En el breve camino de vuelta a casa no toma la salida habitual y continúa por la larga curva hasta la glorieta. Recién ha oscurecido. Las luces —unas fijas, otras en movimiento— iluminan por instantes a los que andan por las aceras: enfermeras y estudiantes, algunos oficinistas, indigentes. No se dirige a ninguna parte, tan sólo retrasa la vuelta a casa por la avenida recta y plana que conduce hasta el centro. El recorrido, sin embargo, no es azaroso: desemboca en los mismos sitios donde hace más de diez años daba vueltas en el coche para invitar a chicos a dar la vuelta y, con suerte, llevarlos a casa a follar. Pero la ciudad ha quedado inexplicablemente desierta de todos sus posibles invitados o su mirada ya no los distingue de entre las muchas sombras que la recorren. Una, dos, tres vueltas alrededor del parque y no distingue nada. Se estaciona. Gira la llave del interruptor y apaga el coche. Abre las ventanillas. El aire cálido y húmedo entra en la cabina, pero nadie se acerca hasta él como antaño para, con el pretexto de pedirle fuego para un cigarrillo, iniciar una conversación casual poblada de insinuaciones. Al otro extremo del parque distingue a los empleados del puesto de frituras y dulces despachando a los últimos clientes del día, los lavacoches recogiendo sus cubetas y echándose los trapos al hombro para perderse entre los callejones que dan a la plaza, los coches de oscuros cristales conducidos por seres invisibles que, como él, repasan lentamente los alrededores hasta que, decepcionados, se alejan acelerando súbitamente sólo para reaparecer a los pocos minutos. La visión del kiosco oscurecido al centro de la plaza y el suave agitarse de las palmas allá arriba, lo tranquilizan hasta quedarse dormido en medio del calor y la humedad. Se está tropezando con el empedrado camino a la escuela. Lleva el uniforme de la secundaria —un disfraz de cucaracha— hecho de miles de cuadros diminutos color negro, blanco y marrón. A pocos metros, sobre la curva, un enorme perro blanco yace patas arriba con un hilo de sangre coagulada saliendo del hocico hasta atravesar parte de su espeso pelaje camino del suelo, donde ha hecho un pequeño charco. Está muerto. Él aprieta su portafolios contra el pecho, estremecido, sin poder apartar la vista del animal. Vuelve a tropezar hasta casi caer al suelo cuando pasa más cerca de él y, mientras va quedando atrás, se vuelve repetidas veces para ver los dientes del perro que han quedado al descubierto con aspecto feroz, sus ojos cerrados con fuerza transmitiendo el dolor postrero. Acaso un camión de las ladrilleras cercanas o un borracho al que no ha detenido el empedrado en mal estado, ha acelerado en la curva por la noche hasta embestirlo. En el salón de clase mira los traseros de sus compañeros a los que el disfraz de cucaracha no obsta para subrayar sus formas. Algunos se cogen el pene con la mano a través de la tela para presumir sus erecciones, otros empujan hacia sí la cabeza de algún compañero simulando una felación, alguno más se restriega contra otro fingiéndose afeminado. Estruendo de risas, arrastrar de butacas, gritos desenfrenados. El director les llama la atención y pide respeto para el profesor que ha ido ido a por él para pedirle ayuda. Viene acompañado del orientador que mira a todos con ojos inquisitivos y ceño fruncido. 'Huele mal', dice el director de pronto. 'Huele a podrido', dice el profesor en sandalias. 'Huele a perro muerto', dice el orientador acercando su rostro al de él como si la peste saliera de su cuerpo adolescente, se acerca tanto que lo fuerza a cerrar los ojos para no mirar y entonces ve. Ve de nuevo al animal, ahora encalado, las patas aún apuntando al cielo y el vientre hinchado a punto de estallar. Algunos le lanzan piedras al pasar, otros lo remueven con palos recogidos de los maizales. Hoy lleva puestos los calzones magenta cuya suavidad le causa tanto placer que, involuntariamente, los mancha de poluciones. Están en el patio los del otro grupo, tomando la clase de educación física. Algunos están sin camisa o en pantaloncillos cortos, puede verles los calcetines de telas variadas o el borde de los calzoncillos asomar por la cintura. No se atreve a ir al baño para tocarse. Le quitan el bocadillo los más fuertes, le llenan de insultos los afeminados, alguno lo ha forzado a pegar la cara contra su entrepierna hasta que su desesperación —ahogamiento de cuadros blancos, marrones y negros atravesados por una bragueta— se convierte en un inexplicable placer. Un día el perro revienta y la rasgadura muestra un hervidero de gusanos en medio de líquidos multicolores, el sitio justo a donde ha ido a parar el portafolio que le han quitado entre varios a la salida de la escuela. Aguantando el llanto y la respiración se acerca para cogerlo, lo empujan. Una de las rodillas del pantalón se ha roto en el empedrado. El olor le causa arcadas irrefrenables. Risas salvajes, gritos. En torno a él se ha formado un corrillo que no deja de crecer. Mete su mano entre las vísceras podridas del animal y pone a salvo el portafolio engusanado. Entonces se da cuenta de que ya no tiene asco. Coge un pedazo y lo lanza a uno de los que se ríen. Coge otro pedazo y remata con él la cabeza de otro de los reunidos. Se desbandan profiriendo amenazas, tropezando en el empedrado. Él coge la carcasa del animal y, manchado de sangre y cal, se lanza contra la multitud que huye despavorida. Ya nada huele mal. Sus pantalones brillan de viscosidades: marrón, blanco y negro, pero también amarillos y rojos, verdes varios. El perro se ha desmembrado pero cree percibir su aliento sobre la cabeza. Una pata le acaricia el pelo. Es el aire cálido de la noche atravesando el parque con repentina fuerza. Allá arriba el ulular de palmeras, aquí abajo la desierta plaza. Gira la llave y enciende el interruptor, el coche abre los ojos de sus faros iluminando los matorrales. Avanza por la calle hacia el poniente, alejándose del centro. En el camino a casa la misma ceguera que el tiempo, adalid de la muerte, puso pacientemente en sus ojos.
martes, septiembre 16, 2025
domingo, agosto 31, 2025
Ética universitaria
Yo supongo que la luz del sol en aquellos días era la misma que la de hoy, entreverada con las ramas de los árboles, creando patrones en los adoquines de las calles, tatuando de manera temporal los rostros y brazos de anónimos transeúntes, pero en mi memoria el paisaje entero de aquellos años ha quedado como sumergido en ámbar, y así, con ese tono amarillento desgastado, me veo andando por la entrada sur de ciudad universitaria un mes de abril, luego de anunciar en la caseta de vigilancia que venía a pagar a cajas —única razón aceptable por ellos para dejar pasar a quien fuera, con o sin identificación— y dirigirme hasta la facultad de ingeniería donde hacía casi un año había terminado mis estudios sin haber podido pagar el trámite de titulación correspondiente, ahora podría pagarlo y, con el comprobante, solicitar la guía de estudios del examen general que presentaría un par de semanas después, al fin terminaba esta etapa absurda de endeudarme con los fascistas más extremos del país a cambio de una educación que se decía de calidad y era una completa basura, al fin quedaría atrás de manera formal la forzada convivencia de casi cuatro años con los hijos de familias rurales adineradas que venían de sus feudos a comprar un título universitario para mejor adornar los salones pequeñoburgueses de sus casas, cocainómanos afiliados al partido oficial, alcohólicos devotos de la Virgen de los Palos, insaciables gordas hijas de joyeros agiotistas, aquella fauna estaba a punto de ser liquidada y estos caminos arbolados de ser suprimidos, qué bien ocultaban las cuidadas jardineras y los armoniosos edificios la vocación totalitaria de sus ocupantes, no habría nunca más razones para transitar por estas calles separadas del resto de la ciudad por un foso de coníferas a donde íbamos algunos a fumar y beber en pálida imitación de las verdaderas rebeldías de nuestros padres, la comedia se acaba, me digo mentalmente cuando llego a cajas y me dan un recibo mal impreso a cambio de dinero en efectivo —el último pago— y entonces ando unos metros más por entre pisos que huelen a aserrín y petróleo hasta la ventanilla de ingeniería donde solicito la guía de estudios del examen general, no la proporcionan ya en papel, me dice la secretaria, sino en un disquete de tres y media pulgadas que yo debo llevar para que me hagan una copia, el disquete lo tengo, digo yo, pero el encargado no está, dice ella, de modo que se abre una pausa en la que yo levanto la cabeza para ver pasar estudiantes a los que ya no conozco —hace casi un año que no estoy aquí— y saludo a lo lejos a profesores que siguen siendo los mismos —aunque pasaran diez o veinte años porque los maestros son la bazofia de la sociedad, seres inútiles aferrados a la única actividad que les permite semejante grado de incompetencia y a la que, encima, detestan—, si quieres puedes pasar a hacer la copia tú mismo, dice de pronto la secretaria, y yo acepto ofreciendo una sonrisa forzada y dando la vuelta hasta donde se halla la puerta de acceso con el letrero de sólo personal autorizado, ahora yo lo estoy y me siento frente a la computadora de la secretaria que se distrae hablando con su compañera, ya te digo que esos no van a durar ni un mes juntos, dice ella, a quién se le ocurre irse a vivir juntos sin haberse conocido lo suficiente, dice la otra, frente a mí se despliegan en la pantalla directorios con etiquetas como listas u oficios, calificaciones o respaldo, puedo copiar la que sea, pero yo copio la de exámenes y me pongo de pie enseguida diciéndole que ya está, que muchas gracias, me sonríe distraídamente asintiendo con la cabeza para seguir hablando con su compañera, no vuelve a su asiento mientras me dirijo a la puerta, tampoco cuando paso ya por fuera delante de su ventanilla, la luz entonces quizá no era ámbar, pero yo no la veo de otro color desde esta distancia, bajo ella me digo