domingo, octubre 22, 2023

Nubes grises

El topo es un animal que cava galerías bajo la tierra buscando el sol. A veces, su camino lo lleva a la superficie. Cuando ve el sol, queda ciego.

Alejandro Jodorowsky


En mi infancia nunca llueve ni, como es lógico, hay días nublados, lo que no quiere decir que todo sea bueno o inocuo, más bien al contrario: el mundo está plagado de monstruos, pecado, culpa y castigos. Así lo confirman las pesadillas que invaden mis noches y la mirada de mi madre cuando me obliga a rezar, el olor voluptuoso de la ropa interior en las habitaciones de mis tíos y el siniestro sudor del que sólo mi hermana es testigo. Confío en mis mayores a pesar de sus contradicciones e intento construir una idea del mundo asistiendo a conversaciones entre adultos donde no se consiente apenas mi intervención. No se nubla detrás de las ventanas del piso donde juego a armar edificios con piezas de madera a cuyo alrededor circulan cochecitos y camiones, nunca en el cielo indefinido de donde viene la luz que ilumina los mapas que copio de libros de geografía a mi cuaderno para luego colorearlos pacientemente por horas, mucho menos por entre las ramas de las jacarandas, yucas o limoneros de la casa de mis abuelos donde como pan dulce y miro telenovelas en habitaciones cargadas de humo. No. No se obscurece el cielo porque nunca reparo en él.
[...]
Empiezo a ser consciente de la bóveda celeste poco antes de abandonar la casa de mi madre. Es un año en que llueve todos los meses, a veces por días enteros, primero con parsimonia sobre un muchacho sentado en la saliente de una barranca poblada de sombras (el paso de la imaginación largo tiempo cultivada a la materia), luego con furia contra los inmensos ventanales de la industria que ha intentado secuestrarlo (el mundo de números y leyes) y, finalmente, en forma de inestable nieve que, desconcertada de su latitud, cubre dudosa las calles que él atraviesa por horas para unirse a la recién creada sociedad de los ilusionistas (una huida cualquiera para no trabajar, como pueden serlo las drogas o la poesía). Más días nublados vendrán cuando ya haya fundado una familia de sólo dos miembros —la mínima— y desde aquella casa de mosaicos color ladrillo y azulejos marinos, situada en los límites de un antiguo poblado en el borde sur de la ciudad, mire la lluvia caer sobre empedrados ahora lustrosos por donde nadie pasa y respire el aire fresco con olor a tierra mojada que, al invadir la casa, hace pensar que uno vive en el interior de un fresco cántaro de barro cocido.    
[...]
En Europa siempre hay nubes grises, a veces de manera sucia y siniestra como cuando se mira a Praga desde el ventanal de un panelák comunista un domingo por la tarde, a veces en forma de cementerio interminable como cuando uno recorre la provincia francesa intentando convencerse de las virtudes de tener tantas calles idénticas por recorrer. Hace frío casi siempre y, con el cuerpo tullido, uno se recarga ya en un codo, ya en el otro, para leer tumbado en la cama un libro en lengua extranjera mientras espera la expiación de sus hipótesis. Porque fueron mis creencias de ilusionista las que me llevaron de un sitio a otro a costa de amores y terruños. Porque fueron mis presunciones las que, a pesar de hacer agua bajo los encapotados cielos de la capital centroeuropea o hallarse inmersas en la espesa bruma del Hainaut-Cambrésis, me mantuvieron largos años firmemente anclado en la miseria. Disciplina monástica. Austeridad. Largo exilio con la mirada puesta allende el Atlántico, más allá de las nubes.
[...]
Los cielos de Santa Teresa rara vez están nublados, sus aires sólo ocasionalmente tibios. Gobiernan el calor y la humedad más sofocantes casi todo el año. Así como antes me escondiera del frío en mi habitación y de su ventana gris rescatara penosamente la luz europea para mis lecturas, así me encierro ahora contra el calor en una casa hostil o en un despacho de cartón con aire acondicionado y luz artificial. Encierros europeos y encierros americanos, prisiones del pasado y prisiones del futuro, los pretextos sobran. Sólo puede caer lluvia u obscurecerse el cielo por la llegada de ciclones o tormentas. Cuando esto ocurre, el calor no cede y uno tiene la impresión de hallarse en medio de un invernadero de cactus y biznagas, interminablemente cubierto de una película de bochorno. Las nubes grises, sin embargo, no resisten demasiado tiempo y se disipan, pero mis ojos no pueden ya aprovechar la luz natural cuando regresa porque ésta quema y enceguece; no pueden tampoco beneficiarse de la mortecina luz ocasional de los nublados porque ya toda esa luz me la he gastado en el extranjero.

domingo, octubre 15, 2023

Arco del triunfo

Seré intencionadamente superficial por falta de tiempo. El día en que habríamos celebrado nuestras bodas de plata recibí flores. Una coincidencia. No eran de él, desde luego, sino de quien todavía no cumplía un año de vivir conmigo. Como es natural, no le llamé para recordarle la fecha ni, con ese pretexto, preguntar por su salud o proyectos, avergonzado como todavía me siento del sufrimiento que le causé en más de dieciocho años de brega que se antojan desperdiciados sólo porque ya no estamos juntos. Tengo la convicción de que haberlo perdido (con todo lo dramática y equívoca que pueda resultar esta expresión) fue el mayor error de mi vida; tengo asimismo la creencia de que debía y podía haber hecho mucho más para superar nuestras dificultades. Y es que, por si cabía alguna duda (que nunca cupo), la suerte corrida en mis posteriores relaciones permitió destacar todavía más el carácter excepcional de su persona, la belleza de espíritu con que ya contaba cuando lo conocí a sus veintitrés años. No estuve ni remotamente a su altura, aunque ahora todo sean medias verdades y sea imposible separar la paja del trigo, no sólo porque ya no podemos reunirnos para aclarar nada sino porque no existe punto de vista alguno que me permita asumir lo ocurrido sin remordimientos ni lamentaciones: sólo me queda el silencio.
Mientras volvía de noche a casa donde me esperaba aquel que apenas un par de horas antes me obsequiara flores, con el cuerpo adolorido por el nunca bien tolerado gimnasio y mirando a un lado del camino las sucias aguas de la laguna, pensé en mi antigua relación como en un monumento silencioso que, como el Arco del Triunfo, diera cuenta de nuestras victorias y acontecimientos memorables, un edificio por mí proyectado al que, como Napoleón, nunca accedería más que con la imaginación por hallarme derrotado y exiliado en mi propia isla sonorense, remota y desértica. 'Sí', me dije, 'es indudable que hemos perdido, pero mi visión avergonzada es injusta y parcial, no sólo para conmigo sino para con él, pues en nuestro largo tiempo compartido cupieron la alegría y el optimismo, la euforia y la solidez, la confianza y el amor: es larga la lista de nuestros triunfos'.  La monarquía se reestablecería, se inauguraría la república, volvería un emperador en la persona de su sobrino sólo para acabar igual que su tío muriendo en el exilio, pero el Arco seguiría en pie con aquella lista cada vez más incomprensible de batallas ganadas. He aquí algunas de las nuestras en las que, inesperadamente, se cruza un par de las napoleónicas:

Guadalajara
La Primavera
Zirahuén
Paricutín
Janitzio
Guayabitos
Zacatecas
Camécuaro
Guanajuato
San Miguel de Allende
Teotihuacán
Cuernavaca
Oaxaca
Monte Albán
San Cristóbal de las Casas
Palenque
Champotón
Campeche
Uxmal
Playa del Carmen
Tulum
Valladolid
Villahermosa
Veracruz
Puebla
San Luis Potosí
Río Verde
Ciudad Valles
Xilitla
Praga
Venecia
Barcelona
Madrid
Mazatlán
Durango
Lagos de Moreno
Querétaro
Ciudad de México
Zamora
Morelia
Ixtapa-Zihuatanejo
San Juan de Alima
Colima
Tapalpa
París
Lille
Valenciennes
Bruselas
Brujas
Waterloo
Amberes
Ámsterdam
Londres
Roma
Ameca
Talpa
Mascota
Moyahua
Actopan
Atotonilco el Alto
León
Peña de Bernal
Tula
Cacaxtla
Tlaxcala
Cholula
El Tajín
Tecolutla
Martínez de la Torre
Teziutlán
Saltillo
Monterrey
El Escorial
Segovia
Toledo
Lisboa
Sintra
Milán
Florencia
Pisa
Siena
Magdalena
Ciudad Obregón
Navojoa
Álamos
Cócorit
Guaymas
Hermosillo
Yécora
Basaseachi
Guachimontones
Puerto Vallarta
Tucson
San Javier del Bac
Phoenix
Sedona
Oaks Creek
Chelly Canyon 
Flagstaff
Gran Cañón del Colorado
Monument Valley
Chichen Itzá
Cancún
Mérida
Izamal
Muyil
Altos de Jecopaco
Viena
Bratislva
Estambul
Nápoles
Pompeya
Boston
Oviachic
Sonoyta
El Pinacate

