domingo, octubre 11, 2020

Razones para estudiar un posgrado (Sinergia)

Seis de mayo

Hoy me he levantado hinchado de la cara después de un fin de semana increíblemente pesado y vasto. Es martes y el día de ayer fue de asueto, por lo que mi fin de semana se incrementó un cincuenta por ciento más. Debo reconocer que casi no pude permanecer despierto a bordo del camión que me condujo a mi trabajo y, para colmo, el gel que recién compraron mi hermana y mi madre no fija ni una mosca. ¡Qué desgracia! Ahora mismo puedo observar la textura de mi pelo como si nunca hubiera aplicado aquella masa supergelatinosa que me trae a la memoria al inmortal Dalí, el Maestro, quien gustaba de engominarse los bigotes. Francamente no puedo imaginarme cómo era la tecnología del gel en los años cuarentas o cincuentas. ¿Qué diablos lo componía?

Es mayo y hace un calor de los mil demonios. Es maravilloso. Gracias al calor gano una somnolencia insustituible que se traduce en una especie de trance pre-consciente que rompo con pequeños asomos a la realidad que golpea por todas partes. El calor es blando y todo lo ablanda; el frío, en cambio, es duro, esto es bien conocido. Pese a esto yo me mantengo perfectamente erguido y en una especie de erección intelectual completa y cuasi-permanente, pues dentro de mí se desdobla toda una maquinaria de refrigeración que me produce los maravillosos grados de mi cuerpo. No quisiera abusar de este detalle porque mi gusto por la paranoia masoquista me lleva a elevar mi temperatura y a infligirme los más espantosos dolores producto de enfermedades ordinarias como gripe o males gastrointestinales. De modo que hasta aquí llega esta descripción corporal.

Tuve pláticas con G en el camión. Su estado me evoca al de la eterna superación, pero claro, la superación estándar de la burguesía, que tiene un plan de vida perfectamente definido y en donde hasta las excepciones son ordinarias y digeribles en sanísimas cápsulas de reflexiones para toda ocasión. G, sin embargo, se distingue de ese grupo por no buscar el bienestar con euforia, sino con una paciencia que casi podría formar escamas en su piel siempre evolucionista. G es indiferente por decisión, no por convicción: le encanta fingir que todo le es fatuo, que la vida no le importa. Pero eso sí: jamás se equivoca al decidir lo que le conviene bajo los estereotipos más estandarizados y los decálogos morales, económicos, filosóficos y religiosos que una sociedad tecnológica pre-norteamericana le impone. Al juzgar todo lo que realiza uno no puede menos que sorprenderse de la abrumadora objetividad que componen sus actos. Todo lo que hace es de una lógica absoluta y perfectamente pertinente. Ni yo ni nadie puede imaginar siquiera que G pueda un día salir de las predicciones que para él ha fabricado la sociedad que le reserva un lugar histórico digno y numerario, ¡de ninguna manera! Al pensar en sus extremos no se encuentra más que una exquisita deductibilidad de todo su material intelectual y moral. Es tan excesivamente normal que lo único en su plan de vida fuera de lo natural es este exceso de normalidad. Por ello ha merecido, y sin duda posible seguirá mereciendo, mi más completa y comprendida admiración, porque su inteligencia no da lugar a sospechas de ninguna especie y mucho menos a locuras fuera de lo ordinario.


Dieciséis de mayo

Amanecer templado con tendencias al frío. Puse un disco de Madonna en cuanto me levanté a eso de las cinco treinta horas. Una inundación de memorias del noventa y cinco me vinieron, pero estaba tan concentrado en mis tareas que más bien percibí todo como un murmullo, una especie de eco nostálgico.

No he podido dejar de pensar en la experiencia del miércoles. Verdaderamente escocedora y ditirámbica. Creo que mis deseos se cumplen con velocidades muy elevadas, pero deseo que sea cada vez más rápido, ¡exijo que así lo sea! El olor de mi habitación no era nada agradable en las tempranas horas en que el disco de Madonna accedió a mis oídos, pero es el más propicio para evocar el miércoles recientemente fallecido. La molestia por el mal olor se debe a una manifiesta falta de creatividad de mi parte para hacer de ellos una experiencia mística de primer orden. Mis pies se han manifestado particularmente demoledores en este sentido, cosa que no me molesta en absoluto, salvo cuando la maquinaria social me consume en demasía y siento entonces que soy incapaz de canalizar adecuadamente todo lo que me acontece.

