Yo supongo que la luz del sol en aquellos días era la misma que la de hoy, entreverada con las ramas de los árboles, creando patrones en los adoquines de las calles, tatuando de manera temporal los rostros y brazos de anónimos transeúntes, pero en mi memoria el paisaje entero de aquellos años ha quedado como sumergido en ámbar, y así, con ese tono amarillento desgastado, me veo andando por la entrada sur de ciudad universitaria un mes de abril, luego de anunciar en la caseta de vigilancia que venía a pagar a cajas —única razón aceptable por ellos para dejar pasar a quien fuera, con o sin identificación— y dirigirme hasta la facultad de ingeniería donde hacía casi un año había terminado mis estudios sin haber podido pagar el trámite de titulación correspondiente, ahora podría pagarlo y, con el comprobante, solicitar la guía de estudios del examen general que presentaría un par de semanas después, al fin terminaba esta etapa absurda de endeudarme con los fascistas más extremos del país a cambio de una educación que se decía de calidad y era una completa basura, al fin quedaría atrás de manera formal la forzada convivencia de casi cuatro años con los hijos de familias rurales adineradas que venían de sus feudos a comprar un título universitario para mejor adornar los salones pequeñoburgueses de sus casas, cocainómanos afiliados al partido oficial, alcohólicos devotos de la Virgen de los Palos, insaciables gordas hijas de joyeros agiotistas, aquella fauna estaba a punto de ser liquidada y estos caminos arbolados de ser suprimidos, qué bien ocultaban las cuidadas jardineras y los armoniosos edificios la vocación totalitaria de sus ocupantes, no habría nunca más razones para transitar por estas calles separadas del resto de la ciudad por un foso de coníferas a donde íbamos algunos a fumar y beber en pálida imitación de las verdaderas rebeldías de nuestros padres, la comedia se acaba, me digo mentalmente cuando llego a cajas y me dan un recibo mal impreso a cambio de dinero en efectivo —el último pago— y entonces ando unos metros más por entre pisos que huelen a aserrín y petróleo hasta la ventanilla de ingeniería donde solicito la guía de estudios del examen general, no la proporcionan ya en papel, me dice la secretaria, sino en un disquete de tres y media pulgadas que yo debo llevar para que me hagan una copia, el disquete lo tengo, digo yo, pero el encargado no está, dice ella, de modo que se abre una pausa en la que yo levanto la cabeza para ver pasar estudiantes a los que ya no conozco —hace casi un año que no estoy aquí— y saludo a lo lejos a profesores que siguen siendo los mismos —aunque pasaran diez o veinte años porque los maestros son la bazofia de la sociedad, seres inútiles aferrados a la única actividad que les permite semejante grado de incompetencia y a la que, encima, detestan—, si quieres puedes pasar a hacer la copia tú mismo, dice de pronto la secretaria, y yo acepto ofreciendo una sonrisa forzada y dando la vuelta hasta donde se halla la puerta de acceso con el letrero de sólo personal autorizado, ahora yo lo estoy y me siento frente a la computadora de la secretaria que se distrae hablando con su compañera, ya te digo que esos no van a durar ni un mes juntos, dice ella, a quién se le ocurre irse a vivir juntos sin haberse conocido lo suficiente, dice la otra, frente a mí se despliegan en la pantalla directorios con etiquetas como listas u oficios, calificaciones o respaldo, puedo copiar la que sea, pero yo copio la de exámenes y me pongo de pie enseguida diciéndole que ya está, que muchas gracias, me sonríe distraídamente asintiendo con la cabeza para seguir hablando con su compañera, no vuelve a su asiento mientras me dirijo a la puerta, tampoco cuando paso ya por fuera delante de su ventanilla, la luz entonces quizá no era ámbar, pero yo no la veo de otro color desde esta distancia, bajo ella me digo alegremente que ahora sólo queda estudiar la guía con detenimiento, que en dos semanas estaré libre y titulado, no ando directamente hasta la caseta de vigilancia y de ahí a la ciudad, sino hacia la explanada de rectoría y luego al comedor debajo de ella, en la primera la luz es blanca, lo admito, y en el segundo la luz es oscura, no ámbar, la cafetería es un gigantesco estacionamiento subterráneo lleno de mesas y sillas en vez de plazas de aparcamiento, no hay muchos estudiantes ahora, acaso por la cercanía de las vacaciones, de modo que me animo a comprar por última vez uno de esos postres que llamaban negritos —base de galleta, relleno cremoso, cubierta de chocolate crujiente— y un café, casi nunca tenía dinero para comprar nada aquí cuando era estudiante, pero el cocainómano solía invitarme refrescos y el alcohólico frituras, también la gorda hija del joyero agiotista comidas enteras a cambio de sobarme la entrepierna, todos