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En los tiempos en que vivía en el extranjero, una vez extintas mis amistades con gente de paso o residentes desadaptados, solía salir los fines de semana para dar largos paseos solitarios que incluían visitas a las librerías del lugar. De vez en cuando, movido por la nostalgia, hojeaba las guías de viajes que sobre México se publicaban en otros idiomas. En el silencio de salas alfombradas o con suelos de madera, al lado de los consabidos clichés sobre los peligros ciertos de secuestro, extorsión o robo, leía textos donde se hablaba despreocupadamente sobre los hábitos culturales del país: 'Salvo ciertas zonas sobre las cuales remitimos al lector a los consejos del departamento de estado, México es relativamente seguro y los ataques a turistas son muy infrecuentes. Si bien es verdad que el país vive una situación de violencia cuyos saldos permiten compararlo con los de países en guerra, estas cifras se alcanzan en sitios alejados de las zonas turísticas. La mayoría de la población en el centro y sur del país es extraordinariamente servicial y condescendiente para con los turistas blancos; de manera similar, la delincuencia no suele hacer a éstos objeto de sus agresiones. El pasado colonial con los españoles a la cabeza y la mayoría indígena sometida, la independencia y los subsecuentes gobiernos que, sin importar su presunta filiación política, han sido casi invariablemente dirigidos desde hace doscientos años por minorías blancas criollas, ha desembocado en la aceptación tácita de situaciones que en otros países serían impensables: dueños del capital y de los medios de producción, blancos; empleados y personal, morenos; dirigentes de instituciones y empresas, blancos; personal de limpieza y mantenimiento, morenos. El turista que encienda el televisor luego de visitar ruinas arqueológicas, ciudades coloniales o playas de suave arena, se preguntará dónde están los canales mexicanos porque todo lo que aparece en pantalla son individuos blancos o ligeramente bronceados, como si se hallara en Suecia o Italia. La mayoría de los mexicanos encuentran esto completamente normal'. Incómodo, devolvía la guía de viajeros al estante y completaba mentalmente con una mueca: 'es normal, claro, porque los mexicanos no son racistas'.
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El grupo de trabajo del Doctor Kurva está constituido por doctorantes de la universidad nacional con los mejores promedios: mexicanos morenos de trato suave que se dirigen a él como doctor y le hablan de usted, que aguantan las furiosas invectivas que les dispensa cuando algo no es de su agrado o no ha amanecido de buen humor, que pelean entre sí por el favor del jefe. Frente a los medios, entrevistado por haber ganado un premio a la productividad, este hombre blanco al que la corrupción soviética no convino tanto como la mexicana, explica con tono emocionado y dulce que el mérito es de sus estudiantes, no de él. Elevado a los más altos niveles del consejo científico mexicano junto con otros extranjeros blancos que —faltaba más— han encontrado en México un país acogedor, sin racismo, en donde pueden desarrollarse profesionalmente en libertad, el Doctor Kurva se asegura de que sus colegas mexicanos sepan de su influencia o, cuando menos, la crean, administrando detalles confidenciales sobre los procesos de evaluación en que participa, deslizando chismes selectos y desde luego imposibles de corroborar sobre otros colegas y las entrañas de la administración científica, invitando bajo veladas amenazas a la colaboración entendida como la inclusión de su nombre en investigaciones originales que corren enteramente a cuenta de los invitados. Se sabe intocable en la torre donde lo han puesto los propios mexicanos y, ya sea por el recuerdo atávico de antiguos privilegios pre-revolucionarios sobre el campesinado, ya por su formación judía que lo acostumbró a saberse diferente a los demás, acepta de buen grado el servicio de los indios que cuidan su coche, cortan su jardín, lavan sus baños, instalan el cableado, limpian la piscina, hacen de comer, pulen su calzado, almidonan su ropa, ordenan su oficina. 'El mundo está en regla', parece decir, satisfecho, mientras organiza un ágape para sus subordinados, a quienes la semejanza física con los que llevan y traen bebidas y antojitos, no les impide tratar a éstos con un desprecio que el Doctor Kurva ha aprendido a mantener disimulado en las formas e implacable en los hechos.
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Las transmisiones desde los hogares de los distintos opinadores con motivo de la pandemia han permitido asomarse a su intimidad. La mayoría escoge aparecer en pantalla con libreros detrás, rodeados de cuadros, plantas o ventanas. Los libreros son, en general, de buena factura y en madera de tonos claros, con algunas figuras metálicas o de porcelana en sus repisas delante de títulos sobre economía (en inglés), memorias de ex-presidentes, historia de México y literatura (en español), libros de bolsillo de reconocibles lomos blancos sobre sociología o filosofía (en francés). Algún despistado tiene Cosmos de Sagan o la enciclopedia británica en papel. En cuanto a los cuadros, la mayoría son manchones pretendidamente abstractos enmarcados en costosas maderas. Arte contemporáneo, dirían algunos. Reminiscencia del muralismo mexicano, dirían otros. Las ventanas son de doble apertura, francesas, como no existen en prácticamente ningún lugar de México; igualmente excepcionales son las duelas de madera o las tapicerías de exquisitos diseños más o menos orientales. Los mexicanos que acuden a estos domicilios a realizar los que eufemísticamente se denominan servicios domésticos no viven en hogares así: sus pisos son de tierra, cemento o barro cocido; sus ventanas tienen rejas como prisiones para que no entren los delincuentes; sus cuadros se reducen a la imagen religiosa de un calendario de papel. Casualmente, tampoco comparten el color de piel de los opinadores, que son todos blancos. Éstos externan preocupación por los efectos económicos de la prolongada suspensión de actividades, por la quiebra de negocios, por el paso de millones de mexicanos —sus compatriotas— a la pobreza. Opinan. Analizan. Explican. Se compadecen. Una prueba más de que la empatía humana no conoce límites ni obliga a vivir en el mismo país de los compadecidos.