sábado, noviembre 21, 2020

Anarquismo

Yo lo escuchaba al otro lado de la línea intentando explicarse, sentada sobre mis piernas recogidas en el sofá del salón, el televisor encendido a volumen bajo con Nadal yendo y viniendo por la pista de tenis frente a algún jugador de apellido eslavo y barba cerrada, el rumor ya muy tenue de la calle por lo avanzada de la noche interrumpido aquí y allá, cada vez menos, por algún grito aislado a modo de guasa o advertencia.
—A ver, que no es que quiera terminar, ¿me entiendes? Yo lo quiero como mi pareja, por supuesto, pero no veo qué tenga eso que ver con el legítimo deseo de acostarme con terceros. Es sólo por sexo.
—Cariño, en el mundo de los hombres hay ideas y hechos. Estamos acostumbrados a creer que por cada una de aquellas hay uno de éstos que le presta cuerpo, que la hace realidad. Pero para bien o para mal eso no es verdad. Muchos, especialmente los que nos consideramos liberales o de izquierdas (qué risa: mira a dónde me ha llevado mi forma de pensar que estoy aquí sola en mi piso mordiéndome las uñas cuando ya es casi medianoche y mañana hay que ir a currar) nos apresuramos a avalar cualquier acuerdo entre adultos como posible y respetable, con las consabidas salvedades de que no se dañe a terceros, etcétera. Pero esta postura anodina no resuelve nada en la práctica y muy frecuentemente sólo sirve para ocultar lo que de verdad nos motiva. ¿Por qué quieres sexo con otras personas que no sean tu pareja? ¿Por qué quieres mantener una pareja? Espera... ¿será posible?
—¿Qué pasa, niña?
—Estas cabronas, ¡pero si es casi medianoche!
—¿De qué cabronas me hablas?
—¡Las putas palomas que tienen todo cagado el balcón! Durante el día las echo de aquí a escobazos, pero siempre vuelven. No había reparado en que también vienen a refugiarse de noche. Hijas de puta, permíteme.
No encontraba la escoba en el sitio habitual. Había olvidado que esta mañana, aprovechando que era domingo, quise barrer la habitación y luego me distraje mirando por la ventana a un chico guapo del piso de enfrente que se dejó en calzoncillos para meterse enseguida a lo que supongo era su cuarto de baño, pues salió a los pocos minutos los justos para sacudir mi librero con la toalla cogida con las dos manos tapándole el sexo, pero descubriéndole los costados. Hice a un lado la escoba. Me masturbé. Ahora tardaba en encontrarla, pero al final lo hice y salí a toda prisa al balcón a repartir hostias.
—Hasta acá ha llegado el aleteo desesperado de las pobres aves. Qué cruel eres, niña.
—Ratas. Ratas con alas es lo que son.
—Bueno, contestando tu pregunta. El sexo es un imperativo biológico y es perfectamente normal que uno desee tenerlo con otras personas, pero también tener una relación significativa que...
—¿Esto es lo que me vas a decir? ¿En serio? ¿Una respuesta de manual y todo arreglado? No te escondas, cariño. Tuviste pareja como mucha gente: por inercia, por probar, por imitación. No dudo que lo desearas en algún momento e incluso que hubieras estado enamorado, pero también cabe la posibilidad de que nunca te haya gustado del todo —eras muy joven— y de que sencillamente te hayas dejado llevar sin demasiada convicción, tanto más como que ahora —pero en realidad desde siempre— quieres acostarte con otras personas. No dudo que en los años que llevas con él hayas aprendido a quererle muchísimo hasta el punto de que se te haya hecho indispensable y no concibas ya la vida sin su presencia. Eso se llama costumbre. Llámale amor si quieres. O lealtad. Vale. Pero esto no tiene nada que ver con el deseo ni con el enamoramiento, carece de ilusión y tiene más la forma de una amistad.
—Pero lo que dices es de una ñoñería decimonónica que desde luego no te la debes creer. Porque no me vas a decir ahora que sólo hay un tipo de pareja y que debe reunir tales o cuales cosas o está muerta. Hay muchos tipos de relación, ¿por qué tendría que ser la mía del tipo ordinario? ¿Por qué no puedo tener una pareja abierta a otras experiencias sexuales? ¿Por qué no pueden dos adultos decidir qué es lo mejor para ellos?
