lunes, diciembre 26, 2016

La vida de los maricones

Me los he imaginado planeando sus vacaciones sin hacer mucho caso de la Lonely Planet o la Routard, esas guías de turistas en las que no falta una sección dedicada a ellos como si de otro grupo de inválidos se tratara: hoteles gay friendly, códigos de conducta queer según destino, advertencias sobre posibles riesgos. Todo un mundo aparte, paralelo al de la norma, como una hipocresía institucionalizada por la que no sólo pueden sino deben transitar, a fin no ya de que ellos disfruten de su muy discutible modo de vida sino de que los demás podamos tolerarlos sin molestias, reduciendo al mínimo la intersección de nuestros respectivos mundos. Y sin embargo helos aquí, exhibiéndose sin vergüenza en la piscina de un hotel familiar, delante ya no sólo de nosotros sino de los niños, lo que resulta particularmente delicado hasta para la más liberal de las mentalidades. Poco importa a los padres de familia que los especialistas repitan hasta la saciedad que la orientación sexual es innata y no una preferencia, ¿quién puede estar seguro de semejante memez? Con sobrada razón intuimos que la mano del ambiente es larga y si no deseamos ni siquiera la sospechosa amistad de un marica para nuestros hijos jóvenes por muy mayores de edad que sean, menos la deseamos para los niños más pequeños y por tanto más suceptibles de decantarse por aquella opción. No es que tenga nada de malo, por supuesto, pero tanto mejor si puede evitarse; después de todo ¿quién quiere que sus hijos anden en silla de ruedas pudiendo andar? ¡Ni siquiera los inválidos!
Se besaban en la boca, se tomaban de las manos, se pasaban los brazos por el cuello del otro con total desenfado, y aún así estoy seguro de que nos tomaban en cuenta, no digo ya para desafiarnos como pudiera colegirse del hecho de que siguieran a lo suyo, sino por medio de dubitaciones genuinas producto de la educación recibida en casa y continuada en el colegio o la universidad, una educación que si ya no está hecha para la culpa ni para invocar razones religiosas de ningún tipo, se traduce inevitablemente en inhibiciones de carácter psicológico tan efectivas como las de antes; una educación que si no logra impedir acto alguno  —y ese parecía ser el caso de estos dos patéticos enamorados sí penetra en la conciencia tan insidiosamente que les repetirá entre beso y beso: esto no está bien visto, pero debo hacerlo; me miran, pero pretenderé que no me importa. El triunfo último de la decencia es convencer a los indecentes de su indecencia, aunque éstos se empecinen y regodeen en ella, aunque éstos insistan en su normalidad traicionando así el carácter sedicioso de su comportamiento. Después de todo, la decencia es lo que sobrevive, aquello a lo que aspiran incluso los indecentes. Este par querrá ser pareja e imitar en todo a los que somos normales, querrán firmar un acta de matrimonio, querrán tener hijos, se escandalizarán ante las infidelidades y la promiscuidad, celarán y querrán matar a quienes falten a su pretendido honor, andando el tiempo serán una pareja burguesa que mire de arriba abajo a los que como ellos ahora sólo parezcan víctimas de la lujuria. La verdadera aspiración de todo revolucionario es asentarse y luego pasar por la horca a toda la disidencia. 
No nos proponen nada nuevo, antes bien, quieren que los aceptemos y que al hacerlo los normalicemos. Por otra parte, nuestro club, admitámoslo, necesita en estos tiempos pasar por moderno y tolerante. Para ello necesita admitir  —con reservas a unos cuantos de ellos: los menos escandalosos y más estables, los más talentosos y discretos, los que tengan profesiones liberales en las que sean magníficos o bien ejerzan oficios claramente asignados a ellos: diseñadores, estilistas, arquitectos. Así sí se puede convivir, incluso invitar a la casa a comer, pues aún si los niños estuvieran presentes ellos sabrían moderarse: como esos enfermos de gripe que se cubren la boca todo el tiempo para no contaminar, estas parejas ejemplares, conscientes del esfuerzo que representa sobrellevar aún las más superficiales manifestaciones de sus repugnantes deseos, sabrían mirarse asexualmente, no tocarse