sábado, junio 09, 2018

La despedida de mi padre

El vivo asco experimentado en aquellos años contra el bienestar adolescente que me prescribían quienes buscaban domesticarme y la sustitución de sus emisarios Dulcino y Bomar por el menos impostado y verdadero burgués de Gustavo, vino aparejado del último encuentro con mi padre, antes de su huida al norte extranjero de donde en las siguientes décadas, mientras yo envejecía aceleradamente, me llegarían noticias aisladas y cada vez más raras sobre la vida que conducía con su así denominada otra familia, una mujer veinte años más joven que él y un par de hijos que no se parecían entre sí, la primera perfectamente comprensible como reemplazo de mi madre que a toda costa intentó por años moldear a ese hombre primitivo sin conseguir nada más que agriar la relación, los segundos, igual que nosotros sus primeros hijos, meros apéndices lógicos de la fertilidad, accidentes con los que mi padre contaba sin prestarles ninguna atención porque él no era hombre que deseara o supiera lidiar con críos, hacerlo aunque sólo fuera para liquidarnos habría supuesto reparar en nosotros, pero nosotros no existíamos para él, ya para entonces a esa nulidad en el trato había sumado distancias geográficas convenientemente amparadas en su trabajo como viajante de comercio, un empleo que detestaba y al que sólo accedía porque era un hombre extraordinariamente impreparado que no soportaba permanecer demasiado tiempo en ningún sitio, menos aún en la casa a la que mi madre, en su afán de controlarlo todo hasta en sus más mínimos detalles, llamaba perniciosamente hogar, sin importarle que en ella no nos halláramos a gusto ninguno de nosotros, apenas superé la infancia hice lo necesario para separar mi habitación del resto de la casa, prohibiendo la entrada a todos excepto a mi hermana que me llevaba de comer cuando mi madre, movida por la necesidad y en contra de su deseo de ser ama de casa, hubo de salir a trabajar para aliviar la inconstancia económica de mi padre, primero por algunas horas al día, pero luego por jornadas enteras de las que regresaba exhausta, una rutina que a mi hermana y a mí nos proporcionó una relativa paz a la que nos fuimos acostumbrando, nunca en mi vida me sentí más libre y completo, más lleno de energía, que en esos años transcurridos en el más irrestricto encierro, hasta que, con el consentimiento de mi madre, Dulcino y Bomar consiguieron sacarme de casa para llevarme a las canchas deportivas y a los campamentos en el cañón, más allá de la huerta de mangos del fondo, a la escuela de programación de computadoras donde aprendería a pensar lógicamente, a la convivencia con sus disfuncionales y horrendas familias en que padre y madre, tíos y hermanos, se obligaban religiosamente a convivir en medio de la más insoportable tensión, yo ya no tenía que vivir nada de eso, apenas una vez cada quince días mi padre pasaba por la casa una tarde cualquiera y se echaba en el sofá de tres plazas a mirar la televisión, un tanto inquieto, con mi hermana al lado en el sillón individual, no se decían apenas nada pero ella tenía a bien hacerle compañía hasta que llegaba mi madre y, antes de cenar, ésta nos convocaba para hablar, es decir, para reprochar a mi padre cuanto le pasara por la cabeza reprocharle, explotando todos los registros retóricos conocidos, llorando unas pocas veces sinceramente y otras muchas en forma descaradamente falsa, cuando niños nos obligaba a mi hermana y a mí a participar con guiones de su cosecha que exigía ensayar repetidamente antes de su ejecución definitiva frente a mi padre, pero éste era incapaz de retener nada de lo que pudieran decirle sus hijos y, juiciosamente, le decía a mi madre las palabras mínimas con las que ella contaba para darse por satisfecha del montaje, en cuanto tuve el uso de razón suficiente rechacé seguir participando en las chaladuras de mi madre y convencí a mi hermana de negarse, aunque ella