sábado, septiembre 30, 2023

Para qué escribir

Cuando quedan sólo un par de años para cumplir cincuenta y no se ha escrito aún el libro que queríamos, vienen a la mente un sinnúmero de justificaciones tan razonables como inválidas, que van desde las condiciones de crianza que no facilitaron el desarrollo de las potencialidades literarias hasta las condiciones presentes en que uno se ha metido en una profesión todo lo especializada y exitosa que se quiera, pero que poco o nada tiene que ver con la escritura deseada. Uno guarda un afecto especial hacia los cientos de páginas escritas en la adolescencia, la periódica narración de la vida propia salpicada de poemas más o menos inocentes, porque retratan el surgimiento de la conciencia y la descripción del pequeño mundo —ya desaparecido— en que ello ocurrió, pero uno comprende bien —acaso demasiado pronto si la educación y la propia personalidad han conseguido alejarnos de la cerril creencia de que todo lo que hacemos es digno de publicarse— que esta despreocupada obra no tiene valor literario alguno. Con esta sospecha, que la lectura de la obra ajena no tarda en convertir en certidumbre, uno trata inicialmente de negociar, y así se resiste por un breve tiempo más a abandonar lo que nos causa placer sólo porque no se aviene al menor sentido literario: se reorganiza el relato autobiográfico para alejarlo de su aspecto de diario, se intenta analizar con mayor profundidad lo que presuntamente subyace a los acontecimientos y, finalmente, sólo se archiva la correspondencia con amigos y familiares para dar cuenta de los años que pasan. Pero ninguno de estos ajustes sirve para devolver el goce original a la actividad de contar la vida propia, de modo que la autobiografía se nos muere más pronto que tarde mientras nosotros seguimos respirando por bastante más tiempo. Vivimos sucesos y circunstancias de una magnitud muy superior a los de nuestra primera juventud y, paradójicamente, estamos cada vez más convencidos de su irrelevancia, de modo que no los consignamos siquiera y menos aún los analizamos, acumulando así años y años en que la imagen de la propia vida se presenta ya no como un conjunto ordenado de causas y efectos, sino como un amasijo cada vez mayor de datos crudos e inconexos. Escalar esa montaña de datos borrosos que se nos ha hecho la propia vida ya no es entonces posible por el mucho tiempo y memoria requeridos, tiempo en cuyo transcurso se acumularían, a su vez, más hechos que exigirían su correspondiente relato; pero lo que realmente lo impide, en el fondo, es el agotamiento de la fe en el sentido de hablar de sí mismo: entonces se nos aparece el espejismo de la literatura como una forma de sublimar el vulgar recuento de nuestros días. Nos decimos que no importa abandonar la estúpida tarea de catalogar nuestros días pasados —esa ociosa labor rutinaria, más parecida a la del naturalista o bibliotecario que a la del escritor— si a cambio podemos referirnos elípticamente a nuestro acervo personal a través de personajes e historias de ficción: a ellos les prestaremos nuestras experiencias y reflexiones; a ellos podremos también hacerles discurrir sobre lo que no tuvo lugar y opinar, presuntamente, desde puntos de vista ajenos y aun contrarios a los propios. En nuestra ingenuidad, no tenemos empacho en compararnos con los escritores admirados y pensar que podemos imitarles hasta encontrar nuestra propia voz; su actividad se nos antoja placentera y ágil, en modo alguno una industria o un trabajo rutinarios que requieren estudio y disciplina, una dedicación que, en medio de nuestras condiciones laborales y económicas, familiares y sociales, apenas podemos darle. Con un pie en el terreno de la invención más inconsistente y perezosa, y otro pie en los episodios de nuestra biografía que sólo piadosamente podemos llamar interesantes, a veces con el ladrido de los perros como fondo y las voces familiares o extrañas que nos alcanzan, hacemos cuentos breves que no tienen pies ni cabeza, dándole vueltas a los mismos asuntos que nos ocupan en nuestra realidad más árida como si en vez de hacer literatura quisiéramos hacer psicoanálisis: hacernos perdonar por nosotros mismos, exorcizar nuestros demonios, sanar por medio de catarsis escritas. Y con mala arte, encima, hecha de ocurrencias y no de ideas, hecha de burdas alegorías y no de otros universos, lastrada por su ordinariez y no elevada por el estilo. Como el cerdo que no puede abstenerse de refocilarse en su inmundicia, así el propósito de instalarse en la literatura para alejarse de la biografía termina siempre en el punto de partida. Culpamos entonces a nuestras circunstancias y no a la falta de talento de que no hayamos podido ir demasiado lejos en nuestros propósitos literarios: no deberíamos vivir donde vivimos ni dedicarnos a lo que nos dedicamos ni convivir con quienes convivimos porque todo ello atenta contra el espíritu. Nos da igual la inmensa nómina de escritores que produjeron una obra memorable a pesar de matrimonios desgraciados, empresas ruinosas, oficios repugnantes, ebriedad, guerra o cárcel: nosotros necesitamos una mesa de trabajo rodeada de paredes forradas de libros en mitad de un amplio piso silencioso de una ciudad cosmopolita donde podamos frecuentar a intelectuales y artistas para poder entregar una sola página digna. ¿Cómo si no, nos preguntamos, podemos escribir de verdad dejándonos lo mismo de biografías vergonzosas que a nadie interesan que de cuentos mediocres en cuya extensión no puede caber nuestra ambición de profundidad? Se acaricia entonces la idea extrema de abandonar el propio empleo y la familia, los amigos y el país, con el solo objeto de poder crear la obra que nos reivindique, una novela que nos devuelva el placer de nuestros primeros textos autorreferenciales y zanje para siempre la duda que sobre nuestra capacidad literaria sembró la pila de imperfectas ficciones breves con que por años paliamos nuestra fe perdida. ¿Pero quién que no sea un suicida puede dar un paso fuera de su jaula de oro cuando sólo quedan un par de años para cumplir cincuenta? ¿Quién tiene el corazón a estas alturas para dejar a los muy pocos que ama a cambio de un puñado de letras? ¿A qué país extranjero se puede ir cuando el único paisaje que soñamos ver al mediar el siglo es el de Ciudad Natal, donde una vez un niño de trece años se sentó a teclear en una vieja máquina de escribir sin siquiera imaginar las consecuencias?