He pensado obsesivamente en cambiarme de casa, pero razones estándar y otras objetividades me han estabilizado en el olvido de esta idea. Realmente no deseo moverme de donde estoy si no es para acercarme más a la Barranca, cosa que ocurrirá seguramente cuando mi dignidad monetaria lo determine. Por otra parte, mi idea de ingresar al centro de investigación me obliga a la mundanal tarea de acercarme al otro extremo de la ciudad. No lo deseo en lo absoluto, pero me temo que tarde o temprano cederé. Otro pensamiento que me asaltó frecuentemente esta semana y que, gracias a la sugerencia que hiciera mi buen amigo Jorge Luis, ahora no pienso en otra cosa, es el de enmarcar los cuadros dalinianos que se reproducen en el calendario que compré de Salvador Dalí, el Maestro, a fines del año pasado. El problema está en decidir si iré enmarcando cada cuadro (hay uno por mes) cada que quede atrás en el calendario o si esperaré hasta el final de este año axial para hacerlo. No lo sé, pero creo que más vale hacerlo ahora que la obsesión está en su punto, con los cuadros de los meses pasados. Así, cada mes la emoción será mayor y no tendré que arriesgarme a perder la vida sin haberlo hecho.


Veintiuno de mayo

Muy cansado. Esto es realmente algo que jamás debería suceder y que sólo les ocurre a aquellos infelices que nos dejamos incrustar en el Averno de la maquinaria social de estos tiempos ultradecadentes. El trabajo se ha mostrado cada vez más agresivo porque existe una fecha de entrega de ciertos resultados que parecen dificultarse una y otra vez de manera pausada y perfectamente distribuida, de manera que por cada momento de paz, avance y calma, obtengo siete momentos de tensión de cuerdas de violín y traumatismos intraneuronales que me causan propensión a la epilepsia, dado mi carácter paranoico-crítico.

Fue el cumpleaños veintidós de G. Vuelvo sobre este personaje porque hay en él la inteligencia que le falta a más de novecientos conocidos y el absurdo que a esos mismos novecientos imbéciles ni siquiera les ha movido la consciencia, eso que en ellos es una especie de grano mordido por dientes de rata. En cambio la consciencia de G ha de ser el propio roedor que, sin embargo, es demasiado pequeño como para alcanzar dimensiones metahumanas. El mismo G dice que prefiere morir joven y que no le halla demasiado sentido a lo que hace, lo cual ni siquiera lo aparta un solo milímetro de lo ordinario y objetivo.

Una gota de baba se desprendió de mi boca por la mañana mientras dormitaba en el camión que me conducía al trabajo. La gota es por demás especial si consideramos que casi siempre dejo caer un hilo entero de viscosa saliva, cuyos coeficientes físicos y otras variantes químicas no deben haberse estudiado del todo, especialmente desde el punto de vista estético y filosófico. A lo mejor tendré un espacio para dicho análisis mientras duermo, hecho que en mi desdoblada vida es cada vez más estricto y delimitado. Semejantes imposiciones van exactamente en contra de los más elementales derechos humanos que permiten, entre otras cosas, soñar y babear, sanísimas costumbres que en el ejercicio de mi vida actual perfectamente burocrática son casi imposibles. Pero he aquí que yo, superponiéndome con la dificultad y el peso implícitos de diez elefantes asiáticos, declaro mi locura como el único instrumento lógico de salvación para no extraviar el objetivo de abandonar la colectivización evidente por todas partes y para levantar en vilo y con fuertes patadas la holgazana obra maestra de la trascendencia.


Veinticinco de mayo

El primer hecho que quiero destacar, no por importante, sino porque presiento que lo voy a olvidar, es aquel que se refiere al prurito que experimento cuando el camión que me conduce al trabajo pasa por el par de funerarias que se encuentran sobre la Avenida de La Paz. Esta emoción evidentemente necrofílica la experimento mañana a mañana y se concentra en asomarme a las ventanas del insultante camión para ver claramente las personas vestidas de negro y las coronas de flores que se aprecian comúnmente en las afueras de estos establecimientos ordinarios e indignos. Me gusta que me suceda esto apenas cuando inicia el día porque de esta manera obtengo una especie de inmunidad a la muerte que me satisface. Si fuera a morir algún día, estoy convencido de que el aspecto de estos lugares y los mensajes que radian serían suficientes para enterarme de mi propio deceso con suficiente anticipación y lujo de detalles. Entonces escribiré con fruición mi muerte y con ligera impaciencia esperaré el momento del fin, cubierto de las más excelsas emociones de toda mi vida. Sin embargo, estoy seguro de que el futuro no me volverá a permitir cruzar frente a estos establecimientos y menos aun desde un camión urbano, por lo que puedo estar seguro de que todo lo anterior no sucederá, lo cual ofrece un voto más a favor de mi inmortalidad.

