domingo, octubre 25, 2015

Endless

Descreo de las simplificaciones, sobre todo si son contemporáneas. Apotegmas, aforismos, máximas, los antiguos nombres del twitteo. Da igual si son eruditas o pretenden serlo, si son generales y sin contexto o aplicadas a un gremio como puede ser el de los escritores. Que todos escriben siempre su biografía sin importar qué libro escriban, por ejemplo. Y añadiría que muchas veces su mejor biografía es la que no se presenta descaradamente como tal, con ese feo epígrafe que dice "autobiografía". Como si de ingeniería o finanzas se tratara. Imbéciles.
Este país está lleno de agravios para un espíritu sensible como el mío. Un espíritu que bien podía haber sido británico o francés, en el peor de los casos ruso o, como mínimo, español. Envidio la solidez de esas sociedades, su antigüedad, su continua insistencia en mantener a toda costa un estándar de vida, un empeño que los psicólogos de Berkely no dudarían en calificar de represivo o neurótico y al que yo sólo puedo ver con buenos ojos. Porque es así, educando en la jerarquía y el orden, en la responsabilidad y alguno que otro miedo, como se consigue la civilización y la libertad. Algunos se sorprenderán de que lo diga yo, que no soy precisamente ejemplo de templanza ni de prudencia, ni siquiera ahora en que me he ganado el respeto de la burguesía local y ya no se me objeta que duerma con Felicia, no sólo mujer como yo, sino quince años más joven. Todo un mérito tratándose de Santa Teresa, que es ciudad pequeña y con fama de bárbara. Desde luego soy consciente de que este respeto ha sido consecuencia del dinero que he amasado con mi trabajo, pero también de mi carácter disciplinado y exigente, que no admite pretextos ni excepciones y se impone a fuerza de consistencia. No se me escapa también que los hombres encuentran mi carácter equiparable a su machismo (fueron legendarias mis borracheras, mi descarrilar de matrimonios y mis pleitos), al punto de que con la madurez han terminado por considerarme uno de los suyos. Pero nada más lejos de la realidad porque, como vengo diciendo, el mío es un espíritu sensible. Y ellos unos cerdos.
Me lastima así no sólo la realidad, ya lo digo, sino la literatura de este país, si es que puede llamarse así al género de obras holgazanas o mal escritas con que se castiga a un público que por fortuna no lee. Me agravia que nuestro único premio nobel haya decidido ser poeta y ensayista sin haber escrito jamás una sola novela de envergadura, sin haber creado un mundo definitivo en el que esta sociedad ayuna de ideas hubiera podido verse como en un espejo. Prefirió poner su enorme cultura al servicio del aburrimiento, ya en forma de rígidas teorías sociológicas, ya en forma de desguazadas emociones poéticas. Gente muy inferior a su intelecto, señoritos y burócratas en un país en el que la cuna o las relaciones son las únicas credenciales dignas de tal nombre, intentaron suplir esa carencia con obras necesariamente autocomplacientes y cortas, cuando no directamente idiotas. Tal era el caso del libro que cerré esta mañana, mientras bebía el café y Felicia se metía en la tina de baño durante hora y media luego de correr en la laguna, acompañada por los perros y distrayendo los pocos insectos que todavía a estas alturas de octubre se plantan frente a la cara e impiden la utilización de terrazas y patios, jardines o miradores, ya no digo para leer sino hasta para tomar un aire fresco inexistente.
Autobiografía, decía con todas sus letras. Y si accedí a leerlo a pesar de conocer al guiñapo que lo escribía, no fue por ignorante o por creer que contendría revelaciones importantes. Tampoco lo he hecho porque al ser dueña de la única librería de Santa Teresa me sienta en la obligación profesional de zamparme cuanto mojón suelten los presuntos intelectuales. Lo he leído porque a veces hay que sustentar los prejuicios con datos duros: la opinión arriba citada que sobre la literatura de este país tengo no puede descansar únicamente en mi percepción de las cosas. Hace falta leerla de verdad (y conocer la verdadera) para comprender su escasa ambición y su pobreza, su carácter derivado y acomodaticio, su desorganización e irrelevancia, su provincialismo. Todas estas características quedaban elocuentemente ejemplificadas en la autobiografía que terminé de leer esta mañana.
