domingo, octubre 18, 2020

Carta al maestro despedido

Las cosas no van bien. Hubo un tiempo, Usted recordará, en que no era bien visto pasar por víctima. La emancipación consistía en desafiar las dificultades que ofrecían nuestras circunstancias, no exacerbarse en las limitaciones, cuánto menos hacerse disculpar nuestras deficiencias para ganar la misma consideración de que gozaban los que sí eran competentes. El esfuerzo se hacía en silencio y a nadie se le hubiera ocurrido pedir a los demás, pero especialmente menos a aquellos con los que sólo nos unían lazos profesionales, tomar en cuenta nuestra situación personal: si éramos mujeres o morenos, si homosexuales o judíos, si nos había hecho falta nuestro padre o padecíamos alguna enfermedad, no sólo porque todo lo relativo a esta esfera era, por definición, sólo nuestro, sino porque deseábamos ser valorados por nuestros méritos profesionales y nada nos hubiera resultado más bochornoso e intolerable que un trato condescendiente, sólo porque a alguien se le ocurrió que la vida nos debía algo y se arrogaba, aún sin nuestro consentimiento, el papel de juez y reparador, en vez del único papel que hubiera sido deseable en una circunstancia de trabajo: el papel profesional.

Su caso me confirma en la convicción de que el país merece hallarse en donde se halla, pues su mayoría está constituida por gentuza que privilegia el mimo sobre los resultados, su satisfecha ignorancia sobre la inquietud de saber más, su comodidad inconsciente sobre el escozor que produce asumir la realidad y desear hacer algo con ella, mejorarla. Es verdad que estas turbas han existido siempre y en diversas geografías, pero estará de acuerdo conmigo en que los países de verdad lograron embridarlas: jamás las ponen al frente de nada que importe, las mantienen cercadas por instituciones y leyes, no toleran su celo religioso, su bruma psicológica ni sus opiniones simplistas cuando de hacer volar un avión se trata. Alegará Usted con razón que los feminismos extremos, la así llamada agenda homosexual y la corrección política más exacerbada, entre otros subproductos de nuestra miserable época, tuvieron su origen en eso que he llamado países de verdad. Es correcto. Pero insisto en que note Usted dos cosas al menos: primero, que estas sociedades llegan a estos puntos de vista como consecuencia del hábito continuado de reflexionar profundamente sobre sí mismas, por el valor de mirarse a la cara con el propósito, si se quiere discutible, de poner remedio a la injusticia; segundo, que la influencia de lo que terminó por ser hipocresía institucionalizada, griterío, chillar histérico, encontró límites precisos gracias a la fortaleza de las instituciones que las propias sociedades habían desarrollado durante siglos: los profesores pueden seguir pensando en libertad, los caricaturistas siendo mordaces y ridiculizando, la prensa investigando hasta hacer temblar a los políticos. Nada de esto ha pasado en nuestras sociedades holgazanas y folclóricas que, sin siquiera haber conseguido ponerse de acuerdo sobre aquello que no admite opiniones la infraestructura, la alimentación, la salud adoptan con extraordinaria facilidad las modas de los países de verdad a los que, como buenos acomplejados, desprecian de dientes para afuera. No es fácil disponer de un buen hospital, pero sí comprar un teléfono móvil con acceso a internet. Es caro comer debidamente, pero no lo es tanto dar rienda suelta a nuestra necesidad de vomitar opiniones en redes sociales. Cuesta demasiado imponer la ley y el orden en una sociedad criminal, pero no demasiado hacerse pasar por un país de verdad en una columna de periódico que nadie lee. No es extraño, pues, que esta sociedad envilecida, en la conjunción de un tiempo ridículo y una geografía tercermundista, aproveche la tecnología del hombre blanco que es incapaz de producir por ella misma, para saciar su buena conciencia y divertirse con un buen linchamiento.