Justamente en uno de esos días en que iba a trabajar dejé caer de nueva cuenta una gota de baba ligerísima y bien líquida sobre mi camisa. Esto ocurrió para colmo de coincidencias mientras el camión pasaba frente a la primera de las funerarias, lo cual no indicaba sino que el día estaría impregnado de avisos necromaníacos… y en efecto, así sucedió, pues en el trabajo conté con la nunca antes superior presión de mi jefe directo, el imbécil de F. Este individuo contiene capacidades técnicas bien compactas, altamente eficientes e insuperablemente desarrolladas, pero le falta cerebro. Esta aparente paradoja se explica fácilmente si vemos con atención el hecho de que ha perdido buena parte del cabello desde el centro de su cabeza y que fuma con una frecuencia que hubiera ya matado a más de un millón de ratas nórdicas con la nicotina consumida. Estas razones son, sin embargo, insuficientes, y las verdaderas razones suben de punto cuando comprendemos que no tiene mayor talento que el de saber demasiado de muy poco, mal muy ordinario y extendido en nuestros días de triste arte postmoderno y contra-pop alternativo. Nada, sin embargo, me sorprende, y todo se convierte en material cretinizante y combustible para mi digestivo cerebro hipercompresor y triturador de escocedores silogismos, incluida la tortura de hallarme bajo las ultradeprimentes fauces morales y conductivas de F, mi jefe directo en ese fenómeno paralizante y diluyente de los tiempos contemporáneos llamado trabajo.


Veintiséis de mayo

Hablo con H por la mañana para confesarle mi obsesión por un acto sexual de dimensiones paranoicas y superenfermizas soberbias. Dicho acto consiste en que el hombre tome a la mujer debajo de sí en pleno acto carnal y, cerca del orgasmo, convierta el acto en el sadismo más exquisito cuando saque de quién sabe dónde un par de machetes y, sin dejar de agitarse y en plena euforia y metaéxtasis, alce el par de filos por todo lo alto y. bien sujetos, los deje caer con todo el peso y los últimos espasmos orgásmicos sobre los brazos de la pobre mujer que inmediatamente vería arrancados de un limpio tajo sus dos extremidades superiores. Sólo imaginar la gritería, la agitación, la voluptuosidad inherente a este acto y particularmente la sangre que chorrearía de los brazos de la víctima satisfecha, me producen un escozor muy especial. Estoy seguro de que si la cortesía más elemental no contradijera esta alegoría, ya se hubiera decretado su práctica como obligatoria y hasta algunos concursos se hubieran organizado para mejorar el acto, puesto que todo tiende hoy a estandarizarse por competencia mediocre.

Por otra parte y dejando de lado estos escabrosos temas, se acaba esta semana la carrera universitaria, cosa que no amerita que el día sea menos vulgar que una mandarina y que le haya hecho falta casi todo, de no ser por mí, que siempre estoy nutriendo de estadísticas y genialidades la existencia. He tomado el fin de semana algunas decisiones que la gente suele llamar importantes. Lamento haber decidido no estudiar por un año y seguir trabajando en donde estoy en estos momentos. Razones económicas y otras estupideces de abrumadora mediocridad se han impuesto sobre mi voluntad que, sin embargo, no ha tardado ni una centésima de segundo en elucubrar las absolutas ventajas de este espacio de un año que aparentemente está ya bien propuesto y establecido. De mi cuenta corre llevar a cabo los preparativos de un gran despegue durante este año de incógnita que bien podría ser llamado el período de la premonición donde serán predichas y dispuestas millones de partículas elementales de mi próximo estado de vida que, como ya he declarado en mi Manifiesto de la Partición de los Tiempos, ha empezado a nacer desde hoy y terminará su fiesta en el más alegrísimo y connotado parto que haya notado la humanidad en lo que lleva de camino. Esperaré impaciente ese momento, lo cual, por otra parte, ha sido siempre mi actitud.