entonces se decían descreídos de los fascistas a cargo de nuestra educación, todos abjuraban de la universidad en términos vagos y generales, no pasó demasiado tiempo para que el cocainómano abrazara la fe de Cristo en una costosa clínica de recuperación para toxicómanos de alcurnia, ni para que el alcohólico bautizara a sus hijos según el rito tridentino de Lefebvre, ni para que la hija del joyero agiotista pusiera a sus obesas crías en manos de los mismos educadores criminales que nos atormentaron, todo es atraído fatalmente hacia los polos que corresponden a su naturaleza, me digo cuando el negrito y el café desaparecen casi simultáneamente de sus plato y vaso respectivos, de pronto me encuentro cansado como consecuencia de la actividad filosófica y a lo lejos distingo los escaparates de la librería universitaria —también subterránea—, acaso deba hacerle una visita antes de irme, la hora de comer puede aplazarse una vez que he arruinado mi apetito con esta colación abusiva, así que me pongo de pie y me echo la mochila al hombro, llevo plato y vaso con manchas de café y chocolate hasta la papelera, me acerco poco a poco a la librería y ya distingo algunos títulos —la luz es más blanca en los aparadores—, ya puedo ver la puerta de entrada y los muebles de madera donde se apilan los libros —la luz es ámbar otra vez aquí dentro—, abro ejemplares al azar y los hojeo distraídamente mientras los empleados se entretienen hablando entre sí sin prestarme atención, ya te digo que esos no hacen otra cosa que pelearse todos los días, dice ella, es lo normal si no son de signos compatibles, dice él, de pronto tengo frente a mí el segundo volumen de Física de Serway, un libro no tan grueso como el primer volumen, pero de gran tamaño, un libro que me falta, pienso con menos ánimo científico que coleccionista, en pocos segundos he decidido llevármelo, pero no pagar por él, faltaba más, después de todo lo que estos fascistas me han robado a lo largo de los años, después de todo lo que he aguantado aplastado entre sus maestros y acólitos, justo es que tome lo que sea porque es mío, no suyo, así que lo oculto con dificultad en mi chaqueta y no salgo inmediatamente de la tienda, antes finjo interés por libros de autoayuda y los distraigo de su conversación para aclarar el precio de uno escrito por un sacerdote jesuita, me despido cordialmente, pero entonces el guardia de la entrada, en quien no había reparado hasta ese momento, me pide examinar la mochila, cosa a la que desde luego accedo con la mayor naturalidad, muchas gracias, me dice luego de comprobar que ahí no hay más que objetos míos, muchas gracias y el volumen dos de Física de Serway sigue sujeto por mi axila izquierda bajo la chaqueta, no ando con mucha naturalidad a causa de ello, pero si alguien me observa quizá lo atribuya al inventado forcejeo con mi mochila mientras subo las escaleras hacia la explanada, la luz al salir es blanca, pero luego en el camino hacia la salida, ya bajo los árboles donde me saco el libro de Serway de la chaqueta para guardarlo en mi mochila, nuevamente ámbar, dentro de dos semanas haré el examen general y todo habrá terminado, camino deprisa, exultante, hasta la caseta de vigilancia, dos semanas de estudiar intensamente por las tardes y noches, al volver del trabajo, y estos años entre fascistas habrán concluido, atravieso las colonias pudientes hasta que se vuelven proletarias a bordo de un minibús, esta tarde no iré a la barranca por más que tenga ganas de ver qué hay porque debo hacer la primera revisión de la guía de estudios, el tren ligero sale a la superficie luego de atravesar el centro por debajo de la tierra, espero que el disquete no esté dañado, ya en unos minutos podré comprobarlo en casa, atravieso a pie las polvorientas orillas del periférico bajo la sombra de grandes eucaliptos que, con cada temporada de lluvias, van cayendo sin remedio bajo una luz extremadamente ambarina, ya en casa reúno el libro de Serway con su par en el librero, luego enciendo el ordenador e introduzco el disquete para descubrir que la guía de estudios está ahí, efectivamente, en la carpeta exámenes, pero no sólo ella sino una y cada una de las versiones de exámenes generales que aplica la facultad, pero no sólo los exámenes sino las respuestas correctas a todas las preguntas... la luz de mis recuerdos es sucia y feliz, el plástico granulado del ordenador, las losas de barro del piso, el oscuro azulejo del baño, después de todo, creo que sí podré darme una vuelta esta tarde por la barranca, fingir que medito sobre las rocas que dan al abismo mientras miro de reojo a los visitantes, montarme a horcajadas en las ramas gruesas para mejor sentir mi entrepierna, jugar al escondite inglés entre risas y jadeos hasta que caiga la noche.
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