domingo, abril 01, 2018

Breve recuento del suicida asesinado

Verdaderamente existen obstáculos insalvables para quienes, como él y yo, no podemos evitar la meditación profunda y continuada acerca de todas las ramificaciones que el presente ofrece. No es ya que nuestras vidas estén claramente acabadas o que todo haya salido objetivamente mal, una posibilidad que, aunque remota, tendría al menos la virtud de cerrar de una vez y para siempre nuestro inacabable pensar y ponderar y repasar lo que aún ofrece un cierto nivel de incertidumbre, pues no es así; sino que existiendo aún una considerable cantidad de permutaciones delante nuestro, incluida nuestra amistad y sus estrictos términos, todas las rutas nos conduzcan irremediablemente, así en el pensamiento como en la acción, a la misma conclusión desoladora sobre nuestro carácter de islas: realmente estamos solos.
Sé que estará ahora mismo en el otro extremo de la ciudad, rodeado de su familia, haciendo lo posible por recuperarse de la crisis nerviosa que le aquejó en los últimos meses y que me obligó, a petición de esa misma familia, a viajar hasta aquella isla para traerlo de vuelta, aún cuando yo mismo estaba convencido de la futilidad de hacerlo y, todavía más, del carácter contraproducente de arrebatarlo a aquella isla de cielos grises para traerlo a estas latitudes meridianas en las que, contra lo que creen en la isla, mucha gente se suicida año con año incapaz de soportar las altas temperaturas y la inopia cultural más devastadora. Por estos y otros motivos se fue él de aquí hace años, apenas tuvo capacidad económica para hacerlo, agobiado por el carácter dulce de su familia que estaba imposibilitada para entenderlo, por el envilecimiento sin fondo de los profesores y estudiantes del instituto al que estaba obligado a asistir, por la reiterada cuanto hipócrita invitación de los habitantes de Santa Teresa a que acudiese a fiestas embrutecedoras y comilonas vomitivas.
Fui yo quien le facilitó la huida. Nuestro encuentro, hace ya tantos años, nos hizo creer en un principio que no todo estaba perdido como cada uno, él desde su juventud y yo desde mi batida en retirada, pensaba. Hallamos de repente, cada uno en el otro, un interlocutor sensible e inteligente con el que se podía discutir de cualquier cosa, algo completamente excepcional en Santa Teresa y para lo que ni él ni yo estábamos preparados, por cuanto la experiencia nos había convertido en seres anodinos y misántropos que gastaban buena parte de su energía manteniendo a raya a las personas que los rodeaban, con escasa consideración hacia las más prescindibles y un continuo cuanto agotador repensar el trato con la familia, resistiéndonos en este último caso, lo más posible, a la inevitable conclusión de que nuestras familias no tenían apenas nada que ver con nosotros, salvo para apurar nuestra huida y definir, por contraste, todo aquello que no debíamos incorporar en nuestras vidas y contra lo que, lamentablemente, tendríamos que rebelarnos con independencia de qué tan lejos o cerca nos halláramos de la respectiva familia, pues su veneno nos había sido inoculado desde la más tierna edad y nos acompañaría allí a dondequiera que fuéramos.
Pero verdaderamente hubo un tiempo, al inicio, quizá sólo unos meses, pero en ningún caso mayor a un año, en que ambos creímos razonable vivir en Santa Teresa por el sólo hecho de habernos encontrado y poder conversar sobre cualquier cosa, un tiempo en que él, aún viviendo con su madre que sólo tenía atenciones para su hermano mayor que era un desobligado de gustos y opiniones extremadamente vulgares, aún viviendo con su padre que era un ser extraordinariamente primitivo al que la complejidad de su hijo menor y del mundo escapaban por completo y que, como no podía ser de otro modo, prefería al hijo mayor por hallarlo mucho más cercano a su tosquedad y tozudez, un tiempo así, decía, en que él se hallaba esperanzado, aún inconscientemente, sobre la posibilidad de tener un sitio en el mundo, incluso en este mundo donde todo era atroz y en contra del espíritu, esperanzado porque yo no estaba en contra del espíritu y sí a favor de la amistad y el intelecto, verdaderamente sonrió en medio de las sombras en que vivía y sonreí yo, que hacía muchos años ya que había prescindido de mi padre, o diría mejor mi progenitor por cuanto cumplida su misión no se ocupó más de sus hijos, y había escapado al influjo maligno de mi madre que hacía todo por emascularme y reducirme a la misma condición que mi padre. 
Creyó él posible vivir en medio de la inopia sin vaciarse él mismo de su espíritu y también lo creí yo, aunque por ese mismo intelecto y por la calidad y profundidad de nuestras muchas conversaciones sobre cualquier tema, era cuestión de tiempo para que comprendiéramos ambos, si no lo comprendíamos ya implícitamente desde el inicio, la imposibilidad de semejante propósito y la necesidad urgente de huir de Santa Teresa poniéndose a salvo de su mediocridad y degradación, la de su familia y la de nuestros conocidos y la de todo contacto humano en este desierto mental donde, insisto, no es verdad que predomine la alegría y despreocupación que tradicionalmente se atribuye a los habitantes del trópico, sino la brutalidad y la tortura, la degradación más animal de las costumbres y alimentos y mentalidades. 'Todo es muerte aquí', me dijo un día. Y entonces le hablé de la isla.