—Sigues sin responder y crees que vas a impresionarme con tus ejercicios retóricos. No querrás que te eche a escobazos como a estas cabronas, ¿verdad? Te dije desde el comienzo que hay ideas y hechos. ¿Te acuerdas del anarquismo? ¿No me hablaste tú recientemente de los anarquistas españoles?
—Sí, te hablé de un libro que leí que da cuenta de la enorme acogida que tuvo el anarquismo en España, aunque no haya sido fundado aquí, sino más bien en las estepas rusas y las costas bálticas... ¿a qué viene eso?
—¿Qué es un anarquista, amigo mío?
—¿Quieres que te dé la respuesta del General Álvarez? 'Un anarquista es un individuo que cree que la religión y cualquier tipo de gobierno y toda sujeción a la libertad del espíritu y de la acción del ser humano, deben desaparecer porque el individuo debe de ser libre, y una sociedad de hombres libres daría por resultado una igualdad social, económica, de derechos materiales, en donde no existirían desigualdad ni explotación al ser humano'. ¿Es eso lo que querías oír? ¿Me vas a decir de una puta vez a qué viene todo esto?
—Qué impaciente te pones cuando buscas la aprobación, querido. Pues es muy sencillo: hay ideas y hechos, como vengo diciendo. El anarquismo es una idea bellísima que retira el yugo de cualquier autoridad y deposita toda su confianza en el ser humano. La igualdad es una idea maravillosa. La libertad también. Estas grandes palabras están en la cita que acabas de hacer —qué memoria tienes, por cierto, madre mía— y son todas magníficas. Pero son sólo eso: ideas. En los hechos el anarquismo exige algo imposible: perfección del ser humano, cero egoísmo, fraternidad absoluta. No son estas realidades que quepa esperar jamás, no en el pasado donde solía degenerar en regímenes totalitarios, tampoco en el futuro donde el ser humano seguirá siendo sólo eso: humano.
—Todo eso está muy bien, pero ¿y lo que estábamos discutiendo?
—A eso voy, cariño, pero veo por tu irritación que ya entiendes de lo que hablo: sí existen las relaciones abiertas perfectas y los enamoramientos perennes, las pasiones que nunca menguan y las afinidades espirituales que comprenden genitales y sentimientos con exclusión de terceros; las relaciones à trois armoniosas en todas sus permutaciones y el amor libre del que hablan algunos desde hace muchas décadas; también existen las relaciones puramente físicas que no envejecen ni admiten reservas y, cómo no, las que pasan de lo físico para vivir en una esfera puramente espiritual; existe el matrimonio ideal en el que las actas y las ceremonias no son sólo papel mojado, sino fiel transcripción de compromisos voluntarios que no pasan nunca por dificultades ni dudas... Sí, ya lo creo que todas estas relaciones y una infinidad más existen en sus formas perfectas, ya lo creo que son todas viables, cariño, igual que el anarquismo, igual que la libertad y la igualdad... Son todas posibles en un mundo perfecto hecho de seres humanos angelicales, sin envidias ni celos, sin el imperativo biológico que los hizo hombres y combatir entre sí, sin ambages ni confusión ni enredo, individuos con capacidad de leer los pensamientos y deseos ajenos con nitidez y entrar suave y decididamente en armonía con todos ellos, el jardín de las delicias sin culpa ni contrapunto ni apenas sesgo... Pero eso es imposible, cariño, como bien entiendes; todavía más: es indeseable, porque en ese jardín no hay modo de distinguir nada al no haber defectos ni fisuras ni contraste.
Se hizo un silencio en el auricular que rápidamente ocuparon los sonidos del televisor a bajo volumen: rebotes de la pelota en la cancha de tenis, el murmullo ligero de la multitud cuando se hacía algún punto. Nadal, mi chico, perdía ligeramente. De la calle ya no subía ningún sonido: había iniciado la madrugada.
—Es una pena —atinó él a decir al cabo, desconsolado.
