En aquel tiempo, poco antes de que el
péndulo del mundo empezara a moverse en dirección contraria, en lo que quizá
fue uno de los últimos ejemplos de cómo la libertad del individuo debía
predominar sobre los intereses de los poderosos, celebramos en medio de
cervezas y con profunda admiración la noticia de que Luis Gala había ganado la
demanda a la universidad para exigir que, en apego a su condición de
institución pública y laica, las autoridades suspendieran de inmediato todos
los mensajes que, cargados de insidiosas buenas intenciones, referencias
religiosas y todavía más personales disquisiciones filosóficas, hacían llegar a
todos sus empleados un día sí y otro también, por vía de correo electrónico,
carteles, mantas, tarjetas postales y mal articulados discursos que denominaban motivacionales y que al susodicho sólo causaban la más profunda depresión y asco.
Su primera inspiración no fue, según explicaba con moderado
entusiasmo, combatir el carácter ilegal de esos comunicados con que las
autoridades torturaban a sus empleados, bien es verdad que no sólo sin queja
alguna por parte de la inmensa mayoría de ellos, sino con su anuencia y aún su
aplauso, como suele suceder cuando se opina católicamente entre católicos; su inspiración,
decía, fue más bien la espantosa sintaxis y la semántica inane con que estaban
confeccionados los referidos mensajes: "Querid@s emplead@s: En el nuevo
ciclo disponemos de un nuevo episodio para mejorar de nuevo", "Que
haya orgullo y éxito y felicidad, transmitamos los auténticos valores",
"Recordamos a tod@s el compromiso que se adquirió para que con la
formación moral de nuestros educandos mejore"... No soportaba, decía
moviendo de vez en cuando las manos en forma demostrativa, el carácter perverso
de estos mensajes que no sólo lo distraían de sus actividades sustantivas, sino
que le ilustraban sobradamente sobre las muchísimas entradas del catálogo de
idioteces humanas y lo horrorizaban sobre el hecho de que semejantes guiñapos
gozaran del crédito público y tuvieran acceso al poder y a presupuestos y a
notas de periódicos locales que se hacían eco de sus escandalosas bazofias. En
su opinión, taladrar de semejante manera el lenguaje y reproducir aquellas
barbaridades no era un acto de burra ingenuidad pueblerina, sino un proceso bien
dirigido para dinamitar las bases del pensamiento y garantizar con ello la
confusión de masas intelectualmente degradadas. 'Es como la televisión',
mencionó, 'que a base de darle y darle con idioteces que pueden parecer inocuas
termina por asfixiar la discusión de la cosa pública y alelar a las mayorías;
el internet no ha hecho más que multiplicar la idiotez'.
La discusión legal, desde luego, prescindió de estas motivaciones
personales y se centró en demostrar ante jueces (entonces todavía los había competentes),
que no bastaba retirar las referencias a dios para que un mensaje se
convirtiera automáticamente en algo laico, sino que dicha laicidad se destruía desde el momento mismo en
que las comunicaciones oficiales (públicas) aludían a puntos de vista y
opiniones filosóficas (privadas), convirtiendo a empresas e instituciones en
sucedáneos de la Iglesia o portavoces del Ayatollah. No le duró mucho el gusto,
sin embargo, pues pronto las asociaciones de padres de familia, algún
estudiante corrupto y unas autoridades educativas con ánimo policíaco, bastaron
para ponerlo en la calle con todo y su demanda ganada. Luego le cerraron su
pequeño teatro doméstico donde ensayaban obras de Schiller o Thalheimer, un día
sí y otro no, luego del anochecer. Entonces, poco antes de partir a Chico,
Wyoming, me escribió la siguiente carta en que me compartía las motivaciones
biográficas de aquella demanda precariamente ganada:
'Querido K:
Es una pena que hayan cerrado el teatro y que ya no tenga permiso
de seguir representando nada: las sociedades primitivas se distinguen por su
falta de arte dramático, ¿no te parece? Tú fíjate nada más en las ciudades más
periféricas de la civilización: ahí los escenarios son sólo para el folclor o
para los comediantes que cuentan chistes malos que consideran picantes; no son
capaces de utilizarlos para reflexionar sobre sí mismos porque le tienen pavor
a la crítica, seres mediocres atenazados por el temor al ridículo (que ya
hacen, de todos modos, por supuesto). Es una tragedia.
¿Te he contado de mi despido? Lo de siempre, ¿sabes? Me ha traído
a la memoria muchas otras reuniones similares: la directora de la primaria, los
prefectos de la secundaria y el bachillerato llenando los reportes sobre mi
persona, los directores de facultad o de departamento de instituciones privadas
y públicas, empresas u organizaciones cualesquiera (tan indistinguibles todas)
sacando un grueso expediente que dejaban caer pesadamente sobre el escritorio
(siempre el mismo); esos cónclaves improvisados y siniestros en donde un grupo
de individuos erigidos en jueces echan mano de lo que no tienen empacho en
llamar "pruebas" (ese pegajoso lenguaje policíaco) para afearme la
conducta, exigirme explicaciones, dibujarme la línea que separa lo correcto de
lo incorrecto y que, todo parece indicar, siempre termino por perder de vista.
Les asiste la razón, querido K, porque como bien sabes por la
enorme cantidad de palabras por mí vertidas ante tus pacientes oídos mientras
bebíamos café o whisky o cerveza, sentados a la mesa de mi comedor o de un
lugar que al efecto apenas bastaba para disimular el hecho de que estábamos
aquí, esa línea no la conozco.
Me voy. Escribiré pronto. O no. Un abrazo'
Nunca volvió a escribir.
Nunca volvió a escribir.
2 comentarios:
En los ochentas había una canción que se llamaba "Tarado de cumpleaños", era una basura pero el título no deja de ser preciso.
Tarado de cualquier época y tiempo. Hora del baile de los 41...
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