Fue por aquellos años en que a la derecha de la cama tenía un ventanal que daba a un balcón desde el que difícilmente se podía sobrevivir si uno se arrojaba, que confirmé la dramática desaparición del deseo y miré hacia mi pasado lúbrico con extrañeza. Ya durante el primer mes en Ciudad Levante, al final del verano, me asombraba no sólo de que no diera pasos hacia ningún encuentro como en mi primera estancia de hace quince años —algo fácil de justificar tramposamente con palabras como fidelidad, pero yo no me engañaba— sino de la falta de interés y aún de apreciación hacia los chicos que, en tiempos no muy distantes, me habrían hecho detenerme en mitad de la calle y volverme hacia ellos con insinuación y descaro. Como la primera vez, había ido a trabajar a la universidad levantina con el Tigre sin que ninguno de los dos tuviera claro lo que haríamos, así son las cosas en las matemáticas aplicadas y no digamos ya las puras, de modo que era una suerte, supongo, que nosotros pudiéramos alegar que nuestras abstracciones estaban ligadas a la robótica y la aeronáutica, aunque todo fuera una exageración indisimulable. Las ideas, sin embargo, igual que el deseo, no se me presentaron en aquellas semanas, lo que atribuí a que esta vez no hubo despacho para mí y fui instalado en una sala común maloliente y acalorada donde hube de trabajar en mi pequeño portátil junto a estudiantes ruidosos que no se arredraban para sostener todo género de conversaciones a volumen ibérico. Casi todos los días el Tigre se pasaba por mi escritorio, comprobaba distraídamente en qué trabajaba, hacía algunos comentarios técnicos que, aunque yo no siempre lo percibiera, no tenían desperdicio, y se iba; en algunas ocasiones me invitaba a su despacho para lo que se suponía era un trabajo común, aunque derivado de sus ideas, pero entonces yo apenas le seguía en su discurso interminable, deslizando con dificultad observaciones inanes aunque sólo fuera para dar pábulo a que continuara por los paréntesis así abiertos. Como al fin y al cabo no entendía la mitad y la atmósfera en aquel despacho era casi tan ofuscante como en la sala donde yo tenía mi escritorio, divagaba, pero no sobre cualquier cosa sino sobre la persona del Tigre. Por descontado me asombraba su inteligencia, que lo mismo le permitía traducir rápidamente su pensamiento en ecuaciones que programar en ordenador códigos eficaces para ilustrarlas, así sus cualidades técnicas, pero es que además yo era testigo de la riqueza y precisión de su lenguaje —al fin y al cabo su lengua, la mía sólo prestada aunque fuera materna—, de la agudeza de sus análisis en esferas que se suponían ajenas a su especialidad como la política, de su buen oído musical que le permitía cantar, tocar instrumentos y escribir notas musicales de cualquier melodía. 'Sus padres', pensaba, 'han tenido todo que ver en este desarrollo, pero también el lugar donde ha crecido: él se pasea por entre catedrales y murallas, yo por calles destruidas y desiertas; su padre fue ingeniero, el mío fue albañil; su país fue conquistador, el mío conquistado; su madre fue cantante, la mía secretaria'. Me obligaba a prestarle atención dejando de lado lo que parecían simples comparaciones ociosas de un hombre acomplejado, pero luego de salir de su despacho disponía de muchas horas en la universidad y en la ciudad, en el piso con el balcón del que nadie podía lanzarse sin matarse, en el supermercado donde compraba lo que estaba a punto de caducar por tener precio reducido, para pensar todavía más en el asunto cuyo tema no era el Tigre, desde luego, sino la constatación de que yo, además de haber perdido el deseo, tenía límites, una conciencia que en la primera estancia, quince años atrás, no tenía, o bien la tenía, pero la despreciaba. ¿Son el deseo sexual y el futuro ilimitado dos cosas distintas? Cada mañana en aquella cama con el ventanal a la derecha despertaba sin erección alguna, cada tarde volvía después de fingirme hombre sano y responsable, andando por la ciudad, para comprobar que no me apetecía ni siquiera tocarme. Aquella inopia sensual no se traducía en una mayor voluntad de estudiar las ecuaciones del Tigre o reproducir las simulaciones y cálculos por él realizados. Me dedicaba desde la cena hasta poco antes de irme a la cama a ver espantosos reality shows en la televisión del salón, para luego leer en la cama novelas o estudios literarios hasta que el sueño me vencía. 