viernes, septiembre 25, 2015

Breve historia de una polilla

No dura lo suficiente la confianza redonda de haber concluido una caza con éxito los dedos olorosos a partes pudendas, la claridad mental de las sienes sudorosas— y es por ello que apenas terminada la faena he vuelto a casa y me he sentado a escribir con el objeto de atrapar aunque sea un poco de esa lucidez que, tanto si escribo como si no, irá como polilla irremediable a quemarse contra el foco. No me lo facilita esta casa, debo confesarlo, ni el calor abominable que mantiene a raya un aparato innoble y ruidoso pegado a la pared, una solución que, dicho sea de paso, sustituye el bochorno por un aire seco que deshidrata los ojos y sabe a humedad. Pero debo, al menos, intentarlo.
La cacería fue llevada a cabo con el colmillo que dan los años: una aproximación impecable desde el auto, un detenerse sin escándalo ni intimidación, un llamar a la presa con normalidad y, una vez en la puerta, no abrir de inmediato, sino charlar despreocupadamente para excitar, al tiempo en que se estudia sucinta, pero firmemente, la salacidad de la mirada, el origen social que revelan la vestimenta o el acento, la intención de la voz; finalmente tomar una decisión —la de abrir la puerta en este caso y conducir valorando el cuerpo con la mano derecha mientras la izquierda conduce. No hay que confundir la impecable ejecución de la cacería con un exceso de frialdad o un aire cientificista que hubiese obrado en detrimento del natural desorden de la lascivia: una cosa no estorba a la otra, al contrario, la encauza y dosifica, como de hecho hubo de hacerse una vez arribados a la leonera apenas disimulada —el refrigerador abierto y desconectado, las repisas vacías, una caja con objetos diversos por el suelo— procurando evitar la precipitación o el pánico que suele producirse en el momento de la verdad (y la verdad siempre llega), particularmente en la presa que —bien lo sabe— espera de nosotros conducción y pericia, no al punto de quien practica un deporte (¡qué horror!), sino de quien se hace cargo de la situación decididamente. 
Al mismo tiempo, desde luego, una buena faena como la de esta noche (aunque no me agrade el símil taurino) debe también demostrar la flexibilidad suficiente como para introducir novedades razonables y resolver los seguros desencuentros que se producen entre dos a mitad de la cama: un rostro que gira para evitar la otra boca, una sorpresiva acogida de la posición más difícil, un indeciso tragarlo todo o escupirlo que ha de decidirse sin incomodar ni forzar, proporcionando salidas airosas y fluidas, casi plásticas. Y la conclusión es, por supuesto, tan importante como lo demás, pues con el alivio de los esfínteres comienza sin demora la reinstalación de la realidad en los terrenos de los que fue temporal e ilusamente desalojada. Y la primera realidad es el descubrimiento, como hicieran nuestros primeros padres, de la desnudez: lo que hace unos minutos no importaba —el culo caído, la panza cuarentona, el pelo ralo— ahora se vuelve contra los yacentes. Y hay que sobrevivir con todo ello a la ducha, al encender de la luz, tanto si se dejó encendida (y entonces estábamos ciegos y faltos de ángulo, o con exceso de ello) como si se mantuvo apagada o en ligera penumbra (y ahora nadie justifica el acrecentado morbo de lo imaginado). Lo de hoy, por fortuna, era bastante pasable en sí mismo como para que hubiera que acelerar la salida o mirar hacia otro lado: se pudo pasar la toalla por el cuerpo, vestirse sin pausas, pero sin apuros, hablar con esa relajación que sucede a la turgencia, y, finalmente, trepar al carro sin que obste el pesado aire del valle sobre la inusitada ligereza de la respiración.
