Como empleada adscrita a la secretaría del departamento jamás comprendí por qué algunas personas deseaban trabajar con el Tigre, un individuo más bien déspota e insoportable, muy dado a expresar sus opiniones sobre cómo debíamos hacer nuestras tareas, sin consideración alguna para con nuestra edad, condición o rango, como si alguno de nosotros le hubiera dicho a él cómo debía conducirse, jamás se nos habría ocurrido, aunque razones de sobra había para llamarle la atención y obligarlo a tratarnos de manera más respetuosa. Tengo entendido por los comentarios de los estudiantes y de algunos profesores, recogidos al aire porque aquí todo mundo da voces, que era un maestro más bien ordinario y gruñón, indiferente para con la suerte del alumno y encantado de exagerar la ignorancia o estupidez de sus pupilos, querido desde luego no era, ni siquiera apreciado, ya se encargaban sus compañeros de hacerle el vacío y marginarlo, acaso por envidia en algunos casos, pero más bien por hartazgo en su mayoría, los adultos no llevamos bien que un pedante esté todo el tiempo machacándonos con sus opiniones y criterios por muy acertados que sean, no se diga ya en el caso de la secretaría donde trabajo que se encarga de los asuntos administrativos del departamento sobre los que el Tigre no tiene ni la más remota idea ni posición alguna de mando ni, para acabar pronto, incumbencia ninguna. Y, sin embargo, cada cierto tiempo y siempre desde el extranjero, llegaban estudiantes y profesores a trabajar con él, el caso de los primeros mucho más comprensible que el de los segundos por tratarse de panchitos venidos de Latinoamérica, moros del Magreb, o incluso ayatolas de la antigua Persia, individuos todos para los que la paga miserable de las becas y la vida como convidados de piedra en los márgenes de la sociedad occidental eran una oportunidad —así llamada por beneficiados y benefactores— que bastaba para justificar el abandono de sus familias y la segura nostalgia de sus tierras, creyendo que eventualmente les sería compensado el sacrificio, aunque excepciones había, desde luego, como cuando vino el estudiante francés de apellido polaco —blanco— o la rumana fumadora de pelo rubio —blanca— para quienes el Tigre tenía un trato excepcionalmente obsequioso y considerado, a saber por qué eran las cosas de este modo, si deliberadas por puro y simple racismo, si inconscientes por racismo puro y simple. A mí me daban cierta pena los que se quedaban con él para hacer estudios largos por tres o cuatro años —ninguno blanco— en contraste con los que sólo venían por uno o dos meses —los blancos—, aquellos sonriendo tímidamente para hacerse perdonar una falta desconocida mientras llenaban los datos de la ficha de registro que yo les proporcionaba, éstos dejando espacios vacíos en el formulario con aire de fastidio y una mueca por sonrisa; aquellos agradeciéndome de forma expresa cada trámite completado y éstos volviéndose hacia el Tigre, sin siquiera mirarme, para buscar su complicidad en el desprecio de los requisitos burocráticos. Entiendo que el mundo es desigual y no aspiro a la justicia, menos ahora que estoy jubilada, allá cada quién con sus ideas retorcidas acerca de lo que le conviene, hubiera deseado tan sólo no ser testigo involuntario de tanta mezquindad obvia y gratuita, porque creo que los estudiantes de largo plazo tenían tanta culpa como el Tigre en la perpetuación de los abusos, acaso desde el momento mismo en que se ponían en contacto con él pidiéndole el discutible favor de ser admitidos, acaso porque una vez dentro debieron quejarse formalmente en las instancias correspondientes, con gusto le habríamos hecho un expediente al catedrático troglodita que quizá, sólo quizá, lo habría puesto en su sitio. Pero nada de esto ocurrió en todos los años en que convivimos. O acaso una vez, sí, quizá una. Pero no se trató de un estudiante y tampoco puede decirse que se tratara de una queja. No se abrió ninguna causa contra el Tigre ni éste cambió desde entonces en ninguna forma. Trataré de explicarme.