'El Tigre no hará nada de esto', pensaba, 'ni ahora ni en su juventud, no perdería el tiempo en literatura fantástica ni apetitos carnales, no se envilecería mirando porquerías en la televisión ni se cuestionaría interminablemente sobre el sentido de nada, por eso y porque estaba en su naturaleza ha respetado los raíles que la sociedad le ha trazado para mejor cumplir su papel: esposa, hijos, trabajo, familia, patria, tradiciones, pero no se piense que es un hombre de derechas ni mucho menos, quizá hacia sí mismo pero no hacia los demás, hacia afuera es manifiestamente un hombre de izquierdas, consiente, por ejemplo, las drogas y el aborto y la eutanasia, lo mismo que mi orientación sexual aunque sea perpendicular a la cultura, ahí está, ahí lo tienes, no está bien culpar a los demás, que si los padres, que si el país, ya estoy suficientemente grande y debería verme a mí mismo, un hombre de cincuenta años preocupado por dónde poner la polla aunque no le apetezca, un hombre que fácilmente desciende a la vulgaridad en vez de mantenerse al margen, algo que puede intentarse, sí, apartarse de la degradación que identificamos rigurosamente, pero que no está bien hacer de esa manera beata e infantil, antes bien, debería ser resultado de nuestra naturaleza y no consecuencia de ir en contra de ella, ¿pero cómo podría yo ser mejor si no es yendo en contra de mis impulsos, oponiéndome a mis intereses mezquinos, a mi doblez moral y mis tentaciones?, pero luego ¿con qué recursos podría yo intentar semejante operación? es decir, si como queda probado jamás alcanzaré la lucidez del Tigre porque estoy limitado intelectualmente, ¿qué me hace suponer que no lo estoy también en lo moral? A los años que pasé estudiando por placer le siguieron los muchos en que lo hice para ponerme a la cabeza de un puñado de ciegos, por eso soy tuerto; para estar en lo más alto accedí a hacer tímidas trampas fingiéndome un entendido, por eso soy un estafador; lo conseguido es un castillo de naipes que no resiste el menor escrutinio... el balcón está tan cerca'. Una mañana del segundo mes de estancia tuve la suerte de rescatar una vieja idea para proponerla al Tigre y no depender enteramente de sus trabajos, en los que me incluía acaso por conmiseración y no porque yo hubiera aportado nada. Durante semanas presenté un enfoque equivocado de mi propia idea mientras el Tigre insistía en la que fue, finalmente, la formulación correcta; también fui incapaz de comprender las implicaciones de mis desarrollos o de programar razonablemente las ecuaciones que yo había establecido. El Tigre, desde luego, lo había previsto todo; recordando sus ojos inquietos y la forma en que remoloneaba en su silla sonriendo oblicuamente, era evidente que trataba de dejarme llegar a sus conclusiones aunque a veces le desesperara mi lentitud. Seguramente no llegué a ver todo lo que él había visto cuando el tercer y último mes de estancia llegó. Ayudado por la visión de un artículo cuya escritura había dependido casi enteramente de mí, me fue fácil sentirme satisfecho en la falsa creencia de que las intervenciones del Tigre habían sido mínimas; tal vez lo fueron, pero también fueron esenciales: aquello no era prueba de mi pericia, sino de mis limitaciones. Alguna noche de ese último mes me permití un homenaje a modo de celebración, no porque me apeteciera del todo, sino como profiláctico. Una vez hube terminado reparé en lo poco que, de un tiempo para acá, me recreaba en la memoria de mis aventuras. 