En el breve camino de vuelta a casa no toma la salida habitual y continúa por la larga curva hasta la glorieta. Recién ha oscurecido. Las luces —unas fijas, otras en movimiento— iluminan por instantes a los que andan por las aceras: enfermeras y estudiantes, algunos oficinistas, indigentes. No se dirige a ninguna parte, tan sólo retrasa la vuelta a casa por la avenida recta y plana que conduce hasta el centro. El recorrido, sin embargo, no es azaroso: desemboca en los mismos sitios donde hace más de diez años daba vueltas en el coche para invitar a chicos a dar la vuelta y, con suerte, llevarlos a casa a follar. Pero la ciudad ha quedado inexplicablemente desierta de todos sus posibles invitados o su mirada ya no los distingue de entre las muchas sombras que la recorren. Una, dos, tres vueltas alrededor del parque y no distingue nada. Se estaciona. Gira la llave del interruptor y apaga el coche. Abre las ventanillas. El aire cálido y húmedo entra en la cabina, pero nadie se acerca hasta él como antaño para, con el pretexto de pedirle fuego para un cigarrillo, iniciar una conversación casual poblada de insinuaciones. Al otro extremo del parque distingue a los empleados del puesto de frituras y dulces despachando a los últimos clientes del día, los lavacoches recogiendo sus cubetas y echándose los trapos al hombro para perderse entre los callejones que dan a la plaza, los coches de oscuros cristales conducidos por seres invisibles que, como él, repasan lentamente los alrededores hasta que, decepcionados, se alejan acelerando súbitamente sólo para reaparecer a los pocos minutos. La visión del kiosco oscurecido al centro de la plaza y el suave agitarse de las palmas allá arriba, lo tranquilizan hasta quedarse dormido en medio del calor y la humedad. Se está tropezando con el empedrado camino a la escuela. Lleva el uniforme de la secundaria —un disfraz de cucaracha— hecho de miles de cuadros diminutos color negro, blanco y marrón. A pocos metros, sobre la curva, un enorme perro blanco yace patas arriba con un hilo de sangre coagulada saliendo del hocico hasta atravesar parte de su espeso pelaje camino del suelo, donde ha hecho un pequeño charco. Está muerto. Él aprieta su portafolios contra el pecho, estremecido, sin poder apartar la vista del animal. Vuelve a tropezar hasta casi caer al suelo cuando pasa más cerca de él y, mientras va quedando atrás, se vuelve repetidas veces para ver los dientes del perro que han quedado al descubierto con aspecto feroz, sus ojos cerrados con fuerza transmitiendo el dolor postrero. Acaso un camión de las ladrilleras cercanas o un borracho al que no ha detenido el empedrado en mal estado, ha acelerado en la curva por la noche hasta embestirlo. En el salón de clase mira los traseros de sus compañeros a los que el disfraz de cucaracha no obsta para subrayar sus formas. Algunos se cogen el pene con la mano a través de la tela para presumir sus erecciones, otros empujan hacia sí la cabeza de algún compañero simulando una felación, alguno más se restriega contra otro fingiéndose afeminado. Estruendo de risas, arrastrar de butacas, gritos desenfrenados. El director les llama la atención y pide respeto para el profesor que ha ido ido a por él para pedirle ayuda. Viene acompañado del orientador que mira a todos con ojos inquisitivos y ceño fruncido. 'Huele mal', dice el director de pronto. 'Huele a podrido', dice el profesor en sandalias. 'Huele a perro muerto', dice el orientador acercando su rostro al de él como si la peste saliera de su cuerpo adolescente, se acerca tanto que lo fuerza a cerrar los ojos para no mirar y entonces ve. Ve de nuevo al animal, ahora encalado, las patas aún apuntando al cielo y el vientre hinchado a punto de estallar. Algunos le lanzan piedras al pasar, otros lo remueven con palos recogidos de los maizales. Hoy lleva puestos los calzones magenta cuya suavidad le causa tanto placer que, involuntariamente, los mancha de poluciones. Están en el patio los del otro grupo, tomando la clase de educación física. Algunos están sin camisa o en pantaloncillos cortos, puede verles los calcetines de telas variadas o el borde de los calzoncillos asomar por la cintura. No se atreve a ir al baño para tocarse. Le quitan el bocadillo los más fuertes, le llenan de insultos los afeminados, alguno lo ha forzado a pegar la cara contra su entrepierna hasta que su desesperación —ahogamiento de cuadros blancos, marrones y negros atravesados por una bragueta— se convierte en un inexplicable placer. Un día el perro revienta y la rasgadura muestra un hervidero de gusanos en medio de líquidos multicolores, el sitio justo a donde ha ido a parar el portafolio que le han quitado entre varios a la salida de la escuela. Aguantando el llanto y la respiración se acerca para cogerlo, lo empujan. Una de las rodillas del pantalón se ha roto en el empedrado. El olor le causa arcadas irrefrenables. Risas salvajes, gritos. En torno a él se ha formado un corrillo que no deja de crecer. Mete su mano entre las vísceras podridas del animal y pone a salvo el portafolio engusanado. Entonces se da cuenta de que ya no tiene asco. Coge un pedazo y lo lanza a uno de los que se ríen. Coge otro pedazo y remata con él la cabeza de otro de los reunidos. Se desbandan profiriendo amenazas, tropezando en el empedrado. Él coge la carcasa del animal y, manchado de sangre y cal, se lanza contra la multitud que huye despavorida. Ya nada huele mal. Sus pantalones brillan de viscosidades: marrón, blanco y negro, pero también amarillos y rojos, verdes varios. El perro se ha desmembrado pero cree percibir su aliento sobre la cabeza. Una pata le acaricia el pelo. Es el aire cálido de la noche atravesando el parque con repentina fuerza. Allá arriba el ulular de palmeras, aquí abajo la desierta plaza. Gira la llave y enciende el interruptor, el coche abre los ojos de sus faros iluminando los matorrales. Avanza por la calle hacia el poniente, alejándose del centro. En el camino a casa la misma ceguera que el tiempo, adalid de la muerte, puso pacientemente en sus ojos.
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