sábado, julio 15, 2023

Península

Conforme el día de iniciar el viaje se acercaba comenzaron a aparecer los signos; al principio insignificantes, sutiles, luego ya perturbadores y decididos. Ella y yo habíamos acordado hacerlo para que yo pudiera conocer a su familia, originaria de un ejido en el extremo sur de la península y de quien yo no sabía nada más que lo que ella me contaba. 'No aprueban nuestra relación', me dijo al poco tiempo de que se instalara en mi casa, luego de pasar veinte minutos en uno de los locutorios del centro desde donde les llamó a casa de una vecina. 'Dicen que no está bien que no estemos casados ni que no les hayas pedido mi mano. Están resentidos desde que me fui de casa. Mi madre sólo llora y mi padre no quiere volver a verme. Mis hermanos me insultan y amenazan'. La había conocido en una fiesta organizada por algunos conserjes de la universidad, a la que accedí a ir en contra de mi voluntad por insistencia del jardinero Prats. 'Venga esta noche, maestro, anímese. Por su cara puedo ver que ya lleva mucho tiempo solo y necesita divertirse'. Ella también parecía extraviada en esa fiesta, pero, venciendo su aparente timidez, me abordó alternando preguntas superficiales con pequeños sorbos de una cerveza que ya debía estar tibia. Como no la invitara a bailar ni se me ocurriera nada más que sonreírle, ocupado como estaba en limpiarme el sudor de la frente en aquella todavía caliente noche de octubre en Santa Teresa, ella tuvo que proponérmelo. Bailamos un poco y, cuando anuncié que me iba luego de la cena porque ya me sentía cansado, ella me pidió que la llevara a casa pretextando lo mismo. Prats me dirigió una sonrisa pícara al verme salir de ahí acompañado por ella. Esa noche yacimos. No pasaría un mes antes de que ella se instalara en mi casa dejando la sórdida habitación en que vivía y a la que nunca aceptó invitarme. 'Es que tengo poco tiempo viviendo aquí y no tengo nada', me explicaba. Yo no me hallaba convencido de llevarla a vivir conmigo pero accedí por la escasa resistencia que por entonces tenía hacia los planes de cualquiera que deseara utilizarme. Ese era mi estado mental desde que mi esposa se separara de mí y se llevara a las niñas consigo: una completa falta de voluntad ya no para actuar sobre el mundo sino hasta para protegerse de sus iniciativas. Por fortuna, hasta que ella apareció, yo había pasado desapercibido para la gran cantidad de desesperadas mujeres de Santa Teresa que buscaban marido o amante, concubino o proxeneta. Había tenido suerte y aún creía tenerla cuando, luego de unas semanas de extrañeza, conseguí sentirme cómodo en su compañía, aunque no supiera demasiado sobre su pasado ni tuviera contacto con nadie de su familia ni amigos. '¿Qué sabes tú de ella, Prats?', pregunté una vez al jardinero cuando ya era febrero y él se limitaba a fingir que atendía árboles pelados y jardines amarillentos. 'No sé por qué fue a la fiesta. Creo que la invitó una de las que hacían el aseo en la biblioteca. Pero ya no trabaja aquí'. Recordé que ella estaba sola en la fiesta; casi hubiera dicho que los demás la evitaban. 'Ah, pues no sé, maestro, ahora sí que mejor pregúntele a ella'. No me gustó su respuesta como tampoco me gustaban las historias más bien sintéticas y artificiales que ella me daba sobre su familia. 'Es que no quieren hablar contigo', me decía cuando salía de las cabinas del locutorio, '¿cómo quieres que les pida que te hablen si no quieren?'. Los meses transcurrían y, como se acercara el verano, una noche, todavía sentados a la mesa después de cenar, le propuse ir a su tierra. 'Sé que hay que subir hasta la frontera para luego bajar más de dos mil kilómetros por la península, pero dispongo de tres semanas de vacaciones. ¿Qué piensas?'. Ella se removió incómoda en su asiento con la mirada baja, pero en cuestión de segundos se recompuso y, levantando la vista para recorrer mis expresiones con mal disimulada inquietud, me dijo 'Está muy bien. Quizá podamos convencer a mis padres y a mis hermanos de que acepten nuestra relación. Quizá puedas pedir mi mano'. Su mirada, hasta entonces ligeramente turbia, se despejó. 'Yo no deseo casarme todavía', le dije. Ella volvió a agacharse. Entonces empezaron los signos. Una tarde, mientras revisaba el mapa de la península que había sacado esa mañana de la biblioteca, tocaron a la puerta de mi cubículo. Era una hora bastante inusual para recibir visitas. Vacilé antes de decir 'pase' o 'adelante', sintiendo de pronto la inexplicable urgencia de esconder el plano que tenía ante mí. Era Prats, el jardinero, quien como es lógico jamás había venido a mi oficina. Mi sorpresa, tan parecida a la estupefacción, contrastaba con la actitud despreocupada con que pasó luego de saludar y quitarse el sombrero, hasta tomar asiento en la silla de visita más cercana a mi escritorio. 'Supe que quiere viajar hasta el final de la península, maestro', me dijo pasando los dedos de una mano por el borde de la mesa. No me molesté en preguntar cómo lo sabía. En sus uñas se advertía tierra negra; la mezclilla que llevaba puesta estaba plagada de rasguños y rozaduras verdes. 'La carretera es peligrosa', añadió sin levantar la mirada, 'horas y horas de montes pelados y piedras, sin apenas una garita o una gasolinera... ¿ya ha viajado hasta allá?'. Como acababa de estudiar el mapa que ahora estaba mal doblado en el cajón, le recité los nombres de los lugares que había que recorrer primero desde Santa Teresa hasta la frontera, luego por el estrecho brazo entre la frontera y el golfo, y finalmente por la solitaria carretera transpeninsular hasta que no hubiera ningún sitio a dónde ir que no fuera de regreso. Prats no pareció asombrado. 'Usted es un hombre estudiado, maestro. Pero la península no son matemáticas, ¿verdad? Yo nomás le digo que sé de casos de gente que no ha vuelto. O que regresó muy alterada. No volvió a ser la misma'. Por algún impulso inexplicable me permití compartirle un detalle personal en vez de echarlo de ahí cordialmente. 'Mi padre no volvió, Prats. Nos abandonó a mi madre, a mi hermana y a mí hace ya veinte años luego de muchos otros en que, de manera cada vez más espaciada, fue y vino del norte. No fue a la península, desde luego, sino allende la frontera. Y no vivíamos en Santa Teresa, desde luego, sino en Ciudad Natal. Siempre he querido recorrer el camino de mi padre, Prats. Esta es la oportunidad de hacerlo aunque en el último momento no cruce yo la frontera y, en cambio, baje por la dirección equivocada hasta un callejón sin salida. ¿Un cigarro?' Prats aceptó el Raleigh que le ofrecía, sin filtro. Le acerqué una cerilla encendida con la que también encendí el mío. Del cajón donde estaba mal acomodado el plano de la península que precipitadamente guardé cuando él entró, saqué un pesado cenicero. 'Yo nomás le digo, maestro, ándese con cuidado', dijo Prats poniéndose de pie y calándose el sombrero. Me desconcertó que no se quedara a conversar conmigo, al menos por el tiempo que llevara la consumición del cigarro que acababa de obsequiarle, pero traté de aparentar la mayor naturalidad posible. Fallé, pues en vez de quedarme sentado fumando, inclinando la cabeza en señal de asentimiento, pero también de superioridad, me puse inexplicablemente de pie y apagué el cigarro al que no había dado sino un par de caladas. El jardinero se fue tan despreocupadamente como llegó. Me asomé por la ventana para ver qué tiempo hacía y advertí que la mitad del cielo estaba completamente oscurecida de nubes. Eché el mapa en mi portafolios y volví a casa. Camino a mi coche, pese al gris crepuscular que empezaba a cubrir la distancia, creí advertir a Prats hablando con una mujer pequeña y señalando en mi dirección con un dedo mientras hacía grandes ademanes con una mano. La mujer parecía doblarse de risa. Apuré el paso. '¿Te he contado alguna vez de mi padre?', le pregunté a ella esa noche o la siguiente cuando ya habíamos apagado la luz de la habitación. '¿Por qué me lo mencionas?' No supe contestarle y creí advertir en su tono un cierto horror. ¿De qué tenía miedo? 'El camino hacia el norte lo hizo él muchas veces desde que mi hermana y yo éramos pequeños. Al final ya no volvió. Me intriga hacer ese recorrido'. Sentí cómo se daba la vuelta sobre su sitio, incómoda. 'Deberías intentar dormir', me dijo: en silencio yo pensé resignadamente que mi tiempo para vivir con una mujer que quisiera conocerme y no sólo usarme ya había terminado muchos años atrás. 'Es esto o nada', recuerdo haber repetido en la duermevela. 'Es esto o nada'. Entonces empezaron las pesadillas. Hay dos tipos de autores: los que cuentan los sueños y los que omiten siquiera mencionar que ocurrieron. Alguno de los segundos alegaba que eran formas fáciles de distraer, ridículas incursiones en el terreno de los psicoanalistas o de los poetas, cosas carentes de significado en última instancia por tenerlo múltiple y arbitrario. Ese primer sueño no me halló en la carretera ni en compañía de mi padre. No había nadie más que yo en casa. La luz era crepuscular, pero no como si la noche estuviera por caer sino más bien como si estuviese a punto de llover. Sabía que me habían robado y corría de una habitación a otra tratando de registrar los faltantes: hileras completas de libros, algún adorno, una estera. Encendía la luz para poder mirar mejor, pero las bombillas titilaban amenazando con extinguirse e iluminaban de forma muy tenue las piezas. En algún momento abrí la puerta que daba a la calle y todo era oscuridad, como si el barrio entero hubiera sido abandonado. Tuve mucho miedo y, cuando quise cerrar la puerta de nuevo, una mano la empujó en dirección contraria. Intentaba ganarle y asegurar la puerta, pero para mi mayor angustia no lograba vencerlo. Desperté ahogándome y completamente empapado en sudor. Con una mano toqué a mi mujer y, aunque no se movió ni dije nada, estuve seguro de que se hallaba despierta. El sueño se repitió un par de noches más hasta que, al tercer día, ocurrió el episodio de los perros callejeros. Eran cuatro los que merodeaban por la universidad cuando salía en mi coche a la hora de la comida. Dos hombres en uniforme se afanaban en perseguirlos mientras una mujer pequeña los miraba, sonriendo siniestra. Bajé la velocidad y vi ahí cerca el vehículo de la perrera municipal. Nunca había visto uno. Era una camioneta con una caja trasera tan baja que apenas podría entrar en ella un hombre pequeño a gatas. La caja tenía rendijas tan estrechas que no podía verse dentro a ninguno de los perros capturados de los que sólo se oían sus ladridos. El carro se había detenido por completo. Bajé. Uno de los perros trató de esconderse detrás de mí y me puse en cuclillas para acariciarlo. 'Qué bueno que lo agarró', dijo uno de los empleados de la perrera municipal. El perro comenzó a gruñir. '¿Sabe? Estoy pensando en quedármelo', le dije. La mujer pequeña empezó a reír doblándose un poco hacia delante. '¿De veras se lo va a quedar?', intervino, 'porque si no se lo queda yo me lo llevo'. El empleado ya se había ido para ayudar a su compañero con el resto de los animales. 'Ah, si Usted quiere adoptarlo', le dije, 'no tengo objeción'. 'Bueno, no exactamente', dijo ella, 'lo que pasa es que yo llevo perros a la frontera'. Levanté la vista sin dejar de acariciar la cabeza del perro. '¿Cómo dijo?' A unos metros se oía el chillido de otro de los perros que era arrastrado hasta la camioneta de la perrera. 'Que yo llevo perros a la frontera', insistió la mujer. Hasta ese momento no le había prestado demasiada atención: tendría unos treinta y cinco años y llevaba un maquillaje excesivo y grueso, como tizne de colores negro, plata y rosado, aretes de arracada, un vestido de una pieza de tela basta y sandalias desgastadas. '¿Para qué?', pregunté, '¿cómo es que lleva perros a la frontera?'. La mujer se dobló de risa otra vez y, recompuesta, contestó: 'Ese es mi trabajo: allá necesitan los perros. Yo los llevo desde aquí todo el tiempo'. Abrí la puerta de mi coche y metí al perro en el asiento del copiloto. Quise encontrar sentido en lo que oía preguntando si ella trabajaba también con los de la perrera municipal. 'No soy empleada del ayuntamiento, si eso es lo que está preguntando. Yo sólo llevo perros a la frontera, pero de ninguna forma se me ocurriría llevarlos a la península. No estoy loca'. La mujer había dejado de reír y ahora parecía disgustada. Me despedí haciendo signos con la cabeza y volví a casa. Mientras comíamos, mi mujer y yo teníamos los ladridos del perro como fondo. 'Voy a llevarle estos huesos', dije al terminar. 'Todavía no entiendo por qué has traído un perro'. Le expliqué lo de la señora que quería llevarlo a la frontera. 'Eso no tiene sentido', me dijo. Y yo me quedé admirado de que esta mujer que tanto había forzado lo razonable y lo correcto a lo largo de tantos meses apelara ahora a la lógica. 'Es mi casa', le recordé en tono áspero. 'Recuerda que en unos días nos vamos de viaje. ¿Qué vas a hacer con él?'. 'Llevarlo con nosotros, desde luego', le dije. 'Prats podría cuidarlo', sugirió. 'No le tengo confianza', agregué. Las siguientes tres noches la pesadilla fue otra: todas las puertas y ventanas de la casa estaban abiertas y era mediodía cuando alguien me llamaba al patio con voz meliflua: era mi ex-esposa. 'Ven, asómate', me decía, señalando el jardín. En dos zanjas separadas se hallaban las niñas con vestidos de primera comunión que cegaban de tan blancos. Despertaba sudando, pero me resistía a levantar a la mujer que me acompañaba para tranquilizarme o a contarle los sueños que estaba teniendo en esos días. 'No parece que estés durmiendo bien. ¿Estás seguro de que quieres ir a mi pueblo?', me dijo faltando sólo tres días para el viaje. El perro ya no ladraba sino cuando oía algo inusual en la calle o en el patio. 'Claro que iremos. Vamos a conocer a tu familia. Ya en persona las cosas serán distintas. No podrán negarse a hablar conmigo como lo hacen por teléfono en el locutorio. Por cierto ¿qué tanto hablas con ellos? ¿por qué tardas tanto? Si mi madre o mi hermana vivieran yo no tendría tanto de qué hablar con ellas'. 'Trato de que me perdonen'. 'Si sólo te fuiste de casa no tienen nada qué perdonarte'. Ella hizo ademán de ocuparse en la cocina. Como ello no bastara agregó 'Voy a limpiar el patio'. Esa noche me despertaron los ladridos del perro. Me levanté con cuidado de no levantar a la mujer peninsular, me asomé por la ventana de la sala y no vi nada. Salí al frente de la casa y el perro vino hacia mí, me asomé a la calle y no vi nada. '¿Qué te pasa?' le dije poniéndome cuclillas y acariciándole el cuello. El perro me lamió las manos ligeramente, me puse de pie y volví dentro. Apenas me volví a meter en la cama y el perro volvió a ladrar insistentemente. Me levanté —esta vez sin ningún cuidado particular— y me asomé desde otro ángulo de la ventana de la cocina. Creí ver a la mujer de los perros detrás del árbol frente a la casa y un temor extraño me recorrió el cuerpo. '¡Hey! ¿Qué quiere?', grité luego de abrir la ventana. La mujer no respondió y, extrañamente, pareció caminar hacia atrás con rapidez sin dejar de mirar en mi dirección. '¿Con quién hablabas anoche?', me dijo ella antes de irme al trabajo. 'El perro estaba ladrando', contesté. 'Eso no fue lo que te pregunté. Creo haber oído a una mujer'. 'No seas ridícula', le dije, 'nadie habló con nadie y sólo salí a callar al perro'. Preparaba mi viejo portafolios y ella recogía la mesa. 'Ya casi nos vamos', agregó, 'no me gustaría que justo ahora me estuvieras engañando'. 'No estamos casados y yo no te traje a esta casa a la fuerza. Cuando quieras puedes irte. Y por ahora yo debo irme'. Al salir vi una cruz de tizne en el tronco del árbol frente a la casa. En la universidad aproveché una pausa entre clases para preguntarle a Prats por la mujer con la que hablaba hacía días. 'No sé de quién me habla, maestro'. Le describí a la mujer de los perros. '¿Perros a la frontera?', me dijo riendo, 'yo sólo he sabido de polleros que llevan gente, no perros... por cierto, ¿cómo se fue su padre al otro lado?'. 'Con polleros, naturalmente. A nadie que fuera originario de los pueblos alrededor de Ciudad Natal le daban permiso de cruzar la frontera. Esto debes saberlo ¿no? Aunque seas de Santa Teresa. Al final él mismo cruzó la línea sin ayuda de nadie, ya fuese por la sierra rocosa o el desierto, ya por el río o por el mar'. Le ofrecí un cigarro y en el acto me arrepentí, recordando cómo me había dejado fumando a solas en mi oficina cuando le ofrecí un Raleigh. Encendió el cigarrillo y, en vez de irse, comentó: 'Muy aventurero su padre, ¿no, maestro? Un hombre de acción, no como Usted que es hombre de estudios. Qué riegos tomó el hombre. Qué valiente. Y qué buena cabeza de no bajar por la península, dios, qué idea, mejor quedarse en el norte'. No me gustó que llamara valiente a mi padre, el hombre que nos había abandonado. Disimulé mi enfado y volví al tema. 'Sí sabes quién era la mujer a la que me refiero, Prats, no sé por qué me lo ocultas'. 'Maestro: si llego a saber de ella le informo. Pero no sé de quién me habla ni la he visto'. 'Ahí hay una contradicción, Prats'. '¿Una qué?' 'Olvídalo'. Otra vez la pesadilla de mi mujer y mis hijas, otra vez los ladridos del perro. Me asomé en dirección al árbol y en vez de la mujer encontré la sombra de un hombre (¿Prats?). Me puse el pantalón y salí dispuesto a enfrentarlo, pero al salir de la casa aquella sombra ya se hallaba en la esquina. Y al llegar a la esquina ya se hallaba a un par de cuadras. Y al recorrer ese par de cuadras ya se hallaba a orillas de la laguna. Y hacía mucho calor esa noche y cuando volví a la casa estaba empapado. Y el perro ya se había ido. '¿Por qué le abriste la puerta?', me dijo ella durante el desayuno. 'No le abrí la puerta, mujer, entiende: salí porque vi a alguien a quien le ladraba'. '¿Y entonces dónde está?' '¿Desde cuándo te preocupa tanto el perro? ¿No decías que era una tontería haberlo traído?' 'Yo no he dicho eso, pero esta es tu casa ¿no? Tú sabrás qué haces' 'Sí, yo sabré'. Era el último día de trabajo y en el portafolio eché el mapa maltratado de la península, algunos apuntes que yo había tomado para informarme de las distancias y los puntos de repostaje, la fotografía de mi ex-mujer y las niñas que guardaba en un viejo libro de geometría. Tenía miedo de volver a casa y pasar la noche sin el aviso de un perro que me advirtiera de peligros o sombras, acaso presentimientos. Durante la cena, mi mujer estaba particularmente callada y quise darle una última oportunidad de explicarse en relación con su familia. 'No hay nada qué decir: ellos no te quieren conocer y a mí no me perdonan lo que hice. Dudo que yendo hasta allá cambien las cosas. Y menos si no te quieres casar. ¿Cómo esperas que yo les explique eso?' Me empiné el café de un sólo trago. 'Voy a dejar estos huesos en la cochera por si el perro volviera', contesté. Por la noche hubo una tormenta extraordinaria y el agua golpeó con fuerza las ventanas de la casa y las láminas del patio. No tuve ningún sueño y aquello me pareció aún peor signo que las pesadillas de los días pasados. Entre el ruido furioso de la lluvia creí escuchar el ruido de la reja y me puse de pie para ver si era el perro. Desde la ventana de la sala no vi nada; tampoco desde la cocina. Pero al pasar por la puerta de la entrada me di cuenta de que el pomo estaba siendo forzado: alguien intentaba entrar. 'Eres un hombre', me dije para darme ánimo y cogiendo un abrecartas de la mesa esperé a que la puerta se abriera para rajar al intruso. La voz de mi mujer desde la obscuridad del pasillo rompió mi concentración, llenándome de miedo: 'No te resistas más, abre la puerta. Ya vas a conocer a mi familia'. Entonces comprendí que había llegado al final de la península.