Al departamento llegó una vez un panchito precediendo al Negociador, su jefe en el corredor frío y húmedo de Flandes, a fin de realizar una estancia de dos meses pagado por el gobierno de aquel país: allá, según entiendo, no vivía más que de contratos temporales; acá, según quedó especificado en la ficha de registro, el Tigre fungiría como su anfitrión. La combinación era extraña: no era un estudiante blanco ni negro, no era un profesor gabacho ni una Ceauşescu, no era un becado nuestro ni de nadie, aunque tampoco era un empleado permanente en ninguna parte, no venía a ponerse a las órdenes del Tigre ni a las de nadie del departamento porque su jefe era ese gordo bonachón y egocéntrico que vino semanas después y ante quien tuve ocasión de ver al propio Tigre plegarse como una mariquita dócil y aquiescente. Si habitualmente me preguntaba por qué no se quedaban los profesores y aun los estudiantes en sus países de origen, si de verdad les compensaba venir a pasar largas horas oyendo perorar al Tigre en un cubículo hediondo a sudor en el que rara vez se abrían las ventanas, si tenía algún sentido ser tratado como un sirviente mientras nuestros estudiantes más jóvenes, blancos y rubios subían los pies a las mesas desfachatados y se descojonaban de risa relajadamente pasando del Tigre y de quien fuera, más intrigada quedé frente a aquel panchito amanerado y jovial que no dejaba de gastarnos bromas mientras completaba el registro con sus cientos de rubros (‘válgame dios, uno diría que le han contratado en el MI6, ¿verdad?’), ni cuando se retrasó su ordenador (‘no me había enterado de que este país era tan, pero tan tradicionalista, que prefiere hacer los cálculos con ábaco’) ni cuando hubimos de meterlo en una sala común con estudiantes pretextando que no había más despachos para profesores sólo porque el Tigre así lo dispuso (‘qué considerado de su parte darme esta oportunidad de hacer amiguitos, ¡gracias!’). Quizá el Tigre lo puteó de esta manera indirecta para dejar establecidas las jerarquías, ya que no parecía sentirse en libertad de tratarlo como al resto de sus empleados —nosotros no le pagábamos—, pero tampoco quiso tenerle las consideraciones que dispensaba a los profesores de verdad —su contrato, aunque en el extranjero, era temporal— ni menos consentirlo como a un gabacho o teutón genuinos —el color de su piel y su acento no lo autorizaban—. Pensé para mis adentros que aquel personaje chocaría con su anfitrión, pero acaso por amabilidad o por no sentirse concernido, el panchito parecía encantado de acceder a las constantes interrupciones que las ansiedades del Tigre le causaban, levantándose sin chistar de su escritorio, estuviese en mitad de lo que fuera, cuando éste le convocaba a las así llamadas con toda ridiculez sesiones de brain storming, donde invariablemente sólo se oía al Tigre hablar a grandes voces sin importar cuántos estuvieran reunidos, todo era monólogo para ese trastornado, lo mismo en su despacho que en los pasillos, seguramente en su casa —alguna vez conocí a su esposa, una mujer que tenía pintada la resignación en la frente— o en el restaurante universitario donde cada cierto tiempo tenía la mala suerte de quedar a escasos metros de donde él peroraba sin pausa frente a su séquito, apenas alguien intentaba hablar cuando él los atropellaba subiendo el tono sin que le importara el riesgo de atragantarse con la comida. Pero semanas después llegó el Negociador y, con ello, tres momentos singulares que no volví a ver repetidos nunca más.