Uno de junio

La noche del viernes pasado dormí profundamente cansado y tan acaloradamente como todas las noches de fin de mayo y principios de junio. Pero esta vez, puesto que se acercaba un fin de semana escalofriante por la gran cantidad de acontecimientos que contenía, tuve una premonición que consistió en soñar, primero, la muerte, y, acto seguido, la victoria sobre la muerte por un contundente marcador de fútbol. 

Un primer sueño consistió en que yo iba a los Altos y llegaba a casa de E, quien muriera el último domingo del año pasado, y encontraba la casa particularmente alterada en su distribución y enteramente vacía. Al penetrar en ella hallaba, hasta el fondo, en la última habitación, una caja de zapatos en el piso donde había paquetes de comida y dinero en billetes de baja denominación, pero justo en esos momentos escuchaba y veía a un hombre en la puerta de la casa que avisaba a los vecinos de mi presencia en ese lugar. Un mar de mujeres, todas vestidas de negro, se acercaba entonces a mí en medio de lágrimas, cuando alcanzaba a distinguir entre ellas a L, la chica de la oficina de becas donde había hecho mi servicio social, llorando exactamente de la misma forma en que lo había hecho hace meses cuando murió su padre. Desperté inmediatamente con perfecta consciencia de todo lo ocurrido y considerando –desde el mismo desarrollo del sueño- que la caja de zapatos con el dinero y la comida eran un tributo al ahora extinto E.

Luego de ir a beber agua y volver a acostarme, otro sueño ocurrió. Me hallaba escuchando la narración de la final de fútbol en que el equipo local iban ganando al de la capital por cuatro goles a uno. Luego escuché el grito de gol y pensé que se trataba del quinto, marcador que quedó perfectamente fijo en mi cabeza y que estuvo a punto de ser el marcador definitivo cuando, dos días más tarde, el equipo local ganó por seis goles a uno el campeonato de fútbol. Ambos sueños y los hechos subsecuentes tuvieron en mí un efecto anecdótico que nuevamente me tentaba a creer que todo lo que me ocurría tenía carácter de extraordinario, hecho que este año, mes a mes y a veces semana a semana, ha sido corroborado. Una persona murió durante los festejos de la victoria del equipo local: fútbol y muerte, gloria y sangre, mi carrera universitaria se extingue y, por si fuera poco y para no perder la costumbre, está a punto de darme gripa, un estado interesante porque mis ojos y fosas nasales lloran simétricamente y con gran sobresalto. Tengo unos lentes obscuros propios para estos estados anímicos sonámbulos y también experimento métodos para humillar al insignificante virus que ataca la estabilidad de mi sistema. Uno de esos métodos consiste en excitarme sexualmente mientras padezco una de las fiebres o clímax de la enfermedad. Según todos mis cálculos y pruebas, no hay remedio mejor y más contundente para la gripa que la eyaculación de todas las toxinas redirigidas por una excitación consciente, premeditada y alevosa hacia la punta del pene, que se convierte en canalizador de la fuerza creadora que debe sobreponerse a cualquier limitación física y biológica, incluida desde luego, la limitación vírica. El virus sucumbe mientras la excitación es fuerte, de modo que si pudiera mantenerme en la más constante y viril erección de toda mi vida, podría acabar violentamente con el virus en menos de tres horas y media, dando por resultado un descubrimiento médico de primerísimo orden.


Doce de junio

Más humillaciones. Estoy cierto en que aquello que más deseo tardará en llegar dos o tres actos cómicos más de lo normal, aumentando de este modo mi impaciencia y mi prurito intelectual de manera exponencial. Mi primera humillación directa consistió en tener que seguir trabajando por razones económicas, cosa tan vulgar que sólo el hombre moderno ha podido justificar con las más abyectas y estúpidas filosofías administrativas y económicas, particularmente con la calidad total y los libros de superación personal. Mi segunda humillación consistió en haber pospuesto la oportunidad de estudiar en el centro de investigación cuando, de momento, las ventajas sobre trabajar son nulas respecto a los beneficios que hubiera reportado estudiar el posgrado. Tercera humillación fue haber sabido el día de hoy que iré a trabajar al otro lado de la ciudad en una transnacional y, lo que es peor, como otro individuo numerario y colectivamente disuelto; es decir, como un cómplice más de la maquinaria social que todo lo deprecia y cuadricula.

