domingo, junio 23, 2019

Verano

En el verano del ochenta y nueve yo solía venir los viernes desde casa de mis padres hasta la de mis abuelos e instalarme luego de la cena sobre la cama de éstos para acariciar el vientre hinchado de mi tía Gabriela, pegando ya una mano o un oído contra él en la esperanza de percibir los movimientos o ruidos del bebé, mientras la televisión permanecía encendida encadenando un culebrón tras otro y mis abuelos fumaban alternativamente sus Raleigh llenando el techo de la habitación de un humo gris azulado que escapaba con lentitud por la ventana. No hacía falta poner demasiada atención para seguir las historias televisadas ni el programa sobre casos de la vida real a cuyo término solía apagarse el televisor, éstos tan parecidos a los dramas que en esta casa había visto desarrollarse desde hacía un año cuando a la vuelta de una de nuestras caminatas por las arboladas calles de aquel fraccionamiento mi abuela no pudo contener más las lágrimas y, sentada sobre la orilla de su cama, todavía con las flores que por el camino había cortado para ella en la mano, se negó suavemente a explicarme lo que le causaba aflicción. 'Ya comprenderás', fue todo lo que me dijo, y yo la abracé acariciándole el cabello para luego coger sus manos por unos minutos y entretenerme con su piel delicada y rugosa como de papel de china, ya sobre su dorso o palma, ya contra sus dedos y uñas a las que oponía una traviesa resistencia, mi abuela me seguía siendo tan cercana como en mi recién concluida infancia, aunque ya comenzara a haber señales de nuestro predecible distanciamiento, como era el no dormir más en un catre a los pies de la cama que ella compartía con mi abuelo y retirarme mejor a la habitación de servicio cuando se apagaba el televisor. Así los viernes del verano del ochenta y nueve ayudaba a mi tía Gabriela a ponerse de pie al término de las transmisiones y la acompañaba hasta su habitación, donde encendíamos la lámpara de noche con forma de obscuro árbol retorcido y, medio iluminados por ella, uno y otro a cada lado del buró sobre las dos camas de la pieza y mirando al techo, intercambiábamos alguna tontería antes de dormir, luego de lo cual yo bajaba a la habitación de servicio, no sin antes volver a apoyar una mano o mis oídos sobre su hinchado vientre y sonreír tanto si el bebé pateaba sus paredes como si no. Al salir al pasillo que daba a la escalera ya se oían los ronquidos de mis abuelos y las luces estaban apagadas, las puertas de los otros dos cuartos ya estaban cerradas, sólo quedaban en la casa la mayor de mis tías y el menor de mis tíos, además de Gabriela y su bebé, ya no era pues la casa bulliciosa que fue en otro tiempo ni yo era más un niño, pero al cruzar la sala obscura no podía evitar mirar de reojo y con temor hacia la biblioteca, donde se hallaba un cráneo humano que la mayor de mis tías utilizó durante sus estudios de medicina, un cráneo que de día yo examinaba con interés científico identificando suturas y huesos, dientes y molares, pero que de noche prefería no mirar por no hallarme del todo seguro en materia de fantasmas y espantos. Ya en la habitación de servicio evocaba las largas semanas del verano que habían transcurrido y contaba las que todavía faltaban para volver a la escuela, concentrándome en el taller de herrería de mi abuelo, donde estaba tácitamente convenido fingir que yo aprendía su oficio y que él aprovechaba mi ayuda, aunque la mayor parte del tiempo demostrara yo la mayor de las incompetencias manuales y me distrajera mirando a sus trabajadores con un deseo no por primitivo menos intenso, sus tobillos a veces medio expuestos por calcetines grises, lisos y delgados, que caían hasta cerca del borde de sus tenis sucios, dándoles un aire despreocupado y salaz que se correspondía con su a veces descarada admiración por mis nalgas, las semanas habían aumentado el intercambio de roces y encuentros calculadamente fortuitos en el baño, de modo que a esas horas de la noche, solo en la habitación de servicio de la casa de mis abuelos, subía a la parte de arriba de la litera y me entregaba a largas sesiones lúbricas apoyando mis pies contra el techo y retorciéndome con una flexibilidad envidiable, aprendiendo el uso de cuantos objetos tenía a la mano para invadirme, fantaseando que estaba con algún trabajador o compañero de escuela, ya pronto volvería a verlos y a fingir indignación por sus pesadas bromas en que me restregaban el paquete luego de tirarme al suelo o zarandeaban sus genitales delante de mí. 'Qué inocentes son', pensaba, 'y qué gran secreto el mío del que no sospechan ni mis tíos ni mis abuelos', me decía; no reparaba entonces en la transparencia de mis conductas como tampoco era capaz de relacionar el llanto de mi abuela con el embarazo de mi tía Gabriela, niño todavía rodeado de adultos que juiciosamente no me tenían en cuenta el ser un párvulo maricón que se la cascaba hasta las tantas en la habitación de servicio, pero también en el baño azul del menor de mis tíos y en el amarillo de mis tías, tomando duchas de agua hirviendo por casi una hora y secando a escondidas los calzones manchados de la noche anterior. Así me encontraban al día siguiente en el comedor de la cocina, ya listo para acompañar a mi abuelo al taller el día de raya luego de desayunar huevos pasados por agua con chile y limón y de consultar una vez más el hinchado vientre de mi tía Gabriela, mañanas de sábado del ochenta y nueve con sus bolsas de basura que había que llevar al tonel azul que mi abuelo había colocado para ese efecto sobre una acera casi siempre cubierta de flores color naranja. Volveríamos mi abuelo y yo hacia las dos de la tarde, luego de pasar por la panadería y de comprar alguna otra cosa para el bebé que está próximo a nacer; a esas horas el comedor estará ya inundado del olor de caldos de res o de pollo y mi abuela se sentará frente a nosotros a fumar y vernos comer con buen apetito, recargada contra la pared de azulejos amarillos, y ventilará con mi abuelo asuntos domésticos cargados de nombres propios y alguna que otra seña para que mi abuelo baje la voz u omita algún dato a fin de que yo no me entere. Entonces llegará un domingo en que no me levantarán mis abuelos para ir al mercado ni habrá desayuno esperándome en el comedor, por un momento creeré que no habrán querido molestarme por haberse dado cuenta de que estuve despierto hasta tarde, pero luego me preocuparé pensando que quizá la mayor de mis tías vio mi sombra en la madrugada desde su ventana y creeré que de ser así estará ponderando llevarme con el psiquiatra, de modo que con temor subiré las escaleras hasta dar con el menor de mis tíos que me dirá que han debido llevarse a Gabriela al hospital para el alumbramiento. Y entonces, mientras sonrío aliviado, cruzará por mi cabeza, intensa y fugaz, la pena mínima de intuir que ya nunca más podré apoyar ni manos ni oídos sobre ningún otro vientre colmado. Nunca más.

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