De lo poco que vi, Usted está revisando trabajos en una clase en línea, está corrigiendo, está hablando de aspectos técnicos, no lo hace mal en absoluto. Su audiencia está constituida de lo que la ley (permítame la suposición de que tal cosa tiene sentido en un país como el nuestro) define como mayores de edad, es decir, ciudadanos a carta cabal, adultos que en otros tiempos, Usted recordará, se asumían capaces de manejar palabras altisonantes sin la gazmoñería de sentirse ofendidos, comprender bromas ingeniosas o picantes, incluso de mal gusto, sin escandalizarse, no sólo porque no eran niños, no sólo porque los consumían las ganas de integrarse al mundo adulto con toda su complejidad en el menor plazo posible, sino porque además dicha actitud se correspondía con la escuela laica, liberal, fraterna, que promovía la escuela pública, entendiéndose que lo contrario era asunto de viejas mojigatas, olor a sacristía, mundo de privilegios al que se intentaba abolir desde un trato al mismo tiempo desenfadado y jerarquizado. En efecto, porque si bien la ñoñería actual quiere pasar por abanderada del respeto anulando la jerarquía del superior ganada en lo profesional y arrastrándolo al terreno de lo privado para mejor lincharlo de forma anónima e irresponsable, el verdadero respeto de otros tiempos consistía, Usted recordará, en el reconocimiento de que es el aprendiz el que aspira a convertirse en profesional y, como tal, se sujeta voluntariamente al programa del maestro, el superior en la jerarquía intelectual. Se entendía entonces que volverse profesional requería esfuerzo y palizas, que la seriedad se ganaba y que, si a alguien no le interesaba conseguir ese nivel, podía irse en el momento que fuera: esa era la solución honorable. En modo alguno se hubiera considerado razonable quedarse a costa de todo, buscando la culpa de la propia incapacidad en terceros y esperando confundir ser profesional con sólo ser llamado como tal en un papel, un título, sólo porque nos fueron toleradas todas nuestras fallas y atendidas todas nuestras quejas personales cuando nos hallábamos en dificultades profesionales. El resultado, ya lo ve, especialmente en el área de ingeniería que, según tengo entendido, es su especialidad, es que todo funciona cada vez peor porque cada vez quedan menos sitios donde la gente quiera o pueda ser profesional. Los especialistas, los competentes, los que saben hacer algo, los que hablan en serio, los que no tienen a su cargo dar discursos sino hacer que lleguen el agua o la luz, que uno más uno dé dos, se repliegan cada vez más a un rincón o escapan del país. Uno cree que los que queden podrán con todo. ¿De verdad? ¿No se nota el deterioro? ¿Tiene un límite?

Alegan que se expresó Usted con violencia porque, durante breves segundos, usó un apelativo altisonante para referirse a un estudiante mayor de edad con el que, sin duda, había desarrollado la intimidad y camaradería naturales del trato profesional continuado. Un trato entre adultos. Su tono no es de disgusto, sino casi una advertencia cariñosa. Apenas diez segundos entre decenas de minutos con explicaciones técnicas y aclaraciones sobre los contenidos científicos. Sin embargo, el gran público de estos tiempos, de este país, no está para aprender el curso que Usted les está impartiendo ni para estudiar la carrera de que forma parte dicha materia: recogen la inexistente ofensa de diez segundos, se alzan indignados por falta de voluntad para sutilezas y hacen caso omiso de las decenas de minutos y horas y días, pero también meses y años, en que Usted ha cultivado a otros ingenieros en esa pequeña parcela bajo su cargo. Gente que ha aprendido a ser víctima. Gente que ha aprendido a no dejar pasar agravios inexistentes castigando a quien quiera que se atreva a removerles, aún mínimamente, la conciencia aplastante de su inferioridad moral y técnica. Alguien opina que se trata de la chusma ignorante de siempre, que ni siquiera son conscientes de lo que pierden al defenestrar profesionales como Usted, pero yo no comparto esta opinión: yo estoy convencido de que a esa gentuza la mueve precisamente la consciencia de su estercolero moral y que, para mejor disfrutarlo sin remordimientos, se ceban de vez en cuando en quien quiera que trate de sacarlos de su pocilga. Usted debió creer, aún brevemente, aún de manera irreflexiva, que se hallaba entre personas que disfrutaban no sólo de estar accediendo a un conocimiento privilegiado, sino del trato con un hombre, esa experiencia que permite a los más jóvenes descubrir los distintos modos de vida adulta a los que deberán acceder tarde o temprano, que les permite reflexionar de forma secundaria en aspectos filosóficos y morales. Debe resultarle doloroso descubrir que no ha sido así: que a un puñado de seres envilecidos les ha podido más su complejo de inferioridad y, en el camino sembrado de antorchas, han jaleado a los más tibios con el silencio cómplice de los que no estaban de acuerdo.

