domingo, noviembre 08, 2020

El hijo de la Señora Wilbur

Atraída por el inusual ronroneo del gato salió de la cocina y lo encontró detenido en el portal frente al muchacho que llevaba una enorme mochila al hombro y miraba al animal con aire preocupado, sin atreverse a cruzar. Ella se ajustó los lentes, trató de enfocar al muchacho sin quedar cegada por la luz de la calle que lo rodeaba y, apenas se dio cuenta de quién era, un escalofrío la recorrió subrayando el hecho de que nunca escuchó abrirse la baranda.
—¡Hijo mío! ¿Pero qué haces ahí parado? ¡Pasa, pasa! ¡Qué alegría tan grande!
—Hay un gato negro en el portal.
—¿Cómo? Ah sí, sí, se llama Yonguens, me lo regaló hace años el holandés de la óptica... No te hará daño, ven, entra. ¡Dios mío! Me dijeron que estabas muerto y yo...
—Es un gato negro, madre. Apártelo de ahí.
Ella mira a Yonguens unos segundos, confundida. Luego cede y levanta al gato para ponerlo detrás de ella. Se vuelve y abraza a su hijo con fuerza.
—Hijo mío, te he echado tanto de menos, no sabes los días terribles que he pasado desde que vinieron los soldados a decirme que habías muerto, no he vuelto a estar bien en años, mi niño... ¿Dónde has estado? ¿Qué pasó? Te ves tan joven como cuando te fuiste...
—Ya madre, ya. No haga tantas preguntas.
—Tienes razón, por supuesto, qué cabeza la mía. Anda, ven a ducharte y baja a desayunar. Ahora me lo dices todo, ¿eh?

[...]

Mientras el chico se baña ella prepara el desayuno, ordena los pensamientos en su cabeza. Hace diez años que él se fue, hace seis que vinieron los soldados: trajeron la placa de identificación, algunos enseres personales envueltos en una bandera, una desgastada foto de ella. El soldado manco y el más alto eran testigos presenciales de que su hijo había perdido la vida durante el asalto al pueblo serrano. Metralla. Una granada. El incendio del pueblo. La guerra había terminado hace cinco años. No era improbable que lo dieran por muerto y él se hubiera escabullido entre los escombros. Claro, historias de estas ha habido por cientos desde que el hombre es hombre. 'Qué cosas se te ocurre preguntar, Señora Wilbur', se reprocha sonriendo nerviosamente mientras sirve el café, 'en vez de dar gracias a Dios por el milagro, aceptarlo humildemente'. El chico aparece con ropa limpia en la puerta de la cocina.
—Ven, siéntate a desayunar. Déjame verte.
—Algo habrá que hacer con ese gato, madre. No me gustan esos animales, su mirada...
—¿Aún sigues con eso? Anda, come y déjate de tonterías. Hay montones de asuntos más urgentes que emprenderla contra el pobre de Yonguens. Ya que has sobrevivido habrá que arreglar muchos papeles porque aquí todos te dan por muerto. Yo cobro una pensión del ejército, por ejemplo, pero ahora es seguro que me la quitarán, espero no me pidan devolver el dinero, sería una locura. Tendrás que trabajar, desde luego, no sé si el holandés querrá darte trabajo como cuando eras un crío, ¿te acuerdas?.... Pero estás idéntico a como te fuiste, hijo mío, ¿cómo es esto posible? 
—No lo sé, madre. Pero no tiene de qué preocuparse porque yo sigo muerto.
—¿De qué hablas? ¿Muerto?
—Sí, muerto.
—No me digas. ¿Y los muertos comen como lo haces ahora que parece que no habías probado bocado en días?
—Yo qué sé, madre. ¿A Usted todo le queda claro sobre este mundo, sobre su propia vida?
—No le hables así a tu madre. Si estás muerto, estás muerto, tanto mejor, supongo: no hay nada que arreglar entonces. ¿Pero qué debo entender? ¿que te estoy imaginando? 
—Pero madre, ¿no acaba Usted de abrazarme? ¿No me está viendo?
—Todo es imaginable, hijo. Qué respuestas tan evasivas las tuyas. Pensé que en el ejército te habrían enseñado mejor. Obviamente no es una universidad ni un seminario, pero hombre, algo les habrían enseñado, ¿no?
Yo no soy físico, madre. ¿Usted por qué está en este mundo? ¿Sabe decir como llegó?
—Sé lo que me han contado.
—Pues eso: ahora yo estoy aquí.

[...]