'Qué extraño', pensé, 'haber sido aquel hombre lascivo y no reconocerse ahora. Debo estar envejeciendo. Es una pena que ello —la falta de deseo— no sirva para volverme un virtuoso, un intelectual al fin, un científico de verdad. No sirve tampoco para ahorrarme zafiedades propias o ajenas. Ahora mismo estoy a pocos días de volver a Santa Teresa y allá me espera la reanudación de mi vida de tuerto-rey rodeado de príncipes ciegos, un payaso a quien se puede ignorar, gritar y contravenir, aún en su propio palacio, aún con sus propios recursos. No logré ponerme a salvo en la vida. Sólo los que se ponen a salvo pueden considerarse exitosos. Hay gente —poca— que ya nace a salvo; yo no. Podía salvarme y no lo hice y ahora es demasiado tarde. No me quedé en Ciudad Levante antes ni ahora. No me quedaré después. Tampoco en la Isla ni el Gueto. Fracasé en lo que hubiera podido darme un poco de paz ahora que las capacidades intelectuales tienen límites probados, ahora que el deseo ha desaparecido. Ilusiones no tengo ninguna desde hace años. El amor es, como mucho, una tierna costumbre y un compromiso, no un entusiasmo.' Y se me ocurren sólo cursilerías ahora, de modo que abro el ventanal a la derecha de la cama y compruebo que hace un frío tremendo. Allá abajo siguen pasando los autobuses, los empleados de la paquetería tienen encendida la luz a deshoras. Un salto y ya está, se acaban las dudas y los fraudes biográficos. Un salto y termina todo. Pero no lo hice entonces ni lo hice después. Sólo lo pensé por aquellos años, antes de estos otros en que a la derecha de la cama tengo un ventanal que da a un patio mínimo de plantas y mosaicos armoniosos, pero no a ningún balcón.
sábado, febrero 01, 2025
lunes, enero 20, 2025
Lo increíble de morirse
No puedo creer que me esté muriendo cuando hace apenas unas semanas me hallaba bien. Es verdad que el clima cambió, como todos los años, de manera abrupta. Un día de noviembre todavía hacía calor y, de la noche a la mañana, había amanecido helado en mitad de la enorme cama que siempre he querido cambiar. Dejé entreabierto el ventanal a mi derecha porque hasta la noche anterior todavía hacía calor. Usé sólo la sábana de cuadros amarillos para cubrirme porque hasta la noche anterior su tela de algodón me mantenía fresco. Año con año me felicitaba por haber construido el pequeño cubo al lado de mi habitación que permitió convertir la ventana en ventanal y la inútil cochera en un patio mínimo de plantas y mosaicos armoniosos. El ventanal proporcionó más luz y ventilación al cuarto, el patio permitió sentarse algunas tardes a leer bajo su cielo fraccionado por la rejilla metálica que lo cubre. Ahora el ventanal lleva semanas cerrado, las cortinas unas veces abiertas y otras cerradas según mi ánimo. Al principio pensé que se trataba de otro de los muchos catarros estacionales que he tenido a lo largo de mi vida. Le pedí a la asistenta que preparara caldo de pollo y no levantara tanto polvo al barrer. Le pedí que comprara tortillas de maíz y crema agria para hacerme tacos junto con el caldo. Revisé junto con ella los medicamentos que tenía en el cajón de las medicinas —casi todos caducos— y le pedí que trajera los que consideré que harían falta: antiinflamatorios para el dolor de garganta, antigripales para la moquera, algún antibiótico cuya prescripción elaboré yo mismo aprovechando el bloc de recetas del fallecido Doctor Zet. Salvo por las incomodidades, pensé, este tiempo enfermo se distinguiría muy poco de mis días ordinarios: leería libros, escribiría notas, vería la televisión; tendría que seguir pagando servicios y cobrando el retiro, verificando que la renta de mis