domingo, junio 11, 2023

Mea culpa

Dear Lord Martin:

Este domingo, como muchos otros de esta edad incierta que habitamos donde no podemos llamarnos más jóvenes (a menos que se haya crecido en la Europa Occidental donde, según tengo entendido, la adolescencia termina ahora pasados los cuarenta, gracias a la mal tolerada inmigración que se ocupa de las tareas más innegablemente adultas y a los distintos Estados de bienestar que administra el Cuarto Reich con gran sentido de la responsabilidad histórica), ni podemos llamarnos aún ancianos por mucho que nuestro espíritu crítico así lo exija, me he despertado luchando contra el frecuente agobio que me atormenta un día sí y otro también, pero mucho más en los cruentos fines de semana cada vez más largos en este remoto "oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento" que es Santa Teresa, en pleno transcurso de la inequívoca época de las tinieblas por la que atraviesa el mundo, y que consiste —el agobio— en el continuo, insidioso y multiforme conjunto de reproches que me hace mi cabeza por la pérdida o alejamiento, irresoluble malentendido o abierta condena de todas mis antiguas parejas y todos mis familiares, todos los amigos que parecían serlo sin caducidad pero no lo fueron, la totalidad de colegas y subordinados, meros conocidos y hasta anónimos dependientes de algún establecimiento a los que bastaron escasos segundos para apartárseme como de la peste.
Tal unanimidad de juicio (cuando el juzgador no es tan estúpido o hipócrita como para hacer pasar por mera opinión lo que en realidad es la convicción de su superioridad moral), tal concordancia en la disposición hacia mí como resultado de los muchos años de desplazamientos geográficos, reacomodos laborales, agresivas expansiones profesionales de las que se beneficiaron casi todos, etcétera, no producen normalmente ningún efecto en quien desde niño disfrutó más que cualquier otra cosa estar solo, quizá a imagen y semejanza de mi madre quien fue a su vez condenada al ostracismo por quienes más sacaron provecho de sus ingentes esfuerzos, quizá a imitación de la mayor de sus hermanas que aguantó hasta la demencia la negativa del mundo a plegarse a su sentido del bien y el mal. Estar solo, sin embargo, no es lo mismo que no tener compañía, del mismo modo en que ser solitario no es lo mismo que vivir en soledad. Con el príncipe de Saurau he de decir que "estoy construido totalmente en contra de la realidad" e igual que él he de ofrecer como prueba que "cuando estoy solo tengo ganas de estar acompañado, cuando estoy acompañado tengo ganas de estar solo", pero además, y esto es definitivo, que "durante decenios me he esforzado por hacerme comprender, Durante toda mi vida lo que me ha devorado ha sido sólo el esfuerzo por hacerme comprender. El tiempo que vivimos no basta evidentemente para hacerse comprender".
De modo que he fracasado, Lord Martin, porque ni me he hecho comprender ni, como resultado de mis variadas interacciones, he podido comprender a nadie. O, lo que es peor, he comprendido muy bien y es esa comprensión la que ha hecho a los demás poner pies en polvorosa, uno a uno, hasta que la geografía o el agotamiento de mi persona como fuente de ganancias —profesionales, culturales, económicas, aspiracionales— los hizo prescindir de mi persona. También sucede quizá que ellos comprendieron muy bien desde el principio mis debilidades y se avinieron a mis proyectos mientras convino a sus intereses, seguros de que a pesar de mis métodos universalmente calificados de violentos e intrusivos, de irrespetuosos y mordaces, tenía la virtud de ser confiable y predecible por atenerme a un anticuado código de conducta que haría palidecer de vergüenza a las más abstrusas normas de la Bella Universidad Fascista donde, por llamarlo de algún modo, estudiamos.
¿Por qué entonces siento, en "domingos desterrados del infinito" como este, que les he quedado a deber? ¿Por qué me culpo una y otra vez de su alejamiento o pérdida, del irresoluble malentendido o la abierta condena de todos ellos? ¿Por qué vuelvo una y otra vez a los momentos de desavenencia o desencuentro, a las circunstancias casi siempre horribles que revelaron su verdadero rostro (cuando las intenciones verdaderas se mantuvieron ocultas por largo tiempo hasta que un mal día afloraron) o que, de forma menos dramática, desenmascararon sus nuevos puntos de vista porque al fin y al cabo las personas no son siempre las mismas? ¿Por qué ensayar una y otra vez las palabras dichas en fechas cada vez más remotas en la esperanza de conseguir otro efecto en el inexistente tiempo alterno —la "negra espalda del tiempo"— del "hubiera"? Es inútil. Cualquier moderno me aconsejaría concentrarme en el presente y en quienquiera que aún se encuentre cerca; otros me aconsejarían concentrarme en mí y volverme un utilitario como ellos, de manera que no me sienta particularmente concernido por las más recientes moscas que revolotean a mi alrededor, tal vez demasiado jóvenes y ávidas, tal vez sólo accidental presencia que, a su vez, pasará.
No crea Usted que todos mis días son pesados domingos como este con su examen de conciencia a cada rato. Disfruto, aunque no pueda deshacer los daños que he causado. Disfruto, aunque no pueda ya aclarar nada con las víctimas de mis excesos. En el fondo no reconozco, sin embargo, más que una sola víctima de cuyo seguro sufrimiento me arrepiento una y otra vez desde hace años: el causado al amor firme que en mala hora perdí por un amor apasionado. Fuera de ahí, por mucho que eche de menos a unos y otros, por mucho que a veces haya amaneceres como el de hoy, desaseados y sucios, desesperados y amenazantes, sin finos oídos ni lenguas de largo aliento alrededor, no me conmueven los demás con sus agravios inventados y su victimismo ridículo: allá ellos. Que se vayan al diablo. No me apena, antes bien me alegra, haberles puesto en su lugar en distintas ocasiones sin escatimar la cachetada o el insulto, la patada o el grito airado, el exabrupto y los manazos, "la falta de escrúpulos para guiar a cualquiera que me convenga a través de su propio cerebro, hasta que sienta náuseas" (príncipe Saurau), porque soy una buena persona que ha hecho eso por su bien, porque yo llevaba razón frente a todos, excepto con el amor firme cuya infinita bondad jamás podré siquiera compensar.
He sabido que desde la provincia del Quebec hasta la costa atlántica norteamericana todo se ha cubierto con el humo de mil bosques ardiendo, lo que ha dado al aire un sabor a ceniza y al horizonte un color naranja apocalíptico. Lamento que Usted tenga que vivir en esas circunstancias, Lord Martin, como si no bastaran las vicisitudes personales que me comenta. No es ningún consuelo, desde luego, que desde este desierto de Sonora le diga que no se preocupe, que todo va a estar bien, que una vez que ardan todas las vegetaciones del mundo todo será como en esta miserable periferia de la civilización occidental: una inmensa planicie de arena, rocas y espinas por donde ando inútilmente, desesperado por encontrar una sola sombra a la que acogerme para no ser aniquilado por la luz y el calor que, desde un cielo permanentemente azul, despide un sol mortal al que ya no queda más combustible que el de nuestras propias vidas.
Reciba un fuerte abrazo del Doktor Sonoris Causa en el Año XXX de Nuestra Llegada a Latveria la Vieja para los así llamados estudios universitarios (sic).

