viernes, julio 18, 2025

Camino al concierto

And when old friends come calling
I may hang around for a while
It's not a question of falling
They're just important people in my life
They get that look in their eye
That says, "Let's go too far"
—The Path by Stuart Staples

Estoy casi seguro de que mi abuela materna, que siempre se las dio de católica practicante, nunca fue bautizada, le dije mientras andábamos por Cross Street en dirección al concierto de los Tindersticks en el New Century Hall. Estábamos cansados del viaje desde Cumbria y, quizá por eso, incapaces de hablar con soltura de ningún tema. Lejos habían quedado las comodidades de la pequeña casa de Egremont, con su ventana al exterior a media escalera, desde la que era posible ver decenas de ovejas pastando inmóviles sobre un mar de colinas verdes. Horas de tren luego de un taxi pillado en el último minuto desde Egremont hasta la estación de tren de Whitehaven y horas de deambular por el centro de Manchester hasta que cayó una noche por fortuna más tibia que helada, nos habían dejado el cuerpo ajado y la lengua tiesa. Mi abuela, continué sin importarme la mirada de forzado interés de mi interlocutor que más pedía que me callara que animarme a seguir mi relato, nació en agosto de mil novecientos veintisiete, cuando las iglesias mexicanas llevaban ya un año cerradas con motivo del conflicto religioso. Los tranvías, con ser modernos, hacían un ruido ensordecedor, lo que bien mirado es inevitable, pensé durante los mínimos intersticios de mi relato, pues por muchos que sean los avances del cómputo y la inteligencia artificial, al final el mundo está hecho de materiales con los que hay que lidiar, algo mucho más difícil de manejar que el encendido y apagado de pixeles de colores en pantallas. Un avión comercial, pongamos por caso, cuando se mueve sin turbulencias a treinta y tres mil pies de altura, produce la sensación de flotar suavemente sobre un mar de aceite. Nada permite suponer que se trata de toneladas de materiales inertes y vivos conteniendo la respiración para mejor parecer que no se mueven a casi mil kilómetros por hora, pensé con ánimo didáctico cuando la calle Cross se convirtió en Corporation. Masas enormes fingiéndose plumas ligeras para no tener que enfrentar su verdadera naturaleza, pues de hacerlo —con el auxilio de una montaña, por ejemplo— pagarían de golpe la monstruosa deuda energética de volar, así los tranvías que pasaban frente a nosotros pagando su adeudo en cómodos abonos de ruidosas sacudidas. No entrábamos en cafeterías ni restaurantes porque en ningún sitio aceptaban pagos en efectivo, pero hubiéramos querido sentarnos a tomar un café o un licor, estirar los pies, aunque sin subirlos en ninguna silla o taburete como hacen los turistas ahora a la primera oportunidad. En medio del ruido debía alzar la voz para decir que las iglesias mexicanas cerraron sus puertas en mil novecientos veintiséis para protestar contra las leyes de regulación del culto que el gobierno del presidente Calles se empeñaba en hacer respetar. Por eso mi abuela, nacida nada menos que en Ocotlán, donde hasta combates hubo entre los así llamados cristeros y las fuerzas federales, no pudo ser bautizada. Nosotros éramos un par de descreídos y estábamos bautizados; mi abuela, siendo creyente, no la estaba; él había sido bautizado en una de las pocas iglesias católicas de Manchester y yo en una de las muchas allende el Atlántico, San Martín o el Sagrado Corazón, es imposible saberlo. El concierto donde cantaría Stuart Staples estaba cada vez más cerca en el tiempo, cada vez más cerca en el espacio. Una cita, se diría, a la que llegábamos con anticipación y desgaste. Stuart Staples me recuerda a José Manuel Aguilera y, consecuentemente, los Tindersticks a La Barranca. Vería al primero dentro de unos minutos en mitad de esta isla antigua y había visto al segundo, meses antes, en una ciudad entre volcanes. En un bar, más precisamente. Un sucio bar con el pomposo nombre de Foro Puebla. Tres salones mal construidos, uno encima del otro, a los que se accedía por escaleras irregulares. Una barra destartalada en que se despachaban bebidas de precio y contenido inciertos. Un escenario mal iluminado al que, acaso por razones sentimentales, José Manuel Aguilera prestó su dignidad un mes de abril. Ahora era octubre en las antípodas de la ciudad entre volcanes. Ahora era Stuart Staples, no José Manuel Aguilera, quien se presentaba en el New Century Hall y no en el Foro Puebla. Meses paralelos. Abril y octubre están a la misma altura del año, aunque uno vaya en dificultoso ascenso y el otro en caída libre. También en aquella ocasión, pensaba, había llegado cansado de traslados, pero sin interlocutor. E