propiedades llegara puntual a mi cuenta. Un hombre como yo hace lo mismo enfermo que sano y, si se me apura, lo mismo activo que jubilado. Pero las fiebres nocturnas empezaron a obstaculizar mis planes. No importaba la modestia de mis propósitos porque la enfermedad los volvía irrealizables. No importaba que me hubiese pasado toda la vida recortándolos inexorablemente porque aún debían reducirse más. Los años infantiles en que me fue instilado el veneno de la creencia en mi superioridad intelectual hubieron de ser combatidos por años y años de hechos en contrario. Las pruebas a las que hube de enfrentarme fueron las más lentas y crueles, siempre en el límite de la frontera que separa al talento de su negación, así se mantenía la ilusión de una mediocridad siempre a punto de ser superada sólo para terminar, luego de un esfuerzo agotador, enfrentado al hecho de que toda conquista era ridícula, todo triunfo un mero espejismo estúpido. A la obtención de las notas más altas en matemáticas hubo que oponer la incapacidad para hacer matemáticas. A la obtención de los grados académicos más altos hubo que oponer la multiplicación de las confusiones técnicas más vergonzosas. A las publicación de artículos en las revistas científicas más prestigiadas hubo que oponer los errores más simples que los invalidaban. No hubo pues necesidad de esperar a la jubilación para liquidar el propósito de ser ya no digamos un científico notable, sino apenas un hombre de ciencia mínimamente consistente; a partir de la segunda estancia en Ciudad Levante, cuando también tenía un ventanal a la derecha de mi cama, el contacto con el Tigre liquidó para siempre, por su sólo contraste, cualquier posibilidad de enmienda profesional: sus ideas eran originales, las mías derivadas; sus trabajos eran coherentes, los míos erróneos; su comprensión era cabal, la mía insuficiente; nunca le aportaría nada que él no hubiera previsto y descartado; toda colaboración entre nosotros no podía ser otra cosa que la ejecución exacta por parte mía de cada una de sus instrucciones. Renuncié así, luego de una vida entera de expertos despropósitos, a ser nada más que un vulgar maestro de universidad de provincias, ocupación de la que me jubilé hace algunos años, de modo que cuando las fiebres nocturnas aparecieron, ellas ya no podían estorbar propósito científico alguno, ni impedirme leer libros técnicos que ya habían sido repartidos entre colegas, ni frustrar el crecimiento de la lista de irrelevancias que logré colar en las así llamadas publicaciones científicas a lo largo de décadas de deliberada simulación. No obstante, una ambición de orden intelectual sobrevivió a la desaparición de mis aspiraciones científicas aunque ya llevara años muerta cuando llegó la enfermedad de la que no puedo creer que me esté muriendo: la idea de que podía ser escritor. Así como los malentendidos científicos tuvieron su origen en los concursos de matemáticas, los ordenadores y las amistades de mi adolescencia, así el despropósito de escribir tuvo su origen en los poemas y diarios que al final de mi niñez escribía a máquina en color negro con encabezados de color rojo. No escarmenté cuando leí los primeros poemas y cuentos y novelas de quienes sabían escribir, ni cuando se me agotaron la lírica y la biografía y me quedé simplemente con mis cartas, ni cuando empecé a hacer cuentos malísimos que sólo hasta mi tercera estancia en Ciudad Levante, rebasados los cincuenta y seguro de que la vía científica estaba liquidada, decidí presentar a editoriales que los declinaron en todos los tonos posibles. Cerca de la jubilación quise hacer una novela y nunca avancé más allá de treinta aburridas páginas que a mí mismo no me apetecía releer. Una noche solitaria, leyendo en mi biblioteca, lo acepté: no escribiría nunca nada. Me consolé pensando en que podría leer y releer los libros que