domingo, septiembre 06, 2015

Toxicómanos maricas

Viví la misma historia unas cuatro veces a lo largo de mi vida y las circunstancias han querido hacerme testigo cercano de uno de los casos, aunque de los demás he podido enterarme lo suficiente en la distancia como para establecer entre ellos una similitud no exenta de asco. El primero fue mi padre, por supuesto, aunque amparado por la niñez que no se entera de nada (o sólo de una forma fragmentaria que exige unir luego los trozos en la adultez; y yo los he unido) nunca lo vi como el alcohólico que era ni asistí a ese patético estira y afloja de conversaciones y acuerdos y reproches que se establecen entre el toxicómano y sus víctimas, unas víctimas las más de las veces entusiastas corresponsables de la situación por más que su libreto les exija decir que han sufrido lo bastante como para que encima se les llame a cuentas. A diferencia de los otros casos, no habiendo yo asistido como es lógico a todos sus excesos en calidad de amigo o compañero de juerga, el de mi padre sólo ha servido de confirmación del arco fatal que describen los toxicómanos mojigatos, que son a los que me refiero. Es así que sólo lo recuerdo borracho en algunas reuniones con la familia de mi madre, donde él procuraba tratar con deferencia excesiva a mi abuelo, ganándose su confianza, ayudar con servilismo a mi abuela haciendo gala de presunta caballerosidad, y gastando bromas picantes a mis tías que no dejaban de celebrarle sus ocurrencias con sonoras carcajadas e intercambio de abrazos y palmadas que tenían lo suyo de erotismo apenas contenido. Un ambiente feliz, casi se diría sano, si no fuese porque había que sacarlo en andas, mi madre al volante conduciendo con los ojos encendidos de vuelta al departamento del centro, el hombre apenas con tiempo para echarse en calzones sobre la cama y dormir la borrachera inundando la habitación de ese humor ácido que despiden los hombres de piel blanca que se torna roja de tan etílica. Por fortuna, apenas convivió con nosotros y, como es lógico aunque mi madre fingiera no enterarse durante algunos años, terminó por abandonarnos. Creo que fue lo mejor que pudo hacer, sobre todo porque su alcoholismo y su escasa sesera sólo podían resolverse como terminaron haciéndolo: con la satanización de cuanto significara el alcohol, no sólo en sí mismo, sino con todo lo que lo rodeaba, así se tratara de amigos, familiares o simples geografías. Cómodamente trasladó fuera de sí su culpa y la repartió entre los demás, respaldado por las ideas que las asociaciones de alcohólicos, la iglesia y cuanta institución interesada en la manipulación de las personas proponen a este efecto: una disociación entre el discurso y las acciones que permite pedir disculpas y reconocer cuanta falta se quiera mientras se sigue siendo la misma mierda; una vida espiritual exterior que incluye misa, comunión, retiro con la familia y, en suma, el aburrido esquema al que conduce la escasa educación que no permite liberarse de los prejuicios que la oprimen; y, last but not least, una borrachera ocasional y culposa para reforzar el ciclo de la dependencia que requiere tanto de pecados como de expiaciones. Fue una suerte, ya lo digo, que semejante porquería les haya tocado a otros hijos y no a nosotros, pues si al recuerdo del aliento intoxicado de mi padre y de sus ojos extraviados acercándose a mi recámara para decirme "Tú eres el hombre de esta casa, mijo, cuida a tu mamá y a tu hermana" aderezado con un "Te quiero mucho" que más bien parecía dirigido a sí mismo o a una entidad abstracta que no era yo, le hubiese sucedido la ñoñería insoportable de un hipócrita que censurara con torpeza y primitivismo cuanto en mi vida había de claro y liberal, obligándonos a seguirle el teatro de su arrepentimiento a lo largo de los años, habría terminado cometiendo parricidio.
Pero yo nunca bebí con mi padre, o acaso sólo la última vez que lo vi, hace quince años, al pasar por esa aburrida ciudad californiana orgullosa de producir la mayor cantidad de ajo en el mundo (hay que ver qué idiotez). El hombre insistía en contarme los meses que había pasado ya sin beber y yo descorchaba champaña y me bebía aquello con dolorosa tranquilidad, diciéndole 'Pues ya eres un hombre adulto, allá tú, yo no vería nada de malo en que, siendo dueño de mi casa y sin que nadie me mantenga, bebiera yo cuanto quisiera beber y me aguantaran los demás cuanto quisieran aguantar. Ahí estaría la puerta de mi casa, ancha y abierta, para quien quisiera largarse'. Y decidió acompañarme sólo para refugiarse con los vecinos y seguir bebiendo hasta hartarse mientras yo dormía plácidamente en mi habitación de hotel, ni borracho ni sobrio, seguro de que aquello que los médicos llaman predisposición genética a la adicción es sólo una calca vulgar del así llamado pecado original por los eclesiásticos, o sea, una cortina de humo y una patraña. En cambio, con quienes sí bebí mucho fue con mis amigos, o con quienes creí que lo eran en aquel momento. De estos, la mayoría eran personas normales que disfrutaban beber y emborracharse de vez en cuando con el pretexto de convivir, estrechar nuestra amistad, pasar aventuras. Pero otros eran como mi padre, es decir, aficionados a la bebida por la bebida misma y con escasa estatura moral como para admitírselo. A Gustavo, por ejemplo, además de beber le gustaba hincar la nariz en rayas de coca, un tipo muy divertido y con dotes de líder, cuestión que facilitaba el que tuviera dinero, camioneta, coche, los departamentos adecuados para nuestras reuniones, y contactos entre las putillas más adecentadas para júniors de los años