Aun antes de que se escuche el chirrido de la puerta ya brincan agitados los perros, lo mismo el par del patio frontal, sobre la enorme cisterna construida en tiempos aprovechando la fuerte pendiente de la calle, que la perra pequeña del patio trasero, un cuadrángulo irregular que hasta hace algunos años todavía tenía una puerta que daba a un parque interior, común a casi todas las casas de aquella manzana, donde hacía sombra un árbol enorme que ya debió estar allí, pienso, cuando todo aquello eran sólo sembradíos de jícama y maíz, los últimos terrenos aptos para el cultivo antes de La Barranca, en cuyos caminos polvorientos veo bajar peligrosamente a los muchachos, primero dos y luego otros dos, riendo sin parar con sus tenis desgastados, una vuelta tras otra saltando entre piedras y boñigas, la mitad del tiempo abrasados por el sol y la otra mitad helados por penumbras hechas de ramas y piedras, no se percibe apenas, pienso, que a uno lo maltrate su padre alcohólico y al otro lo avergüence el acné, no se puede ver, así me lo parece, que a este le toque un tío la entrepierna y en casa de aquel haya poco de comer, uno de los muchachos resbala y los otros se ríen, divertidos, uno acude a darle la mano al caído y los otros le sacuden el polvo de las nalgas, bromeando, son todavía demasiado nuevos, pienso, unos recién llegados a los que queda poco tiempo para que el veneno que ya les ha sido instilado aflore como marcas en sus rostros, ya lo creo, sí, pero no esta mañana en que ya distinguen el ruido de las aguas del río, en el fondo, no aquí, por dios, en la Huerta de los Mangos donde se pudren las frutas entre lodazales que los muchachos atraviesan hasta llegar a la poza de arriba, donde se bañarán en calzoncillos hasta que sus manos queden arrugadas y se las miren unos a otros con azoro, seguramente sí, en cambio, esta noche en que, luego de cerrar la puerta con el mismo chirrido con el que la abrió y echar la llave, veo a Jorge subir pesadamente los escalones que desde la cochera conducen al salón de su casa, el perfil de las plantas que su mujer ha sembrado en macetas flanqueando su lento ascenso, los ladridos de los perros, dos al frente y una atrás, cada vez más fuertes y acompañados de rasguños en las puertas metálicas que los separan del salón, ahora me doy cuenta de que Jorge ha dejado su chaleco en uno de los sillones y que, aun de pie, su rostro se ilumina con la luz de colores, tibia y temblorosa, de la pecera, uno diría que el tiempo se ha detenido porque nada se mueve y es como si Jorge deseara calmarse por medio de aquella atmósfera vagamente marina, los perros aquiescentes repentinamente callados, aguzando el oído y levantando las orejas para tratar de saber qué ocurre al otro lado de sus puertas, Jorge se anima al fin a encender la bombilla y los perros vuelven a brincar porque ya han escuchado el ruido del pienso, dos cuencos grandes para los del frente y un cuenco pequeño para la de atrás, y ahora que hay luz puedo ver su enorme cama deshecha tras el umbral de una puerta y en la otra habitación la cuna de la niña que ya no es niña, recogida, el librero donde aguardan lectura viejas enciclopedias junto con textos del Artista y textos del Científico, porque tiempo hubo en que se interesó por la ciencia y casi al mismo tiempo por el arte, él hablaba conmigo y yo hablaba con él, nos quedábamos tan satisfechos, uno mencionaba al cometa y escrutaba los cielos, el otro hablaba del cabo de Creus como si de las rocas que dan a La Barranca se tratara, uno revisaba entonces las obras del Artista y explicaba sus periodos, el otro volvía al tema del cosmos de la mano del Científico, no conocíamos el aburrimiento, al final hablábamos de Dios y nos quedábamos tan satisfechos, él en silencio conmigo y yo en silencio con él, ahora en cambio ya se oye a los perros comer, pero no ha habido fuerzas para levantar sus mierdas, ya se oyen también el refrigerador y el borboteo de la bomba en la pecera, no sé cómo no había reparado en ellos antes si están ahí desde que Jorge subió las escaleras, y ahora lo veo a él con el pelo ralo y un párpado caído, con