alegremente que ahora sólo queda estudiar la guía con detenimiento, que en dos semanas estaré libre y titulado, no ando directamente hasta la caseta de vigilancia y de ahí a la ciudad, sino hacia la explanada de rectoría y luego al comedor debajo de ella, en la primera la luz es blanca, lo admito, y en el segundo la luz es oscura, no ámbar, la cafetería es un gigantesco estacionamiento subterráneo lleno de mesas y sillas en vez de plazas de aparcamiento, no hay muchos estudiantes ahora, acaso por la cercanía de las vacaciones, de modo que me animo a comprar por última vez uno de esos postres que llamaban negritos —base de galleta, relleno cremoso, cubierta de chocolate crujiente— y un café, casi nunca tenía dinero para comprar nada aquí cuando era estudiante, pero el cocainómano solía invitarme refrescos y el alcohólico frituras, también la gorda hija del joyero agiotista comidas enteras a cambio de sobarme la entrepierna, todos entonces se decían descreídos de los fascistas a cargo de nuestra educación, todos abjuraban de la universidad en términos vagos y generales, no pasó demasiado tiempo para que el cocainómano abrazara la fe de Cristo en una costosa clínica de recuperación para toxicómanos de alcurnia, ni para que el alcohólico bautizara a sus hijos según el rito tridentino de Lefebvre, ni para que la hija del joyero agiotista pusiera a sus obesas crías en manos de los mismos educadores criminales que nos atormentaron, todo es atraído fatalmente hacia los polos que corresponden a su naturaleza, me digo cuando el negrito y el café desaparecen casi simultáneamente de sus plato y vaso respectivos, de pronto me encuentro cansado como consecuencia de la actividad filosófica y a lo lejos distingo los escaparates de la librería universitaria —también subterránea—, acaso deba hacerle una visita antes de irme, la hora de comer puede aplazarse una vez que he arruinado mi apetito con esta colación abusiva, así que me pongo de pie y me echo la mochila al hombro, llevo plato y vaso con manchas de café y chocolate hasta la papelera, me acerco poco a poco a la librería y ya distingo algunos títulos —la luz es más blanca en los aparadores—, ya puedo ver la puerta de entrada y los muebles de madera donde se apilan los libros —la luz es ámbar otra vez aquí dentro—, abro ejemplares al azar y los hojeo distraídamente mientras los empleados se entretienen hablando entre sí sin prestarme atención, ya te digo que esos no hacen otra cosa que pelearse todos los días, dice ella, es lo normal si no son de signos compatibles, dice él, de pronto tengo frente a mí el segundo volumen de Física de Serway, un libro no tan grueso como el primer volumen, pero de gran tamaño, un libro que me falta, pienso con menos ánimo científico que coleccionista, en pocos segundos he decidido llevármelo, pero no pagar por él, faltaba más, después de todo lo que estos fascistas me han robado a lo largo de los años, después de todo lo que he aguantado aplastado entre sus maestros y acólitos, justo es que tome lo que sea porque es mío, no suyo, así que lo oculto con dificultad en mi chaqueta y no salgo inmediatamente de la tienda, antes finjo interés por libros de autoayuda y los distraigo de su conversación para aclarar el precio de uno escrito por un sacerdote jesuita, me despido cordialmente, pero entonces el guardia de la entrada, en quien no había reparado hasta ese momento, me pide examinar la mochila, cosa a la que desde luego accedo con la mayor naturalidad, muchas gracias, me dice luego de comprobar que ahí no hay más que objetos míos, muchas gracias y el volumen dos de Física de Serway sigue sujeto por mi axila izquierda bajo la chaqueta, no ando con mucha naturalidad a causa de ello, pero si alguien me observa quizá lo atribuya al inventado forcejeo con mi mochila mientras subo las escaleras hacia la explanada, la luz al salir es blanca, pero luego en el camino hacia la salida, ya bajo los árboles donde me saco el libro de Serway de la chaqueta para guardarlo en mi mochila, nuevamente ámbar, dentro de dos semanas haré el examen general y todo habrá terminado, camino deprisa, exultante, hasta la caseta de vigilancia, dos semanas de estudiar intensamente por las tardes y noches, al volver del trabajo, y estos años entre fascistas habrán concluido, atravieso las colonias pudientes hasta que se vuelven proletarias a bordo de un minibús, esta tarde no iré a la barranca por más que tenga ganas de ver qué hay porque debo hacer la primera revisión de la guía de estudios, el tren ligero sale a la superficie luego de atravesar el centro por debajo de la tierra, espero que el disquete no esté dañado, ya en unos minutos podré comprobarlo en casa, atravieso a pie las polvorientas orillas del periférico bajo la sombra de grandes eucaliptos que, con cada temporada de lluvias, van cayendo sin remedio bajo una luz extremadamente ambarina, ya en casa reúno el libro de Serway con su par en el librero, luego enciendo el ordenador e introduzco el disquete para descubrir que la guía de estudios está ahí, efectivamente, en la carpeta exámenes, pero no sólo ella sino una y cada una de las versiones de exámenes generales que aplica la facultad, pero no sólo los exámenes sino las respuestas correctas a todas las preguntas... la luz de mis recuerdos es sucia y feliz, el plástico granulado del ordenador, las losas de barro del piso, el oscuro azulejo del baño, después de todo, creo que sí podré darme una vuelta esta tarde por la barranca, fingir que medito sobre las rocas que dan al abismo mientras miro de reojo a los visitantes, montarme a horcajadas en las ramas gruesas para mejor sentir mi entrepierna, jugar al escondite inglés entre risas y jadeos hasta que caiga la noche.
viernes, julio 18, 2025
Camino al concierto
And when old friends come calling
I may hang around for a while
It's not a question of falling
They're just important people in my life
They get that look in their eye
That says, "Let's go too far"
—The Path by Stuart Staples
Estoy casi seguro de que mi abuela materna, que siempre se las dio de
católica practicante, nunca fue bautizada, le dije mientras andábamos por Cross
Street en dirección al concierto de los Tindersticks en el New
Century Hall. Estábamos cansados del viaje desde Cumbria y, quizá por eso,
incapaces de hablar con soltura de ningún tema. Lejos habían quedado las
comodidades de la pequeña casa de Egremont, con su ventana al exterior a media
escalera, desde la que era posible ver decenas de ovejas pastando inmóviles
sobre un mar de colinas verdes. Horas de tren luego de un taxi pillado en el
último minuto desde Egremont hasta la estación de tren de Whitehaven y horas de
deambular por el centro de Manchester hasta que cayó una noche por fortuna más
tibia que helada, nos habían dejado el cuerpo ajado y la lengua tiesa. Mi
abuela, continué sin importarme la mirada de forzado interés de mi interlocutor
que más pedía que me callara que animarme a seguir mi relato, nació en agosto
de mil novecientos veintisiete, cuando las iglesias mexicanas llevaban ya un
año cerradas con motivo del conflicto religioso. Los tranvías, con ser
modernos, hacían un ruido ensordecedor, lo que bien mirado es inevitable, pensé
durante los mínimos intersticios de mi relato, pues por muchos que sean los
avances del cómputo y la inteligencia artificial, al final el mundo está hecho
de materiales con los que hay que lidiar, algo mucho más difícil de manejar que
el encendido y apagado de pixeles de colores en pantallas. Un avión comercial,
pongamos por caso, cuando se mueve sin turbulencias a treinta y tres mil pies
de altura, produce la sensación de flotar suavemente sobre un mar de aceite.
Nada permite suponer que se trata de toneladas de materiales inertes y vivos conteniendo
la respiración para mejor parecer que no se mueven a casi mil kilómetros por
hora, pensé con ánimo didáctico cuando la calle Cross se convirtió en
Corporation. Masas enormes fingiéndose plumas ligeras para no tener que
enfrentar su verdadera naturaleza, pues de hacerlo —con el auxilio de una
montaña, por ejemplo— pagarían de golpe la monstruosa deuda energética de volar,
así los tranvías que pasaban frente a nosotros pagando su adeudo en cómodos
abonos de ruidosas sacudidas. No entrábamos en cafeterías ni restaurantes
porque en ningún sitio aceptaban pagos en efectivo, pero hubiéramos querido
sentarnos a tomar un café o un licor, estirar los pies, aunque sin subirlos en
ninguna silla o taburete como hacen los turistas ahora a la primera
oportunidad. En medio del ruido debía alzar la voz para decir que las iglesias
mexicanas cerraron sus puertas en mil novecientos veintiséis para protestar
contra las leyes de regulación del culto que el gobierno del presidente Calles
se empeñaba en hacer respetar. Por eso mi abuela, nacida nada menos que en
Ocotlán, donde hasta combates hubo entre los así llamados cristeros y las
fuerzas federales, no pudo ser bautizada. Nosotros éramos un par de descreídos
y estábamos bautizados; mi abuela, siendo creyente, no la estaba; él había sido
bautizado en una de las pocas iglesias católicas de Manchester y yo en una de
las muchas allende el Atlántico, San Martín o el Sagrado Corazón, es imposible
saberlo. El concierto donde cantaría Stuart Staples estaba cada vez más cerca
en el tiempo, cada vez más cerca en el espacio. Una cita, se diría, a la que
llegábamos con anticipación y desgaste. Stuart Staples me recuerda a José
Manuel Aguilera y, consecuentemente, los Tindersticks a La Barranca.
Vería al primero dentro de unos minutos en mitad de esta isla antigua y había
visto al segundo, meses antes, en una ciudad entre volcanes. En un bar, más
precisamente. Un sucio bar con el pomposo nombre de Foro Puebla. Tres
salones mal construidos, uno encima del otro, a los que se accedía por
escaleras irregulares. Una barra destartalada en que se despachaban bebidas de
precio y contenido inciertos. Un escenario mal iluminado al que, acaso por
razones sentimentales, José Manuel Aguilera prestó su dignidad un mes de abril.
