domingo, junio 02, 2019

Norte

El gordo fue uno de esos talentos contratados por una universidad decadente durante la debacle minera del norte de Francia, cuando nadie quería ir para allá, a esos pueblos arruinados entre cascajos de material, naves industriales fantasmagóricas y alcohólicos desocupados que perecían de frío alguna noche a un costado de la gare o en medio del bosque. Su incorporación hizo contraste con la plantilla de profesores anquilosados que integraban aquella universidad que estuvo a punto de cerrarse en esos años, hombres viejos cuya mediocridad los fue empujando hacia el norte desde los sitios más templados y competidos de Francia, contentos de vegetar a costa del erario público en oficinas cuyo mobiliario no había cambiado desde los años sesenta y de encontrarse cada mediodía en el comedor universitario para tomar una muy aguada sopa de guisantes y alternar pollo o conejo según fuese día par o impar en la semana, un trozo de queso maroilles o compota de manzana por sobremesa y el café servido en la oficina a cualquier hora del día para discutir despreocupadamente sobre política y cultura, sin importar que la especialidad declarada de la universidad fuese la ingeniería. Un mundo feliz este, al que llegó el gordo alsaciano con ideas de productividad y ciencia, pero también de megalomanía, lo que a ojos de los viejos profesores del lluvioso norte francés cuyas reumas eran continuamente reavivadas por la humedad y el frío, sólo podía ser comprensible por ser el gordo medio alemán, es decir, un superhombre dispuesto a todo con tal de someter a los demás a su voluntad y ambición, un individuo que hubiera deseado nacer en Berlín o Washington antes que en el lado equivocado del Rhin, pero que al fin halló en el norte francés un terreno fértil para sus planes porque ninguno de los viejos profesores cómodamente instalados en el socialismo de Miterrand se le opondría, antes bien, lo harían su jefe para descargar en él las pocas actividades administrativas de aquella moribunda institución. Habrá creído el gordo que hacía justicia cuando al paso de los años fue jubilando forzosamente a cada uno de los viejos profesores y sustituyéndolos por adictos como el hombre cara de caballo o el prematuramente calvo chico de las gafas, sin reparar en el hecho de que aquellos ya estaban jubilados desde mucho antes de que él llegara, por hallarse convencidos gracias a la posguerra del carácter irredento del hombre y de la futilidad de cualquier esfuerzo, pero muy particularmente de la estupidez suicida detrás de la idea de progreso que tan cara era al gordo y que impuso al cabo del tiempo de la mano del capitalismo unipolar de fines de siglo a todos los que quedaron bajo su égida. No es de extrañar que en aquella universidad a la que nadie miraba y a la que nadie quería ir, él destacara con sólo hacer algo en vez de no hacer nada, lo que a su vez reforzó el dinero de gobiernos crecientemente preocupados por parecer todo lo piadosos y sensibles que exigiera la moderna ñoñería y que hallaron en el rescate de aquella institución que se ahogaba en una zona tan claramente desfavorecida, una acción ideal para tranquilizar las buenas conciencias de los contribuyentes, cada vez menos pesimistas y más inclinados a favorecer personalidades asertivas como la del gordo, que de pronto se encontró genial y expansivo, incomparable y prolijo, autor de numerosos trabajos que no podían sino elogiar sus acólitos y aceptar felices la infinidad de conferencias internacionales que recogieron el dinero francés por su intermediación. Aprovechó cabalmente las oportunidades políticas que le proporcionaban sus viajes internacionales y su creciente influencia en el interior, para desviar paulatinamente la atención de la poca originalidad y aún más escasa calidad de sus trabajos hacia una eficaz red de contactos, de manera que la comunidad científica le debe haber llenado con sus deplorables notaciones, su tono falsamente desenfadado y la regurgitación de las ideas de otros presentadas como propias, las revistas más prestigiadas sobre el tema, estorbando cuantas veces pudo la aprobación de trabajos cuyos autores no se hubieran sometido ya a su voluntad o que él hubiera decidido de antemano que le eran inferiores y por lo tanto no podían producir nada mejor que él. Mientras morían en sus solitarias casas los viejos profesores de la universidad y ésta se llenaba de extranjeros por ser ellos los únicos que no podían hallar trabajo en una sociedad cada vez más capitalista y capitalizada, pero también cuidadosa de las jerarquías, él se hacía de una seguridad en sí mismo a prueba de realidades y a ello cooperaban tanto el hombre cara de caballo con su lenta parsimonia y tímido engreimiento que sólo a espaldas del gran jefe acariciaba la idea de merecer un mejor lugar, como el prematuramente calvo chico de las gafas cuyas inteligencia y velocidad frente al ordenador sólo reconocían quienes nunca habían salido de aquella remota universidad para hacer comparaciones, así vivían ellos y así vivieron quienes se sumaron con los años a aquel club pagado de sí mismo que se incrustó como una anomalía en el norte de Francia, de espaldas a una sociedad alcohólica y solidaria que fue paulatinamente sustituida por otra alcohólica y enajenada, en la que jóvenes desempleados vendían en las calles el hachís o la mariguana que ya no podían consumir, así una mañana lluviosa de diciembre llegué a la universidad como un extranjero más dispuesto a triunfar bajo la tutela del gordo, encontrando disciplina y buen gusto en la sopa de guisantes, conejo o pollo entre semana, el queso maroilles y el pain au chocolat en vez de la compota; así convencido de los beneficios de vivir en una habitación, reducido al mínimo, como todos los que deben purgar una condena habitando sólo su imaginación.

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