Ojalá durase, ya digo, no sólo el alivio de ansiedades que una cacería exitosa produce, sino también la claridad de pensamiento, la altivez libre de fanfarronería con que se mira el mundo desde su atalaya efímera. La cacería tiene vocación de libertad y se opone por ello a las instituciones, máxime cuando su naturaleza va en contra de las aventuras toleradas por una sociedad que, si bien el siglo que corre hace pasar por moderna y avanzada, nunca ha sido más lela en sus motivaciones ni más afecta al doble discurso. Son tiempos contrarios a la gente de una pieza. Ya lo reflexionaba yo esta misma mañana en que a mitad de una junta insultante de tan estúpida no podía suponer que la noche pudiera traerme algo de signo totalmente opuesto, capaz de cancelar sus nocivos efectos: '¿De verdad es este el Instituto Científico y Cultural?, ¿el compuesto por esta gente a la que sólo su sueldo permite distinguir de un puñado de albañiles? ¿este donde se discute si los pupilos deben ser socialmente responsables o emprendedores, si éticos o creativos? Si todos fuésemos brillantes y cultos, lo que se dice gente verdaderamente académica, podríamos llegar a acuerdos con mucha mayor facilidad y terminar esta reunión imbécil. Porque contrario a lo que se afirma, con la inteligencia y el buen gusto, con la alta cultura, vendría un mismo sentido de la armonía y de la pertinencia. La gente suele opinar lo contrario: que la gente con seso no se uniformiza, que discute interminablemente, que va y viene en circunloquios, y algo hay de eso, sí, pero no como estos cerdos que me acompañan lo suponen y realizan. Lo que hay entre gente intelectualmente adulta es personalidad y punto de vista, pero la semántica y la sintaxis, el conocimiento y la capacidad de análisis y síntesis, son los mismos en todos ellos. Aquí no hay ni lenguaje. Y sin lenguaje no hay pensamiento, sino animalidad; no hay cultura, sino biología.'
Va a resultar ahora, dirán algunos, que la cacería es un acto intelectual. El sudor de hoy, fuente de inagotable cultura. No diré ni sí ni no porque a los que así piensan se les ha escapado todo y ya van imitando así a los robavacas de la junta de hoy. No valdría la pena esforzarse en establecer una relación tan obvia como sutil frente a quienes no cuentan con elementos para aprehender ni lo uno ni lo otro. Sólo insistiré (antes de que caiga la polilla con las alas abrasadas) en que el ejercicio de libertad de hoy, con alcanzar su pináculo en la cópula y quedar acotado por el momento en que la presa descendió del carro —sus pasos perdiéndose en el callejón, el ruido del motor que vuelve a ponerse en marcha— es un acto puro que escapa a la maquinaria de emasculación en que está convertido el mundo contemporáneo. Es voluntad frente a la sumisión. Es disidencia y no quiero que se me confunda con esos exaltados izquierdistas que ven en toda transgresión una virtud en sí misma. Esta es una disidencia por cuanto se aparta de las vías que los domesticados trazaron para que las nuevas generaciones caminen por ellas con la misma ilusión de quien descubre el hilo negro. La cacería me hace cuestionar seriamente el sentido no sólo de continuar mañana la junta de hoy o de envejecer rodeado de brutos miserables, sino el sentido de la vida entera. Y creo adivinar en su entrepierna, en el jadeo y la embestida, en su infinita paz silenciosa de escasos segundos, el misterio.
La polilla ha muerto.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Creí que la entrada era sobre el Dottore, esos títulos engañosos.

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

Imposible, no da para tanto, aunque en correo público-privado se explica, verbatim, que "La evaluación del desempeño de Director de nuestra Unidad. Es un asunto que se debe hacer con toda objetividad y con cabeza fría. El colegio de profesores es corresponsable con que le paso al director. Nunca supimos exigirle la rendición de cuentas y la transparencia en sus actividades. Los rumores nos inundaron, consecuencia de la falta transparencia. Creo que en primera instancia es el colegio el que debiera evaluar su desempeño, y aprender de esta mala experiencia para evitar que se vuelva a repetir.
Que cada quien saque sus conclusiones, yo tengo las mias en lo personal, que no coinciden con las lisonjas. Creo si, que debemos esperar tiempo y hacer una evaluación seria y objetiva."
Si del cielo te caen tortillas, haz tlayudas oaxaqueñas...