¿Qué es la universidad, maestro? ¿Dónde, si no ahí, podía apelarse a la razón, al criterio? Los delitos se persiguen en las fiscalías y no hay jerarquía que deba cubrir la violación de niños por parte de ministros de culto o el uso de la propia autoridad docente para acosar a un estudiante. Las denuncias no se hacen en la oficina del rector, sino en el ministerio público. Pero las escuelas, como las iglesias, tienden a erigirse en poder judicial cuando de alguno de los suyos se trata: comités de disciplina, comisiones de honor, audiencias con tintes de juicio o, de plano, sentencias sin presunción de inocencia donde se suspende, expulsa, condena, o proscribe, sin siquiera escuchar a las partes. He sabido de su suspensión y dudo que le sorprenda. Las universidades, especialmente las privadas (pero hasta las públicas son el coto de familias e influyentes en este país) siempre han tratado de quedar bien con los padres de familia, desde luego, pero si en otros tiempos, Usted recordará, dichos padres comprendían y respetaban que la universidad tuviera sus métodos y aplicara las disciplinas que considerara necesarias, hoy la universidad no tiene más criterio que el que dicten las redes sociales donde opina hasta el transeúnte que sólo tiene el antojo de arrojar una piedra. Así pues, administradas por gerentes académicos y burócratas administrativos, como negocios vulgares en nada distintos de una tienda departamental, las universidades ya no tienen más norma que la de atender a los clientes: los padres de familia que no desean ser molestados mientras otros los relevan en el entretenimiento de sus chicos, los estudiantes que no quieren aprender nada, sino obtener un papel con el que creen que conseguirán un trabajo, las industrias que piden más y más leños certificados para quemar en sus hornos y así mantener a sus dueños tan ricos como siempre. Un caso como el suyo, maestro, no podía así pasar desapercibido, pues su especialización lo obligaba a exigir lo que antes era un hecho sólido y hoy es sólo una opinión, a saber, que uno más uno da dos. Bastaba con que alguien se sintiera ofendido en su susceptibilidad para que chillara por las dolorosas consecuencias de esa verdad que Usted, oh insensible, oh autoritario y misógino, oh gran homófobo y conservador, pérfido fifí y monstruo, quería imponer. La universidad no podía defenderlo porque hacerlo requeriría volver decenios atrás en la educación, obligar a sus autoridades y a sus académicos (sic) a pensar con independencia, adultez y criterio. Una herejía semejante daría al traste con décadas de imponer miríadas de organismos certificadores dirigidos por gente que nunca ha enseñado nada en su vida y no es especialista de nada, pero obliga por su autoridad a que los que enseñan sigan directivas cada vez más oprobiosas y delirantes. Un disenso de esa magnitud encendería las alarmas de los padres de familia, de las industrias, de los estudiantes todos, y un negocio es un negocio, maestro, no esperaría usted que la universidad perdiera el dinero, quiero decir, el prestigio, ganado en años, sólo porque a un hombre que se va quedando antiguo se le escapó dar a sus estudiantes más importancia de la debida.

Porque eso es lo que ha pasado, aunque la mayoría haya decidido ignorarlo con voluntad de ignorar, o sea, neciamente: Usted excedió la importancia que debía dar a sus estudiantes al insistir en los conocimientos y la responsabilidad individual, al hablar del esfuerzo continuado y el apego a la ciencia, al recurrir precisamente a la altisonancia de sus palabras y a su continua apelación a despertar, aún a costa de cachetadas verbales, a su adormecida audiencia. Usted es un idealista porque semejantes excesos prueban, sin lugar a dudas, su confianza en la posibilidad de que los jóvenes puedan ser eventualmente distintos de los canallas que hoy depredan la nación. Usted trabaja para ello. Usted levanta la voz y no teme llamar a las cosas por su nombre. Usted dice pendejo, imbécil, estupidez, tontería, irrelevante, fuera de foco, huevón, desorientado, obnubilado, idiota, todo cuanto haga falta para construir un futuro verdadero y no la pesadilla en que vivimos instalados creyendo que la delicadeza hipócrita nos va a salvar de padecimientos aún mayores. Se indigna y enfurece quien da importancia a las cosas. Permanece tibio y cómplice el suicida al que no le importa que todos vayamos a perecer por indolencia. Son legión los maestros incompetentes que gozan del favor de las mayorías, cerdos regodeados en su porquería. Son legión los que transitan por el mundo calladitos, sin apenas moverse, felices de anular el significado y contenido de todo lo que cae entre sus manos. Valen más éstos que un profesional. ¿Qué le sorprende? El país se ha pronunciado electoralmente a favor de la incompetencia: nadie puede poner en duda su representatividad. Hoy gozan del mayor crédito el complejo de inferioridad y la calidad de víctima, la dádiva y la ciencia alternativa, los pueblos oprimidos y los grupos vulnerables. No importa mejorar su condición, pues ello requeriría un esfuerzo serio, sino mantenerlos ahí para nuestro uso personal, para agruparnos en torno a las buenas causas, para identificarnos en alguno de los grupos agraviados. Todos somos ellos. 

