para tus
uniformes...
—¡Pero Grace! —interrumpió
de nuevo la de Recursos Humanos —Déjame por lo menos que completemos el
registro, por favor.
—Ay por
supuesto nena, discúlpame, ya sabes que respeto tu trabajo, mil perdones —le
dijo mientras me guiñaba un ojo con complicidad. Se despidió dando pasitos
rápidos por un largo pasillo:
—Nos vemos
pronto Jane, bienvenida a esta cueva de locos.
No exageraba. Grace
debía tener casi mi edad, poco menos de cuarenta. Era muy blanca y se
maquillaba demasiado, la discreción y el buen gusto eran sólo para las joyas y
los vestidos. Ella y sus hermanos habían heredado una fortuna de sus padres,
dirigían la empresa inmobiliaria y tenían buenos negocios con el gobierno que
entonces vendía los bienes públicos a precios ridículos por considerarlos
improductivos y estar muy de moda el respeto a las leyes del mercado y el libre
comercio. Hubiese querido decirles que esas leyes parecían hechas a su medida,
no a la mía, pues en los cuatro años no cambié de auto ni apenas me compré otra
prenda que no fueran las medias que solían rasgarme los resortes y costuras
endurecidas del Fairmont ochenta que me vendiera mi padre y al que por toda
mejora pinté de negro en mala ocasión. "Parece carroza fúnebre", decía
mi hijo algunas mañanas mientras lo calentaba: solíamos irnos juntos porque su
preparatoria quedaba de paso a mi oficina, un buen chico él, qué lástima que a Chuy,
su padre, ni siquiera le diera curiosidad, será que hay hombres que no están
hechos para tener hijos y si los tienen no saben qué hacer con ellos, dónde acomodarlos,
qué decirles, cómo apartarlos para mejor continuar su vida de egoísmo y
soltería.
El señor Alonso
era muy buena persona. Alto, delgado, con algunas canas sobre las sienes e
incapaz de soltar las majaderías que soltaba Grace, su hermana menor, a la
menor provocación y oportunidad. Los primeros años trabajé más con él que con
Grace: aprendí a usar la computadora, adecuó mi espacio de trabajo para que yo
me encontrara cómoda, nunca me cuestionó sobre mi familia ni hacía preguntas
indiscretas. Yo no tuve problemas con él, pero conforme pasaban los años las
visitas de personajes protegidos por guardaespaldas o militares fueron cada vez
más frecuentes. De esas largas sesiones a puerta cerrada solía emerger el señor
Alonso ennegrecido, como si se hubiese tragado corajes, sus ojos dos pozos fríos
que ya no transmitían la serenidad de los primeros años y que parecían contener
todas las barbaridades que soltaba Grace con despreocupación. Entonces empezó a
faltar por muchos días o semanas. Alguna vez no se presentó en un mes. Yo
acudía a mi puesto y me quedaba ahí sentada sin nadie que me diera
instrucciones, a veces por jornadas enteras, el teléfono sonando cada vez de
manera más escasa. En una ocasión era el propio señor Alonso el que llamaba
luego de días de no presentarse. Parecía una llamada muy lejana, entrecortada,
como se escuchaban los auriculares de aquellos aparatos naranja que había en
los años ochenta en cada esquina y a los que había que depositar veinte
centavos para tener un enlace cuando había suerte:
—...no puede.
Entonces debes hacer como si ... ¿entendido señorita Jane? —nunca me llamó
señora, quizá porque no sabía ni siquiera que estaba casada ni que tenía hijos.
—No le
entiendo, señor Alonso, ¿puede repetirlo por favor?
—Sí. Que ya no
debes contestar porque hay que hacer como... Grace puede decirte lo que haga...
Cuídense porque...
—¿A Grace?
¿Grace qué señor Alonso? Dígame.
—Es que...
—¿Señor
Alonso? ¿señor Alonso?
