sábado, febrero 01, 2025

Lamento por la condición humana

Fue por aquellos años en que a la derecha de la cama tenía un ventanal que daba a un balcón desde el que difícilmente se podía sobrevivir si uno se arrojaba, que confirmé la dramática desaparición del deseo y miré hacia mi pasado lúbrico con extrañeza. Ya durante el primer mes en Ciudad Levante, al final del verano, me asombraba no sólo de que no diera pasos hacia ningún encuentro como en mi primera estancia de hace quince años —algo fácil de justificar tramposamente con palabras como fidelidad, pero yo no me engañaba— sino de la falta de interés y aún de apreciación hacia los chicos que, en tiempos no muy distantes, me habrían hecho detenerme en mitad de la calle y volverme hacia ellos con insinuación y descaro. Como la primera vez, había ido a trabajar a la universidad levantina con el Tigre sin que ninguno de los dos tuviera claro lo que haríamos, así son las cosas en las matemáticas aplicadas y no digamos ya las puras, de modo que era una suerte, supongo, que nosotros pudiéramos alegar que nuestras abstracciones estaban ligadas a la robótica y la aeronáutica, aunque todo fuera una exageración indisimulable. Las ideas, sin embargo, igual que el deseo, no se me presentaron en aquellas semanas, lo que atribuí a que esta vez no hubo despacho para mí y fui instalado en una sala común maloliente y acalorada donde hube de trabajar en mi pequeño portátil junto a estudiantes ruidosos que no se arredraban para sostener todo género de conversaciones a volumen ibérico. Casi todos los días el Tigre se pasaba por mi escritorio, comprobaba distraídamente en qué trabajaba, hacía algunos comentarios técnicos que, aunque yo no siempre lo percibiera, no tenían desperdicio, y se iba; en algunas ocasiones me invitaba a su despacho para lo que se suponía era un trabajo común, aunque derivado de sus ideas, pero entonces yo apenas le seguía en su discurso interminable, deslizando con dificultad observaciones inanes aunque sólo fuera para dar pábulo a que continuara por los paréntesis así abiertos. Como al fin y al cabo no entendía la mitad y la atmósfera en aquel despacho era casi tan ofuscante como en la sala donde yo tenía mi escritorio, divagaba, pero no sobre cualquier cosa sino sobre la persona del Tigre. Por descontado me asombraba su inteligencia, que lo mismo le permitía traducir rápidamente su pensamiento en ecuaciones que programar en ordenador códigos eficaces para ilustrarlas, así sus cualidades técnicas, pero es que además yo era testigo de la riqueza y precisión de su lenguaje —al fin y al cabo su lengua, la mía sólo prestada aunque fuera materna—, de la agudeza de sus análisis en esferas que se suponían ajenas a su especialidad como la política, de su buen oído musical que le permitía cantar, tocar instrumentos y escribir notas musicales de cualquier melodía. 'Sus padres', pensaba, 'han tenido todo que ver en este desarrollo, pero también el lugar donde ha crecido: él se pasea por entre catedrales y murallas, yo por calles destruidas y desiertas; su padre fue ingeniero, el mío fue albañil; su país fue conquistador, el mío conquistado; su madre fue cantante, la mía secretaria'. Me obligaba a prestarle atención dejando de lado lo que parecían simples comparaciones ociosas de un hombre acomplejado, pero luego de salir de su despacho disponía de muchas horas en la universidad y en la ciudad, en el piso con el balcón del que nadie podía lanzarse sin matarse, en el supermercado donde compraba lo que estaba a punto de caducar por tener precio reducido, para pensar todavía más en el asunto cuyo tema no era el Tigre, desde luego, sino la constatación de que yo, además de haber perdido el deseo, tenía límites, una conciencia que en la primera estancia, quince años atrás, no tenía, o bien la tenía, pero la despreciaba. ¿Son el deseo sexual y el futuro ilimitado dos cosas distintas? Cada mañana en aquella cama con el ventanal a la derecha despertaba sin erección alguna, cada tarde volvía después de fingirme hombre sano y responsable, andando por la ciudad, para comprobar que no me apetecía ni siquiera tocarme. Aquella inopia sensual no se traducía en una mayor voluntad de estudiar las ecuaciones del Tigre o reproducir las simulaciones y cálculos por él realizados. Me dedicaba desde la cena hasta poco antes de irme a la cama a ver espantosos reality shows en la televisión del salón, para luego leer en la cama novelas o estudios literarios hasta que el sueño me vencía. 