El primer episodio tuvo lugar el día del registro de aquel gordo de anchos hombros, barba poblada y boina, que se tomaba la libertad de reír de nuestros formularios y tener conversaciones en gabacho con el panchito, que hablaba la lengua con desenvolvimiento, todo en presencia del Tigre que no se enteraba de la mitad y chapurreaba erres y ges con dificultad evidente. El panchito palmeaba los hombros del gordo con confianza y éste simulaba combates a puño cerrado con él, restando solemnidad a toda nuestra parafernalia que, de pronto, parecía tan de cartón como el rostro del Tigre que sonreía artificialmente sin saber qué hacer. Acompañé al trío al despacho que le asignarían al Negociador —aire acondicionado, sillón forrado en piel, ventana a los jardines— y entonces escuché al panchito decirle al Tigre ‘Pero mira nada más qué privilegio, ¿pues que no se supone que no quedaban despachos pues? ¿en qué quedamos, bonito?’. Aquella desenvuelta confianza nos cogió por sorpresa al Tigre y a mí, aunque enseguida estuve a punto de reírme. El Negociador preguntó qué estábamos diciendo y el panchito le explicó algo. Entre las carcajadas del gordo y las del panchito me quedó claro que el Negociador invitaba al panchito a instalarse en ese despacho con él, para escándalo del Tigre a quien ya se le habían subido todos los colores al rostro. ‘A ver, que este despacho se ha liberado recientemente y es para catedráticos’, dijo con solemnidad. El panchito me miró gesticulando como un chimpancé mientras arremedaba al Tigre murmurando ‘Bla bla bla, na na ná’. El Negociador rio a carcajadas y yo no pude evitar reír también. ‘Que no es broma, joder’, dijo el Tigre conteniendo su alteración para luego dirigirse al Negociador en un tono más conciliador ‘Si Monsieur quiere que su ayudante trabaje al lado de él para facilitar las cosas, podemos hacerlo, no hay ningún problema’. ‘¿Ayudante?’, preguntó el gordo extrañado para luego reír a carcajadas dándole palmadas al panchito y comentando con él algo que no entendimos los demás. ‘No es mi ayudante, pero bueno, yo vengo de una república y estoy en un reino, comprendo’, dijo el gordo una vez que contuvo la risa. ‘Allá les han cortado la cabeza a los reyes y aquí no, pobrecillos ¿verdad?’, apuntó el panchito. ‘¿Pobres de los reyes o de los súbditos?’, dijo el gordo volviendo a encender el rostro como quien espera una nueva puntada. ‘Hombre, no sé’, contestó el panchito llevándose el dedo índice a la barbilla con teatralidad, ‘lo que Usted diga, mi amo’, remató haciendo una reverencia. Todos reímos, pero el Tigre no.
El segundo episodio tuvo lugar en la comida que el decano ofreció al Negociador y a la que asistí invitada por él para que no se aburriera demasiado. Aunque no se sirvió mucho vino, las cosas que ahí se dijeron debieron parecerle al Tigre como salidas de una conversación de borrachos: bromas, risas, comentarios cáusticos, todo según la tradición del corredor frío y húmedo de donde era originario el Negociador, de donde venía el panchito. ‘Aquí también necesitan esclavos como allá’, dijo éste en cierto momento cuando el decano habló de la inmigración allende las montañas del norte. Se le oyó más claro y alto que de costumbre, puede que fuera el vino que lo había animado, puede que fuera el silencio momentáneo que se había hecho a la mesa, tan raro entre mis paisanos. ‘¿Cómo dice?’, preguntó el decano. ‘Habla de esclavos’, dijo el Negociador mirando su copa con apenas un culo de vino, ‘esclavos tan necesarios aquí como allá’. ‘Sí, sí, de eso hablo, que no sucede sólo allá ¿verdad? Yo he visto unos cuantos por aquí, oh sí, ya lo creo, querido’, apuntó el panchito. El Tigre creyó oportuno intervenir: ‘Hombre, los esclavos, por así decirlo, son necesarios para cualquier economía desarrollada, porque al no tener papeles trabajan con sueldos bajos y sin seguridad social, para la construcción y la agricultura, para los supermercados y las residencias de ancianos, para todo lo que los ciudadanos formales no desean hacer’. El decano se removió incómodo en su asiento; yo le di un sorbo a mi copa que seguía siendo la primera: el vino ya no estaba fresco. Entonces el panchito intervino: ‘Y para la universidad también’. ‘¿Cómo dice?’, volvió a preguntar el decano ahuecando la mano y pegándola al