Ahora era octubre en las antípodas de la ciudad entre volcanes. Ahora era
Stuart Staples, no José Manuel Aguilera, quien se presentaba en el New Century
Hall y no en el Foro Puebla. Meses paralelos. Abril y octubre están
a la misma altura del año, aunque uno vaya en dificultoso ascenso y el otro en
caída libre. También en aquella ocasión, pensaba, había llegado cansado de
traslados, pero sin interlocutor. E insistía: mi abuela no estaba, por tanto,
bautizada, pero existen fotografías de la primera comunión que ella y su hermana
hicieron cuando casi habían dejado de ser niñas. Son fotografías separadas, en
una mi abuela, en otra su hermana. En ambas están ellas de rodillas en un
reclinatorio, cubiertas sus cabezas con un velo blanco, el vestido de primera
comunión cubriéndolas por completo mientras sujetan, enguantadas también en
blanco con encajes, un cirio enorme. Mi acompañante agachó un poco la cabeza cuando
al subir por Corporation Street empezó a soplar un viento decidido, un gesto que
al principio interpreté como asentimiento y luego entendí era sólo una manera
de poner a buen resguardo la vista ante el polvo y basura que se levantaban.
Hube de detenerme para sacarme algo de los párpados mientras calculaba que José
Manuel Aguilera debió nacer a fines de los cincuentas y Stuart Staples a
principios de los sesentas, aquel allende los volcanes pero no entre volcanes,
éste en la isla antigua por donde caminábamos, pero no en Manchester ni en
Whitehaven ni mucho menos en Egremont, eso es imposible, habría dicho mi
interlocutor que abjuraba de la gente de Cumbria, campesinos embrutecidos que
habían pasado del oscurantismo religioso al oscurantismo internauta, decía,
malas personas donde las haya, que espiaban el vecindario desde sus propias
ventanas a media escalera, murmurando, haciendo ruidos, maltratando a sus
perros a fin de que siempre estuvieran enloquecidos y listos para atacar, no es
aquel sitio un buen lugar para mi esposa e hijos, decía, debemos irnos pronto
de ahí si no queremos perder la cabeza, afirmaba, y yo entendía que así lo
harían pronto, pese a las dificultades de mudarse que yo imaginaba monstruosas,
ropa y vajilla y electrodomésticos, zapatos y trastos y algún mueble que no perteneciera
al casero, pero sobre todo los incontables lienzos que él tenía pintados o
preparados o a medio terminar, en rollos o bastidores o portapapeles, una cantidad
ingente a la que ya se sumaban los incontables dibujos de su hijo, dibujante
éste y pintor su padre, que ya se acerca junto conmigo a la esquina de
Corporation Street y Ring Road donde Stuart Staples, el vocalista de los Tindersticks,
el compositor de la música de las películas de la directora de cine francesa Claire
Denis, el solista ocasional, se presentará ante un auditorio casi
exclusivamente poblado de hombres y mujeres blancos de alrededor de cincuenta
años de edad, apropiadamente vestidos para la ocasión con ropas de telas suaves
y colores fríos que reflejan su educación y buen gusto, un auditorio muy
diferente al que llenó el Foro Puebla en abril para ver a José Manuel
Aguilera, el vocalista de La Barranca, el compositor de la música de
películas reales e imaginarias, el solista ocasional, entonces éramos casi
todos morenos de alrededor de cincuenta años de edad, apropiadamente vestidos
como rockeros envejecidos, es lógico, el arco del tiempo que va desde los veintidós
en que los vi por primera vez hasta los cuarenta y ocho del pasado abril,
idéntico al arco geográfico que va desde el Foro Puebla hasta el New
Century Hall, a donde ya hemos pasado mi interlocutor y yo, sin que quede
claro cómo pudieron permitir a mi abuela hacer la primera comunión sin haber
sido bautizada, de qué clase de dispensa o truco o falsificación habrán echado
mano sus cuidadores, que no sus padres que murieron cuando ella y su hermana
eran apenas unas niñas, la vida de esa generación siempre poblada de huérfanos
y orfanatorios, apenas puedo creer que haya yo tenido la suerte por largos años
de estrechar sus arrugadas manos como de papel de china y jugar con sus uñas
generalmente cuidadas y meter la mano entre su cabello un día castaño obscuro y
otro día castaño claro, mi abuela que me instruía para ser un buen cristiano
sin estar ella misma bautizada, también es verdad que no era propiamente una
ignorante ni una supersticiosa, espero que su ánimo levantisco haya pesado más
que sus creencias en la hora final, que no le asustaran las amenazas de los
jerarcas que ponen tanto énfasis en los ritos, yo por lo pronto veo que se
apagan las luces aquí y que el murmullo de conversaciones —como antes el río de
autos o el cimbrar de los tranvías— se apaga para dar paso a un Stuart Staples encerrado
en un círculo azul, que de pie frente al micrófono canta Waiting for the
moon con voz ronca y ahuecada, él también como José Manuel Aguilera
aguantando el paso del tiempo como buen artista, lo es el que me acompaña y lo
es su hijo también, lo son probablemente todos los que me rodean, excepto yo,
intruso, que asiste a geografías diversas y tiempos varios como un fantasma
preocupado de su mortalidad.
sábado, junio 14, 2025
Recuento de la secretaria
Como empleada adscrita a la secretaría del departamento jamás comprendí por qué algunas personas deseaban trabajar con el Tigre, un individuo más bien déspota e insoportable, muy dado a expresar sus opiniones sobre cómo debíamos hacer nuestras tareas, sin consideración alguna para con nuestra edad, condición o rango, como si alguno de nosotros le hubiera dicho a él cómo debía conducirse, jamás se nos habría ocurrido, aunque razones de sobra había para llamarle la atención y obligarlo a tratarnos de manera más respetuosa. Tengo entendido por los comentarios de los estudiantes y de algunos profesores, recogidos al aire porque aquí todo mundo da voces, que era un maestro más bien ordinario y gruñón, indiferente para con la suerte del alumno y encantado de exagerar la ignorancia o estupidez de sus pupilos, querido desde luego no era, ni siquiera apreciado, ya se encargaban sus compañeros de hacerle el vacío y marginarlo, acaso por envidia en algunos casos, pero más bien por hartazgo en su mayoría, los adultos no llevamos bien que un pedante esté todo el tiempo machacándonos con sus opiniones y criterios por muy acertados que sean, no se diga ya en el caso de la secretaría donde trabajo que se encarga de los asuntos administrativos del departamento sobre los que el Tigre no tiene ni la más remota idea ni posición alguna de mando ni, para acabar pronto, incumbencia ninguna. Y, sin embargo, cada cierto tiempo y siempre desde el extranjero, llegaban estudiantes y profesores a trabajar con él, el caso de los primeros mucho más comprensible que el de los segundos por tratarse de panchitos venidos de Latinoamérica, moros del Magreb, o incluso ayatolas de la antigua Persia, individuos todos para los que la paga miserable de las becas y la vida como convidados de piedra en los márgenes de la sociedad occidental eran una oportunidad —así llamada por beneficiados y benefactores— que bastaba para justificar el abandono de sus familias y la segura nostalgia de sus tierras, creyendo que eventualmente les sería compensado el sacrificio, aunque excepciones había, desde luego, como cuando vino el estudiante francés de apellido polaco —blanco— o la rumana fumadora de pelo rubio —blanca— para quienes el Tigre tenía un trato excepcionalmente obsequioso y considerado, a saber por qué eran las cosas de este modo, si deliberadas por puro y simple racismo, si inconscientes por racismo puro y simple. A mí me daban cierta pena los que se quedaban con él para hacer estudios largos por tres o cuatro años —ninguno blanco— en contraste con los que sólo venían por uno o dos meses —los blancos—, aquellos sonriendo tímidamente para hacerse perdonar una falta desconocida mientras llenaban los datos de la ficha de registro que yo les proporcionaba, éstos dejando espacios vacíos en el formulario con aire de fastidio y una mueca por sonrisa; aquellos agradeciéndome de forma expresa cada trámite completado y éstos volviéndose hacia el Tigre, sin siquiera mirarme, para buscar su complicidad en el desprecio de los requisitos burocráticos. Entiendo que el mundo es desigual y no aspiro a la justicia, menos ahora que estoy jubilada, allá cada quién con sus ideas retorcidas acerca de lo que le conviene, hubiera deseado tan sólo no ser testigo involuntario de tanta mezquindad obvia y gratuita, porque creo que los estudiantes de largo plazo tenían tanta culpa como el Tigre en la perpetuación de los abusos, acaso desde el momento mismo en que se ponían en contacto con él pidiéndole el discutible favor de ser admitidos, acaso porque una vez dentro debieron quejarse formalmente en las instancias correspondientes, con gusto le habríamos hecho un expediente al catedrático troglodita que quizá, sólo quizá, lo habría puesto en su sitio. Pero nada de esto ocurrió en todos los años en que convivimos. O acaso una vez, sí, quizá una. Pero no se trató de un estudiante y tampoco puede decirse que se tratara de una queja. No se abrió ninguna causa contra el Tigre ni éste cambió desde entonces en ninguna forma. Trataré de explicarme.
