lunes, febrero 13, 2017

Los muros sublimados

Existe un portal de dos carriles, uno por cada sentido, con una caseta en medio, donde día y noche está instalado un guardia que levanta y baja el par de plumas del acceso. El perímetro está cercado por un muro al que le ha faltado mantenimiento: quien lo recorra encontrará algunos agujeros detrás de una hierba seca y crecida por los que puede pasar un niño o un hombre menudo. Es por ello que algunos vecinos nos hemos organizado para pagar, además de los guardias de la entrada, un velador que apostamos en la cuadra con una macana y un silbato. Ni los guardias ni los veladores me producen confianza, pero si no contáramos con ello me sentiría menos segura. Una termina por acostumbrarse a su presencia como si del paisaje se tratara: las jardineras de la entrada, la cerca electrificada del vecino, los vigilantes. Cuando era niña vivíamos en el centro de la ciudad, en el callejón Haití, cerca de la panadería Correcaminos que todavía existe. Ni los callejones ni las anchas avenidas estaban cerradas. Mi madre dice que quienquiera que hubiera pensado en cortarlas por medio de una barda habría sido tildado de loco. Ella está loca. Ricos y pobres ha habido siempre, dice, pero entonces compartíamos el espacio y podíamos mirarnos a los ojos. Sólo de pensar que alguno de los mugrosos que cuidan el lugar me mira, me siento morir de nervios. A mis hijos les he prohibido hablar con ellos.
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Por supuesto que nos horroriza la propuesta del Presidente Trump. Este no es un país de muros, sino de sana convivencia, como lo prueba la televisión poblada de mexicanos rubios e hirsutos. Nos sentimos libres de viajar a cualquier rincón de nuestro bello país: en carro, en avión, en autobús, cada uno lo hace según sus recursos. Naturalmente que hay sitios peligrosos, pero eso es normal y todas las personas decentes sabemos cuidarnos: nos ahorramos la sierra para evitarnos la desagradable sorpresa de hallar troncos sobre la carretera que nos hagan detenernos, ser secuestrados o dejados a pie en el sitio o, peor aún, con un tiro en la sien; nos ahorramos esas carreteras rectas y polvorientas donde podemos ser vistos desde varios cientos de metros y reportados a las gavillas de bandoleros que asolan los puntos más solitarios del valle; preferimos no entrar en la zona controlada por la guerrilla cuando viajamos al sur, pues aunque no son agresivos —menos cuando viene alguno de nuestros amigos extranjeros con nosotros— nos intimidan sus armas largas con las que nos piden cooperación; hacemos visitas a las ruinas de ese maravilloso cerro afuera de la ciudad más famosa del altiplano o excursiones al volcán y sus lagos aledaños, sólo en fechas señaladas, cuando ni los burócratas más agresivos ni los estudiantes más rijosos ni las policías más feroces tienen tomada la carretera. Pero ¿un muro en la frontera? Ofende nuestra dignidad.
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He notado que en las grandes ciudades —y esta va camino de convertirse en una— las personas protegen sus propiedades y patrimonio con alarmas, alambre de púas, paredes elevadas rematadas con botellas rotas, jaulas con diseños como eufemismos del miedo, perros embravecidos y cámaras de vigilancia. Todo eso está bien porque no se puede vivir en paz entre tanto delincuente, pero conforme un asentamiento humano madura, se especializa. Quiero decir que a todo lo anterior se suma la geografía social y física que va poniendo a la gente en su lugar: las personas decentes se van alejando paulatinamente de la chusma y la parte más degradada de ésta va a su vez desplazándose hacia los márgenes opuestos del espacio público. A veces un río ayuda, desde su fundación, a separar las escalas sociales, como un eje que marca el cero dejando al poniente a los pudientes y al oriente a los que por alguna razón encuentran agradable hacerse llamar humildes. A veces ese río se convierte en una calzada muy transitada y permite que esta separación perdure. Eventualmente se hacen necesarias otras avenidas subsidiarias y, tarde o temprano, los muros, los muros que claramente marcan el fin de una especialización extraordinaria, una evolución natural. Los desean no sólo los más adinerados, sino también esa frágil clase media pauperizada que vive temerosa de perder lo poco conseguido. Proliferan así colonias enteras —cotos, les llaman por alguna razón— en que con materiales cada vez más baratos las constructoras venden cientos de viviendas miserables a personas convencidas de que un mar de miseria cercado es un paraíso exclusivo. Los dueños nunca se atreverían a poner un solo pie en esas obras por las que los felicitan los políticos: todos ellos ya cobraron.
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También las empresas e instituciones tienen a bien encerrarse en parques industriales o zonas con tránsito restringido. Para eso son privadas, supongo. En ese sentido puede que al Presidente Trump le asista el derecho de amurallar lo que ahora es suyo. Me molesta, sin embargo, que ello vaya a interferir con mis periódicos viajes a los grandes mall del otro lado de la frontera: aquí no puede conseguirse ropa tan barata ni de tan buena calidad; los electrodomésticos ni se diga. Compartiendo la molestia con mis amigas, alguna se ha atrevido a decir que el Gringo no hace sino proteger lo suyo como hacemos nosotros con lo nuestro, aquí en la zona residencial con perímetro cercado. Como si nosotros fuéramos delincuentes. Como si nosotros no fuéramos al otro lado a gastar dólares. La misma amiga me hace ver lo que yo —que también tengo un marido a cuyos viajes a Europa he acompañado— ya sé: que allá ninguna calle está cortada; que no existen los cotos aunque haya barrios de mala muerte en la banlieue parisina; que ellos efectivamente pueden viajar a cualquier sitio sin temor a que repentinamente termine la jurisdicción del Estado. Puede ser. Pero prefiero ser reina aquí —con mis vehículos todo terreno, mis sirvientas y vigilantes, mi jardín que gasta el agua que no tenemos y al que resguarda la cerca electrificada— a ser una cualquiera en aquellos países donde se mezcla todo el mundo.
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Qué asco.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy bueno. Pero le falta algo... Que hay perros que viven mejor dentro de los cotos y casas con cercas electrificadas.

Anónimo dijo...

Perros con lindos collares que indican que tienen dueño que los protege a ellos... Lo contrario para lo que fueron concebidos lis perros.

Anónimo dijo...

Cuando ya había perdido la fe en la infancia mexicana
http://www.sinembargo.mx/24-02-2017/3159422

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

<<“E” es la segunda de tres hermanos. No tiene figura paterna. Su mamá es madre soltera y trabaja de noche. Normalmente es cuidada por la abuela, que también tiene una hija de 12 años.>>
Dios santo... ¡y encima la niña es la paciente psiquiátrica!

chenlina dijo...

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