lunes, septiembre 21, 2015

Las estaciones

Atravesar el valle del Yaqui hacia el mediodía luego de desvelarme leyendo esa novela que me proporciona el guión a seguir, más por confusión que por así haberlo dispuesto, arrastrado por la corriente como sucede en esta edad madura en que lo único visible es la acumulación desmedida de acontecimientos y resultados, productos lo llamarían los burócratas estúpidos que nos parasitan, mirando mentalmente con extrañeza aquellos días en el valle de Atemajac, el otro valle, cuando la disposición de actividades simples parecía traducción indiscutible de mi voluntad, pensado y hecho, se diría, o a veces no consumado, pero desde luego mío desde su concepción el curso de los acontecimientos, la engañosa creencia de que éramos libres sólo porque no contábamos para casi nadie, y ahora engañados definitivamente de que tenemos las riendas del mundo cuando es más bien éste el que nos ha domesticado, incluso en este fin de semana lluvioso en cuyo breve escampar se desliza el auto esquivando baches sobre una recta interminable, el árbol de mango aislado entre trigales, la represa que forman las esclusas, el lejano fondo de montañas del que nos alejamos camino del mar sin llegar nunca a él porque ya damos vuelta en este caserío y nos metemos hasta la terraza donde los hermanos nos saludan con familiaridad impostada, o es más bien que llegado cierto momento en la vida, sea por agotamiento o mansedumbre, no hay más remedio que aceptar lo que nos ha tocado en suerte y entregarse con resignación al destino, como aquel hombre que ve sus opciones no sólo disminuir inexorablemente cuanto apuntar ya sin asomo de duda a una única fatalidad todavía evitable (la puerta entreabierta, el umbral no traspasado aún) y que ha de dar el paso que falta para completar su sino aun a sabiendas de que debería dar media vuelta y salvarse, tal vez porque en el fondo todos comprendemos la representación que nos montamos y nos sometemos extrañamente a su parlamento, más decididamente cuando transcurre el verano de la vida y su figura de patriarca prematuro le obliga a no dejarse arredrar por los que ya le estudian detenidamente para calcular las bromas y los comentarios, los insultos o los golpes apenas contenidos en manazos de presuntos amigos, alardes de machos que en el fondo son asesinos, violadores que sólo esperan que ocurra un incendio en las cercanías para pasar a degüello a los hombres y hacerse con las mujeres, de momento sometidas a toda clase de sevicias sólo en el discurso, la palabrería, una broma vaginal por diez de verijas, mientras se consumen cervezas sucias una tras otra, una tras otra, apenas distinguibles los tragos del crepitar de las escasas gotas que vuelven a caer, las campanadas de la iglesia, las señales que dividen los períodos como ladridos de perro o crujir de hojas bajo el peso de una lagartija, haberse permitido llegar hasta aquí con las mismas nubes grises de allá arriba circulando en la cabeza, ¿dónde los que nos acompañaron la última vez? ¿dónde los que se rieron y bailaron, los que echaron la pota aquí mismo y orinaron entre las gallinas? ¿eran ellos también víctimas de su guión, lo mismo cuando creían decidir que cuando se doblegaban? Las estaciones. La lluvia no es el agua fría y turbulenta de Atemajac, aguacero de septiembre que quiere correr por las cañadas y barrancos y descender por colinas y colapsar tejados, no, la lluvia aquí no trae el aire renovado y frío de las tierras altas ni es reflejar de luces de autos en las habitaciones de las casas, apenas cae se evapora ardiendo en esta bocanada de diablo en que se encierra el valle del Yaqui por interminables meses y que nos tiene atrapados como en una burbuja de aliento muerto, espiando por entre las cortinas de las casas, mirando pantallas en horrenda alienación del paisaje arrebatado, explicación quizá de que ambos estemos aquí, inmóviles y sonriendo estúpidamente en inverosímil compañía, porque lo que no pudimos resolver en nuestras vidas, lo que no pudo seguirse produciendo en las alcobas, lo que no consiguió la solidez de la vivienda ni el crédito de las bancas, está aquí, en esta desorientación espantosa cuya mayor prueba la constituyen estas botellas vacías que nos hemos bebido y este batiburrillo soez al que nos hemos entregado, el plomo de nuestras almas igual al peso del barro que ancla nuestros pies en la por una vez anegada tierra del Alto, de donde ahora salgo, salimos, yo y lo mío y lo incidental, no sin antes despedirme de los hermanos en las afueras del caserío, casi huyendo, casi sintiendo los fantasmas cabalgar detrás de mí para no dejarme escapar del infierno, el sol como el sangrante cuello de una lenta decapitación crepuscular, la inmensa hoz del horizonte convertida súbitamente en sombra negra cargada de presentimientos, el ulular de las llantas, las luces que ya se encienden, si tan sólo pudiésemos volver a Santa Teresa esta noche, si tan sólo no hubiésemos salido, ya no digo de casa el día de hoy sino del valle de Atemajac donde nacimos y cuyo río de piedras no debimos cruzar nunca, cuidar la huerta del barrio del Alacrán y encerrarnos detrás de los espesos muros de aquel piso mitad piedra y mitad adobes, donde la noche nos acogería como una madre en vez de devorarnos como lo hace ahora, siniestra, polarizada, firme en su propósito de dejarnos vivir muchos años sólo para alimentarse de nuestra interminable agonía, la que ahora es un abrir y cerrar de puertas para vomitar cada calle y defecar cada acera, echarse en la cama con el sudor frío de haber visto la muerte y no poder abrazar al muerto más, una inyección a medianoche y un eco interminable en la cabeza, amor, amor, ¿ya vienes? amor, amor, cerremos los ojos. Aprieta.