Pero una cosa es identificar las características comunes a las variadas deyecciones culturales de este país y otra deducir el por qué. Para ello hace falta asomarse a la vida de esos que escriben y que, movidos por una conmovedora vanidad que confunde lo vergonzoso con lo presumible, facilitan toda clase de datos sobre sus circunstancias para (lo dicen con genuina convicción) "ayudar a explicar las realidades de este país y su contribución para mejorarlas". Parecen creer sinceramente que debemos darles las gracias porque no se limitaron a usufructuar con el dinero público a través de puestos y canonjías ni a aparecer en televisión arruinándonos la merienda ni a invadir las columnas editoriales del periódico que ya retiró la chacha de la mesa ni a decidir sobre la vida de millones de personas por adoptar una política tal o una medida equis. No. Han ido más allá y ahora nos relatan a través de libros cómo consiguieron hacer todo eso. Libros que también hay que pagar y, en mi caso, distribuir. El autor de la autoapología de esta mañana reúne todo lo que explica la mediocridad de su trabajo, pues el hijo de una familia acomodada en este país está destinado a mandar sin importar qué actividad escoja ni con qué talentos cuente para ello: si cree que puede gobernar, gobierna; si cree que puede emprender, emprende; si cree que puede escribir, escribe. El país está para servirle de caja de arena. En el club de influyentes todos se dan palmadas en la espalda. Se felicitan por representarnos, por explicarnos, por dirigirnos. Es un asco.
Un libro mal escrito que comparte detalles repugnantes de la vida de un júnior que se cree académico que se cree político que se cree comunista y cuyas frivolidades afectaron a otros. Un agravio múltiple: literario, moral, político. La madurez me impide ya echar los espumarajos por la boca que en otro tiempo me habría provocado una lectura semejante. Gano bien. El sexo con Felicia es aceptable (aunque no todo lo apasionado que fue en un principio; pero esto es normal). Tolero mejor el clima espantoso de Santa Teresa y a veces me escapo al sur o al norte para hablar con gente menos silvestre por largas temporadas, viejos amigos que por fortuna también han conseguido acompañarme económicamente, de manera que no me toque pagar siempre para conversar con ellos. Así las cosas, no tienen sentido ya mis sueños de juventud en que viviendo en Europa me creí capaz de quedarme ahí para siempre. Aguanto el temporal de vivir aquí encerrándome en mi casa la mayor parte del tiempo, la librería comunicada con esta terraza a la que Felicia ha venido a despedirse para ir a hacer la despensa junto con la chacha. Echando agua a las plantas, coleccionando monedas. Leyendo. Y son lecturas como la hoy terminada las que inevitablemente me obligan al contraste y aún consiguen arrancarme una mueca, un suspiro resignado o una mirada que cruza el Atlántico.
Europa. Mi espíritu británico, francés o cuando menos alemán o italiano, habría escrito novelas excepcionales en aquellos países de los que éste es mera caricatura o parodia. Si todo autor escribe siempre su biografía, habría escrito ese libro de más de mil páginas que un autor español (catalán dirían ahora) consiguió armar a cuatro voces entre autor, personaje, narrador y él mismo, imbricando la propia vida con la de la región, la de la humanidad completa que siempre cabe en los buenos libros. Habría tenido lectores mientras sobrevivía al franquismo y me desterraba en Francia, mientras volvía del destierro para ver el ambiente como de discoteca que invadía Figueres y Port de la Selva, Cadaqués o Port Lligat, me habría sentado con mi taza de café en una terraza con vistas al Cap de Creus y habría venido Felicia o Matilde o como se llamara a abrazarme por la espalda y darme una calada de su cigarrillo. Habría alcanzado el último año de lucidez de Dalí.
Entonces habría encontrado otro libro. Y suavemente indignada, como corresponde a los años y estatus económico conseguido, habría escrito este texto para hablar de mi espíritu escandinavo.

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