miércoles, junio 27, 2012

Desfiladeros

Me despertó un mal movimiento del autobús o acaso la convicción de que había pasado ya demasiado tiempo y estábamos fuera de ruta. Llovía a cántaros y la luz no era la del atardecer en que me quedé dormido en aquel hacinamiento, sino la de una mañana de frío acogedor, calada de agua por todas partes y con los cristales del transporte nublados de vaho y condensación. No me cuestioné demasiado el por qué de aquella transición porque –igual que en los sueños- todo me era conocido y asumía con naturalidad cuanta circunstancia se incorporaba al fluir de ese tiempo aparte. Avanzábamos por un camino sinuoso y lleno de lodo, acotado de escarpadas paredes de piedra cubiertas de hierba por un lado y de profundos desfiladeros por el otro. Pesados chorros de agua como salidos de imaginarios desagües de azotea venían a desparramarse contra el techo del autobús resonando casi tan fuerte como los esporádicos truenos con que el cielo acompañaba su voluntad de enjuagar el mundo.
Me pasé los dedos por las comisuras de los labios (creía haber babeado mientras dormía) y traté de incorporarme a la conversación que animadamente sostenían mis compañeros de viaje, algunos sentados, otros de pie, con esas ropas acolchadas y tiernas que se usan en la juventud y las mezclillas deshilachadas de nuestros veinte años. En el apretujamiento de nuestros cuerpos sentía una temperatura precisa contra el suave frío de la mañana, pero también un vacío colmado de afecto que no me apetecía interrumpir por nada del mundo. ‘Podría quedarme así el resto de mi vida’, pensé de forma cursi y sincera mientras respiraba el aroma de variadas fragancias que despedían los cuerpos y las ropas ahumadas por el encierro al que nos obligaba la tempestad: los jabones que lavaron ingles y rostros, los perfumes impregnados en camisas y suéteres, las cremas untadas en manos y cuellos. Los amaba.
Reían a carcajadas celebrando sus propias bromas con palmadas en la espalda y manos que se encontraban en el aire con un chasquido. No faltó quién festejara mi incorporación a la vigilia ni quién aprovechara la ocasión para burlarse de mis ojos dormilones, pero más saboree que aullaran a coro cuando alguien recordó lo enamorado que estaba desde hace meses, no sé bien de quién, tal vez de todos. “¡Ese poeta enamorado!”, gritaban empujándose unos a otros con provecho de la inercia para mejor acercarse. Advertía claramente que me faltaban datos, pero no conocía la angustia ni el temor ni la vergüenza, sólo me quedaba espacio en el alma para una placidez que igual que el agua parecía inundarlo todo con generosidad. ‘Qué más da’, me decía en silencio con una sonrisa, feliz de sentir desde los bolsillos de mi suéter el vientre plano y la ligereza de mi cuerpo flexible, ‘mientras siga lloviendo y este camino se haga infinito, mientras el tiempo no pase salvo para renovar los amaneceres de lluvias torrenciales en audaces desfiladeros’. Y me volvía a abrazar de quien estuviera cerca y a estirar las piernas sobre tantas otras y ya no estaba solo entre desconocidos mientras una radio de AM hacía pensar que en un lugar remoto de la ciudad ahora distante alguien cocinaba canturreando un caldo de pollo bien especiado con el qué combatir el frío que trajo la tormenta. Solté el cuerpo y volví a despertar cuando escampaba.
Descendimos del camión en un valle, ya lejos de las barrancas. El viento ligero y fresco acariciaba los cultivos produciendo un susurro tranquilizador bajo un cielo poblado de nubes blancas que iban tras sus hermanas negras. Anduve hasta el pie de una iglesia incrustada en una colina de roca, de paredes rosa pálido que alguna vez fueron rojizas, con aspecto abandonado e interior intuido. Todos se dispersaban y comprendí que era momento de despedirse. Cuando ya no había nadie a la vista, entregados sin duda a los quehaceres para los que habíamos sido traídos hasta aquí, me resigné a volver. No debía estar lejos Guadalajara: detrás de una verde colina creí entrever una carretera. Ahí pediría que alguien me llevara de vuelta, tal vez, o quizá deseara volver a pie hasta encontrar mi casa en el misterioso fondo de algún desfiladero. Puede ser, pero lo tristemente cierto es que todo retorno debe hacerse solo.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Es cierto, ya no eres niña. Ahora eres mamá.

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

En efecto, ahora puedo enseñar a mis hijos "a vivir de la prostitución". Vuesa Merced, en cambio, debe acudir urgentemente con el Doctor Rovira para revisar el decálogo...

Anónimo dijo...

Y a quién llevo, ¿a mi abogado?

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

Te prestaría a mi madre, pero ya está apartada...