oído. ‘Que en la universidad también hay esclavos’, dijo el Negociador terminándose el culo de su copa de golpe y sirviéndose de nuevo hasta casi llenarla. ‘Sí, yo he visto a este catedrático tratar a su gente como si fueran sus gatos’, dijo el panchito señalando al Tigre. ‘¿Cómo?’, dijo este, más indignado que sordo. ‘Sí, sí, no me puedo imaginar a mi jefe aquí presente hablándome en el tono en que Usted lo hace con sus estudiantes ni entrometiéndose en mi trabajo como Usted lo gasta, querido, que hasta mete las manos entre nosotros y el teclado, qué barbaridad, está Usted hecho un puto amo’. Yo intenté reír para hacer pasar todo por una broma, pero me salió una especie de eructo o chillido que no sirvió ni para distraer a nadie. El Tigre sonrió afectando no tomarse en serio los comentarios. ‘Es el trabajo’, dijo, ‘la jerarquía’, y agregó: ‘Mis empleados no viven en la economía informal, tienen contrato, seguro’. ‘Pero no tienen libertad’, le atajó el panchito sacando la lengua. El Negociador rio cuando le fue traducido el diálogo y todos aprovechamos la oportunidad para cambiar de tema.
Al tercer y último episodio me fue dado asistir porque debía reunir unas firmas para cerrar los trámites de la visita del Negociador, apenas una semana después de su llegada, el máximo plazo que a mí me parecía razonable que una persona adulta pasara fuera de casa, ya estaría Madame esperándolo en una hermosa casa allá en el corredor frío y húmedo, rodeada de jardines esmeralda, con su cena favorita y sus pantuflas, sentada al pie de una repisa de libros, frente a la chimenea. Me acerqué a la puerta del despacho del Tigre con los papeles en la mano y conteniendo el aliento, no porque le tuviera miedo, como por otra parte sería razonable visto lo desagradable que era, sino porque dentro solía predominar un olor asqueroso y rancio que me causaba náuseas. Escuchaba al Negociador dar voces y golpes en la pizarra y al Tigre asentir con la voz atiplada y al panchito alternar entre un idioma y otro. Me abstuve de tocar a la puerta para escuchar un poco más. Entendí que el Tigre aceptaba la solución que el Negociador proponía y que no era otra que la que él mismo había rechazado semanas antes cuando el panchito la había sugerido (‘lo vengo diciendo desde el principio’). Los golpes a la pizarra ya no eran los del Negociador, sino los del panchito, que hablaba en tono sarcástico (‘¿Ahora que lo dice el gabacho sí lo ve? Qué bueno que ha recuperado la vista, mire aquí, justo donde le dije, querido’). Yo pensaba que debía llamar de una vez a la puerta, que alguien podría aparecer por el pasillo y extrañarse de verme ahí parada, espiando como una tonta, tal vez el decano que parecía no tener ya otra misión que la de dormitar en su enorme oficina y caminar por los pasillos sigilosamente de camino al baño para aliviar la vejiga. Pero todavía me abstuve unos segundos más para escuchar al Tigre defenderse diciendo que lo de antes, con ser igual a lo de ahora, no era lo mismo, y que no lo era precisamente porque antes lo había dicho cualquiera y ahora lo decía nada menos que el Negociador. ‘Pero ¿qué está Usted insinuando, querido?’, soltó el panchito elevando la voz, ‘¿que Usted es uno de esos mierdas que empina el trasero con mi amigo el gabacho y va de conquistador con los indios? Hombre, qué novedad, ya lo había notado’. Di tres golpecitos a la puerta y el Tigre la abrió, envolviéndome en ese instante de un aire pútrido y tibio. Le pasé a él un folio, al Negociador otro. El panchito y el Negociador hablaban riendo por lo bajo. Ambos agitaban las manos como ilustrando los distintos momentos de un accidente. ‘Él también viene conmigo’, dijo de pronto el Negociador, ‘su estancia ha terminado antes de lo previsto’. El Tigre guardó unos segundos de silencio y luego, como si de pronto hubiera visto en este anuncio sólo conveniencias, se permitió decir que los jóvenes ya no aguantan nada. ‘Prepara la documentación de salida para él también’, me dijo en ese tono perentorio al que siempre le faltó un ‘por favor’. ‘Enseguida’, dije recogiendo los folios firmados y aprovechando para irme de aquella atmósfera envenenada. El panchito me cogió delicadamente un brazo y me hizo girar sorprendida. ‘Muchas gracias’, me dijo sonriendo y pronunciando mi nombre.
Me he enterado por una amiga que el Tigre saltó del balcón de su piso esta mañana. Hay muchas cosas que ignoro. No puedo valorar, por ejemplo, qué tan importante era para la ciencia este catedrático que tanto nos molestaba a mis compañeros y a mí. En mi humilde opinión, no era más que otro palurdo que apenas se había movido en toda su vida de la ciudad donde radicábamos. Un buen estudiante de la universidad que se quedó para siempre en ella, parasitándola. No podía sobrevivir en ningún otro sitio y quizá por eso se ha quitado la vida al hallarse de pronto jubilado. ¿Valía la pena vivir cerca de alguien así para aprender algo? Para las personas sanas y bien instaladas, no. El Negociador nunca volvió, como tampoco lo hicieron el francés de apellido polaco o la rumana fumadora de cabello rubio. Pero para los que escapaban de sus países creyendo que venían a Jauja, personas que por alguna razón estaban enfermas o aún no cuajadas, quizá sí. Una especie de reto o expiación, para endurecerse. O es que una vez iniciado el proceso no consideraban posible dar marcha atrás, aunque lo cierto es que el panchito lo hizo: se volvió al corredor frío y húmedo junto con el Negociador antes del plazo fijado originalmente para ello. Pero algo me dice que cuando este individuo se fue para no volver, con todo y no parecerme persona sana ni bien instalada, él ya había concluido su misión.
Al departamento llegó una vez un panchito precediendo al Negociador, su jefe en el corredor frío y húmedo de Flandes, a fin de realizar una estancia de dos meses pagado por el gobierno de aquel país: allá, según entiendo, no vivía más que de contratos temporales; acá, según quedó especificado en la ficha de registro, el Tigre fungiría como su anfitrión. La combinación era extraña: no era un estudiante blanco ni negro, no era un profesor gabacho ni una Ceauşescu, no era un becado nuestro ni de nadie, aunque tampoco era un empleado permanente en ninguna parte, no venía a ponerse a las órdenes del Tigre ni a las de nadie del departamento porque su jefe era ese gordo bonachón y egocéntrico que vino semanas después y ante quien tuve ocasión de ver al propio Tigre plegarse como una mariquita dócil y aquiescente. Si habitualmente me preguntaba por qué no se quedaban los profesores y aun los estudiantes en sus países de origen, si de verdad les compensaba venir a pasar largas horas oyendo perorar al Tigre en un cubículo hediondo a sudor en el que rara vez se abrían las ventanas, si tenía algún sentido ser tratado como un sirviente mientras nuestros estudiantes más jóvenes, blancos y rubios subían los pies a las mesas desfachatados y se descojonaban de risa relajadamente pasando del Tigre y de quien fuera, más intrigada quedé frente a aquel panchito amanerado y jovial que no dejaba de gastarnos bromas mientras completaba el registro con sus cientos de rubros (‘válgame dios, uno diría que le han contratado en el MI6, ¿verdad?’), ni cuando se retrasó su ordenador (‘no me había enterado de que este país era tan, pero tan tradicionalista, que prefiere hacer los cálculos con ábaco’) ni cuando hubimos de meterlo en una sala común con estudiantes pretextando que no había más despachos para profesores sólo porque el Tigre así lo dispuso (‘qué considerado de su parte darme esta oportunidad de hacer amiguitos, ¡gracias!’). Quizá el Tigre lo puteó de esta manera indirecta para dejar establecidas las jerarquías, ya que no parecía sentirse en libertad de tratarlo como al resto de sus empleados —nosotros no le pagábamos—, pero tampoco quiso tenerle las consideraciones que dispensaba a los profesores de verdad —su contrato, aunque en el extranjero, era temporal— ni menos consentirlo como a un gabacho o teutón genuinos —el color de su piel