jueves, mayo 29, 2014

Idus

—No le hagas caso a mi hermano. Ven, ayúdame a escoger el menú de la boda.
—Grace, se supone que debo estar disponible para...
—¡Para mí! Somos amigas, ¿no? Mi hermano tiene ahorita muchas cosas en la cabeza, por favor, no puedes ayudarle a resolver sus problemas, pero sí puedes ayudar con los míos, ¿verdad que sí mamita? ¿verdad que sí?
—Está bien Grace. Voy para allá.
—¡Sí, sí, sí! Aquí te espero.
Había llegado a la empresa como secretaria de planeación hacía cuatro años, un trabajo que no me interesaba en absoluto, pero que necesitaba, toda vez que Chuy ya no se hacía cargo de sus obligaciones y mis hijos adolescentes seguían estudiando: había que comer, pagar las facturas, dar la impresión a mis padres de que todo en mi matrimonio iba sobre ruedas aunque Chuy se viera obligado a pasar largas temporadas en el norte. "Así gana más dinero", les decía. Y no había mentira en ello, aunque el destino de esos billetes claramente no fuéramos nosotros. Mi madre fruncía la boca con desaprobación (nunca pude complacerla), mi padre refunfuñaba, pero luego volvía a la interminable narración de sus cuitas familiares y de trabajo matando sus escasas sospechas; ambos adoraban a Chuy, no me atrevía a contrariarlos.
Como siempre que salía a buscar trabajo, este también lo obtuve luego de las preguntas habituales que no tienen otro objeto que humillar a quienes nos vemos obligados a fingir entusiasmo para obtener el puesto: por qué quiere trabajar con nosotros, cómo se visualiza (graciosa palabra) en cinco años, en diez, en veinte, qué opina de la empresa, por qué no trabajar con la competencia, qué puede Usted aportar y qué podemos nosotros aportarle. Ya me hubiera gustado decirles: 'Mis razones no le importan, no me haga perder el tiempo; asegúrese de que yo sepa lo que haga falta saber y continuemos, ni Usted ni yo debemos tratarnos de este modo: eso es lo que quieren sus jefes, que nos hagamos la vida imposible para ganarnos sus favores, que nos estorbemos compitiendo por sus migajas. ¿Qué diablos es una empresa? Una empresa no es nada, entiéndalo, maquinaria ciega que se instala como plomo en nuestras cabezas'. Pero no dije eso y sonreí bastante y aprobé la prueba de mecanografía, no así la taquigráfica (en aquellos tiempos todavía era importante, pero empezaba a dejar de serlo); de computadoras no sabía nada, pero me dijeron que podía aprender con el tiempo; mi solicitud contenía como siempre dos o tres mentiras, los años me bailaban en la cabeza: fecha de nacimiento, años de egreso de la secundaria, de la escuela de secretariado para señoritas... Entonces la conocí:
—Qué elegancia, vamos a ver —dijo deteniéndose ante mí cuando estábamos las cinco candidatas todavía esperando a que nos dieran una plática de inducción y llenando formularios. Las cuatro de la tarde y aun sin comer. —Dile a mi hermano que esta es la mejor.
—Pero Grace, el señor Alonso dijo que... —trató de explicar la encargada de Recursos Humanos.
—¿Quiénes somos los dueños aquí, nena? ¿Eh, eh?
—Ustedes Grace, pero tu hermano el señor Alonso...
—Él sabe que yo tengo buena mano, aceptará lo que le diga porque también soy dueña y también trabajo aquí, ¿está claro? ¿Cómo te llamas lindura? —dijo volteando hacia mí luciendo unas joyas discretas, pero muy caras, yo siempre he tenido ojo para eso.
—Jane —dije sabiendo que el puesto era mío.
—Qué bonito nombre, ¿verdad? Estás contratada, pero con una condición.
—Dígame —contesté solemne como solemos hacerlo los que no tenemos el mando y nos vemos obligados a no ser nosotros mismos en casi toda circunstancia.
—No me hables de Usted. Me llamo Grace —y soltó una carcajada infantil. —Me debes una —agregó. Y luego dirigiéndose a las otras cuatro mujeres mientras aplaudía para llamar la atención, gritó con teatralidad:
—¡Se acabó muchachas, se acabó! ¡desfilando! Les agradecemos su interés, ¿eh? de verdad, pero el puesto está ocupado. Jane, acompáñame, debemos tomarte medidas para tus uniformes...
—¡Pero Grace! —interrumpió de nuevo la de Recursos Humanos —Déjame por lo menos que completemos el registro, por favor.
—Ay por supuesto nena, discúlpame, ya sabes que respeto tu trabajo, mil perdones —le dijo mientras me guiñaba un ojo con complicidad. Se despidió dando pasitos rápidos por un largo pasillo:
—Nos vemos pronto Jane, bienvenida a esta cueva de locos.
No exageraba. Grace debía tener casi mi edad, poco menos de cuarenta. Era muy blanca y se maquillaba demasiado, la discreción y el buen gusto eran sólo para las joyas y los vestidos. Ella y sus hermanos habían heredado una fortuna de sus padres, dirigían la empresa inmobiliaria y tenían buenos negocios con el gobierno que entonces vendía los bienes públicos a precios ridículos por considerarlos improductivos y estar muy de moda el respeto a las leyes del mercado y el libre comercio. Hubiese querido decirles que esas leyes parecían hechas a su medida, no a la mía, pues en los cuatro años no cambié de auto ni apenas me compré otra prenda que no fueran las medias que solían rasgarme los resortes y costuras endurecidas del Fairmont ochenta que me vendiera mi padre y al que por toda mejora pinté de negro en mala ocasión. "Parece carroza fúnebre", decía mi hijo algunas mañanas mientras lo calentaba: solíamos irnos juntos porque su preparatoria quedaba de paso a mi oficina, un buen chico él, qué lástima que a Chuy, su padre, ni siquiera le diera curiosidad, será que hay hombres que no están hechos para tener hijos y si los tienen no saben qué hacer con ellos, dónde acomodarlos, qué decirles, cómo apartarlos para mejor continuar su vida de egoísmo y soltería.