Al departamento llegó una vez un panchito precediendo al Negociador, su jefe en el corredor frío y húmedo de Flandes, a fin de realizar una estancia de dos meses pagado por el gobierno de aquel país: allá, según entiendo, no vivía más que de contratos temporales; acá, según quedó especificado en la ficha de registro, el Tigre fungiría como su anfitrión. La combinación era extraña: no era un estudiante blanco ni negro, no era un profesor gabacho ni una Ceauşescu, no era un becado nuestro ni de nadie, aunque tampoco era un empleado permanente en ninguna parte, no venía a ponerse a las órdenes del Tigre ni a las de nadie del departamento porque su jefe era ese gordo bonachón y egocéntrico que vino semanas después y ante quien tuve ocasión de ver al propio Tigre plegarse como una mariquita dócil y aquiescente. Si habitualmente me preguntaba por qué no se quedaban los profesores y aun los estudiantes en sus países de origen, si de verdad les compensaba venir a pasar largas horas oyendo perorar al Tigre en un cubículo hediondo a sudor en el que rara vez se abrían las ventanas, si tenía algún sentido ser tratado como un sirviente mientras nuestros estudiantes más jóvenes, blancos y rubios subían los pies a las mesas desfachatados y se descojonaban de risa relajadamente pasando del Tigre y de quien fuera, más intrigada quedé frente a aquel panchito amanerado y jovial que no dejaba de gastarnos bromas mientras completaba el registro con sus cientos de rubros (‘válgame dios, uno diría que le han contratado en el MI6, ¿verdad?’), ni cuando se retrasó su ordenador (‘no me había enterado de que este país era tan, pero tan tradicionalista, que prefiere hacer los cálculos con ábaco’) ni cuando hubimos de meterlo en una sala común con estudiantes pretextando que no había más despachos para profesores sólo porque el Tigre así lo dispuso (‘qué considerado de su parte darme esta oportunidad de hacer amiguitos, ¡gracias!’). Quizá el Tigre lo puteó de esta manera indirecta para dejar establecidas las jerarquías, ya que no parecía sentirse en libertad de tratarlo como al resto de sus empleados —nosotros no le pagábamos—, pero tampoco quiso tenerle las consideraciones que dispensaba a los profesores de verdad —su contrato, aunque en el extranjero, era temporal— ni menos consentirlo como a un gabacho o teutón genuinos —el color de su piel y su acento no lo autorizaban—. Pensé para mis adentros que aquel personaje chocaría con su anfitrión, pero acaso por amabilidad o por no sentirse concernido, el panchito parecía encantado de acceder a las constantes interrupciones que las ansiedades del Tigre le causaban, levantándose sin chistar de su escritorio, estuviese en mitad de lo que fuera, cuando éste le convocaba a las así llamadas con toda ridiculez sesiones de brain storming, donde invariablemente sólo se oía al Tigre hablar a grandes voces sin importar cuántos estuvieran reunidos, todo era monólogo para ese trastornado, lo mismo en su despacho que en los pasillos, seguramente en su casa —alguna vez conocí a su esposa, una mujer que tenía pintada la resignación en la frente— o en el restaurante universitario donde cada cierto tiempo tenía la mala suerte de quedar a escasos metros de donde él peroraba sin pausa frente a su séquito, apenas alguien intentaba hablar cuando él los atropellaba subiendo el tono sin que le importara el riesgo de atragantarse con la comida. Pero semanas después llegó el Negociador y, con ello, tres momentos singulares que no volví a ver repetidos nunca más.
El primer episodio tuvo lugar el día del registro de aquel gordo de anchos hombros, barba poblada y boina, que se tomaba la libertad de reír de nuestros formularios y tener conversaciones en gabacho con el panchito, que hablaba la lengua con desenvolvimiento, todo en presencia del Tigre que no se enteraba de la mitad y chapurreaba erres y ges con dificultad evidente. El panchito palmeaba los hombros del gordo con confianza y éste simulaba combates a puño cerrado con él, restando solemnidad a toda nuestra parafernalia que, de pronto, parecía tan de cartón como el rostro del Tigre que sonreía artificialmente sin saber qué hacer. Acompañé al trío al despacho que le asignarían al Negociador —aire acondicionado, sillón forrado en piel, ventana a los jardines— y entonces escuché al panchito decirle al Tigre ‘Pero mira nada más qué privilegio, ¿pues que no se supone que no quedaban despachos pues? ¿en qué quedamos, bonito?’. Aquella desenvuelta confianza nos cogió por sorpresa al Tigre y a mí, aunque enseguida estuve a punto de reírme. El Negociador preguntó qué estábamos diciendo y el panchito le explicó algo. Entre las carcajadas del gordo y las del panchito me quedó claro que el Negociador invitaba al panchito a instalarse en ese despacho con él, para escándalo del Tigre a quien ya se le habían subido todos los colores al rostro. ‘A ver, que este despacho se ha liberado recientemente y es para catedráticos’, dijo con solemnidad. El panchito me miró gesticulando como un chimpancé mientras arremedaba al Tigre murmurando ‘Bla bla bla, na na ná’. El Negociador rio a carcajadas y yo no pude evitar reír también. ‘Que no es broma, joder’, dijo el Tigre conteniendo su alteración para luego dirigirse al Negociador en un tono más conciliador ‘Si Monsieur quiere que su ayudante trabaje al lado de él para facilitar las cosas, podemos hacerlo, no hay ningún problema’. ‘¿Ayudante?’, preguntó el gordo extrañado para luego reír a carcajadas dándole palmadas al panchito y comentando con él algo que no entendimos los demás. ‘No es mi ayudante, pero bueno, yo vengo de una república y estoy en un reino, comprendo’, dijo el gordo una vez que contuvo la risa. ‘Allá les han cortado la cabeza a los reyes y aquí no, pobrecillos ¿verdad?’, apuntó el panchito. ‘¿Pobres de los reyes o de los súbditos?’, dijo el gordo volviendo a encender el rostro como quien espera una nueva puntada. ‘Hombre, no sé’, contestó el panchito llevándose el dedo índice a la barbilla con teatralidad, ‘lo que Usted diga, mi amo’, remató haciendo una reverencia. Todos reímos, pero el Tigre no.
El segundo episodio tuvo lugar en la comida que el decano ofreció al Negociador y a la que asistí invitada por él para que no se aburriera demasiado. Aunque no se sirvió mucho vino, las cosas que ahí se dijeron debieron parecerle al Tigre como salidas de una conversación de borrachos: bromas, risas, comentarios cáusticos, todo según la tradición del corredor frío y húmedo de donde era originario el Negociador, de donde venía el panchito. ‘Aquí también necesitan esclavos como allá’, dijo éste en cierto momento cuando el decano habló de la inmigración allende las montañas del norte. Se le oyó más claro y alto que de costumbre, puede que fuera el vino que lo había animado, puede que fuera el silencio momentáneo que se había hecho a la mesa, tan raro entre mis paisanos. ‘¿Cómo dice?’, preguntó el decano. ‘Habla de esclavos’, dijo el Negociador mirando su copa con apenas un culo de vino, ‘esclavos tan necesarios aquí como allá’. ‘Sí, sí, de eso hablo, que no sucede sólo allá ¿verdad? Yo he visto unos cuantos por aquí, oh sí, ya lo creo, querido’, apuntó el panchito. El Tigre creyó oportuno intervenir: ‘Hombre, los esclavos, por así decirlo, son necesarios para cualquier economía desarrollada, porque al no tener papeles trabajan con sueldos bajos y sin seguridad social, para la construcción y la agricultura, para los supermercados y las residencias de ancianos, para todo lo que los ciudadanos formales no desean hacer’. El decano se removió incómodo en su asiento; yo le di un sorbo a mi copa que seguía siendo la primera: el vino ya no estaba fresco. Entonces el panchito intervino: ‘Y para la universidad también’. ‘¿Cómo dice?’, volvió a preguntar el decano ahuecando la mano y pegándola al oído. ‘Que en la universidad también hay esclavos’, dijo el Negociador terminándose el culo de su copa de golpe y sirviéndose de nuevo hasta casi llenarla. ‘Sí, yo he visto a este catedrático tratar a su gente como si fueran sus gatos’, dijo el panchito señalando al Tigre. ‘¿Cómo?’, dijo este, más indignado que sordo. ‘Sí, sí, no me puedo imaginar a mi jefe aquí presente hablándome en el tono en que Usted lo hace con sus estudiantes ni entrometiéndose en mi trabajo como Usted lo gasta, querido, que hasta mete las manos entre nosotros y el teclado, qué barbaridad, está Usted hecho un puto amo’. Yo intenté reír para hacer pasar todo por una broma, pero me salió una especie de eructo o chillido que no sirvió ni para distraer a nadie. El Tigre sonrió afectando no tomarse en serio los comentarios. ‘Es el trabajo’, dijo, ‘la jerarquía’, y agregó: ‘Mis empleados no viven en la economía informal, tienen contrato, seguro’. ‘Pero no tienen libertad’, le atajó el panchito sacando la lengua. El Negociador rio cuando le fue traducido el diálogo y todos aprovechamos la oportunidad para cambiar de tema.
Al tercer y último episodio me fue dado asistir porque debía reunir unas firmas para cerrar los trámites de la visita del Negociador, apenas una semana después de su llegada, el máximo plazo que a mí me parecía razonable que una persona adulta pasara fuera de casa, ya estaría Madame esperándolo en una hermosa casa allá en el corredor frío y húmedo, rodeada de jardines esmeralda, con su cena favorita y sus pantuflas, sentada al pie de una repisa de libros, frente a la chimenea. Me acerqué a la puerta del despacho del Tigre con los papeles en la mano y conteniendo el aliento, no porque le tuviera miedo, como por otra parte sería razonable visto lo desagradable que era, sino porque dentro solía predominar un olor asqueroso y rancio que me causaba náuseas. Escuchaba al Negociador dar voces y golpes en la pizarra y al Tigre asentir con la voz atiplada y al panchito alternar entre un idioma y otro. Me abstuve de tocar a la puerta para escuchar un poco más. Entendí que el Tigre aceptaba la solución que el Negociador proponía y que no era otra que la que él mismo había rechazado semanas antes cuando el panchito la había sugerido (‘lo vengo diciendo desde el principio’). Los golpes a la pizarra ya no eran los del Negociador, sino los del panchito, que hablaba en tono sarcástico (‘¿Ahora que lo dice el gabacho sí lo ve? Qué bueno que ha recuperado la vista, mire aquí, justo donde le dije, querido’). Yo pensaba que debía llamar de una vez a la puerta, que alguien podría aparecer por el pasillo y extrañarse de verme ahí parada, espiando como una tonta, tal vez el decano que parecía no tener ya otra misión que la de dormitar en su enorme oficina y caminar por los pasillos sigilosamente de camino al baño para aliviar la vejiga. Pero todavía me abstuve unos segundos más para escuchar al Tigre defenderse diciendo que lo de antes, con ser igual a lo de ahora, no era lo mismo, y que no lo era precisamente porque antes lo había dicho cualquiera y ahora lo decía nada menos que el Negociador. ‘Pero ¿qué está Usted insinuando, querido?’, soltó el panchito elevando la voz, ‘¿que Usted es uno de esos mierdas que empina el trasero con mi amigo el gabacho y va de conquistador con los indios? Hombre, qué novedad, ya lo había notado’. Di tres golpecitos a la puerta y el Tigre la abrió, envolviéndome en ese instante de un aire pútrido y tibio. Le pasé a él un folio, al Negociador otro. El panchito y el Negociador hablaban riendo por lo bajo. Ambos agitaban las manos como ilustrando los distintos momentos de un accidente. ‘Él también viene conmigo’, dijo de pronto el Negociador, ‘su estancia ha terminado antes de lo previsto’. El Tigre guardó unos segundos de silencio y luego, como si de pronto hubiera visto en este anuncio sólo conveniencias, se permitió decir que los jóvenes ya no aguantan nada. ‘Prepara la documentación de salida para él también’, me dijo en ese tono perentorio al que siempre le faltó un ‘por favor’. ‘Enseguida’, dije recogiendo los folios firmados y aprovechando para irme de aquella atmósfera envenenada. El panchito me cogió delicadamente un brazo y me hizo girar sorprendida. ‘Muchas gracias’, me dijo sonriendo y pronunciando mi nombre.