insistía: mi abuela no estaba, por tanto, bautizada, pero existen fotografías de la primera comunión que ella y su hermana hicieron cuando casi habían dejado de ser niñas. Son fotografías separadas, en una mi abuela, en otra su hermana. En ambas están ellas de rodillas en un reclinatorio, cubiertas sus cabezas con un velo blanco, el vestido de primera comunión cubriéndolas por completo mientras sujetan, enguantadas también en blanco con encajes, un cirio enorme. Mi acompañante agachó un poco la cabeza cuando al subir por Corporation Street empezó a soplar un viento decidido, un gesto que al principio interpreté como asentimiento y luego entendí era sólo una manera de poner a buen resguardo la vista ante el polvo y basura que se levantaban. Hube de detenerme para sacarme algo de los párpados mientras calculaba que José Manuel Aguilera debió nacer a fines de los cincuentas y Stuart Staples a principios de los sesentas, aquel allende los volcanes pero no entre volcanes, éste en la isla antigua por donde caminábamos, pero no en Manchester ni en Whitehaven ni mucho menos en Egremont, eso es imposible, habría dicho mi interlocutor que abjuraba de la gente de Cumbria, campesinos embrutecidos que habían pasado del oscurantismo religioso al oscurantismo internauta, decía, malas personas donde las haya, que espiaban el vecindario desde sus propias ventanas a media escalera, murmurando, haciendo ruidos, maltratando a sus perros a fin de que siempre estuvieran enloquecidos y listos para atacar, no es aquel sitio un buen lugar para mi esposa e hijos, decía, debemos irnos pronto de ahí si no queremos perder la cabeza, afirmaba, y yo entendía que así lo harían pronto, pese a las dificultades de mudarse que yo imaginaba monstruosas, ropa y vajilla y electrodomésticos, zapatos y trastos y algún mueble que no perteneciera al casero, pero sobre todo los incontables lienzos que él tenía pintados o preparados o a medio terminar, en rollos o bastidores o portapapeles, una cantidad ingente a la que ya se sumaban los incontables dibujos de su hijo, dibujante éste y pintor su padre, que ya se acerca junto conmigo a la esquina de Corporation Street y Ring Road donde Stuart Staples, el vocalista de los Tindersticks, el compositor de la música de las películas de la directora de cine francesa Claire Denis, el solista ocasional, se presentará ante un auditorio casi exclusivamente poblado de hombres y mujeres blancos de alrededor de cincuenta años de edad, apropiadamente vestidos para la ocasión con ropas de telas suaves y colores fríos que reflejan su educación y buen gusto, un auditorio muy diferente al que llenó el Foro Puebla en abril para ver a José Manuel Aguilera, el vocalista de La Barranca, el compositor de la música de películas reales e imaginarias, el solista ocasional, entonces éramos casi todos morenos de alrededor de cincuenta años de edad, apropiadamente vestidos como rockeros envejecidos, es lógico, el arco del tiempo que va desde los veintidós en que los vi por primera vez hasta los cuarenta y ocho del pasado abril, idéntico al arco geográfico que va desde el Foro Puebla hasta el New Century Hall, a donde ya hemos pasado mi interlocutor y yo, sin que quede claro cómo pudieron permitir a mi abuela hacer la primera comunión sin haber sido bautizada, de qué clase de dispensa o truco o falsificación habrán echado mano sus cuidadores, que no sus padres que murieron cuando ella y su hermana eran apenas unas niñas, la vida de esa generación siempre poblada de huérfanos y orfanatorios, apenas puedo creer que haya yo tenido la suerte por largos años de estrechar sus arrugadas manos como de papel de china y jugar con sus uñas generalmente cuidadas y meter la mano entre su cabello un día castaño obscuro y otro día castaño claro, mi abuela que me instruía para ser un buen cristiano sin estar ella misma bautizada, también es verdad que no era propiamente una ignorante ni una supersticiosa, espero que su ánimo levantisco haya pesado más que sus creencias en la hora final, que no le asustaran las amenazas de los jerarcas que ponen tanto énfasis en los ritos, yo por lo pronto veo que se apagan las luces aquí y que el murmullo de conversaciones —como antes el río de autos o el cimbrar de los tranvías— se apaga para dar paso a un Stuart Staples encerrado en un círculo azul, que de pie frente al micrófono canta Waiting for the moon con voz ronca y ahuecada, él también como José Manuel Aguilera aguantando el paso del tiempo como buen artista, lo es el que me acompaña y lo es su hijo también, lo son probablemente todos los que me rodean, excepto yo, intruso, que asiste a geografías diversas y tiempos varios como un fantasma preocupado de su mortalidad.

No hay comentarios: