domingo, abril 08, 2018

Envenenados

Él no querrá enterarse de lo que me sucede, no sólo por hallarse en el otro extremo de la ciudad recuperándose de su crisis nerviosa, algo que, en principio, debería mantenerlo todavía más centrado en sí mismo de lo que solía estar, tampoco por los años transcurridos con escaso trato en virtud de la geografía, pues ese ha sido el ritmo de frecuentación mantenido con otras amistades de la isla que, como la suya, se mantienen incólumes; es más bien que el sesgo intelectual de nuestra relación dificulta, si no impide, la discusión y aún la mera consideración de temas sentimentales, como si el aparato mental utilizado en nuestras investigaciones no pudiera dirigirse hacia áreas caracterizadas por una cantidad excesiva de supuestos y una serie no menos abundante de acciones irracionales.
Poco antes de que sus dolencias mentales alcanzaran la gravedad que me obligó, a petición de sus padres, pero también por interés propio, a viajar hasta la isla para traerlo de vuelta a Santa Teresa, lo he puesto al día sobre mi situación sentimental, guardándome de descender a los aspectos más lúbricos de la misma, aunque fuera esa y no otra la naturaleza de buena parte de ella. Se mostró elíptico y prudente, y mucho agradecí que no se tomara las libertades que otros de mis escasos amigos se tomaron para criticar sin considerandos a quien hasta entonces había compartido casi dos decenios de su vida conmigo, el divorcio, le explicaba, mera formalización de una circunstancia de facto que llevaba más de un lustro consumiéndonos, aunque él se limitó entonces a empinar su vermut y coger con los dedos una aceituna que sólo mordió para descartar enseguida, apartando su mirada de la mía para dirigirla al paisaje extendido frente a la terraza del bar en que nos hallábamos y que no tardarían en recoger ahora que había comenzado el otoño en la isla.
Se sintió en la obligación, o así me pareció que se sentía, de darme a cambio de mi inusitada confesión un comentario sobre su propia situación amorosa, una relación que él entendía era posible extender indefinidamente sin apenas sobresaltos ni esfuerzos, pero también liquidar ahora mismo con argumentos incontestables, ella no podría decir apenas nada, me decía, tendría que aceptarlo todo como verdadero, todavía más, evidente, se vería obligada, aunque fuese por un mínimo pudor, a apartar como ridículas sus demostraciones sentimentales, me decía, y yo comprobaba sin necesidad de ser más explícito, la generalidad de semejante razonamiento, cuán verdadero era que todo podía prolongarse para siempre y terminar ahora mismo con igual validez, pero todavía más, cómo la aniquilación de mi propia relación, con haber sido en su momento el mayor drama y habernos obligado a las manifestaciones de dolor correspondientes a una hora tan ardua, era ahora un hecho absolutamente irrelevante y cuyo tránsito lo mismo pudimos realizar sin sobresaltos que habérnoslo ahorrado del todo sin apenas diferencia, igualmente viables la acumulación de otro par de decenios en una infelicidad relativa que el completo desconocimiento de uno con respecto al otro, así entendía yo aquellas desenfadadas confidencias que él se sintiera en obligación de hacerme poco antes de su crisis nerviosa, entonces invisible o apenas insinuada en una mayor taciturnidad que no obstaba, según veía entonces y compruebo ahora al pensar de nuevo en aquellos días, para que su razón coligiera lo que ha de deducirse de los datos que continuamente nos proporciona la realidad.
Mientras él empeoraba en la isla, primero sin que yo lo supiera y luego deduciéndolo de las breves e infrecuentes misivas que no se preocupaba por firmar, yo me reestrenaba con escepticismo en una soltería que tenía mucho de viudez, aunque los ahora divorciados agregáramos breves encuentros semanales a nuestros casi dos decenios de vida conjunta, aquellas comidas y diligencias, incluso desayunos pero nunca cenas, siempre con los pretextos más peregrinos e increíbles, eran invariablemente tensos y artificiales, un continuo refrenarse ante el impulso de dirigirnos conforme a nuestra costumbre de años a la que nada era capaz de sustituir, ningún sentarse con esta u otra pierna doblada, ningún quedarse de pie en el quicio de una cocina que ya no era nuestra, sino suya o mía, ningún tratamiento cariñoso o neutro, todo, absolutamente todo manchado de incongruencia y estupidez, salíamos de aquellas horrorosas ejecuciones agotados, casi con embarazo, deseando hallar una forma correcta de lidiar con nuestros pasados, es decir, de liquidarlos, algo para lo que mi amigo en la isla, quizá leyendo entre líneas lo que nunca le consulté explícitamente, quizá en medio de un ataque de ansiedad que le hizo recordar nuestra conversación de fin de verano haciéndole transparente lo que para la gente sin trastornos permanecía oculto, recomendaba amputación sin ambages, un tajo limpio cuya omisión en la hora ardua, la única hora correcta, nos obligaba ahora a los divorciados a ir de un lado a otro llevándonos como plomos, tanto si nos veíamos como si no, tanto si nos llamábamos por teléfono como si no, plomo en las palabras y en las acciones, plomo en los silencios y las omisiones. Todo da igual, escribió él desde la isla, si no se cercena el miembro gangrenado a tiempo.
En virtud del estado en que lo encontré en la isla a la que acudí por así habérmelo pedido sus padres, pero también por interés propio, es fácil descartar sus palabras como producto de la locura, pero él y yo, con todo y hallarnos ahora en extremos opuestos de la ciudad, él recuperándose de la crisis nerviosa que lo aquejó y yo deseando hablar con él sabiendo que no ha de interesarle nada de lo que tenga que decirle, sabemos que no era así, que las escasas palabras escritas durante su empeoramiento, aún las de carácter más amenazador o inquietante, las de más difícil interpretación, eran producto del raciocinio en su expresión más depurada, contenían el diagnóstico y el remedio para con las incertidumbres que tanto a él como a mí, incluso en esos terrenos sentimentales a cuya discusión éramos reluctantes, nos afectaban tremendamente. En realidad, aunque haya interpretado y puesto en marcha la ejecución exacta de sus instrucciones, aunque no tocara en absoluto el menor detalle de mi vida sentimental y me limitara a las esferas más intelectuales, mi amigo y yo ya no podemos hablar de nada porque el tiempo de los dos se ha agotado. Él está ahora recuperándose en el otro extremo de la ciudad, pero cuando finalmente lo consiga del todo ya no habrá tiempo para nosotros porque nunca estuvimos casados ni somos ahora divorciados, nuestro trato no puede prolongarse indefinidamente ni podía terminar así nada más, ha debido esperar a que él tocara fondo en la isla para, traído por mí hasta Santa Teresa, iniciar su recuperación de modo que ya no nos debamos volver a ver jamás. Por el bien de nuestra amistad, a fin de mantenerla incólume, ésta ha de terminar. Pero me ha dado una valiosa lección que he puesto en práctica y que ha consumado efectivamente mi divorcio, tan es así que de su mujer o de la mía hace ya mucho tiempo que no tenemos ninguna noticia. 
Y nadie volverá a tenerla.