—Creo que sí. Pero las ideas fantásticas son armas de doble filo, cariño: nos empujan hacia adelante en una aspiración condenada a fracasar, a quedar inacabada, pero también nos servimos de ellas para escudarnos contra la verdad y embellecer nuestra hipocresía, nuestras verdaderas intenciones que son casi siempre mucho más primitivas de lo que estamos dispuestos a admitir, bastante más impresentables. En esto las personas cultas y las zafias se distinguen poco, casi todo mundo abriga una contradicción monumental entre lo que dice que quiere y lo que hace. En tu caso... ¿de verdad quieres que siga? ¿no prefieres sacar tú conclusiones por tu cuenta?
Los nuevos vecinos del piso de arriba habían iniciado su habitual ruido, como si arrastraran muebles pasada la medianoche. Me habían obligado a usar tapones de oído desde poco después de que se mudaran. Me puse de pie con el teléfono inalámbrico para acercarme al balcón y seguir hablando. En el piso de enfrente el chico de los calzoncillos acababa de encender la luz y se desnudaba despreocupadamente. Me pareció percibir que se balanceaba como borracho, quizá volvía luego de una noche de juerga, pero era demasiado temprano en Madrid para volver de ninguna parte. No pude evitar sentir una placentera hinchazón en la entrepierna.
—En mi caso quiero una relación abierta que me permita acostarme con otras personas, pero preserve a aquella con la que más he compartido. ¿Qué hay de hipócrita en eso?
—Casi todo, corazón, no juegues a esconderte. Tu chico ya está sufriendo porque entiende bien (y no quiere creer) que ya no lo deseas, si es que alguna vez lo deseaste. No pone en duda tu compromiso (curiosa palabra) para con la relación, con todas las lealtades y garantías de una verdadera amistad, pero hace tiempo que todos sabemos que no hablamos de pareja, si es que alguna vez la hubo. Mira, los matrimonios usuales, sobre todo en países subdesarrollados (pero también en estos, no te creas) suelen degenerar en este tipo de arreglos casi amistosos, donde todo mundo entiende que podrían estar pasando cosas extramaritales, pero no insiste demasiado en el punto: viven en la discreción, la hipocresía, pero también en el vaivén. Y muchos lo sobrellevan con mayor o menor éxito. En tanto homosexual que vive una relación voluntaria desde hace tiempo y a la que no bendicen iglesias ni gobiernos, te sientes tanto en libertad de discutir tus urgencias con tu pareja como con derecho a vivir la vida sexual variada que te apetezca. Bien. Puede ser que esta condición facilite vivir más apegado a la realidad, pero no parece que sea así: los humanos son los humanos, cariño, sin importar qué les apetezca o qué digan que les apetece. Son contradictorios y sus motivaciones obscuras, incluso en gente inteligente y sensible como tú. Quizá llegue el día en que mires hacia atrás y veas esto tan diáfanamente como lo veo yo: no estás enamorado de tu pareja, quizá nunca lo estuviste; quieres acostarte con otras personas porque eso es lo normal en tanto uno no se haya fijado en alguna a la que desee convertir en su propio aire: cuando estés enamorado más allá del entusiasmo inicial quizá lo comprendas... ¡madre mía!
—¿Qué pasa?
—Nada, el chico del piso de enfrente se está haciendo una paja. ¡Y qué pollón!
—Anda ya, güerita, calma tus ansias y sigue con lo que me estabas diciendo. No te distraigas. Aunque no estás siendo nada amable conmigo ni me estás dando ningún crédito.
—Pues nada, hijo, lo que ya está dicho: presuntamente persigues ideales que no tienen oportunidad de ser y que sinceramente no deseas. Si logras convencer a tu pareja de que acepte estas condiciones sólo habrás conseguido aplazar lo inevitable y prolongar el sufrimiento de quien sí te quiere exclusivamente a ti. Obviamente no estás obligado a querer a nadie, ni siquiera porque hayan transcurrido cuatro años de relación, tampoco estás obligado a desear a nadie ni...
—Yo quiero a mi pareja.
