sábado, octubre 10, 2015

Prognosis de la universidad

Cuenta el cuento que, como producto de importación, la universidad llegó a México cuando ya contaba con unos cuatrocientos años de edad en Europa, o sea, que es hija del Medievo, antecedente que quizá no debiéramos perder de vista para la discusión que sigue. Cuentan que en sus orígenes europeos la institución universitaria intentó sistematizar (o sea, burocratizar) la transmisión de conocimientos que antes realizaban los maestros de los distintos oficios directamente a sus aprendices. El experimento, como toda maquinaria tendiente a convertir individuos inteligentes en adocenadas hormigas, prosperó. México, desde luego, no fue la excepción. 
Si en el mundo moderno no hay idiotez anglosajona que no se adopte de inmediato en los países latinos, incluida la Francia hasta hace poco tenida por soberbia excepción, como por una ley que obliga a los satélites a recorrer las órbitas dictadas por los cuerpos de mayor peso y a las periferias a imitar los trazos del centro, en México ha sido la Ciudad (por favor, no me hagan perder el tiempo preguntando cuál) la que ha propagado, como si de una onda sísmica se tratara, su esquema de creación de instituciones de educación superior. Que es como sigue:
Sea A un conjunto de filántropos a los que sus negocios y prosperidad económica tienen un tanto aburridos. No les basta administrar con excelsos ropajes y admonitorios dedos cuajados de anillos las iglesias que llena la plebe morena y de apellidos bastos como Pérez o Domínguez. No les es suficiente desplazarse en los mejores vehículos (otrora carruajes los motores que ahora se importan de Cleveland o Düsseldorf) para ir de sus residencias del poniente a las fábricas o campos, industrias o almacenes, de los que son dueños. Sienten que algo les falta en las oficinas de gobierno desde donde se emiten permisos y cierran negocios entre sí, que no da suficiente lustre la bandera nacional ni las ceremonias de larguísimos discursos vigilados por la policía, que algo debe hacerse para eliminar el olor a establo que deja el ganadero o para adecentar la amarilla avaricia del banquero. Los bautizos y bodas, los desayunos de las encopetadas damas católicas en el hospicio o las reuniones mensuales de los obesos miembros del club de leones, ya no dan para mejores fotos en la tan soporífera como mal editada página de sociales. "¿Y si fundamos una universidad, tú?", pregunta un riquillo. "Ta güeno, tú, pero ¿y quién va a dar las clases?", responde otro cacique. 
Superado el período en que son sus esposas las que se ocupan de dar clases y ellos los de cortar el listón, bendecidos por los padres de la iglesia en tanto se siga enseñando el catecismo o, de forma más laica y moderna, promoviendo valores que rezuman domesticación y ñoñería, autorizados por el gobierno que muestra así su preocupación por la educación al tiempo en que premia la iniciativa de los riquillos entregándoles el presupuesto público para que mejor lo administren de forma privada, hace su aparición el conjunto B.
Sea B un conjunto de asnos, preferentemente de la localidad, incuestionablemente penetrados del espíritu de su pueblo en lo que a usos y costumbres se refiere (o sea, vicios y marranadas), dóciles egresados de la institución aun tiernita en la que los riquillos de la iniciativa privada pudieron lucirse todavía más y escapar temporalmente del aburrimiento con recursos públicos. ¿Quién dará ahora las clases si las nobles damas ya no saben de ingeniería y están hartas de la contabilidad? Llámese pues a aquellos del conjunto B cuya incompetencia y carácter acomodaticio impidieron conseguir un trabajo decente y déseles nombramiento de catedráticos. La institución pasa entonces por una época idílica en donde los subordinados así elegidos alcanzan cotas de docilidad y servilismo que no volverán a registrarse, mientras que los dueños siguen siendo los caciques, adorados rectores cuya muerte será venerada en tanto que fundadores y sus arbitrariedades ilegales tenidas por simpáticas anécdotas que no contradicen, sino más bien confirman su carácter de hombres excepcionales. El carácter áureo de la época no obstará para que una lenta evolución haga transitar al conjunto B desde la posición de silvestres dipsómanos sin más concepción del mañana que la que pudiera tener un perro, hasta la de feroces parásitos del presupuesto público cuyos humildes orígenes sólo sirven para exacerbar sus más siniestras ambiciones, como si de una venganza de agravios invisibles se tratara; ventilarán cada vez menos su mediocridad disfrazada de frustración y aprenderán, no sin cierta lentitud y siempre presionados por las sucesivas olas de exigencias que vienen de la Ciudad, a justificar por medio de proyectos y planes, estudios falsos y estadísticas amañadas, cualquier idea que sirva para ordeñar más a la sociedad a la que sirven en ese noble propósito de educar.