Me he enterado por una amiga que el Tigre saltó del balcón de su piso esta mañana. Hay muchas cosas que ignoro. No puedo valorar, por ejemplo, qué tan importante era para la ciencia este catedrático que tanto nos molestaba a mis compañeros y a mí. En mi humilde opinión, no era más que otro palurdo que apenas se había movido en toda su vida de la ciudad donde radicábamos. Un buen estudiante de la universidad que se quedó para siempre en ella, parasitándola. No podía sobrevivir en ningún otro sitio y quizá por eso se ha quitado la vida al hallarse de pronto jubilado. ¿Valía la pena vivir cerca de alguien así para aprender algo? Para las personas sanas y bien instaladas, no. El Negociador nunca volvió, como tampoco lo hicieron el francés de apellido polaco o la rumana fumadora de cabello rubio. Pero para los que escapaban de sus países creyendo que venían a Jauja, personas que por alguna razón estaban enfermas o aún no cuajadas, quizá sí. Una especie de reto o expiación, para endurecerse. O es que una vez iniciado el proceso no consideraban posible dar marcha atrás, aunque lo cierto es que el panchito lo hizo: se volvió al corredor frío y húmedo junto con el Negociador antes del plazo fijado originalmente para ello. Pero algo me dice que cuando este individuo se fue para no volver, con todo y no parecerme persona sana ni bien instalada, él ya había concluido su misión.
Al departamento llegó una vez un panchito precediendo al Negociador, su jefe en el corredor frío y húmedo de Flandes, a fin de realizar una estancia de dos meses pagado por el gobierno de aquel país: allá, según entiendo, no vivía más que de contratos temporales; acá, según quedó especificado en la ficha de registro, el Tigre fungiría como su anfitrión. La combinación era extraña: no era un estudiante blanco ni negro, no era un profesor gabacho ni una Ceauşescu, no era un becado nuestro ni de nadie, aunque tampoco era un empleado permanente en ninguna parte, no venía a ponerse a las órdenes del Tigre ni a las de nadie del departamento porque su jefe era ese gordo bonachón y egocéntrico que vino semanas después y ante quien tuve ocasión de ver al propio Tigre plegarse como una mariquita dócil y aquiescente. Si habitualmente me preguntaba por qué no se quedaban los profesores y aun los estudiantes en sus países de origen, si de verdad les compensaba venir a pasar largas horas oyendo perorar al Tigre en un cubículo hediondo a sudor en el que rara vez se abrían las ventanas, si tenía algún sentido ser tratado como un sirviente mientras nuestros estudiantes más jóvenes, blancos y rubios subían los pies a las mesas desfachatados y se descojonaban de risa relajadamente pasando del Tigre y de quien fuera, más intrigada quedé frente a aquel panchito amanerado y jovial que no dejaba de gastarnos bromas mientras completaba el registro con sus cientos de rubros (‘válgame dios, uno diría que le han contratado en el MI6, ¿verdad?’), ni cuando se retrasó su ordenador (‘no me había enterado de que este país era tan, pero tan tradicionalista, que prefiere hacer los cálculos con ábaco’) ni cuando hubimos de meterlo en una sala común con estudiantes pretextando que no había más despachos para profesores sólo porque el Tigre así lo dispuso (‘qué considerado de su parte darme esta oportunidad de hacer amiguitos, ¡gracias!’). Quizá el Tigre lo puteó de esta manera indirecta para dejar establecidas las jerarquías, ya que no parecía sentirse en libertad de tratarlo como al resto de sus empleados —nosotros no le pagábamos—, pero tampoco quiso tenerle las consideraciones que dispensaba a los profesores de verdad —su contrato, aunque en el extranjero, era temporal— ni menos consentirlo como a un gabacho o teutón genuinos —el color de su piel y su acento no lo autorizaban—. Pensé para mis adentros que aquel personaje chocaría con su anfitrión, pero acaso por amabilidad o por no sentirse concernido, el panchito parecía encantado de acceder a las constantes interrupciones que las ansiedades del Tigre le causaban, levantándose sin chistar de su escritorio, estuviese en mitad de lo que fuera, cuando éste le convocaba a las así llamadas con toda ridiculez sesiones de brain storming, donde invariablemente sólo se oía al Tigre hablar a grandes voces sin importar cuántos estuvieran reunidos, todo era monólogo para ese trastornado, lo mismo en su despacho que en los pasillos, seguramente en su casa —alguna vez conocí a su esposa, una mujer que tenía pintada la resignación en la frente— o en el restaurante universitario donde cada cierto tiempo tenía la mala suerte de quedar a escasos metros de donde él peroraba sin pausa frente a su séquito, apenas alguien intentaba hablar cuando él los atropellaba subiendo el tono sin que le importara el riesgo de atragantarse con la comida. Pero semanas después llegó el Negociador y, con ello, tres momentos singulares que no volví a ver repetidos nunca más.
El primer episodio tuvo lugar el día del registro de aquel gordo de anchos hombros, barba poblada y boina, que se tomaba la libertad de reír de nuestros formularios y tener conversaciones en gabacho con el panchito, que hablaba la lengua con desenvolvimiento, todo en presencia del Tigre que no se enteraba de la mitad y chapurreaba erres y ges con dificultad evidente. El panchito palmeaba los hombros del gordo con confianza y éste simulaba combates a puño cerrado con él, restando solemnidad a toda nuestra parafernalia que, de pronto, parecía tan de cartón como el rostro del Tigre que sonreía artificialmente sin saber qué hacer. Acompañé al trío al despacho que le asignarían al Negociador —aire acondicionado, sillón forrado en piel, ventana a los jardines— y entonces escuché al panchito decirle al Tigre ‘Pero mira nada más qué privilegio, ¿pues que no se supone que no quedaban despachos pues? ¿en qué quedamos, bonito?’. Aquella desenvuelta confianza nos cogió por sorpresa al Tigre y a mí, aunque enseguida estuve a punto de reírme. El Negociador preguntó qué estábamos diciendo y el panchito le explicó algo. Entre las carcajadas del gordo y las del panchito me quedó claro que el Negociador invitaba al panchito a instalarse en ese despacho con él, para escándalo del Tigre a quien ya se le habían subido todos los colores al rostro. ‘A ver, que este despacho se ha liberado recientemente y es para catedráticos’, dijo con solemnidad. El panchito me miró gesticulando como un chimpancé mientras arremedaba al Tigre murmurando ‘Bla bla bla, na na ná’. El Negociador rio a carcajadas y yo no pude evitar reír también. ‘Que no es broma, joder’, dijo el Tigre conteniendo su alteración para luego dirigirse al Negociador en un tono más conciliador ‘Si Monsieur quiere que su ayudante trabaje al lado de él para facilitar las cosas, podemos hacerlo, no hay ningún problema’. ‘¿Ayudante?’, preguntó el gordo extrañado para luego reír a carcajadas dándole palmadas al panchito y comentando con él algo que no entendimos los demás. ‘No es mi ayudante, pero bueno, yo vengo de una república y estoy en un reino, comprendo’, dijo el gordo una vez que contuvo la risa. ‘Allá les han cortado la cabeza a los reyes y aquí no, pobrecillos ¿verdad?’, apuntó el panchito. ‘¿Pobres de los reyes o de los súbditos?’, dijo el gordo volviendo a encender el rostro como quien espera una nueva puntada. ‘Hombre, no sé’, contestó el panchito llevándose el dedo índice a la barbilla con teatralidad, ‘lo que Usted diga, mi amo’, remató haciendo una reverencia. Todos reímos, pero el Tigre no.
El segundo episodio tuvo lugar en la comida que el decano ofreció al Negociador y a la que asistí invitada por él para que no se aburriera demasiado. Aunque no se sirvió mucho vino, las cosas que ahí se dijeron debieron parecerle al Tigre como salidas de una conversación de borrachos: bromas, risas, comentarios cáusticos, todo según la tradición del corredor frío y húmedo de donde era originario el Negociador, de donde venía el panchito. ‘Aquí también necesitan esclavos como allá’, dijo éste en cierto momento cuando el decano habló de la inmigración allende las montañas del norte. Se le oyó más claro y alto que de costumbre, puede que fuera el vino que lo había animado, puede que fuera el silencio momentáneo que se había hecho a la mesa, tan raro entre mis paisanos. ‘¿Cómo dice?’, preguntó el decano. ‘Habla de esclavos’, dijo el Negociador mirando su copa con apenas un culo de vino, ‘esclavos tan necesarios aquí como allá’. ‘Sí, sí, de eso hablo, que no sucede sólo allá ¿verdad? Yo he visto unos cuantos por aquí, oh sí, ya lo creo, querido’, apuntó el panchito. El Tigre creyó oportuno intervenir: ‘Hombre, los esclavos, por así decirlo, son necesarios para cualquier economía desarrollada, porque al no tener papeles trabajan con sueldos bajos y sin seguridad social, para la construcción y la agricultura, para los supermercados y las residencias de ancianos, para todo lo que los ciudadanos formales no desean hacer’. El decano se removió incómodo en su asiento; yo le di un sorbo a mi copa que seguía siendo la primera: el vino ya no estaba fresco. Entonces el panchito intervino: ‘Y para la universidad también’. ‘¿Cómo dice?’, volvió a preguntar el decano ahuecando la mano y pegándola al oído. ‘Que en la universidad también hay esclavos’, dijo el Negociador terminándose el culo de su copa de golpe y sirviéndose de nuevo hasta casi llenarla. ‘Sí, yo he visto a este catedrático tratar a su gente como si fueran sus gatos’, dijo el panchito señalando al Tigre. ‘¿Cómo?’, dijo este, más indignado que sordo. ‘Sí, sí, no me puedo imaginar a mi jefe aquí presente hablándome en el tono en que Usted lo hace con sus estudiantes ni entrometiéndose en mi trabajo como Usted lo gasta, querido, que hasta mete las manos entre nosotros y el teclado, qué barbaridad, está Usted hecho un puto amo’. Yo intenté reír para hacer pasar todo por una broma, pero me salió una especie de eructo o chillido que no sirvió ni para distraer a nadie. El Tigre sonrió afectando no tomarse en serio los comentarios. ‘Es el trabajo’, dijo, ‘la jerarquía’, y agregó: ‘Mis empleados no viven en la economía informal, tienen contrato, seguro’. ‘Pero no tienen libertad’, le atajó el panchito sacando la lengua. El Negociador rio cuando le fue traducido el diálogo y todos aprovechamos la oportunidad para cambiar de tema.
