miércoles, febrero 08, 2017

Autocensura

Oisive jeunesse
À tout asservie
Par délicatesse
J'ai perdu ma vie.
-Arthur Rimbaud

Detesto la palabra discreción. Es un viejo defecto de crianza: en mis primeras escaramuzas sexuales allá por principios de los años ochenta, solía pedirse discreción en cualquier encuentro. 'Sé discreto', 'que no te vean llegar', 'que no te vean salir', 'no alces la voz', 'habla discretamente'. Cuando terminó la adolescencia hubo que ser discreto en la escuela, el trabajo, la institución, el círculo de amigos, la familia, incluso en la casa cuya renta pagaba íntegramente y con puntualidad: 'aléjate de la ventana, no hay que ser indiscretos', 'no hagas tanto ruido, que van a escuchar los vecinos'. Tuve algunos amigos que me querían tal como era. Pensaban siempre en mi bienestar y me recomendaban discreción. 'Aquí puedes hacer lo que quieras, ya sabes, somos abiertos y la vida de cada quién es muy respetada, nomás que no te vean y polariza los vidrios de tu carro, cabrón, para que puedas hacer tus chingaderas a gusto'. O también: 'Están invitados a comer, tú y el otro, nomás que va a haber niños, así que les pedimos discreción'. O mejor aún: 'Nos gusta que vengan, no son escandalosos ni llamativos, son una pareja estable'.
¿Era discreto Maximiliano? Lo he hecho mujer en el guión. ¿Era discreta Carlota? La he convertido en Karl. Juárez se habría escandalizado de atribuir al barbas de oro la inocencia de un alma romántica que cobraba su sueldo en oro defendido por las bayonetas francesas. Yo también. Esta obra no es de Schiller ni de Thalheimer, sino mía. Les he dicho lo otro a fin de que no me cuestionen demasiado ni hagan de esto un trasunto autobiográfico, nada de un roman à clef.  Karl hereda la personalidad de Maximiliano y hesita, ya no sobre si aceptar o no un matrimonio forzado con Carlota, ya no sobre si aceptar el Reino de Lombardo-Véneto gobernando desde el palacio de Miramar cuya construcción no terminará de pagar nunca, ya no sobre la ambición detrás de acudir allende el océano para ser proclamado Emperador y no pagar sus deudas europeas ni sobre la mejor manera de acallar los rumores pasando unas noches más en la cama de la Emperatriz, no. Como el malogrado káiser von Mexiko, Karl hesita sobre la mejor manera de ignorar lo que debe y seguir ganando, sin centro ni brújula, como un trozo de madera que flota en el mar. Vive en Viena y sueña con Miramar. Vive en Miramar y sueña con Chapultepec. ¿Quién puede asomarse a este abismo sin caer? No ciertamente Maximiliana, que ha pensado en un principio —igual que Carlota, igual que Amadita Díaz— que se hallaba frente al hombre ideal: guapo, inteligente, con ese aire romántico que explica lo que otros consideran una falta de carácter. Ahí donde los demás ven tibieza, Maximiliana ve suavidad; donde se señala cursilería, romanticismo; donde hay inconsistencia, carácter soñador. No pasa mucho tiempo antes de que ella se sienta insatisfecha: Carlota deplora la falta de ambición y la poca alcoba hasta enloquecer en el Vaticano, Amada se enajena hasta el punto de considerar como chisme lo que todo mundo sabe sobre Nacho de la Torre. La discreción, que de la mano izquierda se pasea feliz con lo que no se quiere asumir y con la mano derecha sujeta firmemente a la mentira, empieza gradualmente a extender su velo protector sobre todos los personajes involucrados. La sociedad aprueba que se le tenga consideración. Los distintos actores están de acuerdo en mantener el anonimato del tercero y de pedir, como hiciera Porfirio Díaz con su yerno, discreción. ¿Aquellos eran otros tiempos? La historia romántica de Karl y Maximiliana parece sugerir que no.
Pero eso es ficción. Las parejas estables son discretas y gozan del buen crédito siempre que no se exhiban demasiado; los que permanecemos solteros, en cambio, somos lentamente empujados a los márgenes de la sociedad. Nunca fui mejor considerado que cuando tuve esposa. Cuando me divorcié lo fui un poco menos. Cuando las evidencias de mi actividad sexual u orientación les parecieron excesivas, mis viejas amistades me fueron empujando a la puerta de salida y las nuevas me fueron llevando de la mano a los sitios que me correspondían: la noche en vez del día, un callejón obscuro en vez de la avenida, el bar donde se pasean travestis y drogadictos en vez del antro en donde sólo puedo presentarme con una vieja neumática agarrada de la cintura. Llegado el momento, si las faltas a la discreción se vuelven excesivas, me echarán de mi trabajo. Puedo acabar empujando un carrito con botellas vacías si me da por ser impertinentemente consistente. Mejor escribo los diálogos de estas aburridas obras que hago pasar por dramas de Schiller o Thalheimer y aprovecho la dolorosa inspiración de esos grandes hijos de puta que fueron Max y Nachito, la inocencia irresponsable culpable de tantas muertes desde el principio de los tiempos:
—Dime, Karl, ¿me quieres?
—Con toda el alma, Maximiliana. ¿Por qué lo preguntas?
—Te veo distraído.
—No me pasa nada, ya me conoces: siento y pienso demasiado.
—¿Por qué miras el teléfono?
—Nada en particular.
—Luis Gala no me cae bien.
—¿Qué vamos a cenar?
—Dime, Karl, ¿me quieres?
—Voy a preparar pasta.
(Ella practica un pequeño agujero en el condón mientras él va a la cocina)

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