'El Tigre no hará nada de esto', pensaba, 'ni ahora ni en su juventud, no perdería el tiempo en literatura fantástica ni apetitos carnales, no se envilecería mirando porquerías en la televisión ni se cuestionaría interminablemente sobre el sentido de nada, por eso y porque estaba en su naturaleza ha respetado los raíles que la sociedad le ha trazado para mejor cumplir su papel: esposa, hijos, trabajo, familia, patria, tradiciones, pero no se piense que es un hombre de derechas ni mucho menos, quizá hacia sí mismo pero no hacia los demás, hacia afuera es manifiestamente un hombre de izquierdas, consiente, por ejemplo, las drogas y el aborto y la eutanasia, lo mismo que mi orientación sexual aunque sea perpendicular a la cultura, ahí está, ahí lo tienes, no está bien culpar a los demás, que si los padres, que si el país, ya estoy suficientemente grande y debería verme a mí mismo, un hombre de cincuenta años preocupado por dónde poner la polla aunque no le apetezca, un hombre que fácilmente desciende a la vulgaridad en vez de mantenerse al margen, algo que puede intentarse, sí, apartarse de la degradación que identificamos rigurosamente, pero que no está bien hacer de esa manera beata e infantil, antes bien, debería ser resultado de nuestra naturaleza y no consecuencia de ir en contra de ella, ¿pero cómo podría yo ser mejor si no es yendo en contra de mis impulsos, oponiéndome a mis intereses mezquinos, a mi doblez moral y mis tentaciones?, pero luego ¿con qué recursos podría yo intentar semejante operación? es decir, si como queda probado jamás alcanzaré la lucidez del Tigre porque estoy limitado intelectualmente, ¿qué me hace suponer que no lo estoy también en lo moral? A los años que pasé estudiando por placer le siguieron los muchos en que lo hice para ponerme a la cabeza de un puñado de ciegos, por eso soy tuerto; para estar en lo más alto accedí a hacer tímidas trampas fingiéndome un entendido, por eso soy un estafador; lo conseguido es un castillo de naipes que no resiste el menor escrutinio... el balcón está tan cerca'. Una mañana del segundo mes de estancia tuve la suerte de rescatar una vieja idea para proponerla al Tigre y no depender enteramente de sus trabajos, en los que me incluía acaso por conmiseración y no porque yo hubiera aportado nada. Durante semanas presenté un enfoque equivocado de mi propia idea mientras el Tigre insistía en la que fue, finalmente, la formulación correcta; también fui incapaz de comprender las implicaciones de mis desarrollos o de programar razonablemente las ecuaciones que yo había establecido. El Tigre, desde luego, lo había previsto todo; recordando sus ojos inquietos y la forma en que remoloneaba en su silla sonriendo oblicuamente, era evidente que trataba de dejarme llegar a sus conclusiones aunque a veces le desesperara mi lentitud. Seguramente no llegué a ver todo lo que él había visto cuando el tercer y último mes de estancia llegó. Ayudado por la visión de un artículo cuya escritura había dependido casi enteramente de mí, me fue fácil sentirme satisfecho en la falsa creencia de que las intervenciones del Tigre habían sido mínimas; tal vez lo fueron, pero también fueron esenciales: aquello no era prueba de mi pericia, sino de mis limitaciones. Alguna noche de ese último mes me permití un homenaje a modo de celebración, no porque me apeteciera del todo, sino como profiláctico. Una vez hube terminado reparé en lo poco que, de un tiempo para acá, me recreaba en la memoria de mis aventuras. 'Qué extraño', pensé, 'haber sido aquel hombre lascivo y no reconocerse ahora. Debo estar envejeciendo. Es una pena que ello —la falta de deseo— no sirva para volverme un virtuoso, un intelectual al fin, un científico de verdad. No sirve tampoco para ahorrarme zafiedades propias o ajenas. Ahora mismo estoy a pocos días de volver a Santa Teresa y allá me espera la reanudación de mi vida de tuerto-rey rodeado de príncipes ciegos, un payaso a quien se puede ignorar, gritar y contravenir, aún en su propio palacio, aún con sus propios recursos. No logré ponerme a salvo en la vida. Sólo los que se ponen a salvo pueden considerarse exitosos. Hay gente —poca— que ya nace a salvo; yo no. Podía salvarme y no lo hice y ahora es demasiado tarde. No me quedé en Ciudad Levante antes ni ahora. No me quedaré después. Tampoco en la Isla ni el Gueto. Fracasé en lo que hubiera podido darme un poco de paz ahora que las capacidades intelectuales tienen límites probados, ahora que el deseo ha desaparecido. Ilusiones no tengo ninguna desde hace años. El amor es, como mucho, una tierna costumbre y un compromiso, no un entusiasmo.' Y se me ocurren sólo cursilerías ahora, de modo que abro el ventanal a la derecha de la cama y compruebo que hace un frío tremendo. Allá abajo siguen pasando los autobuses, los empleados de la paquetería tienen encendida la luz a deshoras. Un salto y ya está, se acaban las dudas y los fraudes biográficos. Un salto y termina todo. Pero no lo hice entonces ni lo hice después. Sólo lo pensé por aquellos años, antes de estos otros en que a la derecha de la cama tengo un ventanal que da a un patio mínimo de plantas y mosaicos armoniosos, pero no a ningún balcón.

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