el vientre abultado y manchas en la cara, ha sido otro día de trabajo embrutecedor y sólo le apetece cenar, piensa en la suerte que tiene de que su mujer le deje comida semana a semana, hay costillas en la nevera y pollo en el congelador, pero ahora mismo no puedo esperar a que se descongele el pollo, piensa, aunque me apetezca más que las costillas no puedo esperar, tendré que calentar yo mismo lo que hay en la nevera y sólo yo calentar tortillas o prepararme un café, porque aunque mi mujer me trae la comida semana a semana ella no se queda a servírmela, viene sólo una o dos noches los fines de semana y siempre con la niña, pienso que la utiliza como pretexto para no hacer nada conmigo en la cama, a veces la invita incluso a nuestra habitación y me disgusto, pero no puedo forzar lo que no me es dado, creo, tampoco impedir que ambas vivan con mis suegros a pesar de mi oposición, no siempre fue así, desde luego, pero las cosas cambian y ella no es más la muchacha de cabello negro y carácter alegre que yo conocí, justo es decir que yo también he cambiado, heme aquí, por ejemplo, calentando la cena como si fuera un hombre soltero, a solo unos metros de La Barranca sin que tenga ya tiempo ni fuerzas para volver a sus caminos ni quede ya noticia de sus manantiales, no sé qué habrá pasado con la Huerta de los Mangos ni con los muchachos, pero lo veo a él siempre en tierras extranjeras, exilado, sin una sola conversación sobre el Artista o el Científico, sentado frente a las repisas de su biblioteca en un sillón de cuero donde apenas se ha sentado alguien que no sea él, levantando la vista de vez en cuando para pensar en la muerte y el abandono, tan parecidos ambos si no son lo mismo, arrancado de sus meditaciones por el presente desconsiderado que en su atrevida ignorancia cree que se puede amar sin conocer, allá va a la cama el poeta que dejó de serlo y el hombre de ciencia que se convirtió en burócrata, asistido por pastillas y misteriosos resortes, a liberar endorfinas mientras yo tengo que habérmelas con las chicas descarriadas del almacén y las aún más salaces de la enfermería, escarceos que casi nunca terminan en la cama porque se despliegan entre torres de productos y bodegas insalubres, apenas un sujetador roto o unos dedos húmedos, con eso voy tirando y ya me voy tocando poco a poco, una vez que he cenado, excitado por los recuerdos recientes y alguno remoto, es una suerte que viva solo, pienso, para poder soltarme cómodamente aquí mismo en el comedor, ya limpiaré enseguida antes de irme a la cama, y cómo hará él para sobrellevar su vida en el exilio sin el consuelo de un paisaje donde descansar la vista o una casa como esta que aun despostillada tiene luz y asimetría, desnivel y misterio, a mí me acogen de vez en cuando en el comedor de mis suegros y en el de mi madre, sobrevivo a las palizas del trabajo riendo las vulgaridades de mis compañeros con todos mis dientes podridos y los huecos obscenos de mis encías, pero a él lo veo abrir la puerta de su cubículo a primera hora de la mañana y no hablar con nadie durante horas, rodeado de libros que, con ser de matemáticas, no son del Artista ni del Científico, apilando símbolo tras símbolo en pantallas gigantescas hasta que se interrumpe para comer siempre a la misma hora y, tras la siesta, completar la jornada para luego volver a casa hacia las siete y un día hacer ejercicio y otro día hacer el amor, no le da vergüenza hablar con semejantes palabras de sus rutinas, y yo no puedo reprocharle que cambie su vida porque yo tampoco cambio la mía, porque yo comprendo que las cosas son así y que mientras yo rezo él sólo piensa en sus muertos y que mientras yo duermo solo él lo hace acompañado, los dos en silencio a la misma distancia de La Barranca porque el tiempo todo lo nivela y los sueños todo lo confunden, yo no veo los suyos ni él ve los míos, pero el polvo se levanta del camino haciéndonos estornudar de vez en cuando mientras los muchachos suben de par en par, ya no tan rápido como bajaron, deseando llegar arriba pronto para beber un refresco.
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