And when old friends come calling
I may hang around for a while
It's not a question of falling
They're just important people in my life
They get that look in their eye
That says, "Let's go too far"
—The Path by Stuart Staples
Estoy casi seguro de que mi abuela materna, que siempre se las dio de
católica practicante, nunca fue bautizada, le dije mientras andábamos por Cross
Street en dirección al concierto de los Tindersticks en el New
Century Hall. Estábamos cansados del viaje desde Cumbria y, quizá por eso,
incapaces de hablar con soltura de ningún tema. Lejos habían quedado las
comodidades de la pequeña casa de Egremont, con su ventana al exterior a media
escalera, desde la que era posible ver decenas de ovejas pastando inmóviles
sobre un mar de colinas verdes. Horas de tren luego de un taxi pillado en el
último minuto desde Egremont hasta la estación de tren de Whitehaven y horas de
deambular por el centro de Manchester hasta que cayó una noche por fortuna más
tibia que helada, nos habían dejado el cuerpo ajado y la lengua tiesa. Mi
abuela, continué sin importarme la mirada de forzado interés de mi interlocutor
que más pedía que me callara que animarme a seguir mi relato, nació en agosto
de mil novecientos veintisiete, cuando las iglesias mexicanas llevaban ya un
año cerradas con motivo del conflicto religioso. Los tranvías, con ser
modernos, hacían un ruido ensordecedor, lo que bien mirado es inevitable, pensé
durante los mínimos intersticios de mi relato, pues por muchos que sean los
avances del cómputo y la inteligencia artificial, al final el mundo está hecho
de materiales con los que hay que lidiar, algo mucho más difícil de manejar que
el encendido y apagado de pixeles de colores en pantallas. Un avión comercial,
pongamos por caso, cuando se mueve sin turbulencias a treinta y tres mil pies
de altura, produce la sensación de flotar suavemente sobre un mar de aceite.
Nada permite suponer que se trata de toneladas de materiales inertes y vivos conteniendo
la respiración para mejor parecer que no se mueven a casi mil kilómetros por
hora, pensé con ánimo didáctico cuando la calle Cross se convirtió en
Corporation. Masas enormes fingiéndose plumas ligeras para no tener que
enfrentar su verdadera naturaleza, pues de hacerlo —con el auxilio de una
montaña, por ejemplo— pagarían de golpe la monstruosa deuda energética de volar,
así los tranvías que pasaban frente a nosotros pagando su adeudo en cómodos
abonos de ruidosas sacudidas. No entrábamos en cafeterías ni restaurantes
porque en ningún sitio aceptaban pagos en efectivo, pero hubiéramos querido
sentarnos a tomar un café o un licor, estirar los pies, aunque sin subirlos en
ninguna silla o taburete como hacen los turistas ahora a la primera
oportunidad. En medio del ruido debía alzar la voz para decir que las iglesias
mexicanas cerraron sus puertas en mil novecientos veintiséis para protestar
contra las leyes de regulación del culto que el gobierno del presidente Calles
se empeñaba en hacer respetar. Por eso mi abuela, nacida nada menos que en
Ocotlán, donde hasta combates hubo entre los así llamados cristeros y las
fuerzas federales, no pudo ser bautizada. Nosotros éramos un par de descreídos
y estábamos bautizados; mi abuela, siendo creyente, no la estaba; él había sido
bautizado en una de las pocas iglesias católicas de Manchester y yo en una de
las muchas allende el Atlántico, San Martín o el Sagrado Corazón, es imposible
saberlo. El concierto donde cantaría Stuart Staples estaba cada vez más cerca
en el tiempo, cada vez más cerca en el espacio. Una cita, se diría, a la que
llegábamos con anticipación y desgaste. Stuart Staples me recuerda a José
Manuel Aguilera y, consecuentemente, los Tindersticks a La Barranca.
Vería al primero dentro de unos minutos en mitad de esta isla antigua y había
visto al segundo, meses antes, en una ciudad entre volcanes. En un bar, más
precisamente. Un sucio bar con el pomposo nombre de Foro Puebla. Tres
salones mal construidos, uno encima del otro, a los que se accedía por
escaleras irregulares. Una barra destartalada en que se despachaban bebidas de
precio y contenido inciertos. Un escenario mal iluminado al que, acaso por
razones sentimentales, José Manuel Aguilera prestó su dignidad un mes de abril.
