martes, enero 31, 2017

Juan's dilemma

En 2003 Alejandro Jodorowsky abrió un sitio en Internet al que denominó Robo para sanar y en el que ofreció consulta a quienquiera que le planteara su caso utilizando esa técnica suya denominada psicomagia. No pasaron ni un par de semanas cuando Alejandro dejó de contestar a todas las solicitudes sin anunciar nada más, pero de aquel período en que yo buscaba respuestas fáciles a problemas minúsculos, recuerdo inequívocamente el caso de una española que decía sufrir demasiado por haberse mudado a Bruselas y no conseguir habituarse a la ciudad. En largas parrafadas trataba de dar cuerpo a su desesperación y en no escasos sitios adulaba a Alejandro en la esperanza de que él, con su penetrante capacidad para analizar casos complejos, resolviera sus dudas. La comida no le gustaba, no había conseguido amigos, su trabajo no le satisfacía, el idioma le parecía complicado. La respuesta del psicomago fue concisa: "Regrese a España".
Años después y con el tiempo detenido, los jóvenes y los viejos sólo se distinguían en que los primeros se aburrían enormemente y exigían ser entretenidos en tanto que los segundos se aburrían enormemente y habían perdido la capacidad de hablar. Los primeros solían llegar al cubículo y, desde una invisible torre de marfil, solicitar ya no mi consejo u orientación, ya no mi opinión o distingo, sino mi aval y aun mi absolución, no desde la humildad del devoto que reconoce a un ser espiritualmente dotado para que su punto de vista sea tomado en cuenta, sino desde la soberbia de quien cree que todos estamos a su servicio y yo el que más por cuanto me apartaba del común denominador de mis colegas y deseaba —quizá como la belgo-española de 2003— largarme de ahí cuanto antes sin acabar de decidirme.
Los colegas, en cambio, viejos por decadencia y no por sabiduría, habían alzado la voz por última vez cinco o seis años antes, cada vez más tímidamente, como quien apenas manifestar una oposición, un razonamiento, una idea cualquiera, comprende desde su mera gestación la absoluta futilidad de aquel esfuerzo y prefiriera entonces ahorrarse el bochorno de poner sobre la mesa un tema que nació muerto y al que no encuentra motivos para defender. Con tiernas patadas de ahogado, hicieron cuanto pudieron por creer que participaban de algo más grande y con sentido, que su espíritu sobreviviría a las sucesivas bajezas a las que la empresa o la institución los sometía día a día, pertinaz en la tarea de convertir en cerdos las almas cuya debilidad ya predisponía a las capas más bajas del reino. Y, en efecto, completado el proceso de domesticación, se dedicaban a imaginarias venganzas por medio de la bebida en exceso y las comilonas vomitivas, a la rapiña de los recursos públicos y privados, a la procreación indiscriminada frente a la cuál había que sostener la peregrina idea de que habría un futuro feliz para todos, aunque el suyo propio ya hubiese colapsado.
Los jóvenes querían ir a España (que nunca habían visitado) o a Noruega o al Japón, creyendo que gastar unos cuantos galones de turbosina a costa del erario público para transportar sus aburridas vidas y su ignorancia hasta otros paisajes, dotaría repentinamente de sentido todo aquello que los perturbaba y los hacía visitar mi cubículo un día sí y otro también. Gastadas las primeras fotos, recobrada la rutina de estudios o trabajo a doscientos veinte voltios o en conectores de punta redondeada, intercambiados rápidamente todos los lugares comunes de una masa internacional indistinguible, ellos considerarían nuevamente que el mundo les había defraudado y exigirían nuevos entretenimientos, seguros de que existe un sitio para ellos donde están las mentes más creativas y los mejores profesores y los empresarios más exitosos y la gente que adorna las portadas de las revistas de negocios, moda o arte. Ya los descubrirían. Ya encontrarían sitio. Ya escribirían al psicomago si volviera a responder. Entretanto, la música suena, bum, bum, bum, día con día, noche a noche, y como pinos van cayendo uno a uno hasta que —descartados los afortunados que por excesos, extravío o accidente, desaparecieron sin envejecer— no queda uno solo en pie: todos terminan almacenados en las cajas que han de procesar las bandas de producción de las empresas e instituciones...
Lo que nos lleva de nuevo a los viejos que quieren volver a España, aunque cada vez lo manifiesten menos o amenacen sólo en fechas señaladas y previo consumo de alcohol, con derribar las estructuras, con liberarse, poner el chiringuito aquel en una playa desconocida cuyo calor y mosquitos no soportarían ni una hora. Dóciles, saludan al jefe. Suaves y melifluos, se abrazan del director, el gerente, se toman la foto en el Departamento de Personal, donde un ejército de psicólogos se dedica a llenar formularios inanes y a solicitar toda clase de datos inocuos. Es la felicidad. No la conoce el psicomago, no desde luego la belga o española aquella que claramente estaba viviendo una transición —tardía— de la juventud a la vejez. Cuando haya llegado, si llega, seguirá enormemente aburrida, pero exhausta. Uno se pregunta si no será mejor que venga Tyler Durden y amenace a esta gente con matarla si no se levanta al día siguiente y hace lo que sea que hubiese querido hacer, si no será sólo así como pueda salir de su sopor y abandonar su estúpido aburrimiento, si no será demasiado tarde y, como corderos, prefieran recibir el balazo que, de una u otra forma, ya han recibido.