ni por debajo de la mesa, menos aún besarse cuando estemos reunidos. Su buen comportamiento se vería premiado con la inserción social, incluso podríamos confiarles a nuestros hijos para que fuesen sus maestros o consejeros, pues tendrían el buen gusto de no hablar de su vida privada ni de promover las conductas asociadas a ella. Por eso sólo los que se avienen a nuestras reglas alcanzan los puestos más altos; por eso se cuidan bien de respetarlas en el hospital, en la escuela, en la empresa, incluso dentro de la iglesia: porque todos podemos comprender y tolerar su estilo de vida siempre que se parezca al nuestro y no hablemos de ello en ninguna ocasión; por eso en las reuniones ellos pueden estar juntos e incluso pasar un brazo discreto por el hombro del otro, entendiendo que no pueden hacer lo mismo que nosotros en público, menos aún delante de los niños, como ahora esta pareja irresponsable se ha puesto a hacer en la semidesnudez de la piscina.
No los entiendo. El manoseado argumento de que la civilización grecolatina promovía la idea de que el sexo entre hombres era para el placer en tanto que el sostenido con mujeres era sólo para procrear, amén de la forma en que grupos de jóvenes eran iniciados sexualmente por su maestro, me horroriza tanto como me resulta inaplicable en los cristianos tiempos modernos. ¿No estarían así justificados los sacrificios humanos o el canibalismo? ¿la esclavitud que, después de todo, también era grecolatina? A veces, ante parejas como la que ahora me pone los pelos de punta en esta piscina de hotel familiar, me pregunto por qué no llevan el argumento grecolatino un paso más allá para tomar en cuenta que el iniciador sexual de los efebos no se quedaba al fin y al cabo con ninguno de ellos, sino que se entendía que éstos habrían de desposar una mujer, que su iniciador era sólo eso y nada más. ¿No sería ese un modo de vida más razonable? Que se hagan de novias y esposas, de parejas con tetas genuinas y vaginas verdaderas, y que ya luego si les apetece salgan por ahí con sus compadres a hacer cuanto les apetezca, cubiertos teológicamente por la amplia sombra de las faldas de sus mujeres. Guardar las formas y garantizar la continuidad de la especie. Al fin y al cabo, ¿no son hoy en día las mujeres las mismas bobaliconas de todos los tiempos que, feminismos más o feminismos menos, desean vivir un matrimonio en la práctica donde todos los conceptos sean burgueses aunque se abjure del Vaticano o del reconocimiento legal? La bisexualidad ya no como orientación sino como coartada, menudo remedio...
Como quiera que sea, esta pareja es doblemente indecente por asimétrica. No puede normalizarse, salvo que el hombre sea director de cine o un cantante varias veces detenido por posesión de drogas. Son ellos quienes pueden permitirse meterse con las hijas de sus mujeres, los que tienen el dinero para enfrentar demandas, los pervertidos cuya fama no hace sino acrecentarse con sus excentricidades. Conozco la larga lista de indecentes memorables de los que nos hemos apropiado luego de putearles la vida hasta hartarnos: Wilde, Turing y González de Alba; Mercury, Lorca o Proust; y Almodóvar y Bacon y... este par no es nada parecido. Se besan en medio de la piscina de un hotel familiar al que no iría una pareja respetable o famosa, da igual si en ello hay amor o ternura, si existe un carácter sexual o sólo el repetido contacto de quienes están enamorados. Porque habrían acudido a una agencia de viajes especializada. Porque habrían escogido encerrarse en el gueto gay friendly en vez de exhibirse en un hotel tan mediocre como decente. Porque no tendría yo que llamar a mis seis hijos  —Luisa y Fernando, Gerardo y Martín, Sandra y Lourdes uno por uno, para que salieran de la alberca inmediatamente y dejaran de asistir a aquel espectáculo deleznable. Porque no habría que acudir a la gerencia ni esperar diez minutos a que el encargado saliera del baño a fin de escuchar mis airadas quejas. Porque no habría habido necesidad de mostrarle las fotos que tomé de la pareja. Ellos no habrían tenido que irse del hotel. Ni, si se me apura, ser maricas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

estas bien pendejo