domingo, mayo 27, 2018

Dulcino y Bomar

Que la amistad de Gustavo o lo que creí era tal apareciera y durara un tiempo que bien puede calificarse de razonable no se debió exclusivamente a la disposición nihilista de mi carácter en aquella época de desmoronamientos varios, sino también a la intoxicación que las posturas sanas y las actitudes positivas me habían causado en el par de años que la precedieron, un envenenamiento que no tuvo por efecto devolverme a la soledad de la que había salido gracias a Dulcino y Bomar, sino el de apurar la cicuta social con el objeto de demostrar, si no a ellos, al menos a mí mismo, cuán atrás podía dejarlos en el mismísimo terreno en el que se sintieron autorizados a intervenir para sacarme de mi aislamiento, poseídos por la convicción soberbia e irresponsable de estar haciendo el bien al animarme a salir de mi habitación donde a los dieciséis años estudiaba matemáticas y literatura, historia y filosofía, manteniendo a raya a mi hermana que sólo me llamaba para comer y a mi madre que aparecía por las noches cansada de su horrendo trabajo, sin ninguna amistad que lamentar, contento de mí mismo y sin tiempo para odiar a mi padre como se me instruía desde pequeño, un hombre al que ahora le agradezco más que entonces el haber tenido la lucidez de abandonarnos, no hubiese podido encontrar mi vocación si él se hubiera quedado a vegetar entre nosotros, ni Dulcino y Bomar se habrían sentido bien consigo mismos obligándome al reemplazo de mis actividades por el baloncesto, las expediciones al cañón más allá de la huerta cenagosa del fondo o la programación de computadoras, actividades todas extremadamente perjudiciales para el espíritu y que ellos, en su estrechez mental, emprendían con el convencimiento de estarse alejando de la niñez y acercándose a la vida adulta, casi se sentían rebeldes hablándole a las chicas, fumando cigarrillos a hurtadillas o cazando gorriones y ardillas en el cañón, me obligaron así por primera vez a considerar el mundo, probablemente sin saber que al liberarme de mi encierro de años estaban liquidando mi libertad, al exterior insaciable no hay forma de detenerlo una vez le hemos hecho cualquier concesión, exige todos nuestros esfuerzos y energías, toda nuestra aquiescencia para con la maquinaria social que ha de exprimirnos y echarnos cuando ya haya aplastado cualquier indicio de elevación espiritual, cualquier originalidad sobresaliente, primero Dulcino y luego Bomar fueron incapaces de tolerar la diferencia y cumplieron su obligación para con la maquinaria del mundo al exigir que pusiese fin a mi aislamiento y llevarme a la consideración práctica, ya no sólamente teórica, de cuanto ocurría a mi alrededor, mi madre debió pensar que aquella cretinización a la que accedí venciendo mis instintivas resistencias convenía a mis intereses, utilizaba el verbo humanizar cuando intentaba sacarme de mi habitación para que fuera a jugar a la calle o invitara vecinos a casa, cuando niño, para que saliera a practicar deporte y conocer otros chicos de mi edad, cuando adolescente, ahora este par estaba consiguiendo humanizarme, decía, como si así pudiera calificarse la imposición que se me hacía por primera vez y para siempre de considerar el mundo, como si la palabra, aún definida de la forma más benigna, significara algo deseable y no una impostura, el certificado que extiende la maquinaria social a todos aquellos que accedieron a ser domesticados, ella debió pensar, aún traicionando su intuición, que aquel par me hacía un favor extinguiendo mi persona para así aumentar mis posibilidades de sobrevivir en el mundo, hizo caso omiso de las transparentes cuanto mezquinas motivaciones de Dulcino, el primero en divisarme y sentirse inmediatamente compelido, por sus horrendas circunstancias familiares y peor entraña, a aplastar cuanto encontraba de original y notable en mi persona sustituyéndolo con su vulgaridad, así en la música a cuyas reglas pretendía sujetarme, así en los paseos al aire libre que deseaba convertir en deporte, así en las discusiones y libros de los que exigía extraer moralejas, su perniciosa influencia sólo complementada por la de Bomar que me enseñaba a pensar lógicamente para programar máquinas y prepararme para ser alguien en la vida, equidistante de placeres y obligaciones, una buena persona superficial sin una sola opinión de signo visible en lo político o lo moral, en lo filosófico o religioso, un individuo hecho para sentirse bien consigo mismo a toda costa, tal y como prescribía la iglesia protestante a la que, en su enajenante desesperación, pertenecían él y su familia, mi madre tenía predilección por él y desconfianza de Dulcino, del mismo modo en que Dulcino desconfiaba de ella y Bomar le prodigaba un modesto cuanto sincero afecto, el primero condicionado por su temperamento a desconfiar y sembrar desconfianza para alimentar la idea de que el mundo lo rechazaba, el segundo obligado a no comprometerse con ninguna opinión para mejor seguir gozando de la condescendencia de los demás, pero no le cerró la puerta de la casa a ninguno de ellos, mi madre, arruinando así lo que hasta entonces fue un santuario intelectual y espiritual que, de haber sobrevivido, me habría hecho invencible, y que, así cortado, me debilitó para siempre al expulsarme al mundo del que sólo he extraído desorganización para el pensamiento y desasosiego para el alma, ni siquiera fueron capaces de ir a fondo en la exploración de los sentidos que me presentaban por primera vez de manera sólo tangencial y hube de rebasarlos, ya lo digo, a Bomar y Dulcino, a Dulcino y Bomar, por hartazgo de sus posturas sanas y actitudes positivas, fue un alivio dejarlos frente a un ordenador para que continuaran su propia destrucción, jugando al baloncesto o ganando una carrera deportiva para luego fumar un cigarrillo culposo y ponerle letras infantilmente obscenas a canciones populares, ya lo creo que sí, a mi madre no le habrá durado mucho el gusto de verme fuera de mi habitación y de la casa, ya no para acompañar a Dulcino y Bomar a las maquinitas de videojuegos, sino para ir por putas en la camioneta de Gustavo y beber cerveza por toda la ciudad y lanzar botellas a desprevenidos transeúntes y empinarse varias rayas de coca sobre mesas desconocidas, es decir, buscar la muerte sin encontrarla como protesta por la irrupción de la realidad, así, sin pretensiones, con toda la honestidad de que se es capaz mientras hay dinero.

2 comentarios:

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