y su acento no lo autorizaban—. Pensé para mis adentros que aquel personaje chocaría con su anfitrión, pero acaso por amabilidad o por no sentirse concernido, el panchito parecía encantado de acceder a las constantes interrupciones que las ansiedades del Tigre le causaban, levantándose sin chistar de su escritorio, estuviese en mitad de lo que fuera, cuando éste le convocaba a las así llamadas con toda ridiculez sesiones de brain storming, donde invariablemente sólo se oía al Tigre hablar a grandes voces sin importar cuántos estuvieran reunidos, todo era monólogo para ese trastornado, lo mismo en su despacho que en los pasillos, seguramente en su casa —alguna vez conocí a su esposa, una mujer que tenía pintada la resignación en la frente— o en el restaurante universitario donde cada cierto tiempo tenía la mala suerte de quedar a escasos metros de donde él peroraba sin pausa frente a su séquito, apenas alguien intentaba hablar cuando él los atropellaba subiendo el tono sin que le importara el riesgo de atragantarse con la comida. Pero semanas después llegó el Negociador y, con ello, tres momentos singulares que no volví a ver repetidos nunca más.
El primer episodio tuvo lugar el día del registro de aquel gordo de anchos hombros, barba poblada y boina, que se tomaba la libertad de reír de nuestros formularios y tener conversaciones en gabacho con el panchito, que hablaba la lengua con desenvolvimiento, todo en presencia del Tigre que no se enteraba de la mitad y chapurreaba erres y ges con dificultad evidente. El panchito palmeaba los hombros del gordo con confianza y éste simulaba combates a puño cerrado con él, restando solemnidad a toda nuestra parafernalia que, de pronto, parecía tan de cartón como el rostro del Tigre que sonreía artificialmente sin saber qué hacer. Acompañé al trío al despacho que le asignarían al Negociador —aire acondicionado, sillón forrado en piel, ventana a los jardines— y entonces escuché al panchito decirle al Tigre ‘Pero mira nada más qué privilegio, ¿pues que no se supone que no quedaban despachos pues? ¿en qué quedamos, bonito?’. Aquella desenvuelta confianza nos cogió por sorpresa al Tigre y a mí, aunque enseguida estuve a punto de reírme. El Negociador preguntó qué estábamos diciendo y el panchito le explicó algo. Entre las carcajadas del gordo y las del panchito me quedó claro que el Negociador invitaba al panchito a instalarse en ese despacho con él, para escándalo del Tigre a quien ya se le habían subido todos los colores al rostro. ‘A ver, que este despacho se ha liberado recientemente y es para catedráticos’, dijo con solemnidad. El panchito me miró gesticulando como un chimpancé mientras arremedaba al Tigre murmurando ‘Bla bla bla, na na ná’. El Negociador rio a carcajadas y yo no pude evitar reír también. ‘Que no es broma, joder’, dijo el Tigre conteniendo su alteración para luego dirigirse al Negociador en un tono más conciliador ‘Si Monsieur quiere que su ayudante trabaje al lado de él para facilitar las cosas, podemos hacerlo, no hay ningún problema’. ‘¿Ayudante?’, preguntó el gordo extrañado para luego reír a carcajadas dándole palmadas al panchito y comentando con él algo que no entendimos los demás. ‘No es mi ayudante, pero bueno, yo vengo de una república y estoy en un reino, comprendo’, dijo el gordo una vez que contuvo la risa. ‘Allá les han cortado la cabeza a los reyes y aquí no, pobrecillos ¿verdad?’, apuntó el panchito. ‘¿Pobres de los reyes o de los súbditos?’, dijo el gordo volviendo a encender el rostro como quien espera una nueva puntada. ‘Hombre, no sé’, contestó el panchito llevándose el dedo índice a la barbilla con teatralidad, ‘lo que Usted diga, mi amo’, remató haciendo una reverencia. Todos reímos, pero el Tigre no.