miércoles, mayo 31, 2023

El antes y el después

Hay un pasaje en El Evangelio según Jesucristo en que su protagonista entra muy de mañana en el lago Tiberíades a bordo de una barca mínima y, sin importarle la densa niebla que se ha asentado sobre las aguas, rema en ellas hasta encontrar un breve claro donde, rodeado por la cerrada bruma, recibe al poco tiempo al Diablo, que se acerca nadando, y a Dios, que sencillamente aparece de pronto sentado en el otro extremo de la barca. Aunque pareciera que el encuentro ha sido convocado por Jesús, las dos entidades hablan de su futuro como si él no estuviera presente y, sin contar apenas con su intervención, aquello termina tan enigmáticamente como comenzó, con Dios desapareciendo repentinamente y el Diablo alejándose a nado, entre la niebla, hasta que sus movimientos en el agua no se escuchan más; luego Jesús rema un poco, el banco de nubes se levanta y en la orilla del lago lo reciben María Magdalena, amigos, discípulos y curiosos, alegres de comprobar que no se lo ha tragado el misterio.
[...]
Aquella mañana de agosto había tenido un sueño en que estaba en una comida familiar luego de andar buscando un lugar para tomarme un whisky con unos amigos. En la comida estaba sentado entre mi abuelo (a la izquierda) y mi abuela (a la derecha); frente a nosotros estaba mi tío Humberto. Mi tío Javier estaba al otro extremo y hablaba de Tomás Moro y La ciudad utópica (en realidad Moro escribió un libro llamado Utopía que jamás he leído). Mi abuelo le decía a Humberto que quería las partituras de una canción que él estaba tarareando porque quería tocarla en guitarra. Yo tomaba las manos de mi abuela, como solía hacerlo de niño, para jugar con sus uñas. Estaba muy maquillada y le decía lo bien que se veía, pensando que era bueno que, pese a estar muerta, siguiera saliendo. La abracé muy fuerte y me di cuenta de que cabía en su regazo como si fuera un niño. Entonces desperté. 
[...]
Una mujer tatuada y sucia daba voces zarandeando la reja de la casa mientras él seguía durmiendo. Me puse de pie, fui a atender a la mujer que quería dinero por barrer la entrada, di de comer a las perras y preparé el desayuno. Fui a despertarlo para que viniera a comer y, pese al ya muy ensayado cariño con el que me dirigía a él, no pude continuar la representación cuando contestó de malas a algunos de mis comentarios. Esta vez, sin embargo, no escalaría la discusión. No habría aspavientos ni cachetadas, no habría lágrimas ni empujones a la entrada de la casa. Era domingo. Al día siguiente debía empezar un nuevo ciclo escolar. 'No puedo hacerlo', empecé, 'de verdad lo siento, pero no puedo hacerlo. No podemos continuar'. Él adoptó el aire digno y ofendido que siempre mostraba en estas circunstancias, aceptando desde luego la invitación a recoger todas sus cosas e irse. Tuve la tranquilidad de decirle: 'El desayuno está listo. ¿Qué te parece si comemos y después recogemos todo para que te vayas?' Él aceptó.
[...]
Un día después de que se fue tomé El Evangelio según Jesucristo y lo leí como había hecho veinte años atrás, en otro agosto, en otra ciudad. En aquel entonces me pareció ver similitudes entre el pasaje de la niebla en el lago y el breve limbo que separó mi vida artúrica pre-europea de los muchos años que siguieron allende el Atlántico: el gris blancuzco de la bruma cerrada como cortina que nos separa del descubrimiento, la propia inquietud mera fascinación ante lo desconocido, la juventud que se abre creyendo que lo que ha escuchado decir a Dios y al Diablo no significa nada, apenas un mal sueño que disipa el viento. Veinte años después, sin embargo, la misma escena me pareció la pesarosa corroboración del vaticinio de soledad que me hiciera la vida misma desde la más tierna infancia, un callejón sin salida cerrado sobre sí mismo, gobernado por la confusión... 
Pero no había muerto aún y, desde la otra orilla aún lejana, invisible, llegaban voces llamándome. O era mi cabeza...

domingo, abril 30, 2023

¿Qué es esto?

Usted se preguntará, Patricia, por qué mantuve aquella relación con el lumpen sonorense después de los incontables episodios de manifiesto desequilibrio mental con que él me obsequió. Se habrá cuestionado, sin duda, cómo un hombre de mi estatura moral e intelectual, un hombre de mis orígenes e historia, se involucró con un individuo tan bajo y peligroso en tan poco tiempo; cómo pude invitarle a vivir a mis expensas, en mi propia casa, consintiendo sus excesos materiales y alimenticios, su toxicomanía farmacológica, etílica y recreacional, su continuo mal humor y su egoísmo a toda prueba. ¿No es Usted precisamente la persona mejor capacitada para responder por haber vivido —siendo una reconocida profesora y funcionaria estatal— un tormentoso matrimonio con un alcohólico de tendencias homicidas que ninguno de los que la conocemos pudimos nunca explicar? Dirá con razón que las malas uniones abundan, que no hace falta que busque demasiado lejos porque en mi propia familia —en mi madre, por ejemplo— encontraré suficientes modelos de enlaces atroces e injustificables. Y dirá bien, desde luego, pero con un importante matiz que nos condena: ninguna de estas relaciones incluyeron nunca a una persona que, como Usted o como yo, se preciara de ser inteligente o superior; los seguros defectos morales de los involucrados jamás incluyeron la certeza de que eran especiales y que, por lo tanto, merecían lo más alto, como en cambio sí crecimos convencidos de serlo Usted y yo. He aquí, quizá, la primera y más profunda razón de nuestros periodos más abyectos, pues semejante punto de vista sobre sí mismos no podía sostenerse en la realidad sino bajo el más estricto celibato físico y emocional, lo que desde luego no conseguiríamos ni aún siendo los expertos onanistas que fuimos desde muy pequeños para escándalo de nuestras madres: intentamos por todos los medios mantenernos virtuosos en el estudio de las ciencias y artes, en el ejercicio de la política y la enseñanza, en el difícil pero repetido rechazo a relaciones hasta bien pasados los veintiún años de edad, pero finalmente cedimos con las consecuencias que ya conocemos, Usted algo más tarde que yo, acaso víctima de una desesperación infundada, yo algo más temprano pero de forma amañada, aceptando una relación cómoda sólo para servirme de ella para mis excursos. Ya desde la adolescencia, recordará, sentí una atracción hacia los jóvenes de las clases bajas que, en la bien organizada estratificación social de Ciudad Natal y, casi me atrevería a decir, de todo el país, uno debía forzosamente conocer en la persona de ayudantes de albañilería o jardinería, mecánica o electricidad, compañeros de escuela pública u ociosos vagos que oteaban las calles fumando desde las esquinas. Son incontables los encuentros que sostuve con los jóvenes lumpen, acaso más frecuentes y arriesgados conforme yo era cada vez más respetable y viejo, así la mayor solidez aparente de mi primera relación, su institucionalidad y su asepsia, su cada vez mayor ternura casi siempre traicionada por mí en una variedad de formas extremadamente sutiles, fomentaba el recorrido por grupos sociales cada vez más depauperados y peligrosos. Pero estas eran acrobacias con red debajo, Patricia, pues como sabe luego vino la enfermedad de mi pareja y su definitivo, largo enfriamiento, al que todavía intentamos hacer pasar por amor. Quedamos desnudos. El proceso de desvestirnos había llevado veinte años y nos arrojaba finalmente —gracias a un universitario promiscuo al que disfracé de pretensiones que él no tenía— a un mundo para el que no estábamos preparados. De nada sirvieron, lógicamente, los cinco años de tan ensayada como tardía monogamia unilateral con el universitario promiscuo: los aprendizajes de ayer se sacrifican en los altares de un presente que no los conoce ni le importan. ¿Por qué no miré, una vez soltero luego de media vida, hacia el ejemplo de la hermana mayor de mi madre cuyo celibato sí le permitió, efectivamente, mantener la convicción de su superioridad e inteligencia? Si no podía deshacer el pasado ¿no podía al menos imitar a los muchos santos que alcanzaron la sublimación gracias al abandono definitivo de sus pecaminosas vidas en favor de una experiencia superior? La confusión vagamente depresiva en que me sumió, no ya el fin de mi relación larga sino la desaparición del universitario promiscuo luego de cinco años de brega, no se enfrentó con la debida contención y recato que conviene a quien más necesita poner su mente en claro, sino con la promiscuidad más insaciable a la que no arredró su motivación sexual para complicarse innecesariamente en connatos de relación rayanos en la más aberrante ridiculez. Quisiera creer que mi promiscuidad era como la suya, Patricia, cuando pudo por fin deshacerse y divorciarse del alcohólico con el que inexplicablemente se había casado, si no en frecuencia e irresponsabilidad, sí al menos en inspiración; pero, que yo sepa, jamás volvió Usted a meter en su casa por más de una noche a ninguno de estos fulanos, jamás volvió a ofrecer más fidelidad que la que puede garantizar entrar y salir del lecho, acaso una conversación o un baile, tal vez un vino y no más, no desde luego autorizar a nadie a creerse pareja suya ni a exigir nada como en cambio sí hice yo con el lumpen sonorense al que, como en una vieja película, metí en casa con pretexto de hallarse con un hueso roto al cabo de sólo dos encuentros sexuales. ¿Era tanta mi necesidad de compañía, Patricia? ¿Estaba tan desesperado sin saberlo? No veo ni una cosa ni la otra, pero los acontecimientos relevan cualquier argumento que yo pudiera ofrecer al respecto: tuvo un primer acceso de locura a menos de tres semanas de vivir juntos y, aunque lo devolví a su casa, lo readmití enseguida; alteró mis habitaciones con sus muebles y destruyó mi breve jardín con sus conejos; generó innumerables gastos no sólo por lo estrictamente necesario para vivir, sino por pago de deudas, colegiaturas, útiles escolares, electrodomésticos, electrónicos, ropa, viajes, incluso libros; resultó estar enfermo y haberme puesto en grave riesgo sin que quedara claro si lo sabía o no; causó innumerables discusiones plagadas de violentos desplantes, en la calle y en la casa, borracho y sobrio, drogado y aún durante el sexo; pero lo que quizá más recuerdo como el punto más bajo de aquella espantosa locura fue la madrugada en que, habiendo vuelto borrachos de una de las varias reuniones que tuvimos con sus amigas lumpen, habiendo fumado tabaco y cannabis mientras Usted celebraba en Ciudad Natal su cumpleaños número sesenta y siete y el aire en Santa Teresa era aún frío, él se resistía a ir a la cama a descansar y, rompiendo con sus exagerados movimientos el cajón del refrigerador y la puerta de una alacena mientras buscaba algo qué comer, le di una cachetada para tranquilizarlo y, en respuesta, él me dio un par de puñetazos en la sien izquierda. Vi primero una gota oscura en el suelo y luego otra y otra mientras él seguía gritando insultos y, pisando descuidadamente, dejaba perdido el piso con mi sangre. No parecía darse cuenta de que me había abierto la sien y yo, aunque no sentía dolor, traté por todos los medios de tranquilizarle, súbitamente sorprendido y apenado de haber alcanzado una humillación sin precedentes en mi vida. '¿Qué es esto?', recuerdo haberme preguntado repetidas veces durante las pocas horas que faltaban para que amaneciera, '¿Qué es esto?', repetía mentalmente sin que tratar de tranquilizarlo en medio de sus gritos me lo impidiera, '¿Qué es esto?', me veo jalonándolo para que no abriera la puerta de la calle como intentaba hacer 'para irse fuera de la ciudad', '¿Qué es esto?', me digo mientras recojo los cristales del jarrón que se rompió en la cabeza con las rosas que le regalé, '¿Qué es esto? ¿Qué?'. En un momento dado se quedó dormido en la cama y yo me quedé despierto con un dolor cada vez más claro en la sien, la sangre coagulada agrietándose sobre mi piel, una sensación increíble de suciedad y abatimiento. Es inexplicable, Patricia: a aquel remedo de relación aún le faltaban más de cinco largos meses para terminar definitivamente. ¿Cómo es posible que haya podido pasar por alto este episodio y continuar todavía? ¿Cómo no sentir vergüenza de mi insistencia? ¿Cómo no sentir curiosidad por el significado profundo de semejante entuerto? Cuando aquello terminó me sentí por fin bien en mi soltería y promiscuidad: demasiado tarde para incorporarme al proyecto de la hermana mayor de mi madre, demasiado temprano para vivir la templanza de mi madre; más acorde a mí su propio plan, Patricia, que el de otros que acaso hayan tenido más talento o decoro que yo. A saber... De aquel agujero negro que representó mi tiempo transcurrido con el lumpen sonorense y, en particular, del más negro de todos los momentos que fue la madrugada de su cumpleaños, Patricia, extraigo a veces un indicio de inquietante causalidad, una certeza oscura: con la sangre aún fresca, pero ya sin caer, mientras en su delirio aquel individuo de pantalones entallados balbuceaba cosas sin sentido dirigiéndose a personas que no estaban presentes cuando yo lo sujetaba para que no se fuera a la calle, experimenté un súbito y muy fuerte deseo de follarle que se tradujo en una larga erección que él parecía no notar. Mientras más perdido parecía, más incoherente y violento por momentos, más me excitaba. Hasta que lo salvó el sueño y, con él, desaparecieron mi erección y mi deseo, quedando sólo la pesarosa gravedad de las circunstancias. Si los caminos de dios son inescrutables, Patricia, si el demonio nos tienta con espejismos, la mortal ilusión del sexo es tal vez la más misteriosa de las rutas. Hago votos, amiga mía, porque llegue el día en que la naturaleza tome la decisión que nosotros no pudimos tomar y nos quite para siempre esta inquieta llama que a punto ha estado de consumirnos. Puede que, una vez apagada, aún quede vida. Puede que lo que quede no pueda ser llamada vida. Puede que la única forma de apagarla sea la muerte. Veremos, Patricia. Veremos.