El carnicero la mira con extrañeza. 
—¿Está segura Señora Wilbur? No podrá terminarse todo esto en un mes ni aunque se hinche de tragar, ¿eh?
—Es que... espero visita de mis parientes del norte esta semana —aclaró sintiendo ese bochorno que producen las mentiras obvias que a su vez obligan a crear otras mentiras.
—Pensé que no tenía familia.
—Todos tenemos una, aunque sea lejana o no la frecuentemos en absoluto, aunque esté muerta...
El carnicero la miró con la preocupación de quien cree que su interlocutor se ha vuelto loco. Advirtiendo que la frente de la Señora Wilbur se había perlado de un sudor fino, intentó no interrogarla más, sin éxito:
—Claro, claro, totalmente de acuerdo Señora Wilbur, aquí tiene lo que me pidió... ¿Se siente Usted bien?
—Muchas gracias —se despidió ella sin contestar, forzando una sonrisa y levantando las pesadas bolsas que había ido llenando en distintos puntos del mercado.
De regreso a casa, frente a la óptica, no se sabe bien si por genuino interés en saber si su vista era la causante de sus visiones o si por descansar los brazos de las pesadas bolsas de viandas que llevaba, se detuvo y aprovechó para hacerse examinar la vista por el holandés.
—Me preguntaba si mi prescripción seguía siendo la correcta.
—¿Pero ha tenido problemas de la vista?
—No, no, ninguno, pero... ¿cómo le diré? De repente veo cosas que no están ahí... no sé cómo explicarlo.
—¿Cosas que no están ahí? ¿Se refiere a la vista periférica? ¿Durante el crepúsculo y el amanecer, por ejemplo, cuando la luz es más difusa?
—No lo sé... ¿podría examinarme? —lo atajó ella, impaciente —Es que en realidad tengo poco tiempo: vengo de hacer la compra y debo poner la comida a refrigerar, ¿ve?
—Oh, ya veo, Señora Wilbur, claro, perdone Usted, vamos a ver esos ojos, pase, pase... Apoye la quijada aquí, eso es, con la frente pegada a esta banda... No se inquiete, ¿eh? ¿qué tal ese Yonguens? ¿sigue igual de travieso que siempre?
—Me hace compañía.
—Los animales son muy importantes porque... a ver, esto está bien... esto otro... también... Vaya, pues, no presenta ninguna anomalía que explique lo que me cuenta, Señora Wilbur. La graduación de sus gafas sigue siendo la correcta.
—Muchas gracias, ¿cuánto le debo?
—Oh, no es nada, Señora Wilbur, pero si sigue con problemas deberá venir a verme sin dilación, ¿eh? Quizá sólo era vista fatigada. Le voy a dar un colirio que habrá de aplicar tres veces al día, más si siente los ojos muy secos. ¿Lee mucho?
—Todo el tiempo.

[...]

Ya en casa, más agitada que de costumbre por el peso de las viandas, sólo la recibe Yonguens. En la cocina acomoda cada cosa en su lugar bajo la supervisión del gato, cada vez menos feliz con la vuelta de su hijo y atormentada por interrogantes a montones. Cuando termina el acomodo, sube a buscarlo, asumiendo que está en su habitación. Lo descubre con los pantalones abajo haciéndose una paja.
—Lo que me faltaba, aparte de muerto, libidinoso.
—¿Cómo entra Usted sin llamar a la puerta? ¿Qué no ve que estoy ocupado? ¡No se puede tener intimidad en esta casa luego de diez años!
—Tenemos que hablar. Me da gusto que estés aquí —se forzó a decir rápidamente y agachando la mirada —pero yo necesito saber qué fue lo que pasó en la guerra y cómo es que te dieron por muerto. Necesito entender a qué has vuelto y cómo vamos a sobrevivir de aquí en adelante. ¿Te vio alguien del pueblo cuando volvías?
—Una niña, al cruzar el puente. Pero no debes preocuparte: ella también está muerta.
—Creo que ya tengo suficiente de esta tontería de que estás muerto. Ahora me vas a explicar lo que pasó.
—Una persona con su fe debería estar perfectamente dispuesta a entender que un muerto vuelva. ¿No estaba Usted contenta? No sólo es Usted creyente sino que además siempre le gustó leer. Habrá dispuesto de mucho más tiempo ahora para devorar los libros de su vasta biblioteca. ¿No supo nunca del Coronel Chabert?
—Ese estaba vivo. 
—¿De Los otros?
—Esos estaban muertos.
—¿De Un long dimanche de fiançailles?
—Siempre soldados que vuelven de la guerra, ¿a dónde quieres llegar? Dos personas te vieron muerto por metralla y una granada. Pasé meses sufriendo pesadillas donde te veía caer de mil formas  entre monstruosas ruinas humeantes. Creo que merezco la verdad.
—Pero se la he dicho desde el principio: estoy muerto.
—Y te masturbas.
—Nunca fue Usted muy respetuosa de la libertad sexual.
—No me creo nada de esto. Mi fe no autoriza la vuelta de los muertos así nada más. Me estoy tomando esto con gran tranquilidad porque soy una mujer mayor que no puede escandalizarse fácilmente, pero lo que ocurre es, sin duda, muy irregular.
—Estoy de acuerdo, pero ¿qué quiere? Un día estaba caminando por senderos conocidos y entendí que estaba cerca del pueblo, así que he venido. ¿Cómo llegué ahí? No tengo idea. Del mismo modo como se llega a un sendero conocido en sueños. Del mismo modo en que se vuelve a la vigilia después del sueño. Igual que como uno nace, sin venir a cuento, como una aparición.
—Estás muerto. Bien. Pero hablas conmigo. Comes. ¡Te masturbas por Dios santo! Y al mismo tiempo quieres que te crea que nadie te vio venir ¿excepto una niña muerta, dices?
—Exactamente. En el puente.
—Eres un fantasma y no das ninguna muestra de inmaterialidad, todo lo contrario. ¡Qué farsa!
—Pero madre, qué terca es Usted. He dicho que estoy muerto, pero no que soy un fantasma. Y Usted es una persona culta: ha leído suficiente como para tomarse en serio semejantes delirios de ficción. Las cosas son de un modo. Las invenciones de otro. Y ninguno de los dos campos está obligado a nada. Por tranquilidad nos consolamos con las pocas reglas que conocemos sobre cada orilla, especialmente con las de la realidad. ¿Pero ha visto qué rara es? ¿Ha visto qué sorpresiva, retorcida, arbitraria? ¿No entrevé que la realidad tiene ya el germen de su propia contradicción?
—Lo entreveo. Pero no estamos haciendo filosofía, hijo mío, sino lidiando con un problema concreto.
—Con que llame Usted a la puerta antes de entrar...
—No tan concreto. Debemos comer y en este mundo se paga con dinero.
—Para ser una gran aficionada a la ficción piensa Usted en términos demasiado prácticos, madre.
—Las personas mayores somos cartesianas. Debes trabajar.
—Yo estoy joven, pero muerto. No puedo trabajar. Ahora, si no le importa, quiero terminar lo que empecé.