El señor Alonso era muy buena persona. Alto, delgado, con algunas canas sobre las sienes e incapaz de soltar las majaderías que soltaba Grace, su hermana menor, a la menor provocación y oportunidad. Los primeros años trabajé más con él que con Grace: aprendí a usar la computadora, adecuó mi espacio de trabajo para que yo me encontrara cómoda, nunca me cuestionó sobre mi familia ni hacía preguntas indiscretas. Yo no tuve problemas con él, pero conforme pasaban los años las visitas de personajes protegidos por guardaespaldas o militares fueron cada vez más frecuentes. De esas largas sesiones a puerta cerrada solía emerger el señor Alonso ennegrecido, como si se hubiese tragado corajes, sus ojos dos pozos fríos que ya no transmitían la serenidad de los primeros años y que parecían contener todas las barbaridades que soltaba Grace con despreocupación. Entonces empezó a faltar por muchos días o semanas. Alguna vez no se presentó en un mes. Yo acudía a mi puesto y me quedaba ahí sentada sin nadie que me diera instrucciones, a veces por jornadas enteras, el teléfono sonando cada vez de manera más escasa. En una ocasión era el propio señor Alonso el que llamaba luego de días de no presentarse. Parecía una llamada muy lejana, entrecortada, como se escuchaban los auriculares de aquellos aparatos naranja que había en los años ochenta en cada esquina y a los que había que depositar veinte centavos para tener un enlace cuando había suerte:
—...no puede. Entonces debes hacer como si ... ¿entendido señorita Jane? —nunca me llamó señora, quizá porque no sabía ni siquiera que estaba casada ni que tenía hijos.
—No le entiendo, señor Alonso, ¿puede repetirlo por favor?
—Sí. Que ya no debes contestar porque hay que hacer como... Grace puede decirte lo que haga... Cuídense porque...
—¿A Grace? ¿Grace qué señor Alonso? Dígame.
—Es que...
—¿Señor Alonso? ¿señor Alonso?
Nunca más lo vi ni volvió a llamar. Grace se casaba en diciembre en Nueva York y entendí por ello que en cuanto ella saliera de la empresa yo sería liquidada. ¿Cómo iban a seguirme pagando por ser la secretaria de alguien que nunca asistía? ¿Cómo por ser la asistente de una mujer que pronto se iría a vivir en matrimonio lejos de la empresa? Faltaban unos cuatro meses y Grace estaba como loca. Realizaba compras al por mayor, ignoraba los documentos que debía firmar en ausencia del señor Alonso, se dedicaba a llamarme por los motivos más increíbles para que fuera a su oficina y ante mis objeciones hacía una voz infantil, como de niña, llamándome mamita y amenazando con ponerse a llorar y hacer pucheros. Mis compañeras, antes hostiles, ahora me trataban con cordialidad porque sabían que estaba a punto de desaparecer junto con Grace: me invitaban a cenar a sus casas junto con José, uno de los guardaespaldas, que ya entonces me cortejaba con insistencia; me ofrecían consejos sobre sitios donde podría solicitar trabajo en cuanto ocurriera lo inevitable; la jefa de almacén llegó al extremo ridículo de regalarme una manta firmada por muchos compañeros para demostrarme su "afecto y gratitud", todavía me pregunto a cuenta de qué.
Grace se casó y no volví a saber de ella.
—Cuando vuelva de la luna de miel, querida, te llamaré.
—Sí Grace, cuando gustes.
—Somos amigas, eres muy importante para mí y lo sabes. Que yo me vaya a casar no quiere decir que nos vayamos a separar, ¿eh mamita? Si Alonso no te quiere yo sí.
—Claro Grace.
—Ahora voy a colgar porque viene mi marido.
Me despidieron en la primera quincena de diciembre, pero luego, con la crisis, parece que en enero ninguna de las solícitas compañeras que tanto me tuvieron lástima se quedó en la empresa: esta sencillamente dejó de existir. Al Señor Alonso lo buscó la Interpol por algún tiempo. No supe si lo agarraron. De Grace ya no supe nada, como tengo dicho. A Chuy no lo buscaba la Interpol, pero se esfumó de la misma manera.
'Todos abandonan', pienso. Y miro a mis hijos, desempleada.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Y luego le escribió una canción a R.E.M ¿no?

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

Vuesa Merced, no abuse: quiero a mi mamá...

Anónimo dijo...

"There are two means of refuge from the misery of life — music and cats"
Albert Schweitzer


Maldición, o sea que he fallado por segunda vez. Todos los fracasados se creen artistas y yo no sé ni tocar la puerta con ritmo.

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

Por favor Vuesa Merced, ¿no ve que estoy deprimido?

chenlina dijo...

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