viernes, agosto 31, 2012

El examen

Me estacioné a un costado de la carretera que va de Huivulai a Santa Teresa y bajé del coche. Sobre el valle, nubes negras y altas parecían detenidas mientras la luz crepuscular resaltaba cada borde del paisaje en tonos naranjas y ocres. Miré a mi alrededor mesándome las barbas en actitud incrédula, no tanto por hallarme aquí luego de tantos años y ser recibido por el aire denso y caliente de un buen final de agosto, sino por la certeza de que las casas de la ciudad donde tuve vida y amor y conocimiento estaban vacías, desprovistas como era su destino de los amigos que las habitaron y de sus familias ahora desperdigadas o desaparecidas que tantas mañanas se reunieron en torno a apresurados desayunos y llenaron el espacio de palabras y discusiones ahora irrecuperables.
Los autos van y vienen por la carretera y entrecierro los ojos, no sólo para protegerme del polvo levantado o la luz cada vez más inclinada y absorbente, cuanto para ver mejor quién viene al volante y pretender, aunque sólo sea por vía de la memoria, la súbita aparición del vehículo conocido y el amigo de esos días que abrirá la puerta del copiloto con mano diestra sin soltar el volante y me recibirá en la cabina con un saludo y un abrazo, y trazará un plan para viajar al otro extremo de la ciudad donde ya nos espera otra reunión hecha de personajes centrales y accesorios, todos entrañables, cargados de su vocerío y su risa y su intención manifiesta y compartida de detener el tiempo. Todos ellos, me digo mientras abro los ojos y el horizonte parece arder bajo un manto negro, irremediablemente incorporados a la rueda de la vida que los ha hecho abandonar la fiesta y el tiempo y salir de aquí con rumbo desconocido.
El espectacular que estaba aquí ha sido retirado y queda una columna metálica gigantesca como única evidencia de que la memoria y la imaginación continúan respetándose. Bajaría el terraplén, llegaría hasta la puerta y tocaría, pero no tengo fuerzas para decepción parecida ni para suplicarle al tiempo una tregua y que me lleve de vuelta a un sitio seguro. Creo que ya se advinan estrellas y el hilo de luz que aun pinta el poniente a mi izquierda debiera bastarme para subir de nuevo a mi carro, encender la marcha y buscar algún hotel, un cuarto de preferencia alejado de las que de verdad fueron mis habitaciones, un sitio donde dormir y volver a soñar el mismo sueño de aparecerme al borde de la carretera a mirar las luces de la ciudad deshabitada. Fuera del tiempo. Mi sueño. Por toda la eternidad...

2 comentarios:

Anónimo dijo...

No cabe duda que el tiempo no se detiene y nos hace saber que nuestro lugar no esta en un sitio u otro sino donde el corazón hace hogar, hace historia y hace vida; esa vida que hacen los días, los caminos, los amigos y el amor.

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

Por eso se va agosto, pero parece que el tiempo sí se quedará entre nosotros muchísimo más...