noventa en aquella localidad. Nuestras coincidencias eran grandes en lo superficial: él también era hijo de una madre separada que trabajaba casi todo el día y tenía, como yo, una hermana menor medio piruja. Tuve ocasión de asistir a las primeras etapas de lo que (luego me he enterado) serían largos años de pecado y penitencia, largos no porque siguiera bebiendo o drogándose como en aquellos tiempos (sólo los toxicómanos de verdad lo consiguen y pagan legítimamente con su vida), sino porque, igual que mi padre, se haría hombre de hogar y religión luego de culparnos a todos de sus excesos y de sufrir un oportuno accidente que le permitió abusar de la morfina cuando ya rebasaba los cuarenta. Un hombre con suerte, que encontró a su propia madre en una mujer veinte años más joven, para casarse con ella y ser disciplinado conforme a la tradición edípica; un hombre afortunado al que no ha dejado de sonreírle el gobierno federal a través de puestos y relaciones públicas de todo tipo, vía su madre, de acuerdo, pero también acuciado por la ambición de su mujer, una de esas fieras que todo lo reprochan a gritos en público sólo para mostrarse dóciles y lloronas en privado, la receta secreta de una pasión matrimonial duradera. Puede que en Gustavo entienda más que en cualquier otro caso la mochería que le poseyó luego de internarse en esa clínica impagable para toxicómanos a la que volvería ya sólo esporádicamente según sus necesidades de renovación, puede que lo entienda, decía, porque su familia tenía dinero e innumerables tratos con curas fanáticos de la tradición tridentina, con empresarios dueños de colegios privados, con obscuras asociaciones benefactoras financiadas por aun más opacas fuentes. Era sólo cuestión de tiempo para que él, drogadicto o no, se hiciera cargo del lugar que le correspondía como heredero de estas relaciones, una cosa desde luego en nada peleada con la otra, sobre todo para quien ha aprendido a disociarse con malicia y habilidad para no ser cogido en falta y salir siempre bien librado de cualquier aparente contradicción. 
Gustavo, igual que Hakim años después, me prodigó un trato excepcionalmente cercano durante los años de nuestra convivencia. Durante ese tiempo creyeron que yo era su amigo y admiraron mi capacidad para ordenar los pensamientos y formularlos con claridad. Como yo no tenía el dinero de Gustavo y era unos cinco años más joven que Hakim, les fue sencillo verme como a un huérfano que disfrutaba con su melomanía vulgar y sus excesos. Hombres al fin y al cabo, no reparaban en la tabarra que me daban contando una y otra vez las mismas cuitas estúpidas, susceptibles como eran a la lisonja y a mi predilección por escucharlos en vez de contar yo mismo lo que pensaba de las cosas o lo que me ocurría. ¿Cómo iba yo a imaginar que las sustancias con que acompañaban esos encuentros constituían un problema para ellos? ¿Cómo si a mí no me provocaban más que fastidio por cuanto el alcohol terminaba por vomitarlo y las drogas me daban miedo? Ambos consiguieron engañarme por algún tiempo de su extraordinaria resistencia a cuanto se metían y de la libertad de su pensamiento, urbano en el caso de Gustavo, rural en el de Hakim. Pero todo resultó falso y años después me enteraría (o me tocaría ver de cerca en el caso del segundo) la transformación de este par de toxicómanos primero en seres aterrados de su propia intemperancia, luego en rehabilitados bagazos sociales, finalmente en hábiles hombres de negocios y padres de familia que, desde el púlpito de su escritorio, predican sobre los males de todo aquello que no supieron (ni saben) controlar. Quieren que se haga en los demás lo que no quisieron para sí mismos en sus años de librepensadores: que a los otros se les prohíba, se les censure, se les encauce, les guste o no, por los senderos del supuesto bien. Igual que mi padre, siguen emborrachándose de vez en cuando y, si lo evitan, no es por razones morales, sino porque la vejez ya reclama su parte de salud haciéndoselos imposible. Como no veo a ninguno, salvo a Hakim (y sólo de vez en cuando), estoy relativamente a salvo de su proselitismo mojigato e hipocritón, aunque de verme tampoco lo intentarían porque saben que en mí no cuelan sus lelos catecismos y que, cuando me apetezca, puedo pisarles la cola de su largo pasado para que chillen y me dejen en paz. Demasiado riesgo para personalidades esencialmente cobardes.
Hace poco me escribió mi medio hermano para decirme que quería tener noticias mías, conocerme un poco más. Le contesté sin mucho entusiasmo, pero accediendo a su petición, no sin desaprovechar la oportunidad de felicitarlo por haber sobrevivido a toda una vida con mi padre (recién se había mudado a vivir con su novia). Contestó secamente que a ese hombre le debía "importantes lecciones de vida" y que pide a dios que yo pueda un día aprender a "perdonar como él" (pero ¿quién?).
No contesté.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Anda Cabronazo, que los respetables doctores Ch. y A. no podrían menos que apoyar a tu hermano.
Hasta yo te diría que aprendas a perdonar pero no, no me queda claro el concepto.

Unknown dijo...

Mi hermano no necesita apoyo... A lo mejor sólo una cerveza... Para ti, en cambio, sólo tengo café, pero no puedo prestarte mi carro para que vengas a visitarnos. ¿Ya superaste el paso 6?

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

http://www.informador.com.mx/suplementos/2015/613152/6/jovenes-con-adicciones-senalan-a-amigos-como-sus-iniciadores.htm
JAJAJAJAJAJAJAJA... como diría Pérez-Reverte: ¡TCHINGADO!

Anónimo dijo...

Ya ves, no niegues tu responsabilidad.