domingo, abril 16, 2023

Las cuatro estaciones

Desconozco cuáles fueron los mecanismos por los que Patricia, desde poco antes de entrar a la tercera edad y cada vez más decididamente, fue adentrándose en la locura. El razonamiento matemático que, sin menoscabo de la sensibilidad más elevada, poseía en su juventud y madurez, fue desapareciendo como si, acaso por obvio, le aburriera; la expresión de sus emociones también se fue anquilosando en fórmulas ordinarias y predecibles, irreflexivas, que sólo hacían pensar en la profunda indiferencia que debía gobernarla desde el fondo de su cada vez más abigarrado paisaje mental.  ¿Qué le interesaba de verdad? Cuando la visitaba en los últimos años, igual que hiciera en mi adolescencia, se paseaba de un lado a otro de su enorme casa, habitualmente invadida por uno o más desconocidos que cada cierto tiempo recogía de la calle sin considerar el peligro que ello pudiera encerrar para ella, buscando ya un cepillo o una escoba, ya una factura o una blusa; pero si antes hablábamos a partes iguales y ella me escuchaba tanto como yo a ella, si antes respondía a mis preguntas y abría incisos y subrayados sobre mis afirmaciones y comentarios, ahora no dejaba apenas margen para decir nada, poseída por una logorrea inacabable centrada en sus novios reales o imaginados, presentes o remotos, vivos o muertos. Parecía perder la noción del tiempo en que vivía y, de pronto, hablaba de la opinión que su madre —fallecida hacía veinte años— tenía sobre tal o cual pretendiente con el que no podía haber coincidido en vida, acusándola de ser poco complaciente y en exceso selectiva, justo los calificativos que la mamá, en privado, había empleado conmigo para describir a su hija muchos años atrás: 'Esa que se presenta como su hermana no ha hecho sino estorbarle en todo, espantándole a los pretendientes. Ya en su adolescencia Patricia era una muchachita antipática que sólo quería ocuparse de su escuela. Yo la animaba a que conociera muchachos o saliera a dar la vuelta con sus pretendientes, algunos de muy buena familia, muy educados, pero ella, siempre arrogante, se negaba; o aceptaba y les humillaba de tal forma que nunca más volvían a buscarla. Pero es que ahora es peor porque sus exigencias no han hecho sino crecer convenciéndola de que no necesita a nadie mientras sigue viviendo con esa que se presenta como su hermana; mi hija no me da nietos y se está haciendo vieja ¿y la dizque hermana? Pues ya con dos críos, prosperando a nuestra costa. Qué injusticia'. ¿Era la creciente soledad la causa de su locura? Aquella que se presentaba como su hermana se fue de la casa poco después del fallecimiento de la madre, cuando Patricia, ignorando sus airadas advertencias y reproches, contrariando incluso sus violentas amenazas, se casó inexplicablemente con un alcohólico del que se divorciaría poco tiempo después. Aquel matrimonio dio a Patricia las experiencias más vergonzosas de toda su vida, algunas con grave daño físico y económico, todas con perjuicio moral y psicológico. ¿Fue aquella mala decisión la primera manifestación concreta de su deterioro mental o, de manera no menos preocupante, una debilidad producto de la convicción de que urgía enlazarse con quien sea para no estar sola? ¿Sucede esto a todos los que, signifique lo que signifique, se quedan solos? La hermana mayor de mi madre, luego de décadas de solitaria productividad económica y profesional, desmonta su amplio proyecto para diluirlo en una peligrosa secta enajenante; mi enamorada checa prolonga su orfandad original en su madurez, incapaz de unirse a nadie que no sea yo mientras acumula una riqueza que sólo sus sobrinos, no ella, disfrutarán; Lord DeBrosse  escoge el Pabellón Helado para no padecer las excrecencias de Nuevo Aztlán y termina atropellado por dos mujeres —una princesa báltica y otra indochina— que lo utilizan para emigrar y luego lo abandonan. Así pues, mis solitarios persistentes enloquecen; pero acaso sólo sean los míos.
Aún en años recientes, en el arranque de su vejez, Patricia tiene momentos de lucidez que compensan —incluso si me faltara el cariño (que no me falta)— su delirante verborrea. En alguno de ellos, luego de que parecía haber ignorado el breve y entrecortado relato de mis desventuras recientes y había vuelto a hablar de su madre como si estuviera viva, me dijo lo siguiente adoptando el tono de vidente que solía poseerla: 'Debes seguir adelante porque, como el Dante, ya transitaste por el Infierno y el Purgatorio; o, si lo prefieres, ya que fuiste expulsado del Paraíso por tu codicia, errando durante años por desiertos y aguas salobres, ahora puedes ver la tierra prometida. Pecaste contra el amor de tu vida cuando todo parecía sugerir que sería para siempre. Entre el amor y el sexo escogiste lo segundo y, aunque intentaste hacerlo pasar por lo primero, comprensiblemente, te abandonó. Ese fue sólo el inicio de la penitencia que debías cumplir para limpiar tu pecado, pues llegarías todavía a los golpes y a la sangre, a la enfermedad física y mental, a la adicción y a la indigencia. Cuando hubiste saldado tus deudas aquel infierno terminó, justo a tiempo para recibir una nueva —y sin duda última— oportunidad. Amor, pecado, expiación, ¿amor? No lo sé... Ahora que has reunido una experiencia relativamente amplia en los terrenos de la enfermedad mental debes admitir que, en el fondo, no somos tan diferentes, excepto, quizá, en que tú todavía puedes salvarte'. Sonreí un tanto apenado, con los ojos muy abiertos y la mirada baja. 'No creo que la realidad tenga argumentos como lo tienen las historias de ficción', dije al fin. Y continué: 'Tampoco creo que sean sólo una sucesión de hechos inconexos. Existen causas, desde luego, también efectos, de acuerdo. Pero no existe propósito, Patricia, ni finalidad ni más sentido que el que uno le da a la vida, olvídese de interpretaciones religiosas. Cometimos errores parecidos y quizá sus causas también lo sean, pero de ahí a hablar de salvarse o condenarse, eso ya es demasiado. Y por supuesto que nos parecemos, por eso somos amigos ¿no? Es lógico'. Mi escepticismo no la arredró y me ofreció una sonrisa amplia: 'Sabes que tengo razón, cabezón'. 'Ya veremos, Patricia, ya veremos... Mejor cuénteme de ese novio joven que se acaba de echar encima', dije apretándole una mano para luego soltarla. Y empezó a hablar animadamente, imparable, como una loca. 