Al tercer y último episodio me fue dado asistir porque debía reunir unas firmas para cerrar los trámites de la visita del Negociador, apenas una semana después de su llegada, el máximo plazo que a mí me parecía razonable que una persona adulta pasara fuera de casa, ya estaría Madame esperándolo en una hermosa casa allá en el corredor frío y húmedo, rodeada de jardines esmeralda, con su cena favorita y sus pantuflas, sentada al pie de una repisa de libros, frente a la chimenea. Me acerqué a la puerta del despacho del Tigre con los papeles en la mano y conteniendo el aliento, no porque le tuviera miedo, como por otra parte sería razonable visto lo desagradable que era, sino porque dentro solía predominar un olor asqueroso y rancio que me causaba náuseas. Escuchaba al Negociador dar voces y golpes en la pizarra y al Tigre asentir con la voz atiplada y al panchito alternar entre un idioma y otro. Me abstuve de tocar a la puerta para escuchar un poco más. Entendí que el Tigre aceptaba la solución que el Negociador proponía y que no era otra que la que él mismo había rechazado semanas antes cuando el panchito la había sugerido (‘lo vengo diciendo desde el principio’). Los golpes a la pizarra ya no eran los del Negociador, sino los del panchito, que hablaba en tono sarcástico (‘¿Ahora que lo dice el gabacho sí lo ve? Qué bueno que ha recuperado la vista, mire aquí, justo donde le dije, querido’). Yo pensaba que debía llamar de una vez a la puerta, que alguien podría aparecer por el pasillo y extrañarse de verme ahí parada, espiando como una tonta, tal vez el decano que parecía no tener ya otra misión que la de dormitar en su enorme oficina y caminar por los pasillos sigilosamente de camino al baño para aliviar la vejiga. Pero todavía me abstuve unos segundos más para escuchar al Tigre defenderse diciendo que lo de antes, con ser igual a lo de ahora, no era lo mismo, y que no lo era precisamente porque antes lo había dicho cualquiera y ahora lo decía nada menos que el Negociador. ‘Pero ¿qué está Usted insinuando, querido?’, soltó el panchito elevando la voz, ‘¿que Usted es uno de esos mierdas que empina el trasero con mi amigo el gabacho y va de conquistador con los indios? Hombre, qué novedad, ya lo había notado’. Di tres golpecitos a la puerta y el Tigre la abrió, envolviéndome en ese instante de un aire pútrido y tibio. Le pasé a él un folio, al Negociador otro. El panchito y el Negociador hablaban riendo por lo bajo. Ambos agitaban las manos como ilustrando los distintos momentos de un accidente. ‘Él también viene conmigo’, dijo de pronto el Negociador, ‘su estancia ha terminado antes de lo previsto’. El Tigre guardó unos segundos de silencio y luego, como si de pronto hubiera visto en este anuncio sólo conveniencias, se permitió decir que los jóvenes ya no aguantan nada. ‘Prepara la documentación de salida para él también’, me dijo en ese tono perentorio al que siempre le faltó un ‘por favor’. ‘Enseguida’, dije recogiendo los folios firmados y aprovechando para irme de aquella atmósfera envenenada. El panchito me cogió delicadamente un brazo y me hizo girar sorprendida. ‘Muchas gracias’, me dijo sonriendo y pronunciando mi nombre.
Me he enterado por una amiga que el Tigre saltó del balcón de su piso esta mañana. Hay muchas cosas que ignoro. No puedo valorar, por ejemplo, qué tan importante era para la ciencia este catedrático que tanto nos molestaba a mis compañeros y a mí. En mi humilde opinión, no era más que otro palurdo que apenas se había movido en toda su vida de la ciudad donde radicábamos. Un buen estudiante de la universidad que se quedó para siempre en ella, parasitándola. No podía sobrevivir en ningún otro sitio y quizá por eso se ha quitado la vida al hallarse de pronto jubilado. ¿Valía la pena vivir cerca de alguien así para aprender algo? Para las personas sanas y bien instaladas, no. El Negociador nunca volvió, como tampoco lo hicieron el francés de apellido polaco o la rumana fumadora de cabello rubio. Pero para los que escapaban de sus países creyendo que venían a Jauja, personas que por alguna razón estaban enfermas o aún no cuajadas, quizá sí. Una especie de reto o expiación, para endurecerse. O es que una vez iniciado el proceso no consideraban posible dar marcha atrás, aunque lo cierto es que el panchito lo hizo: se volvió al corredor frío y húmedo junto con el Negociador antes del plazo fijado originalmente para ello. Pero algo me dice que cuando este individuo se fue para no volver, con todo y no parecerme persona sana ni bien instalada, él ya había concluido su misión.
domingo, mayo 25, 2025
Disquisición sobre las veladuras
Con el transcurso
del tiempo, me digo, hasta los ciclos naturales encuentran cada vez más
complicado repetirse, se acumulan las pérdidas y lo que un día fue un jardín
bien cuidado tras el ventanal de la biblioteca, se convierte en un rectángulo
de tierra yerma poblada de excrementos de conejo, donde sólo me consuela pensar
que alguien vendrá después —alguien todavía desconocido— a ponerle remedio y
empujar la rueda nuevamente, aunque ya no caigan del árbol vecino las flores de
cabello de ángel con que se adornaba el centro de mesa los meses de mayo y
junio, ni se produzca ya ninguna inundación importante en agosto o septiembre
que amenace con saltar por poco el par de escalones que separan el agua de la
biblioteca, la calle convertida en un río oscuro cuya humedad se condensa en
los cristales lo mismo que el aliento de quien tengo delante de mí, viendo
hacia afuera, con las carnes desnudas y satisfechas, estúpidamente confiadas en
su eternidad aunque la verdad transcurra ante nuestros ojos, meridiana,
murmurando sin cesar que todo pasa, ya no sólo a través del obligado estrecho
de la muerte sino también por inadvertidos umbrales sin retorno, una tarde
lluviosa, por ejemplo, estamos mirando hacia la calle de rodillas sobre el
sofá, él con su espalda contra mi pecho y yo con las manos en su cintura,
cuando de pronto ya está, ya ha ocurrido, ya nos hemos separado sin que haga
falta el auxilio de la geografía ni la divergencia de las ideas, el resto de
nuestros días un mero trámite hacia la salida donde las palabras antes
recogidas son ahora tergiversadas y las bromas que nos hicimos ofensas
insoportables y las risas que nos causamos deformes muecas hirientes, hasta las
burlas que sobre lo absurdo del mundo nos pusieron a salvo de su miseria, no
tienen de pronto gracia ninguna, se ha vuelto loco, me digo desesperado, se ha
vuelto loco porque hasta lo más sencillo es ya imposible de aclarar, sus
respuestas para siempre elípticas y contradictorias, llenas de desdén y pereza,
acaso es sólo para mí que ya no volverá a haber claridad, sus ojos como su
pensamiento cubiertos para siempre de una veladura impenetrable, el
enrarecimiento sin fin de quien alguna vez fue lo más cercano a nuestro corazón
y la mayor certeza de nuestro pensamiento, ¿existe acaso ahora —el jardín
arrasado, el agua que se desborda— alguien para quien ese ser alienado sea la
parte más firme de su vida?, me pregunto, ¿acaso en ese territorio sea yo un
forastero de costumbres exóticas —cabello de ángel al centro de la mesa y
conejos devorando el jardín— cuya
presencia no puede ser consentida?, me interpelo, a sabiendas de que hay cosas
que no se pueden saber y otras a las que ya no accederemos, la asombrosa
corporeidad de lo imposible como una gigantesca montaña de metal en cuya base
ya casi no distingo el dolor que he causado —la fuerza del tiempo que todo lo
nivela— ni la culpa que tengo en el encierro inexpugnable de la caracola —la miopía
moral sin anteojeras—, compruebo entonces que un día no nos lamentamos más y en
el libro negro anotamos otro nombre para luego cruzarlo con una línea roja, se
acumulan las pérdidas, ya digo, y los ciclos no se reanudan porque nadie vuelve
a entrar por esa puerta para inaugurar ningún periodo, qué poco queda en
verdad, decimos asombrados a poco de mirar a nuestro alrededor una tarde
demasiado larga en el extranjero, con la ropa ya lavada y seca, doblada en los
cajones, los ojos enrojecidos de tanto leer los libros de quienes no pudieron
escoger a sus lectores, la vida allá en la calle, imparable, tres pisos por
debajo del nuestro, como un oscuro río de gente que no podrá alcanzarnos ya, y
yo solo en el sofá, celebrando a los que emigraron a la tierra de los muertos
porque ya no tuvieron tiempo de alejarse, todas las noches una nueva
oportunidad de volverles a ver sin variaciones de carácter ni enajenación
alguna, qué suerte, celebrando también a los que sin atravesar aún el obligado
estrecho de la muerte me han ahorrado las dificultades increíbles de lidiar con
su locura, habitantes de mundos paralelos donde quizá miren hacia el interior
de sus casas, solos, de espalda a la ventana, sin que amenace lluvia ni caigan
flores del árbol vecino, incapaces de pensar en el pasado ni de concebir el
futuro, como suspendidos en un eterno presente cuya productividad elevada no
pierde el tiempo en preguntas ni consideraciones, qué suerte, habrán borrado ya
todas las fotografías y habrán tirado ya todos los discos y se habrán deshecho
de las películas conmovedoras un poco avergonzados de que lo hayan sido en su
momento, habrán eliminado conversaciones y bloqueado usuarios, se habrán teñido
el cabello o inyectado bótox, ya los veo presentándose —en su despacho o en el gimnasio,
al finalizar una conferencia o bajar al bar por aburrimiento— como personas
sensibles que aman a los animales, creyentes de toda la vida en el rito
católico, opuestos a la guerra y al maltrato, buenas conciencias, circunspectos
hombres y buenas mujeres, respetuosos de las leyes, a los que nunca atraviesan pensamientos
pornográficos ni asesinos, se casarán y tendrán hijos, serán premiados y
reconocidos, pero no podré asistir a tanta evolución ni ordenamiento —el
reacomodo, digamos— porque de aquel mundo ya tendrán buen cuidado de que no me
lleguen noticias, no cuando me encuentre un domingo en el extranjero pensando
en lo poco que queda luego de tantos ciclos a los que ya cuesta demasiado
repetirse, no cuando haya llegado el desconocido que vendrá a desbrozar el
jardín y plantar flores nuevas en la esperanza de que vuelva a llover, en la
irrenunciable obligación de hacer que la rueda gire.
