Debieron ser más, pero hasta mí sólo han llegado once fotografías de lo que supongo fue una mañana soleada de mediados de los años setenta. Veo en una de ellas a mi abuelo como recién bañado, con una toalla al hombro y sin camisa, mirando de cuclillas a la izquierda de un enorme peluche al que se abraza , por la derecha, un niño desnudo de unos cuatro o cinco años de edad. A los pies de ellos, frente al peluche, la única que mira a la cámara es Dolly, la víctima. Han escogido para hacerse fotografiar el pequeño rincón que separa a una jardinera del umbral de un salón, acaso el comedor o la cocina, nunca conocí esa casa. Dolly también se hace fotografiar con mi madre, a la que aún faltan uno o dos años para parirme; con mi tío Jesús que lleva un suéter de colores oscuros, diseños geométricos y cuello de tortuga; con mi tía María Luisa que sonríe metida en una minifalda azul. Pero ellos no son los victimarios.
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Me hubiera gustado que mi madrina fuese la tía Carmela, médico, porque era la que más paga daba, pero mi padrino fue el tío Javier que sólo me inspiraba desconfianza y no hizo nunca nada por mí hasta la adolescencia. Cada domingo por la tarde me lo encontraba de visita en casa de mis abuelos, sentado en el mismo rincón de la sala al lado de su esposa, pero en vez de darme la paga, se limitaba a poner su cacariza mejilla para que le plantara un beso; luego, sin importarle si me quedaba o me iba, reanudaba la conversación con mi abuela ante la mirada ausente de su mujer a la que nadie parecía tomar en cuenta. No tardé en advertir, sin embargo, que mi tío Javier sí le daba dinero al chico desnudo de las fotografías que iba ahora vestido y ya no era un niño, sino un adolescente. ¿Por qué te da dinero si yo soy su ahijado? le pregunté un domingo por la tarde mientras veíamos desde la ventana a mi tío Javier partir junto con su esposa en un enorme coche negro de los años cincuenta. Un día lo sabrás, me dijo haciéndose el interesante.
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Yo no vivía con mis abuelos, pero les visitaba todos los fines de semana. Cuando era un niño pequeño traído por mi madre me resistía a volver a casa haciendo rabietas desproporcionadas. Prométeme que no vas a hacer ningún berrinche, me advertía mi madre antes de ir a visitarles. Prométemelo. Y yo prometía. Pero luego de un par de horas, cuando mi madre anunciaba que ya nos íbamos y me pedía despedirme de todos, yo rompía la promesa y, gimoteando, le suplicaba que me dejara quedarme. Como ella se negara y yo insistiera, el conflicto escalaba no pocas veces hasta que me daba una buena paliza. Mis abuelos se disgustaban con mi madre por este motivo. Pronto, sin embargo, di muestras de saber orientarme sin problemas por la ciudad y mi madre accedió a que hiciera las visitas por mi cuenta. Los primeros años instalaba un catre a los pies de la cama de mis abuelos para dormir; después lo hacía en la única habitación de abajo, enseguida de donde también dormían Chas y Dolly, la víctima.
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El chico desnudo que ahora iba vestido dormía al lado de la habitación de mis abuelos con mi tío Jesús. Ese cuarto olía a flatulencia. Yo prefería dormir en el cuarto de mis abuelos aunque oliera a cenicero. En el cuarto de las chicas olía a calcetín sucio. Para pasar el día leyendo prefería encerrarme en el cuarto de la tía Carmela, no sólo porque olía a perfume sino también porque el estudio de la planta baja, con ser el sitio más apropiado para la lectura, exhibía un cráneo lacado que me horrorizaba. Las tardes de fin de semana, a pesar de las visitas de mi tío Javier, mi abuelo se quedaba en el piso de arriba viendo la televisión, pero a mí, salvo las telenovelas de la noche, no me gustaba la programación de la tarde. Con todo, remoloneaba en su habitación porque no me gustaba la actitud ceniza que se le ponía al adolescente de al lado cuando venía mi tío Javier. Éste solía subir en algún momento a hablar brevemente con él y, naturalmente, a darle dinero. A mí no me daba nada.
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Di cualquier cosa, me decía el adolescente acercando la grabadora de cintas a mi cara. Y yo imitaba los diálogos de los actores de la telenovela mientras mi primo Rogelio dramatizaba. Canta la canción de Hidalgo, me decía riendo. Y yo la cantaba mientras Rogelio hacía ademán de bailar. No fue mucho el tiempo que pasé con él, tampoco me gustaba estar en su habitación cada vez más decorada con motivos bélicos y símbolos soviéticos, algún retrato de Marx, algún otro de Castro. Estaba de moda una canción que me gustaba y cuya letra me parecía un misterio. Lo consulté. Cuando se disponía a explicarme mi abuela se asomó a la habitación. No debes contarle esas cosas al niño, no tiene edad para saberlas, le dijo sin importarle que yo asistiera a la admonición. Él obedeció a pesar de mi insistencia. Todo mundo se sentía con derecho a darle órdenes y a asignarle tareas varias, tal vez por ser el más joven de esa casa: que moviera los pies de donde los tuviera, que comiera sólo lo que le servían, que podara el jardín o lavara los coches. Yo, en cambio, pasaba los fines de semana haraganeando, comiendo lo que me daba la gana y festejado en mis gracias por todas mis tías.