Nunca más lo
vi ni volvió a llamar. Grace se casaba en diciembre en Nueva York y entendí por
ello que en cuanto ella saliera de la empresa yo sería liquidada. ¿Cómo iban a
seguirme pagando por ser la secretaria de alguien que nunca asistía? ¿Cómo por
ser la asistente de una mujer que pronto se iría a vivir en matrimonio lejos de
la empresa? Faltaban unos cuatro meses y Grace estaba como loca. Realizaba
compras al por mayor, ignoraba los documentos que debía firmar en ausencia del
señor Alonso, se dedicaba a llamarme por los motivos más increíbles para que
fuera a su oficina y ante mis objeciones hacía una voz infantil, como de niña,
llamándome mamita y amenazando con ponerse a llorar y hacer pucheros. Mis
compañeras, antes hostiles, ahora me trataban con cordialidad porque sabían que
estaba a punto de desaparecer junto con Grace: me invitaban a cenar a sus casas
junto con José, uno de los guardaespaldas, que ya entonces me cortejaba con
insistencia; me ofrecían consejos sobre sitios donde podría solicitar trabajo
en cuanto ocurriera lo inevitable; la jefa de almacén llegó al extremo ridículo
de regalarme una manta firmada por muchos compañeros para demostrarme su
"afecto y gratitud", todavía me pregunto a cuenta de qué.
Grace se casó
y no volví a saber de ella.
—Cuando vuelva
de la luna de miel, querida, te llamaré.
—Sí Grace,
cuando gustes.
—Somos amigas,
eres muy importante para mí y lo sabes. Que yo me vaya a casar no quiere decir
que nos vayamos a separar, ¿eh mamita? Si Alonso no te quiere yo sí.
—Claro Grace.
—Ahora voy a
colgar porque viene mi marido.
Me despidieron
en la primera quincena de diciembre, pero luego, con la crisis, parece que en
enero ninguna de las solícitas compañeras que tanto me tuvieron lástima se
quedó en la empresa: esta sencillamente dejó de existir. Al Señor Alonso lo
buscó la Interpol por algún tiempo. No supe si lo agarraron. De Grace ya no
supe nada, como tengo dicho. A Chuy no lo buscaba la Interpol, pero se esfumó
de la misma manera.
'Todos abandonan',
pienso. Y miro a mis hijos, desempleada.
La fila
avanzaba lentamente sin que la sombra escasa de los árboles hiciera más
tolerable la espera aquella mañana de mayo en que se llevó a cabo la
entrevista. 'Extraño', pensé, 'que se haga este proceso en una escuela primaria
del sur de la ciudad, haciéndonos venir de todas partes de la república, trasladando
las pesadas cajas de expedientes desde las oficinas centrales hasta este
edificio de los años veintes que inaugurara el secretario Vasconcelos'. Algunos
entraban y salían de la fila pidiendo que les reservaran el espacio para ir a
comprar un refresco helado a la tienda de la esquina, otros arriesgaban la ropa
comiendo tacos de canasta rebosantes de salsa, algunos más formaban corrillos
cargados de risas que parecían no tomar en cuenta que los entrevistadores se
quedarían con sólo la cuarta parte de los solicitantes. Me sentí perturbado por
tanta familiaridad, tanto ambiente de fiesta. Yo no había hablado con nadie,
quizá era momento de ensayar con el de al lado, un tipo con cola de caballo
(hay que joderse) y rostro abotagado.
—Qué tal, ¿a
entrevista? —me sentí un idiota apenas preguntar. Él no tuvo piedad:
—¿Cómo? ¿no es
esta la fila de las tortillas? Por supuesto que vengo a entrevista.
—Quise
preguntar... en fin, ¿a dónde estás solicitando?
—No vengo a
solicitar nada.
—¿Entonces sí
vienes a las tortillas? —bromee dándole una palmadita en la espalda que él
censuró con una mirada fulminante.
—Mi nombre es
Aldo Saldaña —se presentó como tratando de atajar así su ira —y digo que no
vengo a solicitar nada, sino a entrevistarme con el guiñapo que me toque en
suerte para cantarle sus verdades. Esos hijos de puta no saben el mal que están
causando. Son unos imbéciles.
—¿Perdón? —mi
desconcierto era auténtico. Él sacó su caja de cigarros y me ofreció uno que
acepté distraídamente.
—Lo que está
oyendo, señor —dijo hablándome de usted mientras ahuecaba las manos para
proteger la débil flama de un cerillo. Yo insistí en tutearlo.
—¿Quieres
decir que no estás buscando una beca? Esta fila es para la entrevista. Se
supone que todos los que estamos aquí ya cumplimos los requisitos de ley, pero
por razones presupuestales se deja en manos de los expertos decidir quiénes van
y quiénes se quedan. Yo he solicitado...