lunes, mayo 12, 2025
Muerte de Ferrante, hijo
En la duermevela
como en un barco me dejo mecer y veo entonces a Ferrante, hijo, de pie junto al
Negociador que está sentado a su izquierda, ambos en ese corredor frío y húmedo
sin más colinas que las excrecencias de viejas minas largo tiempo cerradas, al
sur de la Isla y muy al norte de Ciudad Levante donde el día ha sido largo para
mí, desde que he despertado con el ventanal a la derecha de la cama, tres pisos
por encima de la calle, y avisado por la luz grisácea cada vez más temprana de
la proximidad del verano, hasta que he vuelto a echar las persianas de la
habitación, de noche, musitando ya las palabras de una conversación habida hace
muchos años con Ferrante, hijo, en Ciudad Natal o en Santa Teresa, debajo del
ecuador o allende el meridiano cero, donde a fuerza de confianza alimentábamos
la ingenua convicción de una inquebrantable cercanía, ya las reflexiones del Tigre
para demostrar, sin más ánimo que el de ocuparse de la sustancia y no de mi
persona, la insuficiencia de mis resultados para con una corrección y originalidad
inalcanzables, así hube de meterme a la cama arropado por la atmósfera tibia de
la habitación y la mirada suavizada por la discreta luz de la lámpara de noche,
falsamente apaciguado por el silencio cada vez más extendido porque apenas
entrecerré los ojos pude ver a Ferrante, hijo, de pie junto al Negociador que está
sentado a su izquierda, asintiendo repetida y dócilmente a las todavía
inaudibles voces que da, con rostro enfadado y mirada sanguínea, el hombre
grueso que está sentado, pero aguzo el oído y ya lo escucho decir en un inglés
pasado por un molino cuán brillantes son sus ideas y cuánto merecen ser
ejecutadas con precisión por alguien competente, que no parece que hagas las
cosas como yo lo indico, aquí donde dice más debe decir menos y las curvas que
van hacia abajo deben ir hacia arriba, que debe darse prisa, dice, porque en su
obra ya no le interesa tanto publicar, eso está tirado, sino producir sólo
aquello que le proporcione citas, así hablaba el Negociador a Ferrante, hijo,
que intentaba contestar sin que le vinieran las palabras a la boca, apenas un
balbuceo, una acotación aquiescente, lo veo parpadear nervioso en algunos
momentos, esbozar una sonrisa que quiere ser burlona y se deforma en mueca por
temor a ser visto, acaso fue su educación religiosa la que lo convirtió a la
hipocresía más que a la obediencia, porque lo que con sus iguales era rebeldía
e irreverencia se transformaba en zalamería y sometimiento con sus superiores, se
me aparece entonces el principio de todo en una oficina al final de un pasillo,
separada de éste por cristales velados, donde explico a Ferrante, hijo, mis
presuntos intereses científicos para adoptarle, y lo veo a él contestar que sí,
que le interesa, que quiere ser como yo, la luz naranja pálido sigue encendida
en la mesita de noche cuando una conversación tres pisos abajo en volumen
ibérico, en la calle, me hace abrir los ojos repentinamente, y pienso que yo
fui el primero en ir de Ciudad Natal al corredor frío y húmedo donde vive el
Negociador, cruzando el meridiano cero, debería apagar la luz, pero entonces
veo a Ferrante, hijo, escribirme cartas para contestar las mías, a espaldas de
su madre que ve todo con sospecha y a espaldas de su padre que ve en todo
mariconadas, nos convencemos misiva a misiva de la viabilidad de nuestros
planes, de la afinidad de nuestros objetivos, él me escribe cartas cortas y yo
se las escribo largas, él desde su casa del bosque y yo desde mi oscuro
despacho, él a la izquierda del meridiano cero y yo a la derecha del mismo, en el
corredor frío y húmedo, a espaldas del Negociador que me emplea y al que no
gustaría en nada que yo use así el tiempo que debería dedicarle a seguir sus
instrucciones y aumentar así su productividad y sus riquezas, yo también soy un
subordinado entonces que un día cree en la amistad de este hombre grueso que a
veces me lleva a su casa para entretener a sus contertulios y otro día se
desconcierta por su rotunda negligencia, la misma confusión de Ferrante, hijo,
cuando luego de haberle adoptado yo brevemente en Santa Teresa se hizo adoptar largo
tiempo por el Negociador y creyó entrever horizontes que se extendían hasta el
infinito y posibilidades enriquecedoras que se multiplicaban y una
reivindicación cabal de su inteligencia, qué poco duró aquello, lo suyo y lo
mío, cuán patéticos fueron después nuestros esfuerzos por mantener, aún en
meridianos separados por distancias geográficas y morales gigantescas, la
filiación con el Negociador para quien siempre estuvieron claras las
jerarquías, esto pienso mientras crepita el fuego de una chimenea que se
desvanece frente a mis ojos sustituida por el sillón de la esquina, la luz de
la mesilla de noche todavía bañando de ámbar la habitación mientras el ruido de
un motor se aleja, y yo debería apagar la luz y por fin dormir porque he tenido
un día muy largo en Ciudad Levante, a donde he venido solo como hace un
quindenio, entonces para alejarme de Ciudad Natal, ahora para alejarme de Santa
Teresa, entonces con la insolencia que da la ignorancia, ahora con la prudencia
que impone la decepción, no sospechaba al volver que bastaría la cercanía del
Tigre para comprender la futilidad de mis esfuerzos, lo veo ahora escribir en
el ordenador con la agilidad de que carezco e interpretar los resultados con el
sentido físico que no tengo y mesarse las barbas para hablarme luego con
soltura, esto que quieres presentar no es más que el trabajo que hace treinta
años hizo el norteamericano de las desigualdades y esto que consideras nuevo,
aun si se hiciera bien —y no está hecho bien—, no hace nada que no haya hecho
antes el alemán que trabajó en Holanda, no sé yo si es correcto publicar esto
que es tan poco, acaso debamos consolarnos de haber aprendido tanto sobre el
tema, lo veo ahora en su ordenador escribiendo resultados que el Negociador
habría publicado sin chistar y que él considera triviales, no se me ocurre
nada, le oigo decir, todo está ya hecho en realidad, porque lo de arriba se
reduce a lo de abajo y esto a su vez a lo que ya hicieron los grandes maestros
hace más de medio siglo, estamos reducidos al papel de meros glosadores de lo
ya establecido, y yo sonrío como si comprendiera lo que está diciendo y no me
entero ni de la mitad, mi gesto seguramente el mismo que ahora tiene Ferrante,
hijo, ante el Negociador, que no cesa de repetir que sus ideas son geniales y
que el que está de pie a su derecha es un inútil que no sabe codificarlas como
es debido, refunfuñe y ríe de pronto para aclarar que se trata de una broma,
refunfuñe y se le pone la cara de piedra para recordar que habla completamente
en serio, así Ferrante, hijo, ha vuelto a cruzar el meridiano cero para ponerse
al servicio del Negociador y yo lo he cruzado de nuevo para ponerme al servicio
del Tigre, a aquel le preocupa la productividad, a éste la originalidad y
consistencia, a aquel el poder y la política, a éste la ciencia y la libertad,
aquel cree que le rodean amigos que admiran sus excentricidades, éste no tiene
más vida social que la que le imponen las circunstancias, Ferrante, hijo, ha
ido desde el extremo sur hasta el extremo norte, yo desde el sur intermedio
hasta el norte intermedio, él desde el meridiano intermedio izquierdo hasta el
meridiano extremo derecho, yo desde el meridiano extremo izquierdo hasta el
meridiano intermedio derecho, hay que ver la sed que me ha dado con estas
reflexiones, pero ya no me apetece ponerme de pie, calzarme las pantuflas e ir
hasta la cocina a beber agua, de modo que paso saliva para aclararme un poco la
garganta y ahora sí reúno las fuerzas para girarme un poco y apagar la luz de
la mesita de noche y vuelvo a cerrar los ojos y me veo recibiendo a Ferrante,
hijo, en Santa Teresa, a su vuelta del corredor frío y húmedo de donde yo mismo
volví mucho tiempo atrás a Ciudad Natal, las circunstancias no son del todo
buenas, le digo, pero ahora que estás aquí podremos hacer muchas cosas, ya
verás, porque nosotros somos amigos además de colegas, no de la forma amañada
en que ha querido tratarnos el Negociador, no, ni de la forma seca y aséptica
con que me ha tratado el Tigre, entrarás en mi casa y yo en la tuya, yo entraré
en tu despacho y tú en el mío, formaremos una escuela en vez de sólo
proporcionar más carne humana al Negociador y sus adictos, o al Tigre, aunque
éste ha sido más justo, poco sabía yo entonces lo que sucedería, poco sabía él
(o eso me digo para consolarme), veo a su madre puliendo la locura de un rencor
inexplicado —su herencia— y veo a su padre llamando a la virilidad desde una
posición cada vez más disminuida —su herencia—, pero ahora estamos juntos
riéndonos a carcajadas aunque yo me encuentre profundamente dormido con el
ventanal a la derecha de la cama, tres pisos por encima de la calle, tan lejos
de Ferrante, hijo, como lo están los muertos de los vivos.