tenía frente a mí, algunos aún envueltos en el celofán con que me los entregaron en las librerías de Ciudad Natal y Ciudad Levante, en la Isla y en el Gueto, en el insulso establecimiento para señoras de Santa Teresa hasta donde varé en repetidas tardes de inacabables fines de semana miserables. Un propósito a mi alcance, pensé. Un propósito pacífico aunque improductivo porque no haría con mis lecturas ningún estudio. No hablaría con nadie acerca de ellas porque apenas me quedaban amistades y a ninguna de ellas le interesaba lo que yo pudiera decir al respecto. La vida reducida a entretenimiento, todo lo reunido a lo largo de los años sólo una forma de pasar el tiempo. Cómo ir del punto A al punto B. Eso pensaba resignadamente cuando inició la enfermedad, que seguiría leyendo pero sólo con un poco más de molestias: dolor de garganta primero y escurrimientos después, acaso un par de malas noches por insomnio o tos. Pero entonces aparecieron las fiebres y ya no pude tampoco leer, no de noche cuando me asaltaban los delirios y volvía a ver el ventanal convertido en ventana y la extensa cama a mi derecha ocupada por quienes durmieron en ella con regularidad en el pasado, escuchando mis quejas acerca del colchón, los hundimientos y los hormigueos; no cuando estaba seguro de escuchar los ladridos de perros que hacía años no tenía, ¿acaso la asistenta ha traído algún animal?, me preguntaba una y otra vez mientras realizaba cálculos interminables, primero un cuadro blanco que había que resolver por completo para luego seguir con el problema de los tres cuadros blancos, dudar al final si se ha resuelto todo y repetir; los familiares ya fallecidos con su cháchara interminable. ¿Quién puede leer en esas condiciones si no queda claro ya cuándo es de día y cuándo es de noche? Y las preocupaciones acerca de las cuentas bancarias y los servicios, ¿por qué tenía que escoger este libro de Jon Fosse, encima, para morirme? ¡Qué lectura más atroz! Equivocarse toda la vida y volverse a equivocar al final, cuando se percibe que de esta no saldremos y que los libros que vemos delante, celofán o no, se van a quedar aquí fuera de nuestro alcance, ¡y las cosas! ¿Qué va a pasar con las cosas? ¡Es increíble! me digo una y otra vez con los cabellos pegados al rostro por los sudores, la asistenta no se puede quedar todos los días aquí y me acerco tambaleante a la ducha recordando cómo era eso de bajar la fiebre, los trapos húmedos, los geles fríos. ¿Cómo es posible que no vaya a terminar siquiera de leer mis libros? Pasó hace poco mi cumpleaños, al menos eso está cubierto... Mamá, dame más pastel. Mamá, mamá. No voy a alcanzar a terminar la lectura y menos si escojo tan mal como este libro de Jon Fosse. ¡Qué inoportuno! ¡Qué delirio! Pero si estaba bien, no puedo creer que me esté muriendo, nunca pensé que a estas alturas le entraran a uno ganas de intervenir más allá de la tumba: 'que ella se lleve esto y aquello', 'que le den esto otro a fulano y mangano', 'que con mis muebles y cuadros, que con mi ropa, que con mis monedas y mis discos y películas, que...' es inútil. Ni siquiera en estas circunstancias renuncio a propósitos que no puedo cumplir. Soy un fracaso e intento arreglarlo todo en un último gesto. Qué torpeza. Las fiebres no cesan, el vómito, el aliento sobrecalentado, los ladridos ¿son de allá fuera o del patio de atrás? Descansa, perrita, ya has olfateado por última vez el aire de la laguna. Todavía quiero levantarme cuando la luz de la mañana ilumine la biblioteca, cuando el aire sea dorado y limpio, cuando los lomos de los libros brillen. Quiero terminar de leer aunque sea a Jon Fosse. Por favor, un poco más de tiempo. No puede ser que ya no haya tiempo. Por favor. La noche interminable se cuela por el ventanal entreabierto tirando al suelo las medicinas.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)