Cree mi
secretario y amigo, padrino tanto de mi primogénito como de Anita, la más
pequeña, que los tiempos están cambiando y pronto habrá que ser muy creativos
para darle continuidad y sentido a lo que sostenemos. Alega que lo del año
pasado nos da la razón histórica al tiempo en que nos despoja de un enemigo
concreto y largamente conocido, ideal para instigar el odio de los más jóvenes
y la angustia de los padres de familia; que ser anticomunista será cada vez más
difícil, si no es que absurdo en un mundo como el que viene quedando —aunque
todavía es temprano en un proceso que, coincido con él, habrá de ir todavía más
lejos—; que la amenaza del protestantismo nos pilla lejos —cinco siglos, dice—
y que las de la agenda liberal —aborto, homosexualidad— o las de la
conspiración judía, sólo cohesionan a sectores concretos —y embozados— de la
sociedad. Es un tipo cerrado, mi compadre, que parece no entender bien a bien
de qué se trata todo; sus pocas luces no le permiten razonar más que
superficialmente sobre los mecanismos que van del fanatismo de las ideas a los
beneficios económicos que producen. Así pues, a riesgo de perder el negocio, no
puedo dejarme llevar por su tontería, pero tampoco ignorarla del todo.
Porque mucha
gente coincide con él y se han acercado a mi persona buscando seguridades (los
más pragmáticos que temen perder su dinero) y orientación (los desposeídos que
temen perder la fe). He obrado en todos los casos con equilibrio —no se está
tantos años a la cabeza sin conseguir alguno— repartiendo doctrina o balances,
según el caso y siempre a cuentagotas, nunca más de lo necesario, que siempre
quede una pizca de incertidumbre e inquietud en el subordinado, una duda que no
sirva a su parálisis sino a su redoblada cooperación, como un incentivo aunque
sea perverso y deba renovarse periódicamente. Pero los hechos no mienten y a
ellos se atienen titubeantes desde vulgares secretarias hasta miembros del
consejo: hace años que no ocurre ningún incidente entre nuestros estudiantes y
los de la universidad de enfrente, las sociedades secretas ven menguar sus
números, los reportes de rebeldía o traición que antes dieron pábulo a revitalizantes
palizas escasean, y para rematar ahí están las imágenes de la puerta de
Brandemburgo, de la Plaza de San Wenceslao, de los Ceausescu cayendo bajo un
pelotón de fusilamiento. '¿Contra quién ahora?' parecen preguntar con la
mirada.
Debo confesar
que aunque tolero a la mayoría por conveniencia, encuentro insoportable su
ignorancia y estupidez. Que a la gente que vive en la penuria económica y
cultural les resulte suficiente el cóctel doctrinario que preparamos hace décadas
mis hermanos y yo, pasa: ¿cómo podían resistirse a la mezcla de patria, iglesia
y universidad que daba continuidad a la guerra cristera de sus padres? ¿cómo rechazar
la seguridad de un sueldo miserable que los señores del dinero —y Dios sabrá
por qué lo tienen— reparten bajo el principio de la caridad cristiana? Pero que
los miembros del consejo, mi compadre por ejemplo, se traguen el mismo cóctel y
me obliguen a seguir la faramalla incluso en lo privado, no me parece más que
un signo de abyección. Cuando entiendo la imposibilidad de una discusión
horizontal y franca, ya no para mi solaz y provecho social, sino incluso con el
sólo fin de perfeccionar la maquinaria que presido y de cuyo funcionamiento
ellos tanto se benefician, me surge algo parecido a la empatía por el cabo
austríaco que no lo habrá tenido nada fácil con fanáticos como Goebbels o Göring
cerca, especialmente al final de la guerra. El barco se hunde ¿y qué? Ellos
sólo piensan en arengas como patria o muerte que no sirven para llenar los
libros de contabilidad ni para hinchar cuentas bancarias. Idiotas.
Yo tengo
cultura, la tienen en alguna medida todos los que me rodean en el mando, pero
luego les falta inteligencia. No puedo asistir a todas las reuniones de las
distintas vanguardias ni puedo entrenar a la gente en las proporciones justas
de fanatismo y realidad: allá cada uno resuelve según su conciencia y el
resultado es una homogeneidad razonable en la que no faltan puntos de exceso
que debo permitir: allá un muerto, acá un expulsado, luego un proceso judicial
en que se extravían expedientes o desaparecen indiciados, lo normal. Y es
gracias a mi cultura como puedo entender que lo que está ocurriendo no es nada
inquietante como pretenden los que me piden seguridades u orientación: simples
ondas de otra piedra en el estanque. Me extraña que se asombren porque algunos
me acompañaron a lo largo de este siglo: vivieron la agitación de los años
treintas con su cauda de fanáticos de rifle y piolet, colaboraron en las
delaciones franquistas de los cuarentas, ayudaron a las perseguidas huestes del
excomulgado cardenal de Tourcoing para venir a México. Luego entonces, no
entiendo por qué habría de alterarlos este movimiento insípido que claramente no
puede tocar a este continente: no somos europeos para tener bandos o ideas, lo
que significa que aun tendremos largos años de comunistas sin comunismo y
tradicionalistas sin tradición. ¿Qué muro podría caer aquí? 'La estupidez está
hecha de hormigón', suelo decirme.
Nadie entre
los míos —salvo Anita que es culta e
inteligente, aunque joven— conoce mis verdaderas opiniones. Es probable que
ella —una mujer, hay que joderse— deba continuar mi obra: entiende que el
concepto de enemigo nos es foráneo por mucho que finjamos exaltación, que no
creemos ni vamos a creer, anclados en el cinismo que da el terreno movedizo en
que nos movemos, que las verdaderas máquinas de dinero no están hechas de
tractores o portafolios, sino de ideas, que morir por estas últimas no siempre
requiere de una pistola sino a veces solamente de un empleo.
—La obscuridad
siempre vuelve, padre, para seguir con la Obra —me dijo una tarde luego de una
larga conversación en rectoría.
Miré por el
enorme ventanal hacia la explanada, la noche cayendo, mi compadre preparando la
conferencia universitaria en defensa de la cultura y el orden en la oficina de
al lado, los carteles colgados en cada poste, maestros y alumnos repartiendo
pegatinas. Sonreí mascando el puro; le contesté:
—Indudablemente
Anita. Siempre.
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