miércoles, enero 18, 2017

El reporte

En aquel tiempo, poco antes de que el péndulo del mundo empezara a moverse en dirección contraria, en lo que quizá fue uno de los últimos ejemplos de cómo la libertad del individuo debía predominar sobre los intereses de los poderosos, celebramos en medio de cervezas y con profunda admiración la noticia de que Luis Gala había ganado la demanda a la universidad para exigir que, en apego a su condición de institución pública y laica, las autoridades suspendieran de inmediato todos los mensajes que, cargados de insidiosas buenas intenciones, referencias religiosas y todavía más personales disquisiciones filosóficas, hacían llegar a todos sus empleados un día sí y otro también, por vía de correo electrónico, carteles, mantas, tarjetas postales y mal articulados discursos que denominaban motivacionales y que al susodicho sólo causaban la más profunda depresión y asco.
Su primera inspiración no fue, según explicaba con moderado entusiasmo, combatir el carácter ilegal de esos comunicados con que las autoridades torturaban a sus empleados, bien es verdad que no sólo sin queja alguna por parte de la inmensa mayoría de ellos, sino con su anuencia y aún su aplauso, como suele suceder cuando se opina católicamente entre católicos; su inspiración, decía, fue más bien la espantosa sintaxis y la semántica inane con que estaban confeccionados los referidos mensajes: "Querid@s emplead@s: En el nuevo ciclo disponemos de un nuevo episodio para mejorar de nuevo", "Que haya orgullo y éxito y felicidad, transmitamos los auténticos valores", "Recordamos a tod@s el compromiso que se adquirió para que con la formación moral de nuestros educandos mejore"... No soportaba, decía moviendo de vez en cuando las manos en forma demostrativa, el carácter perverso de estos mensajes que no sólo lo distraían de sus actividades sustantivas, sino que le ilustraban sobradamente sobre las muchísimas entradas del catálogo de idioteces humanas y lo horrorizaban sobre el hecho de que semejantes guiñapos gozaran del crédito público y tuvieran acceso al poder y a presupuestos y a notas de periódicos locales que se hacían eco de sus escandalosas bazofias. En su opinión, taladrar de semejante manera el lenguaje y reproducir aquellas barbaridades no era un acto de burra ingenuidad pueblerina, sino un proceso bien dirigido para dinamitar las bases del pensamiento y garantizar con ello la confusión de masas intelectualmente degradadas. 'Es como la televisión', mencionó, 'que a base de darle y darle con idioteces que pueden parecer inocuas termina por asfixiar la discusión de la cosa pública y alelar a las mayorías; el internet no ha hecho más que multiplicar la idiotez'. 
La discusión legal, desde luego, prescindió de estas motivaciones personales y se centró en demostrar ante jueces (entonces todavía los había competentes), que no bastaba retirar las referencias a dios para que un mensaje se convirtiera automáticamente en algo laico, sino que dicha laicidad se destruía desde el momento mismo en que las comunicaciones oficiales (públicas) aludían a puntos de vista y opiniones filosóficas (privadas), convirtiendo a empresas e instituciones en sucedáneos de la Iglesia o portavoces del Ayatollah. No le duró mucho el gusto, sin embargo, pues pronto las asociaciones de padres de familia, algún estudiante corrupto y unas autoridades educativas con ánimo policíaco, bastaron para ponerlo en la calle con todo y su demanda ganada. Luego le cerraron su pequeño teatro doméstico donde ensayaban obras de Schiller o Thalheimer, un día sí y otro no, luego del anochecer. Entonces, poco antes de partir a Chico, Wyoming, me escribió la siguiente carta en que me compartía las motivaciones biográficas de aquella demanda precariamente ganada:
'Querido K:
Es una pena que hayan cerrado el teatro y que ya no tenga permiso de seguir representando nada: las sociedades primitivas se distinguen por su falta de arte dramático, ¿no te parece? Tú fíjate nada más en las ciudades más periféricas de la civilización: ahí los escenarios son sólo para el folclor o para los comediantes que cuentan chistes malos que consideran picantes; no son capaces de utilizarlos para reflexionar sobre sí mismos porque le tienen pavor a la crítica, seres mediocres atenazados por el temor al ridículo (que ya hacen, de todos modos, por supuesto). Es una tragedia.
¿Te he contado de mi despido? Lo de siempre, ¿sabes? Me ha traído a la memoria muchas otras reuniones similares: la directora de la primaria, los prefectos de la secundaria y el bachillerato llenando los reportes sobre mi persona, los directores de facultad o de departamento de instituciones privadas y públicas, empresas u organizaciones cualesquiera (tan indistinguibles todas) sacando un grueso expediente que dejaban caer pesadamente sobre el escritorio (siempre el mismo); esos cónclaves improvisados y siniestros en donde un grupo de individuos erigidos en jueces echan mano de lo que no tienen empacho en llamar "pruebas" (ese pegajoso lenguaje policíaco) para afearme la conducta, exigirme explicaciones, dibujarme la línea que separa lo correcto de lo incorrecto y que, todo parece indicar, siempre termino por perder de vista.
Les asiste la razón, querido K, porque como bien sabes por la enorme cantidad de palabras por mí vertidas ante tus pacientes oídos mientras bebíamos café o whisky o cerveza, sentados a la mesa de mi comedor o de un lugar que al efecto apenas bastaba para disimular el hecho de que estábamos aquí, esa línea no la conozco.
Me voy. Escribiré pronto. O no. Un abrazo'
Nunca volvió a escribir.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

En los ochentas había una canción que se llamaba "Tarado de cumpleaños", era una basura pero el título no deja de ser preciso.

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

Tarado de cualquier época y tiempo. Hora del baile de los 41...