Ahora era octubre en las antípodas de la ciudad entre volcanes. Ahora era
Stuart Staples, no José Manuel Aguilera, quien se presentaba en el New Century
Hall y no en el Foro Puebla. Meses paralelos. Abril y octubre están
a la misma altura del año, aunque uno vaya en dificultoso ascenso y el otro en
caída libre. También en aquella ocasión, pensaba, había llegado cansado de
traslados, pero sin interlocutor. E insistía: mi abuela no estaba, por tanto,
bautizada, pero existen fotografías de la primera comunión que ella y su hermana
hicieron cuando casi habían dejado de ser niñas. Son fotografías separadas, en
una mi abuela, en otra su hermana. En ambas están ellas de rodillas en un
reclinatorio, cubiertas sus cabezas con un velo blanco, el vestido de primera
comunión cubriéndolas por completo mientras sujetan, enguantadas también en
blanco con encajes, un cirio enorme. Mi acompañante agachó un poco la cabeza cuando
al subir por Corporation Street empezó a soplar un viento decidido, un gesto que
al principio interpreté como asentimiento y luego entendí era sólo una manera
de poner a buen resguardo la vista ante el polvo y basura que se levantaban.
Hube de detenerme para sacarme algo de los párpados mientras calculaba que José
Manuel Aguilera debió nacer a fines de los cincuentas y Stuart Staples a
principios de los sesentas, aquel allende los volcanes pero no entre volcanes,
éste en la isla antigua por donde caminábamos, pero no en Manchester ni en
Whitehaven ni mucho menos en Egremont, eso es imposible, habría dicho mi
interlocutor que abjuraba de la gente de Cumbria, campesinos embrutecidos que
habían pasado del oscurantismo religioso al oscurantismo internauta, decía,
malas personas donde las haya, que espiaban el vecindario desde sus propias
ventanas a media escalera, murmurando, haciendo ruidos, maltratando a sus
perros a fin de que siempre estuvieran enloquecidos y listos para atacar, no es
aquel sitio un buen lugar para mi esposa e hijos, decía, debemos irnos pronto
de ahí si no queremos perder la cabeza, afirmaba, y yo entendía que así lo
harían pronto, pese a las dificultades de mudarse que yo imaginaba monstruosas,
ropa y vajilla y electrodomésticos, zapatos y trastos y algún mueble que no perteneciera
al casero, pero sobre todo los incontables lienzos que él tenía pintados o
preparados o a medio terminar, en rollos o bastidores o portapapeles, una cantidad
ingente a la que ya se sumaban los incontables dibujos de su hijo, dibujante
éste y pintor su padre, que ya se acerca junto conmigo a la esquina de
Corporation Street y Ring Road donde Stuart Staples, el vocalista de los Tindersticks,
el compositor de la música de las películas de la directora de cine francesa Claire
Denis, el solista ocasional, se presentará ante un auditorio casi
exclusivamente poblado de hombres y mujeres blancos de alrededor de cincuenta
años de edad, apropiadamente vestidos para la ocasión con ropas de telas suaves
y colores fríos que reflejan su educación y buen gusto, un auditorio muy
diferente al que llenó el Foro Puebla en abril para ver a José Manuel
Aguilera, el vocalista de La Barranca, el compositor de la música de
películas reales e imaginarias, el solista ocasional, entonces éramos casi
todos morenos de alrededor de cincuenta años de edad, apropiadamente vestidos
como rockeros envejecidos, es lógico, el arco del tiempo que va desde los veintidós
en que los vi por primera vez hasta los cuarenta y ocho del pasado abril,
idéntico al arco geográfico que va desde el Foro Puebla hasta el New
Century Hall, a donde ya hemos pasado mi interlocutor y yo, sin que quede
claro cómo pudieron permitir a mi abuela hacer la primera comunión sin haber
sido bautizada, de qué clase de dispensa o truco o falsificación habrán echado
mano sus cuidadores, que no sus padres que murieron cuando ella y su hermana
eran apenas unas niñas, la vida de esa generación siempre poblada de huérfanos
y orfanatorios, apenas puedo creer que haya yo tenido la suerte por largos años
de estrechar sus arrugadas manos como de papel de china y jugar con sus uñas
generalmente cuidadas y meter la mano entre su cabello un día castaño obscuro y
otro día castaño claro, mi abuela que me instruía para ser un buen cristiano
sin estar ella misma bautizada, también es verdad que no era propiamente una
ignorante ni una supersticiosa, espero que su ánimo levantisco haya pesado más
que sus creencias en la hora final, que no le asustaran las amenazas de los
jerarcas que ponen tanto énfasis en los ritos, yo por lo pronto veo que se
apagan las luces aquí y que el murmullo de conversaciones —como antes el río de
autos o el cimbrar de los tranvías— se apaga para dar paso a un Stuart Staples encerrado
en un círculo azul, que de pie frente al micrófono canta Waiting for the
moon con voz ronca y ahuecada, él también como José Manuel Aguilera
aguantando el paso del tiempo como buen artista, lo es el que me acompaña y lo
es su hijo también, lo son probablemente todos los que me rodean, excepto yo,
intruso, que asiste a geografías diversas y tiempos varios como un fantasma
preocupado de su mortalidad.
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