—Ya lo sé, corazón, usé mal la palabra. Efectivamente no estás obligado a querer a nadie y tú de verdad quieres a tu pareja, pero como amigo. No tienes el apasionamiento ni el deseo ni el enamoramiento que requiere una pareja de verdad, sólo tienes el compromiso, el afecto, con estas palabras (en principio maravillosas, pero en pareja fatales) no vas a ningún lado. Estás listo para casarte según el estándar heterosexual, pero no para una relación de verdad...
—¿Relación de verdad? ¿De esas ideales que no existen? ¿No te estás contradiciendo?
—Quizá. No es del todo imposible que dos personas se enamoren, quieran y deseen con exclusividad, por un tiempo al menos. Más difícil y probablemente tan irreal como el anarquismo es que sigan en esa tesitura indefinidamente. No porque se agote la novedad como dicen las revistas para adolescentes y los foros para gente idiota. No porque esté en nuestra naturaleza biológica desear la diversidad. No. Es por algo más triste y profundo, algo espiritual como no podía ser menos: la falta del conocimiento propio suficiente para reconocer el amor que nos corresponde. Así gastamos nuestro tiempo en entelequias, no sólo por el insobornable azar que nos pone delante a unos mientras descarta a otros, sino por nuestro propio ojo tuerto que mira siempre desde ángulos torcidos. Pero la solución cuando esto ha pasado no es inventarse fórmulas para quedar bien con dios y con el diablo, sino enfrentar la realidad. Si en tu corazón encontraras todavía el enamoramiento hacia tu pareja te aseguro que no sabrías qué es desear otro cuerpo. No está mal desear, no me malentiendas, no está mal incluso la promiscuidad, ya sabes que soy perfectamente secular al respecto, pero esto, me temo, es incompatible con amar a alguien a cabalidad. A menos que hablemos de anarquismo, claro.
—No te burles.
—Qué va, no me burlo en absoluto. ¡Mira nada más! El chico del piso de enfrente se ha quedado dormido con la polla flácida y aquella polución derramada por el vientre. Es un asqueroso.
—Sólo es un clásico. Tú qué vas a saber del placer de quedarse dormido luego de masturbarse.
—Oye, que yo también me masturbo, ¿eh? A ver si te vas a pensar que las chicas no nos tocamos, tontuelo.
—¿Crees que un día me enamore?
—Sí, ya lo has estado. De quien debes y de quien no, pero sólo en su etapa fugaz, en la más adolescente de todas. Y cuando he dicho enamoramiento no me refiero a ese, sino al peligroso, al que padecerás cuando seas correspondido y la atracción sea tan fuerte que no te quepa duda de que ese y no otro es el cuerpo en el que deseas entrar indefinidamente. Cuando eso suceda, créeme, lo sabrás. Pero tengo que advertirte.
—¿Qué?
—Vas a sufrir si la persona de la que te enamoras está como tú mismo ahora con tu pareja. O peor. Si te correspondió por torpeza o pusilanimidad, si por excitación que tú te habrás encargado de renovar con nuevos trucos sin haber conseguido nunca involucrar su obsesión espiritual, incluso tal vez saltando a esa falsa tranquilidad de una relación aparentemente comprometida y monógama, mientras él va dejando crecer en la sombra todos los gérmenes de la destrucción, que por desconocimiento o conciencia escasa, por juventud quizá, habrán de emerger un día con poca o ninguna consideración hacia sus propias palabras ('no estaba seguro, no sabía lo que decía'), menos hacia ti que desesperarás al saber que pierdes ese cuerpo y alma que inequívocamente te habrán enseñado las raíces espirituales de la unidad. Será como haber entrevisto la libertad y descubrirse encadenado.
—¿Pero qué te has metido, hija, que estás tan fatal?
—Ya, no me hagas caso. Puede que nunca experimentes nada parecido y sigas con tu chico muchos años más, ¿eh? Quizá toda la vida.
—Veremos.
—Pues veremos, cariño. Tengo que dejarte que mañana no habrá dios que me saque de la cama y tengo mucho trabajo.
Colgamos. Nadal y el ruso (o sería serbio) descansan y no me he enterado de lo que ha pasado. Apago el televisor. La luz del piso de enfrente ya está apagada. 

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