lunes, enero 20, 2025

Lo increíble de morirse

No puedo creer que me esté muriendo cuando hace apenas unas semanas me hallaba bien. Es verdad que el clima cambió, como todos los años, de manera abrupta. Un día de noviembre todavía hacía calor y, de la noche a la mañana, había amanecido helado en mitad de la enorme cama que siempre he querido cambiar. Dejé entreabierto el ventanal a mi derecha porque hasta la noche anterior todavía hacía calor. Usé sólo la sábana de cuadros amarillos para cubrirme porque hasta la noche anterior su tela de algodón me mantenía fresco. Año con año me felicitaba por haber construido el pequeño cubo al lado de mi habitación que permitió convertir la ventana en ventanal y la inútil cochera en un patio mínimo de plantas y mosaicos armoniosos. El ventanal proporcionó más luz y ventilación al cuarto, el patio permitió sentarse algunas tardes a leer bajo su cielo fraccionado por la rejilla metálica que lo cubre. Ahora el ventanal lleva semanas cerrado, las cortinas unas veces abiertas y otras cerradas según mi ánimo. Al principio pensé que se trataba de otro de los muchos catarros estacionales que he tenido a lo largo de mi vida. Le pedí a la asistenta que preparara caldo de pollo y no levantara tanto polvo al barrer. Le pedí que comprara tortillas de maíz y crema agria para hacerme tacos junto con el caldo. Revisé junto con ella los medicamentos que tenía en el cajón de las medicinas —casi todos caducos— y le pedí que trajera los que consideré que harían falta: antiinflamatorios para el dolor de garganta, antigripales para la moquera, algún antibiótico cuya prescripción elaboré yo mismo aprovechando el bloc de recetas del fallecido Doctor Zet. Salvo por las incomodidades, pensé, este tiempo enfermo se distinguiría muy poco de mis días ordinarios: leería libros, escribiría notas, vería la televisión; tendría que seguir pagando servicios y cobrando el retiro, verificando que la renta de mis propiedades llegara puntual a mi cuenta. Un hombre como yo hace lo mismo enfermo que sano y, si se me apura, lo mismo activo que jubilado. Pero las fiebres nocturnas empezaron a obstaculizar mis planes. No importaba la modestia de mis propósitos porque la enfermedad los volvía irrealizables. No importaba que me hubiese pasado toda la vida recortándolos inexorablemente porque aún debían reducirse más. Los años infantiles en que me fue instilado el veneno de la creencia en mi superioridad intelectual hubieron de ser combatidos por años y años de hechos en contrario. Las pruebas a las que hube de enfrentarme fueron las más lentas y crueles, siempre en el límite de la frontera que separa al talento de su negación, así se mantenía la ilusión de una mediocridad siempre a punto de ser superada sólo para terminar, luego de un esfuerzo agotador, enfrentado al hecho de que toda conquista era ridícula, todo triunfo un mero espejismo estúpido. A la obtención de las notas más altas en matemáticas hubo que oponer la incapacidad para hacer matemáticas. A la obtención de los grados académicos más altos hubo que oponer la multiplicación de las confusiones técnicas más vergonzosas. A las publicación de artículos en las revistas científicas más prestigiadas hubo que oponer los errores más simples que los invalidaban. No hubo pues necesidad de esperar a la jubilación para liquidar el propósito de ser ya no digamos un científico notable, sino apenas un hombre de ciencia mínimamente consistente; a partir de la segunda estancia en Ciudad Levante, cuando también tenía un ventanal a la derecha de mi cama, el contacto con el Tigre liquidó para siempre, por su sólo contraste, cualquier posibilidad de enmienda profesional: sus ideas eran originales, las mías derivadas; sus trabajos eran coherentes, los míos erróneos; su comprensión era cabal, la mía insuficiente; nunca le aportaría nada que él no hubiera previsto y descartado; toda colaboración entre nosotros no podía ser otra cosa que la ejecución exacta por parte mía de cada una de sus instrucciones. Renuncié así, luego de una vida entera de expertos despropósitos, a ser nada más que un vulgar maestro de universidad de provincias, ocupación de la que me jubilé hace algunos años, de modo que cuando las fiebres nocturnas aparecieron, ellas ya no podían estorbar propósito científico alguno, ni impedirme leer libros técnicos que ya habían sido repartidos entre colegas, ni frustrar el crecimiento de la lista de irrelevancias que logré colar en las así llamadas publicaciones científicas a lo largo de décadas de deliberada simulación. No obstante, una ambición de orden intelectual sobrevivió a la desaparición de mis aspiraciones científicas aunque ya llevara años muerta cuando llegó la enfermedad de la que no puedo creer que me esté muriendo: la idea de que podía ser escritor. Así como los malentendidos científicos tuvieron