miércoles, septiembre 12, 2012

Mistakes

Erreurs, je sais que je le porterai toute ma vie. Mes erreurs, comme de celle. Tu sais laquelle. Quand on a coupé mes cordes. Je me suis envolé ailleurs. On a coupé mes cordes. Et je ne redescendais pas...
-Mistakes, Tindersticks

Ahora lo sé tan bien que me produce miedo, aunque procuro no tomarlo en cuenta como se hace con la muerte y otros asuntos desagradables e imprevisibles. Sé bien que no somos nunca del todo conscientes del daño que podemos causar, aunque saberlo no alivia ni reconforta una vez que se causa, no nos hace inocentes apelar a la naturaleza humana gobernada por las debilidades y la atrocidad ni basta la previsión para ahorrar dolor, ni siquiera la inmovilidad; inútil resulta conocerse a fondo o creer que se conoce cuando nuestras peores potencialidades aun no se dan la mano con las circunstancias que las posibilitarán y nos harán abominables.
No hablo, desde luego, de las culpas abstractas que acompañan a cualquiera por el solo hecho de respirar y que sólo los obnubilados o los muy idiotas o histéricos echan en cara a sus semejantes: la explotación que los hábitos de consumo perpetúan y motivan, la injusticia inevitable que le quita a unos para darle a otros, por ejemplo. Para todo ello se encuentran justificaciones, circunloquios, pretextos saludablemente vestidos de razones que nos garantizan una conciencia limpia; no así, sin embargo, para las culpas en las que nuestra participación es directa y muchas veces consciente y aun deliberada, no hay nada que evite mancharnos cuando el daño recae en lo que tenemos más cerca, cuántas veces en los que más queremos y más nos son incondicionalmente leales, como si el mal se empeñara siempre en ir a parar ahí donde nadie lo buscó ni causó y por lo tanto sin que pueda alegarse que es merecido o esperable.
Lo sé bien, como se sabe aquello que se vive cuando se dispone de sentidos para registrar y suficiente memoria, como se conoce lo que se ha repasado una y mil veces, ponderando, rehaciendo, desenmascarando posibles explicaciones fáciles o cómodas, hurgando con la difícil honestidad que preside los juicios contra sí mismo. Yo conocí mi maldad –o debo decir que la atisbé, nunca se sabe- y aun la empleé sin saber que lo hacía, luego sabiéndolo, más tarde escindiéndome en aquel que sabía el nombre de cada cosa y aquel otro que procuraba cambiarlo, protegerse de las consecuencias, hacerse a un lado y decir ‘yo no fui, no era, nunca he sido, yo no soy responsable de estas lágrimas ni de esta sangre’.
Cuántas veces en la vida ni siquiera la entrevemos, la maldad, y hacemos afirmaciones y fijamos ideas sin advertir que detrás de aquellas presuntas certidumbres hay contingencias, imponderables, resquicios por donde nos saluda la ironía y se cuela la contradicción; siempre hay más tiempo delante, tiempo suficiente para poner cada palabra en su lugar justo y arrasar los excesos de las nuestras, las más de las veces al  golpe de la realidad que no respeta teorías ni deseos y suele tener un espíritu didáctico exento de amabilidades. ‘Yo no sabía, no podía saberlo, creí que todo estaba en mis manos e ignoraba, no sabía que detrás de las mías hay otras manos y que de entre la niebla de mis palabras puede venir el beso que me envenene o la espada que corta cabezas incluyendo la mía’.
Cuánta ingenuidad suele acompañarnos aun cuando hacemos de conscientes y anticipados, cuando creemos saber de qué se trata y hasta jugamos con las circunstancias que lentamente nos envuelven y nos demuestran quién juega con quién, cuánta simpleza hay en nuestra frágil seguridad que se sustenta más en lo que no ha ocurrido que en lo experimentado, más en sus abstinencias y omisiones que en sus acciones efectivas, decimos ‘Esto sería lo mejor que me podría ocurrir’ o ‘Esto definitivamente no está bien’ porque ni siquiera sospechamos el precio que lo primero trae aparejado ni los irresistibles encantos de lo segundo, ignorantes y soberbios como somos, ciegos poblados de visiones cuando andamos y juzgamos el mundo, y yo el que más, que tantos caminos torcí para que mi hacer y mi decir fueran uno y el mismo, tan peligroso el afán de la consistencia que es más bien cerrada y fanática como la laxitud sin escrúpulos de los despreocupados.
No sé hasta dónde me alcanzará la inmensa sombra de mi tiempo abismal, cuándo podré recuperarme del asombro que me produjo y sigue causando saber que la maldad y el daño que suele acompañarla se ceban en nuestros esfuerzos por esquivar la contradicción entre nuestras palabras y nuestros hechos, ese empeño totalitario, después de todo, de hacerse de una vida sin fisuras ni dobleces; suprema ironía la del contorsionismo grotesco al que las ideas obligan en vida para que no pierdan vigencia ni solidez, todo en vano y aun en contra de las aspiraciones originales porque nuestros edificios de papel terminan por caer consumidos por la realidad que suele tener, sin apelación posible, la última palabra.

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