domingo, mayo 13, 2018

La alberca

Año con año son dos las temporadas de calor en Santa Teresa, la primera poseída por un agobio seco durante el día que gradualmente invade la noche hasta ocuparla toda, la segunda un continnum sofocado de humedad al que sólo pone fin su gradual sustitución por el primer agobio, el tiempo de luz rigurosamente castigado tanto en uno como en otro período, lo que es decir siempre, desde los primeros años transcurridos alquilando casas en uno u otro sitio en compañía de mi hijo hasta los más recientes en que vivo solo, incomunicado y enmudecido en la biblioteca-dormitorio, con mi mujer y las niñas perdidas, no se sabe si cerca o lejos, y quien me diera conversación y despertara mi entusiasmo hace ya varios años, partido por segunda vez, aunque ya no a la isla de donde hube de traerlo a petición de sus padres, sino a algún otro punto de este inmenso desierto miserable, su reciente ausencia ya no sólo física sino epistolar la razón de que la actualidad más inane, pero también la memoria de un vasto pasado insular y citadino, penetren en mi presente cada vez con más frecuencia y me obliguen a su consideración pormenorizada, a veces la noticia de cuerpos desenterrados en los páramos más inverosímiles, a veces una frase intercambiada en algún paseo remoto en donde, pongamos por caso, el Dr. Kurva recomienda la visita a la piscina municipal de aquella ciudad de provincias de la isla o, años después, presume la construcción de una alberca en una casa de campo al sur de la ciudad, la inmersión en agua a la que ambos éramos afectos suspendida para mí por haberme desterrado en Santa Teresa poco después de la aparición de mi hijo, cultivada en cambio por él sin apenas interrupción desde su infancia continental en las orillas de helados ríos caudalosos y lagos rodeados de bosques, un recuerdo así perfectamente lógico cuando el agobio seco está a punto de culminar la invasión de la noche, asimismo lógica la visita en sueños de mi mujer, a quien quizá convenga llamar ya de otra forma, plantada sobre el patio de la biblioteca-dormitorio y extendiendo las manos para hacerme imaginar una piscina que habría de construirse ahí mismo y que no vio la luz, reflexionaba en el propio sueño como quien todavía en él cree que la imagen precedente fue sólo un pensamiento, por haber llegado la idea demasiado tarde en el ahora concluido ciclo de nuestra relación, nuestro distanciamiento progresivo a punto de acelerarse precisamente por habernos mudado a ese siniestro lugar donde se proyectaba una alberca cuya construcción, ya despierto, considero ahora con absoluta seriedad mientras el agobio seco está a punto de ceder al húmedo, el emplazamiento el mismo que mi mujer sugiriera en sueños y la forma y profundidad según las prescritas por el Dr. Kurva para la suya en la casa de campo, un plan así que sólo podría plantearse cuando no hay nadie con quien hablar ni entusiasmarse tiene las mayores posibilidades de llevarse a cabo por no haber nada que nos distraiga para su completa consecución, no ya las personas ausentes, no ya el trabajo burocrático, un plan así al que ampara la memoria de un hecho verdadero, el Dr. Kurva, pero también la memoria de un hecho falso, mi mujer, necesariamente ha de realizarse y conseguir con ello una epifanía cuyos contenidos y alcances no podemos anticipar, pero que sólo pueden ser de la mayor importancia, una alberca en el patio de la biblioteca-dormitorio podría aliviar del infierno o develarnos el mensaje oculto en el sueño y en las prescripciones del Dr. Kurva, las medidas quizá precisas para que los albañiles, esos desposeídos que trabajarán en medio del agobio seco y húmedo por un puñado de pan, ciegos de luz, quemados de resplandor, descubran bajo las siete baldosas obscuras del patio o al pie de las raíces del naranjo, una vez desbrozado su contorno y tras clavar repetidas veces sus palas y picos en la tierra, restos humanos como los que anuncian todos los días los periódicos locales con el mayor sensacionalismo y perversidad, pese a su aturdimiento no podría convencerlos de mi propia sorpresa ni de la conveniencia de ocultar el hecho a las autoridades, no ya porque hubiese yo cometido algún delito cuanto porque no hay en este inmenso desierto miserable entidad que pueda empeorar las cosas más que la policía, los veo ya detenidos, los albañiles, frente al agujero incipiente, apoyados sobre sus palas y picos, alguno con la barbilla apoyada en sus dos manos, otro más en cuclillas mirando falanges cubiertas de piel enjuta, quizá un fémur roto o, todavía peor, un cráneo en el que se distingue el orificio por el que se escapó la vida de quien evidentemente fue enterrado ahí antes de que yo y mi mujer y las niñas llegáramos a esta casa que ellas abandonaron hace tiempo, quién sabe dónde estén, perdidas a diferencia de quien se fue de Santa Teresa por segunda vez, aunque ya no a la isla, y cuya presencia aunque sólo fuese epistolar me ahorraría la consideración de planes que forzosamente han de realizarse como la construcción de esta alberca en el emplazamiento indicado en sueños por mi mujer y con las dimensiones de la que el Dr. Kurva tiene en su casa de campo, y que ha tenido la mala fortuna de tropezar con un obstáculo que impide su realización lo mismo que su deshacimiento, no existe soborno capaz de comprar el silencio de los albañiles que desde luego tomarán el dinero que les ofrezco luego de tapar los restos como les habré indicado y más tarde, borrachos o no, se irán de la lengua y señalarán que en el patio de la biblioteca-dormitorio hay un cuerpo enterrado, quizá más, el hombre que vive ahí solo, incomunicado y enmudecido, es con toda seguridad el asesino, no sabría cómo refutar las acusaciones y es probable que, con policía o sin ella, tarde o temprano me convenza de haber sido el asesino y empiece a cuestionarme, mientras la humedad más atroz se instala en el valle, si no serán los cuerpos ahí enterrados justamente los de mi mujer y las niñas, si no estarán perdidas por hallarse todas debajo de las baldosas obscuras y al pie del naranjo, yo quien las perdió de la manera más atroz y quien ha inventado una y otra vez el cuento de que mi mujer llama o escribe desde sitios desconocidos, una ficción hecha sólo para consolarme de mi horrendo crimen, pero también de mi insoportable soledad y el desquiciante calor de Santa Teresa que diluye los contornos y vuelve la memoria un espejismo ondulante en el horizonte, sueños y conversaciones, recuerdos e imágenes, demasiadas son las potenciales consecuencias de lo inocuo, de modo que no, la alberca no ha de realizarse porque la certidumbre consiste en no mover apenas nada, contener la respiración para aguantar el miedo y encerrarse en la biblioteca-dormitorio en la esperanza de poder leer todos sus volúmenes antes de que los asesinos y ladrones que recorren las calles de Santa Teresa probando las cerraduras de las casas una por una, lleguen hasta aquí una noche decididos como la realidad a entrar de improviso ahí donde más se la ha negado.