El segundo episodio tuvo lugar en la comida que el decano ofreció al Negociador y a la que asistí invitada por él para que no se aburriera demasiado. Aunque no se sirvió mucho vino, las cosas que ahí se dijeron debieron parecerle al Tigre como salidas de una conversación de borrachos: bromas, risas, comentarios cáusticos, todo según la tradición del corredor frío y húmedo de donde era originario el Negociador, de donde venía el panchito. ‘Aquí también necesitan esclavos como allá’, dijo éste en cierto momento cuando el decano habló de la inmigración allende las montañas del norte. Se le oyó más claro y alto que de costumbre, puede que fuera el vino que lo había animado, puede que fuera el silencio momentáneo que se había hecho a la mesa, tan raro entre mis paisanos. ‘¿Cómo dice?’, preguntó el decano. ‘Habla de esclavos’, dijo el Negociador mirando su copa con apenas un culo de vino, ‘esclavos tan necesarios aquí como allá’. ‘Sí, sí, de eso hablo, que no sucede sólo allá ¿verdad? Yo he visto unos cuantos por aquí, oh sí, ya lo creo, querido’, apuntó el panchito. El Tigre creyó oportuno intervenir: ‘Hombre, los esclavos, por así decirlo, son necesarios para cualquier economía desarrollada, porque al no tener papeles trabajan con sueldos bajos y sin seguridad social, para la construcción y la agricultura, para los supermercados y las residencias de ancianos, para todo lo que los ciudadanos formales no desean hacer’. El decano se removió incómodo en su asiento; yo le di un sorbo a mi copa que seguía siendo la primera: el vino ya no estaba fresco. Entonces el panchito intervino: ‘Y para la universidad también’. ‘¿Cómo dice?’, volvió a preguntar el decano ahuecando la mano y pegándola al oído. ‘Que en la universidad también hay esclavos’, dijo el Negociador terminándose el culo de su copa de golpe y sirviéndose de nuevo hasta casi llenarla. ‘Sí, yo he visto a este catedrático tratar a su gente como si fueran sus gatos’, dijo el panchito señalando al Tigre. ‘¿Cómo?’, dijo este, más indignado que sordo. ‘Sí, sí, no me puedo imaginar a mi jefe aquí presente hablándome en el tono en que Usted lo hace con sus estudiantes ni entrometiéndose en mi trabajo como Usted lo gasta, querido, que hasta mete las manos entre nosotros y el teclado, qué barbaridad, está Usted hecho un puto amo’. Yo intenté reír para hacer pasar todo por una broma, pero me salió una especie de eructo o chillido que no sirvió ni para distraer a nadie. El Tigre sonrió afectando no tomarse en serio los comentarios. ‘Es el trabajo’, dijo, ‘la jerarquía’, y agregó: ‘Mis empleados no viven en la economía informal, tienen contrato, seguro’. ‘Pero no tienen libertad’, le atajó el panchito sacando la lengua. El Negociador rio cuando le fue traducido el diálogo y todos aprovechamos la oportunidad para cambiar de tema.