[...]

Una tarde se deciden a ver una película juntos en el salón. Hace cien años los triángulos amorosos de celuloide los formaban mujeres adúlteras que pagaban cara su osadía. Luego fueron hombres adúlteros que se arrepentían. Más tarde mujeres adúlteras que justificaban sus excursos por la vida aburrida que llevaban con sus maridos. Hoy, en cambio, los chicos descubren su gusto por otros chicos luego de jugar con mujeres insulsas y bobas que los distraen de sus verdaderos gustos. Una aburrición insostenible y, sin embargo, a él se le han salido algunas lágrimas.
—¿Y a ti qué te pasa? —pregunta ella un tanto mosqueada.
—¿No lo ve? Que me ha conmovido la película, hombre. ¿Qué tiene de particular? ¿No tiene Usted sentimientos?
—Las mujeres mayores somos cartesianas, ya te lo he dicho. Por supuesto que hay sentimientos, pero una aprende a desconfiar de ellos y a dejarse de tonterías. No hay una sola historia en nuestras vidas donde los sentimientos hayan llevado por buen camino. Tú deberías de saberlo, ¿o acaso a los muertos no les son reveladas todas las verdades de la vida?
—Ha visto Usted demasiadas películas, madre, ¿de dónde ha sacado eso? Yo soy joven, morí joven, quizá me quede así para siempre y como tal no puedo saber demasiado de la vida. Así que, según Usted, estoy autorizado a ser sentimental...
—Dos hombres que se besan luego de que uno se resiste a aceptar su homosexualidad. Qué argumento más absurdo y aburrido. ¿Eso te conmueve? Paisajes monos, agua, torsos desnudos, luz mediterránea... el respeto es muy bonito, la diversidad y todo eso, sí, desde luego, pero intelectual y artísticamente son soporíferos...
—Yo tenía un compañero en nuestra unidad que...
—Vaya, lo que me faltaba. Otro cliché: por aquí debo tener media docena de películas con soldados maricas. ¿Por qué no has ido entonces a ver a tu compañero en vez de venir aquí?
—Yo no he escogido nada, madre, ya se lo he dicho.
—Ninguno escogemos y al mismo tiempo no estamos predestinados. ¿Qué es esto entonces?
—Yo qué sé. No voy a decirle nada porque ese es el mayor problema de los enamorados: hablar sin cesar de aquellos a quienes han idealizado, pretender que puede hacerse objetivo lo que sólo pueden ver ellos.
—Sólo yo puedo verte ¿no?
—Yo qué sé. ¿Y eso qué tiene que ver?
—Nada, supongo. Yo nunca estuve enamorada de tu padre.
—No me extraña. 

[...]