Me interrumpió
el estertor profundo y sincopado de sus carcajadas. 'Un bipolar', pensé, 'un
fanático de esos que pasan sin transición de la furia inaplacable al entusiasmo
sin cortapisas'.
—¿Cumplir los
requisitos? Por favor, señor, no me haga perder el tiempo. Mire esta fila —dijo
tomándome de la espalda y empujándome para que ganara perspectiva— ¿de verdad
cree que esta fauna merece que el pueblo gaste sus recursos en ella? ¿cree que
los contribuyentes deben pagar las ambiciones personales de estos parásitos? ¿es
en el extranjero donde deben ser bendecidos para que vengan después a
gobernarnos? ¡Y una mierda!
Un par de
chicas de aspecto vulgar comían tortas de tamal embarrándose los dedos de
grasa, un hombre a todas luces casado hablaba de que se llevaría a su familia a
Estocolmo, otro más presumía conocer a un funcionario que lo puso al tanto de
los verdaderos procedimientos de selección: él ya estaba asegurado, todo esto
no era sino un trámite. Sentí náuseas. Había dormido mal en el autobús, llegado
muy temprano a la ciudad y comido en la Casa de los Azulejos: quizá me había
sentado mal el desayuno.
—Creo
entenderte, pero no veo qué tiene de malo ir a prepararse a un mejor país,
sobre todo si se hace para mejor servir al nuestro.
—¿Por qué me
insulta dándome ese "razonamiento" de pacotilla en el que ni siquiera
cree? Hay quienes sí se lo cuentan y se lo tragan, es cierto, pero Usted no
parece tan estúpido. Déjeme adivinar: está harto de este país, de la gente
vulgar que bien podría estar representada en esta fila; cree que debe irse pero
con riesgos controlados, por supuesto, que el exilio lo paguen ellos y no Usted
de su bolsillo, que le den las gracias por ser tan brillante como para no
merecerlo; habrá pensado largos años en la oportunidad que le daban las buenas
notas en la escuela para ponerse a salvo, porque de verdad lo cree, ¿no es
cierto? De verdad cree que el extranjero es la salvación, el sitio donde su
talento será valorado y donde no habrá que esforzarse por mantener la barbarie a
raya porque ya está domesticada desde hace siglos: Francia, Inglaterra, Estados
Unidos, Alemania, Japón, toda una vida soñando con irse a vivir con los
fuertes, ¿verdad? con los inteligentes, con los ganadores...
Pareció
entristecerse, la mirada en el vacío. Aprovechó para cubrir el tramo que lo
separaba de la fila que avanzaba por delante de él, sacar otro cigarrillo y
continuar:
—Malos
entendidos, ¿sabe? La historia personal, pero también la universal está hecha
de prejuicios, de ideas formadas sin justificación que luego cuesta un huevo
desechar. Ellos creen que son los mejores porque han vencido; sin guión
alternativo nos enseñan historia, nos venden sus productos, nos dan televisión.
¿Cuántas veces habrá sentido excitación ante la trama de una serie americana
donde los recursos y la inteligencia se combinaban para formar un mundo
estimulante? Maderas resistentes, edificios sólidos, leyes justas, iluminación
adecuada, prensa libre, gente pagada de sí misma capaz de atraer los mejores
talentos vengan de donde vengan y de resolver cualquier problema a fuerza de
ciencia y técnica, ¿no? Quiere que ese mundo lo reciba, lo integre, lo haga uno
de los suyos, que lo absuelva del pecado original de haber nacido en el lado
equivocado. Pues bien, sepa que ellos también están contando con Usted, es
decir, con la fe del mundo subdesarrollado en su superioridad; cuentan con que
nosotros mismos alimentemos la convicción de que seremos mejores en la medida
en que más nos parezcamos a ellos...
—¿Ah sí? ¿y
qué sugieres? ¿que les metamos un tiro a todos los gringos? ¿que nos encerremos
en nuestro país a resolver nuestros problemas? No seas ingenuo Saldaña, esto
sólo cambia lentamente...
—¿De modo que me ha tomado Usted por un radical descerebrado? ¿uno de esos
encapuchados modernos que culpan de todo al FMI o al banco mundial? No sea
estúpido —empezaba a cabrearme la facilidad con que este tipo me insultaba sin
siquiera haberme preguntado mi nombre —ni intente evadirse de sus responsabilidades
enmarcando su miserable caso en el de las presuntas conspiraciones
internacionales.
