domingo, octubre 22, 2023

Nubes grises

El topo es un animal que cava galerías bajo la tierra buscando el sol. A veces, su camino lo lleva a la superficie. Cuando ve el sol, queda ciego.

Alejandro Jodorowsky


En mi infancia nunca llueve ni, como es lógico, hay días nublados, lo que no quiere decir que todo sea bueno o inocuo, más bien al contrario: el mundo está plagado de monstruos, pecado, culpa y castigos. Así lo confirman las pesadillas que invaden mis noches y la mirada de mi madre cuando me obliga a rezar, el olor voluptuoso de la ropa interior en las habitaciones de mis tíos y el siniestro sudor del que sólo mi hermana es testigo. Confío en mis mayores a pesar de sus contradicciones e intento construir una idea del mundo asistiendo a conversaciones entre adultos donde no se consiente apenas mi intervención. No se nubla detrás de las ventanas del piso donde juego a armar edificios con piezas de madera a cuyo alrededor circulan cochecitos y camiones, nunca en el cielo indefinido de donde viene la luz que ilumina los mapas que copio de libros de geografía a mi cuaderno para luego colorearlos pacientemente por horas, mucho menos por entre las ramas de las jacarandas, yucas o limoneros de la casa de mis abuelos donde como pan dulce y miro telenovelas en habitaciones cargadas de humo. No. No se obscurece el cielo porque nunca reparo en él.
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Empiezo a ser consciente de la bóveda celeste poco antes de abandonar la casa de mi madre. Es un año en que llueve todos los meses, a veces por días enteros, primero con parsimonia sobre un muchacho sentado en la saliente de una barranca poblada de sombras (el paso de la imaginación largo tiempo cultivada a la materia), luego con furia contra los inmensos ventanales de la industria que ha intentado secuestrarlo (el mundo de números y leyes) y, finalmente, en forma de inestable nieve que, desconcertada de su latitud, cubre dudosa las calles que él atraviesa por horas para unirse a la recién creada sociedad de los ilusionistas (una huida cualquiera para no trabajar, como pueden serlo las drogas o la poesía). Más días nublados vendrán cuando ya haya fundado una familia de sólo dos miembros —la mínima— y desde aquella casa de mosaicos color ladrillo y azulejos marinos, situada en los límites de un antiguo poblado en el borde sur de la ciudad, mire la lluvia caer sobre empedrados ahora lustrosos por donde nadie pasa y respire el aire fresco con olor a tierra mojada que, al invadir la casa, hace pensar que uno vive en el interior de un fresco cántaro de barro cocido.    
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En Europa siempre hay nubes grises, a veces de manera sucia y siniestra como cuando se mira a Praga desde el ventanal de un panelák comunista un domingo por la tarde, a veces en forma de cementerio interminable como cuando uno recorre la provincia francesa intentando convencerse de las virtudes de tener tantas calles idénticas por recorrer. Hace frío casi siempre y, con el cuerpo tullido, uno se recarga ya en un codo, ya en el otro, para leer tumbado en la cama un libro en lengua extranjera mientras espera la expiación de sus hipótesis. Porque fueron mis creencias de ilusionista las que me llevaron de un sitio a otro a costa de amores y terruños. Porque fueron mis presunciones las que, a pesar de hacer agua bajo los encapotados cielos de la capital centroeuropea o hallarse inmersas en la espesa bruma del Hainaut-Cambrésis, me mantuvieron largos años firmemente anclado en la miseria. Disciplina monástica. Austeridad. Largo exilio con la mirada puesta allende el Atlántico, más allá de las nubes.
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Los cielos de Santa Teresa rara vez están nublados, sus aires sólo ocasionalmente tibios. Gobiernan el calor y la humedad más sofocantes casi todo el año. Así como antes me escondiera del frío en mi habitación y de su ventana gris rescatara penosamente la luz europea para mis lecturas, así me encierro ahora contra el calor en una casa hostil o en un despacho de cartón con aire acondicionado y luz artificial. Encierros europeos y encierros americanos, prisiones del pasado y prisiones del futuro, los pretextos sobran. Sólo puede caer lluvia u obscurecerse el cielo por la llegada de ciclones o tormentas. Cuando esto ocurre, el calor no cede y uno tiene la impresión de hallarse en medio de un invernadero de cactus y biznagas, interminablemente cubierto de una película de bochorno. Las nubes grises, sin embargo, no resisten demasiado tiempo y se disipan, pero mis ojos no pueden ya aprovechar la luz natural cuando regresa porque ésta quema y enceguece; no pueden tampoco beneficiarse de la mortecina luz ocasional de los nublados porque ya toda esa luz me la he gastado en el extranjero.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

No te da asco tener las chichis guangas como cono?

Anónimo dijo...

La opinión es el terreno salvaje entre el conocimiento y la ignorancia. (PLATON)