Es sábado. Frente a la pila de ropa sucia con la que se entretiene el gato, ella siente crecer la rabia en su interior. Llama a su hijo a la terraza. 
—Si puedes comer y beber puedes también lavar la ropa, ayudar en la cocina, fregar los pisos. No hace falta que salgas a la calle para ganarte la vida, pero podrías facilitarme las cosas aquí.
—Pone Usted demasiada atención a pequeñeces.
—¿Pequeñeces? Mira, hijo, no te estoy pidiendo tu opinión. En el mundo de los vivos, del que alguna memoria todavía tendrás, todos los problemas son urgentes. Cosas y animales, plantas y aparatos exigen una y otra vez nuestra atención para mantenerse rodando. Si esa rueda deja de circular, no comemos y morimos.
—Puede ser. Pero no es mi culpa que se hayan metido en semejante círculo vicioso.
—No había alternativa, ¿o qué querías? ¿que el hombre se mantuviera primitivo? Deja ya de filosofar y ven a ayudarme con esta asquerosidad. Has dejado tus calzoncillos manchados con el producto de tus manualidades, apenas se puede creer que haya tanto deseo en un cadáver.
—¿Le parezco un cadáver? No es lo mismo muerto que cadáver. No soy un cuerpo pudriéndome, madre. Y si he dejado los calzoncillos así es porque no tengo oportunidad de consumar nada con aquellos que deseo.
—Quizá debas intentarlo. Salir. Aquí ya llevas demasiado tiempo y no ayudas en nada.
—¿Me está echando?
—Te estoy pidiendo que vengas a ayudarme, al menos con esta suciedad. Si por lo menos, apelando a tu condición de muerto, no comieras ni bebieras, no encendieras la luz de las habitaciones ni usaras el gas con que calientas el agua de la bañera, ya podría ir tirando, pero resulta que todo me lo cobran a mí, la que está viva, y que el tiempo del que disponía y su distribución han quedado trastocados para ponerse prácticamente a tu servicio.
—Ah, créame que si pudiera reunirme con mi amado no la molestaría.
—¿Él está vivo?
—No lo sé.
—¿Supo de tus sentimientos?
—Él tenía los mismos hacia mí.
—Qué sencillo haces ver las relaciones humanas. Supongo que nadie tenía que lavar los calzoncillos.
—Estábamos vivos.
—Vale, pásame entonces la cubeta de aquel rincón.
—Tomaré su consejo: voy a dar un paseo.

[...]

El pueblo no ha cambiado mucho en diez años. Cruza el puente sobre el río y, por la arbolada calle principal, llega hasta la plaza donde se entretiene viendo a los muchachos que pasan, algunos con sus novias, otros más en grupos que bromean pesadamente entre sí. Algunos viejos desocupados, sentados en las bancas de la plaza, se restriegan los ojos porque creen verlo y adivinan, preocupados, que no es una visión de este mundo, sino un aviso del que les espera. Siente una punzada de nostalgia que, pese a las circunstancias, no había sentido en todo este tiempo desde que se halló por el sendero a la izquierda del río, caminando sin rumbo entre margaritas silvestres e insectos. Ya emprende el camino de vuelta a casa cuando, sobre el puente, ve a la misma niña de aquel día en que volvió por primera vez.
—Yo te vi aquí hace siete días. ¿Cómo te llamas?
—Mi nombre no importa.
—Estás muerta ¿verdad?
—Desde hace mucho tiempo.
—¿Cómo sabes cuánto tiempo ha pasado?
—Como todo el mundo, contando. No estoy tan tonta, soldado, un día, luego otro, luego otro más. Es fácil.
—¿Quién te dijo que soy soldado?
—La primera vez llevabas uniforme. Veo que crees que porque estamos muertos todo es revelación, ¿verdad? Qué infantil de tu parte.
—Tú eres la niña.
—Llevo más tiempo que tú en este estado, así que supongo que es normal que te halles a la defensiva. Disfruta a tu madre porque no queda mucho tiempo más. Tienes suerte de contar con alguien tan dispuesto a encajar lo que ocurre con naturalidad.
—No tanta. Ella está preocupada por asuntos prácticos, no por el asunto metafísico.
—Qué distinción tan boba. Todo es práctico en este mundo.
—¿Cuál mundo? —preguntó levantando la vista hacia el río, de pronto fatigado y sin saber qué hacer. Le apeteció fumar y, del bolsillo de su chaqueta sacó un cigarrillo que disfrutó enormemente.

[...]

De pronto estaba solo y había oscurecido. Volvió a casa, subió las escaleras, miró a su madre dormida con Yonguens a sus pies. Los ojos del gato brillaron en la obscuridad mientras ronroneaba ligeramente. Él se fue a su cuarto pensando en su compañero. Se durmió haciéndose una paja. No hubo más días siguientes para él. Ella continuó su vida normalmente.

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