Se mostró escéptico al principio y en largas conversaciones examinamos todas las ramificaciones que la decisión de ir a la isla y abandonar Santa Teresa implicaba, así una a una de las dudas quedaba esclarecida aunque de dicha claridad no se coligiera la absoluta pertinencia de la decisión, pero sí su carácter de vida o muerte, la vida sólo posible en otro sitio que no fuera Santa Teresa, la muerte siempre segura y pronta en caso de quedarse. Sus padres, como no podía ser de otro modo, intentaron en todo lo posible obstaculizarle, atribuyéndome la culpa de la infelicidad de su hijo y de sus deseos de abandonar Santa Teresa, no deseaban escuchar hablar nada sobre la isla como no deseaban jamás saber nada que ocurriera fuera de Santa Teresa, su mundo limitado al extenso valle donde el agua hervía en verano y los hombres y mujeres morían continuamente reventados de tanto beber y comer inmundicias, su oposición sólo sirvió para acabar con el escepticismo que él experimentaba y que jamás estuvo dirigido contra la decisión, sino contra el destino, la isla, de la que él apenas sabía nada que no fuese por los libros y por mis relatos, al haber vivido yo en ella durante un decenio y haber terminado, pese a todo, aquí, en Santa Teresa, batiéndome en retirada por razones que no vienen al caso y que pensamos entonces no aplicaban a él, si bien sus padres, con la feroz mezquindad que caracteriza a los que ven trastocado su poder sobre los demás, sí creyeron que aplicaban y usaron alevosamente el hecho de que yo me hallara aquí en Santa Teresa como ejemplo de la insensatez de abandonarla para ir a la isla. 
Fue, en todo caso, inútil, pues él se fue y vivió allá su buena cantidad de años, nos escribimos más bien poco durante ese tiempo y yo hube de echar mano de mis mayores fortalezas, mi mayor edad y experiencia, para sobrevivir a Santa Teresa y a su falta total de interlocutores o, todavía peor, su abundancia de interlocutores impertinentes que tienen por misión asimilar cualquier diferencia por medio de la humillación y el rebajamiento, la vulgaridad más supina y reiterada, nunca fueron suficientes las puertas y los muros para detenerlos, pero como él descubrió y yo había descubierto en mis años transcurridos en la isla, tampoco es suficiente la distancia geográfica porque un envenenamiento como el producido por Santa Teresa, por la educación y crianza de esta región repugnante, no desaparece del espíritu con sólo mudar de continente y acudir a cenas entre gente culta que creció sin pretensiones, pero sin vulgaridades, con intereses genuinos y educados, con aspiraciones y predisposiciones intelectuales, uno se halla, así él, así yo, de pronto en mitad de una carretera en la isla, rodeado de verdes colinas donde pastan ovejas y de pequeños bosques ordenados, camino a una de esas cenas con artistas y pensadores, con amigos capaces de escuchar lo que tenemos que decirles y de responder en consecuencia, y descubre que todo ello está muy bien, pero estamos manchados por Santa Teresa, no hemos crecido en la isla sino en el desierto y éste vive dentro de nosotros y se extiende inexorablemente en todas direcciones, sin importar la calidad y variedad de las conversaciones que sobre cualquier cosa tenemos ahora con casi todas las personas que nos rodean y que han tenido la fortuna de no haber sido inoculadas con este horrible veneno para el que no existe más remedio que el sucidio, así él, así yo que volví a Santa Teresa para evitar saltar por la ventana de mi piso en la isla.
Hubo, por este motivo que era el mío y él hizo suyo al paso de los años, que acudir a por él hasta la isla y traerlo de vuelta a Santa Teresa, sus comunicaciones fueron cada vez más escasas y dramáticas, más cargadas de razón y por ello, completamente sin esperanza, a esa conclusión desesperanzadora llega cualquiera que tenga cabeza y haya nacido con una contradicción de origen irreconciliable, él con la que colocaron sus padres en la parte más oculta de su laberinto cerebral, yo con la inducida por la omnipresencia de mi madre y la ausencia total de mi padre. Lo encontré en cama, sin rasurar y con el cabello crecido, con la habitación apestando a leche agria y los libros regados por el suelo, hablando con absoluta coherencia, más, si cabe, que en los tiempos en que nos conocimos y los meses, pero menos de un año, en que viviendo en Santa Teresa creímos posible seguir ahí por el sólo hecho de poder hablar cotidianamente de cualquier cosa y con la mayor profundidad, yo con él, él conmigo, de modo que no costó ningún trabajo que me acompañara de vuelta a Santa Teresa y abandonara la isla, como sus padres, pese a la animadversión que sentían hacia mí, se habían atrevido a pedirme, o es más bien exigirme porque esa gente nunca pide, exige y con el mayor descaro.
Él debe estar ahora en el otro extremo de la ciudad, recuperándose de su crisis nerviosa y deseando hablar conmigo tanto como yo con él, ambos conscientes de que en toda la ciudad no hay ningún interlocutor válido que no seamos nosotros mismos, pero también seguros de que este tiempo no es el de antes cuando sonreímos ante la posibilidad de vivir indefinidamente en Santa Teresa y no morir por el sólo hecho de poder hablar de cualquier tema, yo con él, él conmigo, no, ya no es ese tiempo, y si él ha aceptado venir conmigo a Santa Teresa y, todavía más, meterse en su vieja habitación de casa de sus padres y soportar a su hermano mayor y aún la curiosidad morbosa de otros familiares y conocidos que querrán asomarse a constatar la locura de ese hombre incómodo y regocijarse de lo que ellos estúpidamente creen es su caída, es únicamente porque ya sabe, como yo supe desde que lo conocí, que todo da igual para quien está envenenado, al punto de que ni siquiera tendremos fuerzas para buscarnos a pesar de sabernos y pensarnos cada uno al otro en su respectivo rincón de la ciudad, él recuperándose de su crisis nerviosa, yo acariciando una soga con la mano izquierda mientras con la derecha sostengo un libro sobre cualquier asunto.

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