Esa mañana, al despertar, tuvo la sensación de estar en la habitación de aquella anciana que nunca le fue dado conocer en persona, pero cuyo piso en el centro de Ciudad Levante alquiló por pocos meses en dos periodos de su vida tan alejados entre sí como lo están el verano del invierno. Nada justificaba esa apreciación suya porque, al hallarse en una ubicación tan céntrica, aquel piso era invadido desde temprano por el ruido de coches y vecinos, comerciantes y transeúntes, lo que no ocurría en su verdadera habitación de Santa Teresa donde ni siquiera hoy, luego de casi tres décadas de vivir en el mismo sitio, se escuchaba poco más que el trinar de nerviosos pájaros o el ladrido de los perros de la cuadra delatando el recorrido de un solitario paseante.
El ventanal, pensó, era parecido al de su vieja habitación levantina: ambos a la derecha de la cama, con su par de puertas de cristal transparente por donde se colaba en las mañanas la misma luz indecisa de color gris; pero ni el diseño de las cortinas —bordados de lino con retazos huecos allá, tul amarillento y liso aquí— ni el acabado de las puertas —con marcos de polivinilo blanco ahora y de oscura madera de nogal entonces— permitía llevar las similitudes demasiado lejos, menos aún si se tomaba en cuenta que aquel ventanal daba a un balcón tres pisos por encima de la estrecha calle, en tanto que éste sólo da a un pequeño patio de cuatro paredes invadidas de plantas y cubierto por un enrejado que, además de intentar —un tanto ingenuamente— disuadir a ladrones y curiosos, fragmenta el cielo en pequeños cuadros azules.
Extendió su brazo derecho hasta tocar el borde de la cama e incomprensiblemente se asombró de encontrar aquel espacio vacío. Nunca nadie compartió el lecho con él en el anticuado piso levantino, no la primera vez en que aún era joven y podía haberles dado cuerda a las fugaces relaciones derivadas de sus escarceos nocturnos, pero tampoco la segunda cuando sus huesos ya dolían casi a diario y apenas se apartaba del camino que lo llevaba diariamente de casa a la universidad y de regreso. Poca cosa era estar acostado solo para explicar la inopinada impresión de hallarse en Ciudad Levante, no sólo porque así llevaba despertando a diario desde hace más de quince años en Santa Teresa, sino porque aún en los tiempos en que nominalmente estaba acompañado solía pasar largas temporadas lejos de casa. Sus estancias levantinas, sin ir más lejos, fueron a un mismo tiempo solitarias y comprometidas, periodos al pendiente del teléfono o el ordenador para mejor mantener la apariencia de normalidad en relaciones que, de haberlo sido —esto es, normales— no se habrían permitido separaciones semejantes, ni el prolongado reemplazo de la convivencia diaria —el cuerpo del otro recortado contra el ventanal cada mañana— por el intercambio de mensajes cada vez más inocuos a través de pantallas y auriculares. Pero se permitieron estos excursos y ahora los que esperaron por él —un día y otro y otro más— hace años que se han marchado y no lo esperan más. Recoge sus manos y con un pesado esfuerzo se incorpora. Queda sentado en el borde de la cama, de espaldas al ventanal, los pies tratando de no tocar el piso para evitar resfriarse.
¿Por qué podía sobrellevar tanto tiempo fuera de casa? ¿No habría sido mejor liquidar sus compromisos? ¿Ser uno de esos valientes que se van a la cama con un cuerpo distinto cada noche? ¿Reunir la voluntad de dar la espalda al pasado para emigrar o enamorarse en tierras lejanas, acaso dedicarse sin contemplaciones a las ciencias y artes? Nunca fue lo suficientemente fuerte como para quemar sus naves porque ello habría significado quedar despojado de la esperanza —la espera— de los otros, que era la suya propia, una forma de desnudez que no lo habría hecho más libre sino más apocado e inseguro. Punto de partida o referencia, elemento central de su parusía secular, necesitaba saber que había casa, aunque sólo fuera para retrasar indefinidamente el regreso a ella. Gracias a esa convicción pudo arriesgarse hasta el centro mismo del laberinto, a sabiendas de que un hilo —que suponía tan irrompible como inacabable, vínculo y camino de regreso— lo unía en todo momento al otro. Siempre podía volver indemne de la sordidez y la soledad, recuperarse de enamoramientos prohibidos, cerrar los paréntesis cortos o largos, pero reiterados, en que podía ser otro: un extranjero de acento impreciso, un científico obseso, el habitante provisional de una capital de provincias o el lector empedernido incapaz de escribir una línea. Piruetas en el aire con red debajo. Aventuras acotadas. Humo.
Hace años que ya no va a ninguna parte. No espera a nadie. Busca las pantuflas con los pies, se las calza. Se levanta con dificultad y anda penosmente hasta el ventanal para abrir las cortinas. Un día soleado. Esta es su casa y no el piso alquilado hace décadas a una anciana desconocida (dos veces); es Santa Teresa —miserable cuadrícula de polvorientas calles en una planicie infinita— y no Ciudad Levante. Evidentemente. Nadie lo espera. Hay casa, pero no esperanza.
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