—Está bien —le
exigí otro cigarrillo con un ademán torpe de manos, seguí hablando mientras lo
encendía —entonces ¿cómo se supone que los países consiguen serlo, eh? ¿cómo se
supone que se gane el respeto y la independencia, ya no digo política, sino
también la intelectual? Pareces un psicoanalista de naciones, pero ya otros han
hecho ensayos para curarnos de complejos ¿sabes? Por eso algunos nos vamos,
porque ya no nos creemos el mito de que no lo merecemos, porque el extranjero
no nos inhibe ni amedrenta...
—Muertos. Los
países de verdad se hacen con muertos. Usted cree que Europa y los Estados
Unidos son buenos, ¿verdad? O supongamos que no lo cree, pero puesto a elegir,
se alinea con ellos, ¿no? Derechos humanos democracia, etcétera, siempre mejor
que dictaduras y genocidios. No siempre fue así, es verdad, ahí tiene el
holocausto y la infinidad de guerras intestinas que asolaron Europa hasta el
ictus de la segunda guerra, pero ya pasó, ¿no? Quizá no tenían la razón, pero
ahora la tienen y debemos concedérsela. ¿Por qué entonces no muestran ningún
interés en nosotros que los adoramos y no les hemos causado ningún conflicto?
¿Por qué se preocuparon por la reconstrucción de sus peores enemigos hasta el
punto de hacerlos nuevamente potencias como Alemania o Japón? Yo le voy a decir
por qué: porque no se premia la pusilanimidad, señor, ni siquiera cuando se
disfraza de pacifismo. Lo que hace ganar el respeto es la guerra, la capacidad
de ser un enemigo de verdad, no una rémora, no un meteco. Merecen
reconstrucción la cultura francesa, la alemana, los que consiguieron,
equivocados o no, consistencia, una forma de abordar la vida que no depende de
terceros... ¿Y Usted me habla de que va para allá sin complejos, sin
amedrentarse? Como si los ciudadanos de aquellos países tuvieran interés en su
patética necesidad de probar algo...
Llegamos a la
puerta. Un par de guardias examinaban nuestras mochilas, nos pasaban las manos
por el cuerpo. Sentí un nerviosismo inexplicable, no por las palabras de
Saldaña, sino por la repentina conciencia de que aun no sabía qué pensaba hacer
este individuo alterado y feroz cuando le tocara la entrevista. Luego de la
puerta, lo alcancé al cruzar el patio que nos separaba del edificio; le tomé
por un brazo, muy serio:
—¿Qué vas a
hacer ahora Saldaña?
—Déjeme. Mejor
que no lo vean hablando conmigo.
—Oye, por
favor, reflexiona, no vayas a...
—¿Usted me va
a prevenir contra locuras? Vaya a hacer su doctorado, señor, vaya a las costas
de New Hampshire, a Oxford, a la Bretaña francesa por cuenta del erario; pasee
por parques domesticados, compre la buena conciencia de saberse en el centro
del mundo y convenientemente alejado del mismo...
Me metí al
baño a mojarme la cara, luego me encerré donde uno de los retretes para
serenarme. 'Qué tipo más agresivo', pensé, 'no quiero ni imaginar qué estará
pasando ahora, qué locura. Tiene razón en tantas cosas, ¿cómo he podido
engañarme de esta forma? Quizá debería dar media vuelta y largarme para no cargar
con el peso moral de haber utilizado al país para sacar adelante mi agenda
personal. ¿Cuáles son de verdad mis motivaciones? ¿No se trata esto simplemente
de probar algo a alguien, una trasposición psicológica completamente vulgar?
Por supuesto que lo es: paliar deficiencias afectivas con éxitos profesionales,
mantener la aprobación de mamá y llamar la atención de papá que nos abandonó.
Simple. Y sin embargo, ¿no debería ser adulto al respecto? Debería entender que
no es por medio de sustituciones como se resuelven estos problemas, pero tampoco
me sentiré bien abandonando. Debo seguir. Debo hacerlo y luego ya habrá tiempo
para averiguaciones. Siempre queda más, este tipo no tiene la última palabra.
¿Estoy llorando? Marica'.
Esperé sentado
media hora; entonces salí. Todo parecía normal. Al entrar al salón donde me
esperaba el evaluador, Saldaña extendía una mano hacia el mismo, se despedía. Al
cruzar conmigo hacia la salida, me susurró, emocionado:
—Me la dieron.