martes, marzo 28, 2023

Una victoria envenenada

Jorge Álvarez es el primer estudiante de doctorado del que he sido Director exclusivo, pero no es mi primer doctorante. Le precedieron: Raymundo, titulado en 2015 en co-dirección con Thierry Marie Guerra y Alexandre Kruszewski por la Universidad de Valenciennes, Francia; Temo y Ruben, titulados en 2018 en co-dirección con Antonio Sala por la Universidad Politécnica de Valencia, España; Sara Angulo, titulada en 2021 en co-dirección con Raymundo por el Instituto Tecnológico de Sonora; y Kristian Maya, titulado en 2022 en co-dirección con Raúl Villafuerte por la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo. Le precedió también un doctorante que fue mío de hecho, pero no me fue reconocido oficialmente: Alan Tapia, titulado en 2018 por la Universidad Nacional Autónoma de México bajo la dirección de Leonid Fridman. Y están, por último, los que hube de turnar a otros directores de tesis sin que yo pudiera participar como co-director: Víctor Estrada (2012), Braulio Aguiar (2016), Juan Carlos Arceo (2017), Marcelino Sánchez (2017), Carlos Armenta (2019), Manuel Quintana (2020) y Jorge Ibarra (2022). Todos los mencionados, a excepción de Raymundo, Sara y Kristian, fueron mis tesistas de maestría y/o licenciatura; con todos realicé trabajos que fueron publicados en conferencias y revistas que, según los requisitos vigentes del doctorado que ahora concluye Jorge, hubieran bastado para titularse como doctores. Si existía esta capacidad académica probada, ¿por qué han pasado casi veinte años desde que soy doktor para que pudiera tener un estudiante exclusivamente dirigido por mí?
Por muchas razones que, como todo en la vida, no son puras ni sin mezcla. Luego de tres años de doctorado en Praga, el joven doktor regresó a su ciudad natal en 2005 y pensó que (a) las universidades lo contratarían por su talento; (b) las universidades tendrían programas de posgrado donde asesoraría estudiantes y haría investigación. No fue así: por un lado, las universidades privadas en que había trabajado antes de partir al doctorado sólo lo contrataban por horas sin ofrecerle contrato alguno que le sirviera para ganar un sueldo como investigador nacional; por otro lado, la universidad pública sólo le ofreció un contrato temporal en un remoto campus foráneo, sin maestrías ni doctorados, luego de que un conocido con influencias interviniera a su favor en 2006. En pocos meses el joven doktor se desesperó y, pensando que más preparación le facilitaría ser contratado en mejores lugares, se fue a Francia otros tres años para volver a fines de 2009. La lección se repitió invariable: sólo después de la influencia del mismo conocido de la vez pasada pudo la universidad pública darle un contrato temporal en otro campus foráneo, sin maestrías ni doctorados, con la sola ventaja de quedar a hora y media de camino de su casa. A fines de 2010, gracias al aviso oportuno de sus ex-compañeros sonorenses de maestría, concursó exitosamente por una plaza en la universidad en que ellos trabajaban: por fin, a pesar de hallarse en un lugar remoto e inhóspito, en las antípodas del cosmopolitismo al que siempre aspiró, contaba con un contrato de tiempo indefinido que le permitía cobrar un sueldo como investigador nacional. El ya no tan joven doktor sabía que sin estudiantes de posgrado no habría equipo de trabajo y su doctorado carecería de sentido; sabía también que a los estudiantes de posgrado se les paga un salario, pero su nueva universidad no contaba con nada de eso. Hubo que trabajar, desde luego, pero también contar con que la suerte pusiera de su parte: preparó y ganó un proyecto de Ciencia Básica de CONACYT en 2011 que le permitiría pagar sus primeros estudiantes de posgrado (a los que hubo que convencer de que estudiaran un programa de maestría carente de reconocimiento y enviarlos fuera después por carecer de doctorado), intentó desesperadamente co-direcciones con sus antiguos colegas en universidades que sí tenían posgrados (las logró honrosas con España, injustas con CINVESTAV y Francia, y francamente abusivas con la UNAM) y, finalmente, la universidad sonorense 'le permitió' hacerse cargo de meter una maestría y un doctorado al CONACYT en 2014 y 2017, respectivamente, con los que por fin podría tener estudiantes de posgrado pagados suyos. ¿Pero quién querría quedarse a estudiar un doctorado en el mismo lugar remoto e inhóspito donde estudió la licenciatura y la maestría? ¿Quién desdeñaría un posgrado en un país cosmopolita del primer mundo donde además pudiera aprender y practicar otro idioma, conocer otras formas de vida y de trabajo, acceder a un abanico más amplio de oportunidades? ¿Cómo convencería a alguien de hacer el doctorado con él si a todos aconsejaba irse de la ciudad y, de ser posible, al extranjero, para trabajar en mejores universidades con mejores investigadores en mejores países? Quizá sólo podría convencer a los peores estudiantes; o a aquellos que, siendo buenos, carecían de un dominio mínimo del inglés; o a los que, voluntaria o involuntariamente, se hallaran sujetos a esta geografía por circunstancias personales. Sólo hasta 2019 consiguió que dos de estos estudiantes se quedaran a hacer el doctorado con él (uno de ellos, Jorge); en 2020 se incorporó un tercero. El joven doktor ya no era joven. 
Espero que Jorge tenga suerte y que ejerza como doctor, es decir, que sea un docente y un investigador activo. Me gustaría decirle que para ello basta el talento o encontrar una plaza por la que concursar sobre bases justas, pero sería una mentira: los contratos suelen ser discrecionales y depender de funcionarios académicos que privilegian a sus amigos; las decisiones las toman gente que, con doctorado o sin él, se dedican a la administración y la política sin el más mínimo interés o idea sobre lo que son la ciencia y la tecnología; la visión de muchos de los integrantes de estas universidades de provincias está empapada de un carácter silvestre, mojigato y pueril, que puede llevar décadas o siglos modificar; y, encima, pasamos por un período en la historia nacional y mundial en que las grandes masas utilizan productos tecnológicos todos los días mientras tienen cada vez menos capacidad para entender y razonar sobre su funcionamiento e implicaciones, quedando así a merced de los dueños del capital y de los medios de producción que están encantados de tener cada vez más consumidores todavía más ignorantes...
Pero no nos pongamos oscuros porque es evidente que el logro de Jorge es también el mío. Y, bueno, si de futuros profesionales se trata, el hecho de que Jorge me haya honrado con su amistad y yo haya tenido la poca cabeza de hacerlo testigo de los aspectos menos presentables de mi vida, le da a él una oportunidad de oro para abrir una nueva plaza —la mía— en el diezmado departamento en el que —todavía— trabajo.

domingo, marzo 05, 2023

Paralelos satánicos

Patricia me decía que la locura nunca afectaba a una sola persona. Yo he de agregar que casi siempre afecta a dos, aunque desde luego se conocen casos de tres, diez y hasta naciones enteras arrastradas al abismo por la demencia. Así fue hace veinte años cuando, con pretexto del amor libre, viví en Černý Most una tormentosa relación de unos cuantos meses con un refugiado iraní que me enseñó a preparar ensaladas de yogurt, pepino y cebolla. Así fue también hace un año cuando, con pretexto del presunto agotamiento del modelo filosófico que había gobernado mi vida hasta entonces, pero también de la penitencia que supuestamente debía pagar por haber vivido cinco años de amor carnal fundados en el sacrificio de otros dieciocho de amor verdadero, viví por varios meses con un lumpen sonorense que me enseñó a preparar botanas de chile, tomate y cebolla. A ambos —el refugiado iraní y el lumpen sonorense— los caracterizaba una amplia serie de malentendidos que, no obstante los estudios universitarios que realizaban al tiempo en que sostenían una relación conmigo —medicina en el primer caso y arquitectura en el segundo— revelaba años de crianza en las más miserables condiciones sociales, económicas y culturales. Santa Teresa y Abadán, el Valle del Yaqui y la desembocadura del río Shatt al-Arab en el golfo Pérsico, se hermanaban así por algo más que su calor extremo y su fundación improvisada a principios del siglo veinte: habían parido y deformado, hervido y excretado, en dos décadas distintas que dan cuenta de los veinte años que median entre la fundación de una y la otra, a dos neuróticos retorcidos que, en su ambición desmedida y en su supina ignorancia, no tardaron en huir a tierras extranjeras que consideraban más adecuadas para su desenvolvimiento ulterior: Europa en el caso iraní, Estados Unidos en el sonorense. 
En efecto, aunque los traficantes de personas que lo trasladaron escondido en un camión a través de Turquía y los Balcanes, no lo dejaron en Berlín como prometían, sino en Praga, la mudanza sin retorno del iraní estaba fundada en los mismos prejuicios que los del sonorense cuando se instaló —pereza obliga— en la bahía de San Diego: la abundancia del dinero, el último grito de la moda, lo más reciente en aparatos electrónicos, la libertad más absoluta de hacer lo que en sus países de origen estaba prohibido o era mal visto, el acceso a un club exclusivo que les permitiera ver a sus compatriotas dejados atrás como seres inferiores. Pronto descubrirían que sus respectivos destinos eran sociedades estratificadas donde la movilidad social estaba limitada precisamente gracias a la continua llegada de inmigrantes: los nativos podían continuar su camino de sofisticación intelectual y económica, seguir disfrutando del ilimitado acceso a las ventajas de sus respectivos países, gracias a gente como ellos que realizaría los trabajos más embrutecedores a cambio de una mínima cantidad de dinero: instalar alfombras en casas que nunca serían suyas, por ejemplo, o lavar cacharros por muchas horas en un restaurante chino. 
Pero aunque la riqueza no llegara, su contacto aún tangencial con el primer mundo desde su más completa impreparación para con los valores de la democracia y los derechos fundamentales del hombre, produjo fenómenos curiosos. Habiendo crecido en un ambiente de profunda censura para con su orientación sexual, abusados por sus propios familiares desde pequeños (no sin su activa y creciente participación), y limitados a encuentros clandestinos en montes baldíos y baños de vapor, el refugiado iraní y el lumpen sonorense se enfrascaron en una espiral creciente de lo que ellos consideraban excesos cuya contraparte era un odio cada vez mayor hacia su persona que, enajenada por la residencia en el extranjero y cada vez más alejada de sus supuestos valores originarios, se les aparecía como otro ser, diabólico y atrayente, a cuyo influjo y dictados no podían resistirse. De este modo, mientras uno terminó visitando recurrentemente los rincones de Chotkový Sady al anochecer, el otro recorrería años después el Redwood Circle en los mismos horarios y con la misma frecuencia; mientras uno acabaría siendo filmado por alemanes que pagaban a gitanos y vagabundos sacados de Hlavní Nádraží por tener sexo frente a las cámaras, el otro participaría en largas sesiones de fisting que después serían compartidas en Twitter por gringos aficionados a los mexican boys; lo que en uno fue el culposo consumo del hachís y el ocasional coqueteo con la cocaína, en el otro fueron la mariguana y los poppers con alguna noche señalada de inesperado cristal; desde luego alcohol y cigarrillos a mansalva completaron sus tendencias toxicómanas en ambos casos. El círculo vicioso estaba servido: por cada abuso que iba más lejos que el anterior se producía un período de abstinencia y circunspección en el que ellos aprovechaban para ser, aún desde la más abstrusa inopia cultural, hombres de bien que, a través de lentos y tortuosos estudios universitarios, se alejaran para siempre de la así llamada mierda; pero ésta no se iba con horas y horas de estudio de textos de anatomía en checo o la dolorosamente lenta ejecución de un plano arquitectónico en el restirador. La mierda, como ellos llamaban sin saberlo a su verdadera vocación, los convocaba siempre al final de un período de creciente neurosis y deseos reprimidos, como el inevitable estallido de una olla de presión a la que sigue alimentando el infernal fuego primigenio. La inescapable repetición en que estaban inmersos estos individuos con los que, no olvidemos, hice vida común por varios meses sin que nadie pudiera advertir cuándo le pondría fin, me ha servido, indirectamente, para comprender el comportamiento de mi padre cuya máxima realización consistía en poder disponer de un matrimonio oficial al que oponer las mayores canalladas concebibles: a él no podía servirle renunciar a mi madre para entregarse a sus vicios desde una soltería que, por su sola legitimidad, restaría morbo a sus excesos; mucho menos podría convenirle, si fuese siquiera realizable, honrar la monogamia a la que se había comprometido por las vías civil y religiosa. No: lo suyo era disponer del combustible necesario para alimentar su espiral destructiva, tan necesario su matrimonio como sus cada vez mayores atrocidades para mantener el movimiento perpetuo de su desquiciada cabeza. Tuvo suerte mi madre de que este enfermo huyera para siempre hace treinta años luego de elevar a una de sus víctimas al dudoso privilegio de ser su esposa. Yo, por mi parte, quizá porque no mediaba ninguna concepción de lo sagrado ni de lo legal, tuve menos paciencia para con el refugiado iraní y el lumpen sonorense: no hizo falta que se fueran porque yo me fui.
Muchas cosas quedan, sin embargo, flotando en el aire como insidiosos tábanos que me aguijonean de vez en cuando, no sólo en forma de recuerdos concretos sumamente vergonzosos sino como reflexiones cuya sombra revela el inequívoco perfil de un monstruo. Si, como dijo Patricia, la locura nunca afecta sólo a una persona; si, como digo yo, la locura alcanza su máximo cuando son sólo dos los involucrados, ¿qué es lo que nos dice a mi madre y a mí sobre nosotros mismos el haber pasado por las referidas relaciones procelosas que tuvimos? Desde luego, que también estamos locos en alguna medida. Que nuestras patologías y las de nuestras exparejas, si no eran las mismas, sí se daban la mano con inquietante naturalidad. Que a pesar del evidente abismo que nos separaba a mi madre y a mí, por un lado, de mi padre, el refugiado iraní y el lumpen sonorense, por el otro, nuestra educación y sensibilidad, nuestros mundos intelectual y espiritualmente elevados, no fueron obstáculo para incluir en nuestra vida diaria a cerdos neuróticos que amenazaron con destruirnos física y mentalmente. ¿Cura la vejez todos los entuertos? Mi madre está sola. Yo todavía no.