prefería seguir asistiendo callada a aquellos monólogos en la sala donde a veces el televisor permanecía encendido incongruentemente hasta que alguien reparaba en él y lo apagaba, eventualmente el agotamiento por trabajo doblegó el ánimo combativo de mi madre y, para el tiempo en que Dulcino y Bomar eran reemplazados por Gustavo, yo ya ni siquiera solía estar en casa en las cada vez más raras ocasiones en que mi padre aparecía, más nervioso si cabe aunque mi madre hubiera bajado la guardia y mi hermana siguiera atendiéndolo con esmero, reciprocado en su desinterés por mi persona, me sorprendió hallarlo sentado en la obscuridad de la sala una madrugada en que yo volvía borracho luego de bajar del coche de Gustavo en el que, junto con sus amigos burgueses de la universidad privada, habíamos recorrido las calles bebiendo cerveza y fumando cigarros, escuchando música y hablando sin parar de asuntos serios y ridículos, él fumaba también en aquella sala silenciosa, su cabeza pasando de un cerrado contorno obscuro a un rostro gris en el que se distinguía el brillo de sus ojos súbitamente iluminados por la brasa del cigarro mientras le daba una calada, tardé unos segundos en recoger esa visión de mi padre en la que la sorpresa era rápidamente sustituida por la indiferencia y ésta a su vez, quizá como una concesión al alcohol que entonces me intoxicaba, por el desprecio más intenso, no era un hombre lo que tenía delante, me decía, sino un guiñapo que tuvo la mala fortuna de enredarse con mi madre, de haber tenido él sólo un poco más de luces jamás habría cedido a tanta neurosis como ella prometía, se habría apartado, en ningún caso habría tenido hijos aunque fuera perfectamente capaz de desentenderse de ellos, seguramente ya estaría metido en alguna aventura sentimental de las que mi madre le reprochaba siempre, tanto si disponía de evidencias como si no, enredándose en promesas absurdas para mejor satisfacerse genitalmente, quién sabe si semejante malentendido era suyo o de las mujeres de baja extracción social con las que se mezclaba, pobre hombre, pobre diablo, reprimí un súbito acceso de risa con una mueca irónica que él, acostumbrado a la obscuridad por haber estado en ella quién sabe cuánto tiempo, habría percibido, pues cuando ya me ponía en inestable marcha hacia mi habitación, su poderoso brazo sujetó el mío fuertemente obligándome a mirar hacia su sombra, ahí abajo, a un costado de mí, sentado y con el rostro ignoto que le prestaba la obscuridad, supuse que mirándome, hice ademán de zafarme sin conseguirlo y me apretó más fuertemente para que me sentara frente a él, pero reuní las fuerzas necesarias para decirle sólamente y con la mayor claridad 'no hace falta', con lo cual conseguí que me liberara para continuar mi marcha hacia la habitación cuya puerta abrí sin dificultad mientras repetía otra vez, ahora para mis adentros, 'no hace falta', ya en la cama sobre la que me eché completamente vestido sin encender la luz, tuve la impresión de escuchar que alguien llamaba a la puerta de la calle y de que los cristales del ventanal de la entrada, mal fijados por un mastique defectuoso, retumbaban al cerrarse aquella, ya entre sueños le siguieron tacones que se alejaban junto con voces furtivas de mujer, así un día cualquiera descubre uno que el tiempo de considerar a alguien en la propia vida se ha agotado y que ha de marcharse porque ya ningún elemento del escenario lo acoge, así la espectral figura de mi padre a quien no volví a ver, así Dulcino y Bomar cuya repugnante afectación explica que reuniera el asco suficiente para subir, aunque sólo fuese por algunos años, al trepidante coche de Gustavo, al final es de esperarse que no quede nadie a nuestro lado y que el mundo, una vez harto de nosotros, encuentre nuestra presencia incongruente y nos liquide, entonces no harán falta más explicaciones, entonces mi padre y yo nos reuniremos en el silencio universal del que vinimos.