Para vengarme apostaré por un plato mejor servido para cuando termine este así denominado año de gracia: enfocaré mis lentes gustativas hacia el platillo de estudiar en el extranjero, particularmente en Europa; aumentaré la tensión tratando de hacerme de la mayor cantidad de recursos económicos en el plazo más estrecho posible y vengan de donde vengan, quizá desde la docencia o algún otro medio que haga llover pronto y por numerosos caminos, dinero. ¡Qué caiga toda la mierda si ha de caer!


Dieciocho de junio

Estoy en una oficina de la transnacional. Lamentable. Para dar a la atmósfera verdolaga de junio un toque todavía más imbécil estoy precisamente aquí con una gran cantidad de efectos amoniacales y antiestéticos. Las oficinas son perfectamente cuadriculadas y llenas de la mayor abstracción. Algunos, en el afán más mediocre del mundo, se han decidido a poner adornos y otras vicisitudes a sus cubículos, pero, por supuesto, todo es vano y absolutamente inútil en contra de la transnacional cuyos efectos estandarizantes llegan hasta el oprobio y la vergüenza, esto es, una práctica aniquilación de la independencia humana de cada uno de sus empleados.

Por otra parte, los meteorólogos afirman que el calor intenso y estupefacto de estas semanas se debe a un sistema de alta presión sobre el Pacífico y el Golfo, lo cual, de ser cierto, es tal vez la mayor certeza de que hemos tenido noticia en los últimos tiempos. Tan es así que los efectos constrictores y asfixiantes de este sistema de alta presión los he resentido desde las células muertas de algunas regiones de mis pies hasta las más contadas y preciadísimas células neuronales de mi nutritivo cerebro. Esta alta presión me ha causado una especie de babeo mortal y espesísimo capaz de matar a cualquier insecto, aun la mismísima cucaracha que tanto abunda en estos calores y que es resistente hasta a los efectos radiactivos posteriores a una bomba atómica. Mi baba, esencia viscosa cuya consistencia ha reflejado siempre el grado de mediocridad del entorno, es hoy sumamente espesa y abundante, lo cual está en plena congruencia con el sistema de alta presión y con mi status quo objetivo actual.

[...]

Aun delante de un monitor de la oficina ya estoy mucho menos afectado por el sistema de alta presión, pues ha sido precisamente gracias a ese exageradísimo fenómeno que he podido dilucidar pensamientos relevantes y significativos para el resto de mi vida. Debo reconocer que todavía esta mañana, al levantarme, no concebía cómo podía dar un giro importante en mi existencia que estaba llegando a colmos nunca antes vistos en cuanto a índices de mediocridad, de actos involuntarios y de inconsciencia pre-nihilista. Pero fue precisamente en cuanto salí de mi casa, cuando subí a un camión increíblemente lleno, cuando trepé al borde del estribo entre polvo y mierda y humedad y vértigo, que apareció en mi cerebro la convicción de que debía dar marcha atrás y tratar de rescatar la oportunidad de estudiar en el centro de investigación. No podía seguir trabajando en la transnacional a través de F. y bajo la burla de G.: debía renunciar. 

En la oficina bebí mucha agua, me escondí para escribir, fui al baño más de tres veces. A las nueve y media se desató la tormenta y una masa de agua violentamente esparcida se veía a través de los cristales de la oficina. Llamé al centro de investigación y me enteré con precisión de que todavía estaba a tiempo para participar en el proceso de selección. Sin el menor recato tomé todos los datos, di todos los propios para presentarme desde esta tarde, telefonee a F. y le informé que renunciaba, pidiendo instrucciones sobre lo que procedía hacer. Desde luego F., pero también G., quedaron estupefactos. Su desconcierto me causó el inmediato alivio de casi todas las frustraciones acumuladas durante el presente año. F. me pidió que no dijera nada hasta mañana en que tuviera alguien para suplirme y, por supuesto, corroboró de mi propia boca que parte integral de los motivos de esta renuncia era el haberme colocado en la transnacional. ¡Perfecto!

Eran las diez horas y veintitrés minutos de mi reloj cuando esto ocurría. La tormenta estaba en su fase final y yo sentía ya los primeros vientos de una nueva era que, desde estos momentos, con centro de investigación o sin él, calculo infinitamente importante. Es verdad que intento escapar de una maquinaria yendo al centro de la misma, inmiscuyéndome hasta los huesos en su sinrazón y horadando vertiginosamente y sin piedad alguna en todos sus mecanismos. ¿Pero qué quieren? La realidad es un perro que sorprende.

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