La especialización moderna que inventa carreras y necesidades donde no las hay, la corrección política que lastra los discursos con idioteces como el @ para aludir a ellos y ellas, el agotamiento del físico de la clase B que entra en una madurez que no tolera más sus excesos y exige concentrar las escasas neuronas que le quedan en maximizar las ganancias económicas y políticas, son todas características de una nueva época en la vieja y muy repetida historia de la universidad, cuya institucionalización irrefrenable se ve ahora reforzada por una clase C constituida por aquellos a los que contrató la clase B para que hicieran el trabajo que no han realizado en todos los años de la época dorada: cursos en donde el profesor asista y cubra un programa relacionado con el título de la materia, investigaciones que al menos se publiquen fuera de la editorial universitaria, obtención de dineros para la universidad por medio de concurso y no por asignación directa de la Ciudad que, sospechosa de lo que aquí ocurre, cada vez los condiciona más. La clase C no es de por aquí ni conoce los usos y costumbres de la localidad, pero ello es deliberadamente así porque se ha comprendido que de continuar la endogamia de contratar locales, el negocio completo se iría al traste, de modo que la clase B prefiere erigirse en administradora y jefa de la clase C, con el consentimiento, claro está, de los padres fundadores de la clase A o de sus innumerables hijitos que heredan el mando y reproducen y aun perfeccionan sus porcinas características. Todo muy republicano y demócrata.
La clase B, envalentonada por los primeros resultados de haber contratado a C, tiene los ojos encendidos de ambición y de gloria, y soslayando convenientemente el trabajo que sólo sabe repartir, siempre presta a decirle a los demás lo que deben hacer, se concentra en los resultados añadiendo su firma y nombre al calce de los informes: cómodamente, casi con elegancia supina. Le tiene sin cuidado que se multipliquen las ofertas de estudios cada vez más inverosímiles y que no se corresponden a ninguna tecnología nueva; no le quita el sueño que la capacidad académica sea la misma porque la clase B es impermeable al estudio y sólo responde a estímulos económicos torciendo las reglas o añadiendo su nombre a los trabajos de la clase C; no parará hasta que llegue a haber tantas carreras como estudiantes y ella misma se erija en administradora de todos los presupuestos. La universidad vivirá entonces una explosión demográfica a la altura de la tosquedad y complejo de inferioridad de sus administradores.
Pero todo tiene un límite. Como si de una ley biológica se tratara, la animalidad reinante en esa institución nacida del Medievo presupone también un colapso que ya resienten allá en el continente donde nació: la matrícula se frena, se cierran las plazas, se absorben instituciones dentro de otras por insostenibles y, una vez que se van los hombres de negocios como abandonan las langostas aquellos cultivos que han destrozado, vuelven a distinguirse, discretos, silenciosos, los hombres de saber, los que estaban ahí desde el principio por enseñar y crear, sin más premio que el de su salario, sin más idea de negocio que el de cultivar su conocimiento.
¿Se apartarán entonces las iglesias, los gobiernos y los riquillos del negocio universitario? ¿Volverán los aprendices y los maestros? ¿Volverá la voluntad de saber? Lo dudo. Si algo ha de volver del Medievo, mucho me temo, serán sólo las hogueras...

4 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Anatema!, como osas dudar de la utilidad de carreras como Ingeniería en Nanotecnología.

Unknown dijo...

O de la utilísima Ingeniería en Manufactura... ¿Por qué no le habrán llamado por su nombre como "Ingeniería en Maquiladoras"? ��

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

¿No querrá entrarle la comunidad ignaciana a este proyecto?

http://www.informador.com.mx/tecnologia/2015/619301/6/la-unam-crea-proyecto-arquitectonico-para-habitar-marte.htm

Anónimo dijo...

No te burles, ellos lo tomarían muy en serio solicitando que sea una construcción amable con el ambiente.