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Sólo hasta que me mudé a la habitación del piso de abajo me di cuenta de que el ahora adolescente, al que ya no le sonreía mi abuelo como en las viejas fotografías, tenía entre sus obligaciones fregar el patio todas las mañanas a primera hora. A veces me despertaba y, corriendo la cortina, lo veía echando baldes de agua jabonosa y pasando la escoba con energía, siempre bajo la supervisión de Dolly y Chas. Yo me daba la media vuelta y, si me apetecía, seguía durmiendo hasta que mi abuela me llamaba a desayunar. Con todo, él no parecía tener envidia del trato que me dispensaban, como en cambio sí la tenía yo de él por el dinero que recibía del tío Javier, mi padrino. ¿A cuenta de qué? me preguntaba de vez en cuando sin explicármelo. Ya mi madre me había aclarado en alguna ocasión, un tanto molesta, que no, que él no era ahijado de su hermano. Javier sabrá en qué quiere gastar su dinero, me dijo, quizá no has sido todo lo amable que hay que ser con mi hermano para que él te premie. Yo respondí que Carmela me daba dinero por lo bien que me iba en la escuela, que me animaba a prepararme. Parece más mi madrina ella que Javier mi padrino, repliqué. No seas redicho y ni se te ocurra mencionar nada de esto con ellos, ¿me has oído?, me dijo mi madre con esa mirada que me atemorizó durante toda la infancia. Asentí.
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No pasó mucho tiempo para que el adolescente dejara de obedecer a a mis abuelos y tuviera discusiones muy serias con los otros habitantes de la casa. Uno diría que no era más que rebeldía de juventud, si no fuera porque las injusticias que él padecía eran para mí evidentes. Pronto me iré de aquí, me dijo un día con los ojos inyectados de sangre, a medio camino entre la rabia y el llanto. Mi abuelo acababa de arrancar todos los afiches que colgaban de las paredes de su cuarto y le había dicho —oí con claridad sus gritos— que no olvidara que esta no era su casa, que estaba aquí como consecuencia de un acuerdo, que tuviera muy presentes los términos. Como nadie lo encontrara esa tarde, pensé que había cumplido su promesa el mismo día en que la había hecho. No era así. Luego de pasar media hora en la sala conversando con mis abuelos, mi madre, que como todos los domingos había venido a buscarme, se puso de pie y anunció que nos íbamos. Ya no era el tiempo de las pataletas, de modo que resignadamente tomé mis cosas y la acompañé hasta el coche. Apenas pisó el acelerador y sentimos como si una llanta se hubiera trepado a la banqueta. Oímos un grito. El adolescente que alguna vez posó desnudo a mediados de los setentas, se cogía la pierna con las dos manos, llorando. ¿Pero qué has hecho, idiota? le espetó mi madre ¿Qué hacías ahí debajo? Todos los que estaban en la casa salieron a mirar lo que ocurría. Entre mi abuelo y mi tío Jesús lo llevaron dentro, pero la verdad es que al poco rato ya podía andar. Carmela confirmó que no le había pasado nada y nosotros volvimos a casa en silencio: mi madre alterada por lo que había ocurrido, yo admirado de la determinación de quien —ahora estaba seguro— se iría pronto de ahí.
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Ese día desperté antes de lo usual en casa de mis abuelos. Ya el patio se hallaba teñido de la luz vacilante del alba, pero todavía no había bajado nadie. Empecé a tocarme la entrepierna como venía haciéndolo ya desde hacía algunos meses aprovechando el aislamiento de aquel cuarto, cuando me interrumpió el ruido de la puerta del patio. Parece que ha bajado antes de lo usual, pensé mientras lo espiaba por la ligera abertura que hice en las cortinas. Lo escuché maldecir a Dolly y Chas al comprobar que, como todas las mañanas, ellas habían sembrado de mierdas aguadas y charcos de pis todo el piso del patio. Lo vi servir el pienso y quedarse un minuto largo detenido. Se inclinó debajo del lavadero y examinó una caja de cartón que le cabía en una mano. La volvió de nuevo a su sitio en un gesto rápido y se dispuso a fregar aquella inmundicia. A los pocos minutos, una vez el patio quedó limpio, volvió a sacar la pequeña caja de cartón, pero al oír el llamado de mi abuela en la planta alta se deshizo rápidamente de ella colocándola en el quicio de la ventana de mi improvisado cuarto. Cerró detrás de sí la puerta del patio que daba a la cocina y entonces me acerqué a la ventana: la pequeña caja contenía raticida. Ignoraba lo que ocurría allá arriba, pero pronto oí los gritos de mi abuelo y los golpes de su cinturón, las maldiciones, los insultos, los aullidos de dolor de quien ya no gozaba del favor del patriarca como cuando era niño. Decidí hacerle un favor. Abrí la puerta de mi habitación, cogí la caja con los cebos y, sin pensarlo dos veces, vertí su contenido en los cuencos de Dolly y Chas, que comían.
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Poco después de que se fue de casa de mis abuelos, me escribió desde el norte una carta que aún conservo y que, por fortuna, pude recoger sin que mi madre la interceptara, obligada como estaba ya a pasar largos periodos de tiempo fuera de casa, trabajando por el abandono de mi padre. Me daba las gracias porque sabía que yo lo había hecho con la intención de ayudarle, aunque todo mundo pensara que había sido él quien envenenó a Dolly —Chas sobrevivió— y él no lo negara. Me decía que ya tenía trabajo, que pronto ya no necesitaría dinero de mi tío Javier. También me pedía que le dejara de llamar tío. Soy tu primo, aclaraba, tus abuelos no son mis padres aunque yo les llamara así. Tengo una hermana que no conoces. Algún día te contaré más. Lo que sé, al menos. Lo que me contaron. ¿Acaso sabemos otra cosa?
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