Canallas ha habido siempre, en países de verdad y en repúblicas bananeras, en estos tiempos ridículos y en otros menos indignos, gente que se quiere pasar de lista y busca atajos, que quiere hacer trampa para pescar en río revuelto. En otros tiempos ello involucraba frontalidad y sostenimiento de formas, reconocimiento por parte del estafador del carácter execrable de sus acciones; hoy en día ya no es así, pues el tramposo vive en la sombra desde donde medra anónimamente con otros de su especie, gusano que desea a toda costa ver poblado el mundo sólo por individuos que repten como él y que, una vez que alcanza posiciones de poder, vomita confusión y confunde términos, exacerba las pasiones más vulgares y abraza la contradicción. La ciencia está peleada con esta filosofía. La ingeniería no tiene cabida ahí. Si hacemos las cosas cada vez peor recurriremos a los países de verdad que sí saben hacerlas. Si nosotros queremos usar el tiempo en discutir presupuestos y telenovelas, en vez de arte o matemáticas, en vez de infraestructuras o alimentos, pagaremos mientras podamos a los países de verdad por todo lo necesario, mirando hacia otro lado conforme crezca cada vez más el número de gente en la miseria y el inexorable deterioro del entorno. Así pues, el tiempo y la geografía están en contra suya: lo primero era inevitable, lo segundo podía haberlo cambiado, pero decidió quedarse aquí. Pues bien. Este país es engañoso. Estoy seguro de que su heterogeneidad no le resultó demasiado escandalosa ni le impidió creer que formábamos parte del orbe occidental, aunque sólo fuera de sus márgenes. Creyó que las cosas tenían sentido. Que pese a las continuas noticias del horror de ciertas zonas, no era para tanto. Que existía una sociedad moderna, laica, a uno de cuyos grupos Usted impartía clases. Así es este país, en efecto: uno puede pasar toda su vida creyendo que el suelo no es tan disparejo, pero luego entra la realidad a echar por tierra toda convicción, toda certeza.

No se desoriente. No es culpa nuestra que el país tenga la historia que tiene y haya degenerado como lo ha hecho en los últimos años. Mala suerte, sí, pero todo pasa. Quizá al final de tanto descalabro, cuando ya llegue el fuego a la puerta de la casa, cambien las cosas de sentido y volvamos a experimentar un período de construcción sin cortapisas, sin payasadas. Forzados por la realidad, es verdad, pero moviéndonos al fin en la dirección correcta. La mala noticia es que quizá no nos toque ver esto. Las sociedades tienen tiempos mucho más largos que los de los hombres que las forman. Así pues, me temo que tendrá que reintegrarse a la vida en sociedad, lejos de las aulas cuyos pontífices lo han excomulgado. Bien visto, no es mala cosa: a cambio de las dificultades económicas que traerá aparejado dejar de percibir el salario seguro que como burócrata académico le correspondía, respirará en libertad como lo hacen los panaderos y los albañiles, los abarroteros y las secretarias. Podrá instalarse en un parque a media mañana y pasar una larga hora sin hacer nada, alejado de la miseria humana por unos deliciosos minutos. Ser maestro es mala cosa ¿no le parece? Refleja, en el fondo, un defecto de carácter, muchas veces la incompetencia de quien no podría desempeñarse profesionalmente en el mundo real, otras pocas la incapacidad de la persona para lidiar con ambientes que no sean el ya conocido desde su infancia, el ambiente de la escuela. La mayoría de los maestros está consciente de que lo que hacen no es un trabajo de verdad, aunque consuma tiempo, dinero y esfuerzo, aunque en concordancia con la hipocresía contemporánea se hagan llamar profesionales de la educación y no sé qué tantas cosas. Mentiras. Su desgracia actual le permitirá vivir en la verdad, le permitirá ser libre. Un fuerte abrazo.

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