Al tercer y último episodio me fue dado asistir porque debía reunir unas firmas para cerrar los trámites de la visita del Negociador, apenas una semana después de su llegada, el máximo plazo que a mí me parecía razonable que una persona adulta pasara fuera de casa, ya estaría Madame esperándolo en una hermosa casa allá en el corredor frío y húmedo, rodeada de jardines esmeralda, con su cena favorita y sus pantuflas, sentada al pie de una repisa de libros, frente a la chimenea. Me acerqué a la puerta del despacho del Tigre con los papeles en la mano y conteniendo el aliento, no porque le tuviera miedo, como por otra parte sería razonable visto lo desagradable que era, sino porque dentro solía predominar un olor asqueroso y rancio que me causaba náuseas. Escuchaba al Negociador dar voces y golpes en la pizarra y al Tigre asentir con la voz atiplada y al panchito alternar entre un idioma y otro. Me abstuve de tocar a la puerta para escuchar un poco más. Entendí que el Tigre aceptaba la solución que el Negociador proponía y que no era otra que la que él mismo había rechazado semanas antes cuando el panchito la había sugerido (‘lo vengo diciendo desde el principio’). Los golpes a la pizarra ya no eran los del Negociador, sino los del panchito, que hablaba en tono sarcástico (‘¿Ahora que lo dice el gabacho sí lo ve? Qué bueno que ha recuperado la vista, mire aquí, justo donde le dije, querido’). Yo pensaba que debía llamar de una vez a la puerta, que alguien podría aparecer por el pasillo y extrañarse de verme ahí parada, espiando como una tonta, tal vez el decano que parecía no tener ya otra misión que la de dormitar en su enorme oficina y caminar por los pasillos sigilosamente de camino al baño para aliviar la vejiga. Pero todavía me abstuve unos segundos más para escuchar al Tigre defenderse diciendo que lo de antes, con ser igual a lo de ahora, no era lo mismo, y que no lo era precisamente porque antes lo había dicho cualquiera y ahora lo decía nada menos que el Negociador. ‘Pero ¿qué está Usted insinuando, querido?’, soltó el panchito elevando la voz, ‘¿que Usted es uno de esos mierdas que empina el trasero con mi amigo el gabacho y va de conquistador con los indios? Hombre, qué novedad, ya lo había notado’. Di tres golpecitos a la puerta y el Tigre la abrió, envolviéndome en ese instante de un aire pútrido y tibio. Le pasé a él un folio, al Negociador otro. El panchito y el Negociador hablaban riendo por lo bajo. Ambos agitaban las manos como ilustrando los distintos momentos de un accidente. ‘Él también viene conmigo’, dijo de pronto el Negociador, ‘su estancia ha terminado antes de lo previsto’. El Tigre guardó unos segundos de silencio y luego, como si de pronto hubiera visto en este anuncio sólo conveniencias, se permitió decir que los jóvenes ya no aguantan nada. ‘Prepara la documentación de salida para él también’, me dijo en ese tono perentorio al que siempre le faltó un ‘por favor’. ‘Enseguida’, dije recogiendo los folios firmados y aprovechando para irme de aquella atmósfera envenenada. El panchito me cogió delicadamente un brazo y me hizo girar sorprendida. ‘Muchas gracias’, me dijo sonriendo y pronunciando mi nombre.
Me he enterado por una amiga que el Tigre saltó del balcón de su piso esta mañana. Hay muchas cosas que ignoro. No puedo valorar, por ejemplo, qué tan importante era para la ciencia este catedrático que tanto nos molestaba a mis compañeros y a mí. En mi humilde opinión, no era más que otro palurdo que apenas se había movido en toda su vida de la ciudad donde radicábamos. Un buen estudiante de la universidad que se quedó para siempre en ella, parasitándola. No podía sobrevivir en ningún otro sitio y quizá por eso se ha quitado la vida al hallarse de pronto jubilado. ¿Valía la pena vivir cerca de alguien así para aprender algo? Para las personas sanas y bien instaladas, no. El Negociador nunca volvió, como tampoco lo hicieron el francés de apellido polaco o la rumana fumadora de cabello rubio. Pero para los que escapaban de sus países creyendo que venían a Jauja, personas que por alguna razón estaban enfermas o aún no cuajadas, quizá sí. Una especie de reto o expiación, para endurecerse. O es que una vez iniciado el proceso no consideraban posible dar marcha atrás, aunque lo cierto es que el panchito lo hizo: se volvió al corredor frío y húmedo junto con el Negociador antes del plazo fijado originalmente para ello. Pero algo me dice que cuando este individuo se fue para no volver, con todo y no parecerme persona sana ni bien instalada, él ya había concluido su misión.