sábado, febrero 18, 2023

Locos hacia mil novecientos noventa

Han ocurrido muchas cosas desde entonces. Los pasados revolucionarios no se ocultan, por ejemplo, aunque tampoco se va por ahí presumiéndolos: no produce vergüenza haber participado de manera entusiasta en la implantación forzosa de la educación socialista a fines de los años treinta —la madre— ni en la menos idílica apertura democrática de los años setenta —la hija—, ni siquiera porque ahora quede claro que ambos procesos obedecían a la lógica de un estado autoritario indistinguible en sus objetivos de los de cualquier régimen de derechas. Sobre los pasados fascistas, en cambio, se guarda siempre un silencio mustio y pertinaz, producto de la ignominia según cuantos no participaron de ellos, pero resultado en realidad del altivo desprecio con que sus poseedores miran a sus denunciantes. Yo era demasiado joven para poseer pasados de uno u otro tipo en aquel entonces y, sin saberlo, entre la madre y la hija —y la hermana— por un lado, y los tridentinos del colegio varonil al que mi madre me inscribió poco después de mi iniciación sexual, por el otro, asistí a los estertores de la lucha entre dogmáticos que sembró de cadáveres las cuatro esquinas del mundo en el siglo veinte. 
Para mí la opción era clara: yo estaba del lado de Patricia y de su madre y de esa extraña mujer a la que presentó como su hermana, por la sencilla razón de que siempre me daban de comer con una abundancia desconocida en mi casa. Razones similares había yo esgrimido cuando era un niño pequeño al ser inquirido por mis abuelos sobre el motivo de mis frecuentes visitas: 'tienen pan', dije con la boca aún llena de migajas para decepción de mi abuelo que, pese a su bien cuidado machismo, resintió como una niña la brutalidad de mis palabras. Mismas convicciones movieron en tiempos a la mamá de Patricia a tolerar las encendidas diatribas de su tío masón contra la Iglesia, pues el hombre que hacía inmisericorde escarnio de la religiosidad de su mujer la había sacado del orfanato donde las monjas la mataban de hambre y la sentó durante años a su mesa tres veces al día. Nada parecido habían hecho por mí los tridentinos del colegio varonil, salvo perdonar una parte de la colegiatura en virtud de mis altas notas. Este era, al menos, el motivo oficial. Pero no eran mis calificaciones lo que a ellos les interesaba.
—¿Qué te han pedido específicamente? —preguntó con su ronca voz la hermana de Patricia mientras ayudaba a ésta a vestirse.
—Que vigile a mis compañeros. Que les informe por escrito de conversaciones que puedan dañar a la escuela. Que me fije bien si en algún momento se mencionan palabras como comunismo o ateísmo, masonería o satanismo, Halloween o revolución. Que reporte si se hacen críticas a la Iglesia o si alguno de ellos lleva algo prohibido: revistas impropias, prendas feminoides, propaganda de otras escuelas. Hacen reuniones cada semana en un apartado de las aulas especiales que están en la parte más baja de la enorme colina en que se asienta la escuela. Mantienen la luz baja con velas y, sobre una mesa cubierta de un mantel negro, colocan una cruz de plata y alguna bandera con flechas que no he logrado identificar. Rezan al inicio y al final. Hacen la lectura de los reportes y nos piden repetir consignas de lealtad a la organización.
—Muy interesante —dijo la extraña mujer que no se parecía a Patricia y a quien no había visto nunca en esa casa pese a visitarla cada fin de semana desde hacía meses ('Pues aquí ha vivido siempre', me explicaron de una forma un tanto esquiva cuando pregunté por ello). Tomó a Patricia por la cintura como ajustándole el vestido desde atrás y ésta se volvió hacia ella mirándola unos segundos e invitándola con los ojos a que continuara.
—¿Por qué es interesante? —insistí cuando hubieron pasado, según yo, demasiados segundos.
—Bueno ¿tú por qué piensas que hacen esto? —contestó jesuíticamente la presunta hermana, apartándose un poco para encender un cigarrillo y sonriendo como quien tiene mucha curiosidad por conocer la respuesta.
—No lo sé. Están locos. Deben ser cristeros o... 
—Eso fue hace sesenta años —dijo la mamá riendo a carcajadas. —Ya no hay cristeros. Los había porque la gente era muy fanática y el gobierno era revolucionario. A nosotras nos sacaron del colegio de monjas los soldados. Y aquí adelante fusilaron al padre Gabriel que...
—Bueno, bueno —interrumpió la hermana sosteniendo el cigarro en la boca mientras subía por las piernas de Patricia, desenrollándolas, unas largas medias de nylon color carne. —Decir que están locos es la mejor manera de decir que no entiendes nada, pero también que no quieres entender nada. Y eso ya no te lo puedes permitir, jovencito. Ya estás grande y debes saber en qué mundo vives. Esos que dirigen el colegio varonil son unos fascistas, ¿comprendes?
Los resúmenes de ciencias sociales de sexto de primaria hablaban de fascismo y nazismo, o sea, de Italia y Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. ¿No había terminado ya todo eso hace cuarenta y cinco años? ¿A qué venía ahora? Poco antes de que me inscribiera mi madre en el colegio varonil, ella me animó a preguntar a mi tío Javier, su hermano mayor —un contador abotargado que siempre llevaba traje y usaba una colonia repugnante— sobre la conveniencia de entrar en esa escuela. 'Son fascistas', me dijo con seriedad el gordo cacarizo. Y se quedó rumiando algo ininteligible entre dientes mientras yo fingía darme por bien servido con su enigmática respuesta. Esta vez no sería diferente.
—Sí, comprendo —le dije a la fumadora hermana de Patricia, no tanto por parecer enterado como por la perturbadora visión de las medias subiendo hasta la cintura de Patricia. '¿Cómo me vería yo en ellas?', pensaba presa de una incipiente erección.
—Si estás del lado de los pobres tienes que estar en contra del fascismo, ¿me entiendes? Si estás del lado del pueblo tienes que estar con los revolucionarios, con los socialistas, incluso con los comunistas. No creas que esto va en contra de dios, ¿eh? ¿Acaso no quería Jesús que los pobres entraran al reino de los cielos? ¿No era pobre él mismo? En la Iglesia ya hay sacerdotes obreros, hay revolucionarios, los hay incluso guerrilleros. Las cosas han cambiado mucho en las últimas décadas: ¡ya se puede ser católico sin sentir vergüenza!
A mí no me preocupaba demasiado seguir siendo católico, pero que esta mujer defendiera con absoluta convicción el socialismo o el comunismo, me sorprendía. ¿No acababan de desaparecer los regímenes comunistas en la Europa Oriental? ¿Y qué era eso de mezclar socialismo y cristianismo? Patricia llamó discretamente la atención de su entusiasta hermana, reconviniéndola; ésta levantó las manos como si se rindiera al tiempo en que, con el cigarro suspendido entre los labios y la cabeza ligeramente ladeada, sonreía con aires de superioridad, daba una profunda calada entornando los ojos y le acomodaba la falda a Patricia para rematar, una vez que todo estuvo en su lugar, con una nalgada repentina que sobresaltó a todos. Continuó:
—No está mal que estés ahí, en el colegio tridentino, para que te enteres por ti mismo de dónde está la verdad. Bien visto es un privilegio. Pero para comprender debes empezar por no tildarlos de locos. ¿Te ha contado Patricia que trabajó hace muchos años en un psiquiátrico?
Volvió a aparecer su arrogante sonrisa. Tomó por fin con los dedos el minúsculo cigarrillo que amenazaba con quemarle la boca y lo aplastó contra un pesado cenicero de cristal. 
—En el consultorio de un psiquiatra, que no es lo mismo —aclaró Patricia. Yo asentí.
—¿Crees que el psiquiatra los despachaba diciendo 'están locos', así sin más? Si así fuera no existiría esa profesión. Para entender hay que dejar las explicaciones fáciles, ¿comprendes? Las autoridades de tu colegio son parte de una lucha a muerte entre dos bandos bien definidos que llevan siglos peleando entre sí. Antes se llamaban de una forma, ahora de otra, pero la guerra es la misma. ¡Y ganaremos! 
—Yo estoy con el gobierno —interrumpió inesperadamente la mamá de Patricia —Porque es un gobierno que viene de la Revolución.
Se hizo un súbito silencio. Por unos segundos sólo se escuchó el trinar de los pajarillos en sus jaulas, el lejano pitido de la camioneta del repartidor de leche. Entonces Patricia y su hermana, seguidas de la madre, rieron a carcajadas hasta ponerse rojas como un tomate. 'Están locas de remate', pensé divertido, y fue ese pensamiento y no sus risas imparables las que me hicieron reír a su vez salvajemente. Teníamos suerte, en efecto, de vivir en un país blando, inconsistente, casi marica: jamás podríamos reunir la convicción suficiente para matarnos por nuestras ideas como hicieron otros en las cuatro esquinas de la tierra. ¿Qué habría sido de nosotros de haber vivido en el Madrid de mil novecientos treinta y seis? ¿Qué de haberlo hecho en el París de mil novecientos cuarenta o en la Praga de mil novecientos sesenta y ocho? ¿Qué tal la Habana en el cincuenta y nueve o Santiago en el setenta y tres? 
No me cuesta trabajo imaginar a la hermana tabaquista de aquel entonces encabezando a un grupo de milicianos que asalta a una familia en la Gran Vía sólo porque le parecen de aspecto pijo, soltando un culatazo al hombre ya entrado en años que protesta por aquella arbitrariedad y desoyendo los gritos angustiados de la mujer que quiere impedir a toda costa que se lo lleven. La veo perfectamente fumando un cigarrillo tras otro mientras se divierte jugando a ser la jueza que preside el mínimo tribunal que condena a muerte al hombre ya entrado en años al que luego despoja de su traje y sus gafas, de su pitillera y sus zapatos, para arrojar el cadáver en una fosa común improvisada en el patio de una comisaría. 
Viéndolo bien, yo estaba del lado de Patricia, pero no tanto del de su madre y mucho menos del de esa extraña mujer exaltada a la que presentaron como su hermana y que, según se pusieran las tornas, me habría salvado de la quema o enviado al paredón en otros tiempos. Patricia y yo éramos, sin saberlo, lo que el siglo veinte —o acaso cualquier otro tiempo y lugar— relegó a los márgenes de la vida: no hombres de fe, sino seres de duda, no seres de este o aquel campo, sino habitantes permanentes de la provisionalidad. Ni siquiera el dinero, que reemplazó en el siglo veintiuno a los motivos ideológicos del veinte como motor principal de crímenes, pudo convencernos. Pero sí a su hermana. Y a los tridentinos, faltaba más.