domingo, abril 22, 2018

Conquerors Square

No ha pasado mucho tiempo desde que lo traje de vuelta de la isla, a petición de sus padres, a fin de que se recuperara en Santa Teresa de su crisis nerviosa, cuando ha aparecido de nuevo en mi despacho cerca del mediodía, ya sin la barba crecida ni el olor a leche agria con que lo encontré en su piso de la Conquerors Square, hace no tanto como queda dicho, un domingo lluvioso en que me costó lo suyo dar con su domicilio, dificultada la vista por la persistente lluvia y angustioso el posterior regreso a mi hotel, cuando ya había cesado la tormenta, a través de calles rápidamente invadidas por una espesa niebla nocturna, ahora no era domingo sino martes, aparecía vestido con ropa limpia que su madre habrá ordenado lavar tan pronto como lo recibieron en la puerta de su casa, ella cogiéndolo del brazo para hacerlo pasar sin apenas mirarme, su padre haciendo un vago gesto de agradecimiento detrás de la puerta que la ama de llaves sostenía, despidiéndome sin estrechar mi mano, ya antes de que él partiera a la isla me hacían responsable de su indisposición, ahora que volvía con la barba crecida y oliendo a leche agria, luego del larguísimo viaje desde la isla, años después de que partiera convencido de que quedarse significaba sencillamente morir, sus padres seguían haciéndome culpable de lo que ellos llamaban el trastorno de su hijo, el de su inconformidad patológica contra ellos y contra Santa Teresa, pero ahora también de su así llamada por ellos inevitable caída en la isla, con la misma rapidez con que lo hicieron pasar a su casa aquella noche le habrán prohibido terminantemente verme, y, sin embargo, él estaba ahora en mi despacho, un martes, no mucho tiempo después de que lo trajera de vuelta de la isla, transcurridas apenas unas semanas en que me abstuve de buscarlo lo mismo que él a su vez se abstuvo de buscarme, no por prescripción de sus padres a los que habrá conseguido engañar durante ese tiempo haciéndoles creer que tenían razón, el placer de tenerla muy superior en ellos al deseo de ayudarlo, sino por comprender que todo estaba dicho ya entre nosotros desde hace años, desde antes aún de que partiera a la isla, pues fue precisamente la conciencia de saber que todo estaba dicho entre nosotros la señal de que el momento de marcharse de Santa Teresa había llegado, a él no podía entenderlo nadie más que yo ni yo podía ser entendido por nadie que no fuera él, ambos éramos los únicos interlocutores posibles en cientos de kilómetros a la redonda y, si por el entusiasmo desmedido de nuestra primera convivencia de muchos meses, pero menor a un año, seguida del gradual desmoronamiento de nuestra creencia en la posibilidad de desarrollo espiritual e intelectual en este páramo, se había agotado todo lo que podíamos decirnos el uno al otro, entonces no quedaba ningún motivo humano para continuar aquí, a él por ser el más joven le asistía el derecho de partir y a mí por ser el más viejo la obligación de quedarme, guardado en mi despacho del calor y de buena parte de quienes intentaron a toda costa, antes y después, aniquilarme con su trato, reducirme a su condición de gusanos y asimilarme del todo a la felicidad de Santa Teresa que es la muerte, y, con todo, él apareció un martes en mi despacho, con ropa limpia y la barba recortada, desafiando la prohibición de verme de sus padres, que por asumir que la crisis nerviosa de que fue víctima en la isla equivalía a darles la razón, se sentían autorizados a prohibirle todo lo que creyeran pertinente, ya veo a su madre reuniendo a la servidumbre para interrogarlos sobre el paradero del señorito e inspeccionando personalmente su habitación a la caza de cualquier señal o sugerencia de lo que desde luego ya sabe, a saber, que él ha venido a mi despacho y luego de abrazarle hemos ido andando hasta mi calle donde nos sentamos a la sombra del frondoso árbol frente a mi casa, a fumar, interrumpiendo nuestros cigarrillos con acotaciones mínimas, sólo entonces él repara en la dimensión física y espiritual de mi separación, cuando comprueba que mi mujer no está ahí, que como tiene sabido, pero no asimilado, ella no vive más aquí y los closets donde colgaba sus blusas y vestidos están vacíos, los cajones donde guardaba su ropa han ido disipando su olor hasta que ya no puede reconocerse, los jardines que ella cuidó languidecen en su ausencia, él no me tiene piedad ni se entrega a nostalgias, fuma y mueve la cabeza de un lado a otro tratando de acariciarse una barba que ya no es aquella con que lo encontré hace no mucho tiempo en la isla, se hace cargo de mi soledad, pero no la padece ni la interroga, no la explica ni intenta hacerla presentable, igual que él recuerdo a mi mujer como a una continua presencia cuyos misterios no conseguí desentrañar tanto como la amé y que ahora se vuelve más borrosa, irreconocible, sus posturas cada vez más extremas y de signo contrario a las de nuestro largo tiempo común, coincidiendo con la opinión y acciones en mi contra de aquellos que me pidieron ir a buscar a su hijo a la isla hace no mucho tiempo y que ahora le han prohibido a ese mismo hijo que se encuentre y fume y evoque conmigo, aunque la evocada sea una mujer que podría confirmarles en mi mezquindad y mala entraña, en mi inconveniencia y soberbia e inadecuación, en mi desprecio por Santa Teresa y sus repugnantes costumbres, ellos por fortuna están en el otro extremo de la ciudad desde donde él ha venido a buscarme a mi despacho una vez se ha sentido con fuerzas tras su recuperación, e igual que yo no pueden hablar con ella porque está perdida, sus silencios sólo punteados por ocasionales cartas sin remitente en las que cada vez la reconozco menos, pues quizá quien escribe ya no sea ella o bien nunca lo haya sido, cartas anónimas enviadas desde una espesa niebla nocturna, inaprehensibles, ante las que sólo podemos oponer el silencio lo mismo que ante los días que él ha pasado con sus padres, el objetivo de ellos y de la autora de las cartas uno y el mismo, nuestro avasallamiento y emasculación total, es ya del todo imposible la reconciliación con quienes han decidido traicionarnos y cuyas verdaderas naturalezas siempre estuvieron ahí para quien deseara verlas, aguardando el momento oportuno de desarrollarse, sus padres lo hallaron en el momento en que me divisaron y ella, la que abandonó esta casa de la que ahora él y yo salimos de vuelta a mi despacho, en el momento mismo en que dejó de reconocerme, 'me marcho al sur dentro de dos días', me anuncia con resignación al despedirse, para él como para mí la isla descartada, no más regresos dubitativos hasta un cuarto de hotel donde un individuo con turbante y espeso bigote nos entrega la pesada llave de nuestra habitación, no más traslados al aeropuerto instruyendo al taxista que se detenga en Conquerors Square para subir tres pesadas maletas y un individuo de espesa barba que huele a leche agria, no más océanos ni pasaportes, no más intentos de una civilidad que nos excluye lo mismo que la barbarie, por fin su tiempo, igual que el mío hace muchos años, ha pasado ya.

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