su origen en los concursos de matemáticas, los ordenadores y las amistades de mi adolescencia, así el despropósito de escribir tuvo su origen en los poemas y diarios que al final de mi niñez escribía a máquina en color negro con encabezados de color rojo. No escarmenté cuando leí los primeros poemas y cuentos y novelas de quienes sabían escribir, ni cuando se me agotaron la lírica y la biografía y me quedé simplemente con mis cartas, ni cuando empecé a hacer cuentos malísimos que sólo hasta mi tercera estancia en Ciudad Levante, rebasados los cincuenta y seguro de que la vía científica estaba liquidada, decidí presentar a editoriales que los declinaron en todos los tonos posibles. Cerca de la jubilación quise hacer una novela y nunca avancé más allá de treinta aburridas páginas que a mí mismo no me apetecía releer. Una noche solitaria, leyendo en mi biblioteca, lo acepté: no escribiría nunca nada. Me consolé pensando en que podría leer y releer los libros que tenía frente a mí, algunos aún envueltos en el celofán con que me los entregaron en las librerías de Ciudad Natal y Ciudad Levante, en la Isla y en el Gueto, en el insulso establecimiento para señoras de Santa Teresa hasta donde varé en repetidas tardes de inacabables fines de semana miserables. Un propósito a mi alcance, pensé. Un propósito pacífico aunque improductivo porque no haría con mis lecturas ningún estudio. No hablaría con nadie acerca de ellas porque apenas me quedaban amistades y a ninguna de ellas le interesaba lo que yo pudiera decir al respecto. La vida reducida a entretenimiento, todo lo reunido a lo largo de los años sólo una forma de pasar el tiempo. Cómo ir del punto A al punto B. Eso pensaba resignadamente cuando inició la enfermedad, que seguiría leyendo pero sólo con un poco más de molestias: dolor de garganta primero y escurrimientos después, acaso un par de malas noches por insomnio o tos. Pero entonces aparecieron las fiebres y ya no pude tampoco leer, no de noche cuando me asaltaban los delirios y volvía a ver el ventanal convertido en ventana y la extensa cama a mi derecha ocupada por quienes durmieron en ella con regularidad en el pasado, escuchando mis quejas acerca del colchón, los hundimientos y los hormigueos; no cuando estaba seguro de escuchar los ladridos de perros que hacía años no tenía, ¿acaso la asistenta ha traído algún animal?, me preguntaba una y otra vez mientras realizaba cálculos interminables, primero un cuadro blanco que había que resolver por completo para luego seguir con el problema de los tres cuadros blancos, dudar al final si se ha resuelto todo y repetir; los familiares ya fallecidos con su cháchara interminable. ¿Quién puede leer en esas condiciones si no queda claro ya cuándo es de día y cuándo es de noche? Y las preocupaciones acerca de las cuentas bancarias y los servicios, ¿por qué tenía que escoger este libro de Jon Fosse, encima, para morirme? ¡Qué lectura más atroz! Equivocarse toda la vida y volverse a equivocar al final, cuando se percibe que de esta no saldremos y que los libros que vemos delante, celofán o no, se van a quedar aquí fuera de nuestro alcance, ¡y las cosas! ¿Qué va a pasar con las cosas? ¡Es increíble! me digo una y otra vez con los cabellos pegados al rostro por los sudores, la asistenta no se puede quedar todos los días aquí y me acerco tambaleante a la ducha recordando cómo era eso de bajar la fiebre, los trapos húmedos, los geles fríos. ¿Cómo es posible que no vaya a terminar siquiera de leer mis libros? Pasó hace poco mi cumpleaños, al menos eso está cubierto... Mamá, dame más pastel. Mamá, mamá. No voy a alcanzar a terminar la lectura y menos si escojo tan mal como este libro de Jon Fosse. ¡Qué inoportuno! ¡Qué delirio! Pero si estaba bien, no puedo creer que me esté muriendo, nunca pensé que a estas alturas le entraran a uno ganas de intervenir más allá de la tumba: 'que ella se lleve esto y aquello', 'que le den esto otro a fulano y mangano', 'que con mis muebles y cuadros, que con mi ropa, que con mis monedas y mis discos y películas, que...' es inútil. Ni siquiera en estas circunstancias renuncio a propósitos que no puedo cumplir. Soy un fracaso e intento arreglarlo todo en un último gesto. Qué torpeza. Las fiebres no cesan, el vómito, el aliento sobrecalentado, los ladridos ¿son de allá fuera o del patio de atrás? Descansa, perrita, ya has olfateado por última vez el aire de la laguna. Todavía quiero levantarme cuando la luz de la mañana ilumine la biblioteca, cuando el aire sea dorado y limpio, cuando los lomos de los libros brillen. Quiero terminar de leer aunque sea a Jon Fosse. Por favor, un poco más de tiempo. No puede ser que ya no haya tiempo. Por favor. La noche interminable se cuela por el ventanal entreabierto tirando al suelo las medicinas.  

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