sábado, marzo 22, 2025
Las visiones de los dos
Aun antes de que se escuche el chirrido de la puerta ya brincan agitados los perros, lo mismo el par del patio frontal, sobre la enorme cisterna construida en tiempos aprovechando la fuerte pendiente de la calle, que la perra pequeña del patio trasero, un cuadrángulo irregular que hasta hace algunos años todavía tenía una puerta que daba a un parque interior, común a casi todas las casas de aquella manzana, donde hacía sombra un árbol enorme que ya debió estar allí, pienso, cuando todo aquello eran sólo sembradíos de jícama y maíz, los últimos terrenos aptos para el cultivo antes de La Barranca, en cuyos caminos polvorientos veo bajar peligrosamente a los muchachos, primero dos y luego otros dos, riendo sin parar con sus tenis desgastados, una vuelta tras otra saltando entre piedras y boñigas, la mitad del tiempo abrasados por el sol y la otra mitad helados por penumbras hechas de ramas y piedras, no se percibe apenas, pienso, que a uno lo maltrate su padre alcohólico y al otro lo avergüence el acné, no se puede ver, así me lo parece, que a este le toque un tío la entrepierna y en casa de aquel haya poco de comer, uno de los muchachos resbala y los otros se ríen, divertidos, uno acude a darle la mano al caído y los otros le sacuden el polvo de las nalgas, bromeando, son todavía demasiado nuevos, pienso, unos recién llegados a los que queda poco tiempo para que el veneno que ya les ha sido instilado aflore como marcas en sus rostros, ya lo creo, sí, pero no esta mañana en que ya distinguen el ruido de las aguas del río, en el fondo, no aquí, por dios, en la Huerta de los Mangos donde se pudren las frutas entre lodazales que los muchachos atraviesan hasta llegar a la poza de arriba, donde se bañarán en calzoncillos hasta que sus manos queden arrugadas y se las miren unos a otros con azoro, seguramente sí, en cambio, esta noche en que, luego de cerrar la puerta con el mismo chirrido con el que la abrió y echar la llave, veo a Jorge subir pesadamente los escalones que desde la cochera conducen al salón de su casa, el perfil de las plantas que su mujer ha sembrado en macetas flanqueando su lento ascenso, los ladridos de los perros, dos al frente y una atrás, cada vez más fuertes y acompañados de rasguños en las puertas metálicas que los separan del salón, ahora me doy cuenta de que Jorge ha dejado su chaleco en uno de los sillones y que, aun de pie, su rostro se ilumina con la luz de colores, tibia y temblorosa, de la pecera, uno diría que el tiempo se ha detenido porque nada se mueve y es como si Jorge deseara calmarse por medio de aquella atmósfera vagamente marina, los perros aquiescentes repentinamente callados, aguzando el oído y levantando las orejas para tratar de saber qué ocurre al otro lado de sus puertas, Jorge se anima al fin a encender la bombilla y los perros vuelven a brincar porque ya han escuchado el ruido del pienso, dos cuencos grandes para los del frente y un cuenco pequeño para la de atrás, y ahora que hay luz puedo ver su enorme cama deshecha tras el umbral de una puerta y en la otra habitación la cuna de la niña que ya no es niña, recogida, el librero donde aguardan lectura viejas enciclopedias junto con textos del Artista y textos del Científico, porque tiempo hubo en que se interesó por la ciencia y casi al mismo tiempo por el arte, él hablaba conmigo y yo hablaba con él, nos quedábamos tan satisfechos, uno mencionaba al cometa y escrutaba los cielos, el otro hablaba del cabo de Creus como si de las rocas que dan a La Barranca se tratara, uno revisaba entonces las obras del Artista y explicaba sus periodos, el otro volvía al tema del cosmos de la mano del Científico, no conocíamos el aburrimiento, al final hablábamos de Dios y nos quedábamos tan satisfechos, él en silencio conmigo y yo en silencio con él, ahora en cambio ya se oye a los perros comer, pero no ha habido fuerzas para levantar sus mierdas, ya se oyen también el refrigerador y el borboteo de la bomba en la pecera, no sé cómo no había reparado en ellos antes si están ahí desde que Jorge subió las escaleras, y ahora lo veo a él con el pelo ralo y un párpado caído, con el vientre abultado y manchas en la cara, ha sido otro día de trabajo embrutecedor y sólo le apetece cenar, piensa en la suerte que tiene de que su mujer le deje comida semana a semana, hay costillas en la nevera y pollo en el congelador, pero ahora mismo no puedo esperar a que se descongele el pollo, piensa, aunque me apetezca más que las costillas no puedo esperar, tendré que calentar yo mismo lo que hay en la nevera y sólo yo calentar tortillas o prepararme un café, porque aunque mi mujer me trae la comida semana a semana ella no se queda a servírmela, viene sólo una o dos noches los fines de semana y siempre con la niña, pienso que la utiliza como pretexto para no hacer nada conmigo en la cama, a veces la invita incluso a nuestra habitación y me disgusto, pero no puedo forzar lo que no me es dado, creo, tampoco impedir que ambas vivan con mis suegros a pesar de mi oposición, no siempre fue así, desde luego, pero las cosas cambian y ella no es más la muchacha de cabello negro y carácter alegre que yo conocí, justo es decir que yo también he cambiado, heme aquí, por ejemplo, calentando la cena como si fuera un hombre soltero, a solo unos metros de La Barranca sin que tenga ya tiempo ni fuerzas para volver a sus caminos ni quede ya noticia de sus manantiales, no sé qué habrá pasado con la Huerta de los Mangos ni con los muchachos, pero lo veo a él siempre en tierras extranjeras, exilado, sin una sola conversación sobre el Artista o el Científico, sentado frente a las repisas de su biblioteca en un sillón de cuero donde apenas se ha sentado alguien que no sea él, levantando la vista de vez en cuando para pensar en la muerte y el abandono, tan parecidos ambos si no son lo mismo, arrancado de sus meditaciones por el presente desconsiderado que en su atrevida ignorancia cree que se puede amar sin conocer, allá va a la cama el poeta que dejó de serlo y el hombre de ciencia que se convirtió en burócrata, asistido por pastillas y misteriosos resortes, a liberar endorfinas mientras yo tengo que habérmelas con las chicas descarriadas del almacén y las aún más salaces de la enfermería, escarceos que casi nunca terminan en la cama porque se despliegan entre torres de productos y bodegas insalubres, apenas un sujetador roto o unos dedos húmedos, con eso voy tirando y ya me voy tocando poco a poco, una vez que he cenado, excitado por los recuerdos recientes y alguno remoto, es una suerte que viva solo, pienso, para poder soltarme cómodamente aquí mismo en el comedor, ya limpiaré enseguida antes de irme a la cama, y cómo hará él para sobrellevar su vida en el exilio sin el consuelo de un paisaje donde descansar la vista o una casa como esta que aun despostillada tiene luz y asimetría, desnivel y misterio, a mí me acogen de vez en cuando en el comedor de mis suegros y en el de mi madre, sobrevivo a las palizas del trabajo riendo las vulgaridades de mis compañeros con todos mis dientes podridos y los huecos obscenos de mis encías, pero a él lo veo abrir la puerta de su cubículo a primera hora de la mañana y no hablar con nadie durante horas, rodeado de libros que, con ser de matemáticas, no son del Artista ni del Científico, apilando símbolo tras símbolo en pantallas gigantescas hasta que se interrumpe para comer siempre a la misma hora y, tras la siesta, completar la jornada para luego volver a casa hacia las siete y un día hacer ejercicio y otro día hacer el amor, no le da vergüenza hablar con semejantes palabras de sus rutinas, y yo no puedo reprocharle que cambie su vida porque yo tampoco cambio la mía, porque yo comprendo que las cosas son así y que mientras yo rezo él sólo piensa en sus muertos y que mientras yo duermo solo él lo hace acompañado, los dos en silencio a la misma distancia de La Barranca porque el tiempo todo lo nivela y los sueños todo lo confunden, yo no veo los suyos ni él ve los míos, pero el polvo se levanta del camino haciéndonos estornudar de vez en cuando mientras los muchachos suben de par en par, ya no tan rápido como bajaron, deseando llegar arriba pronto para beber un refresco.
sábado, febrero 01, 2025
Lamento por la condición humana
Fue por aquellos años en que a la derecha de la cama tenía un ventanal que daba a un balcón desde el que difícilmente se podía sobrevivir si uno se arrojaba, que confirmé la dramática desaparición del deseo y miré hacia mi pasado lúbrico con extrañeza. Ya durante el primer mes en Ciudad Levante, al final del verano, me asombraba no sólo de que no diera pasos hacia ningún encuentro como en mi primera estancia de hace quince años —algo fácil de justificar tramposamente con palabras como fidelidad, pero yo no me engañaba— sino de la falta de interés y aún de apreciación hacia los chicos que, en tiempos no muy distantes, me habrían hecho detenerme en mitad de la calle y volverme hacia ellos con insinuación y descaro. Como la primera vez, había ido a trabajar a la universidad levantina con el Tigre sin que ninguno de los dos tuviera claro lo que haríamos, así son las cosas en las matemáticas aplicadas y no digamos ya las puras, de modo que era una suerte, supongo, que nosotros pudiéramos alegar que nuestras abstracciones estaban ligadas a la robótica y la aeronáutica, aunque todo fuera una exageración indisimulable. Las ideas, sin embargo, igual que el deseo, no se me presentaron en aquellas semanas, lo que atribuí a que esta vez no hubo despacho para mí y fui instalado en una sala común maloliente y acalorada donde hube de trabajar en mi pequeño portátil junto a estudiantes ruidosos que no se arredraban para sostener todo género de conversaciones a volumen ibérico. Casi todos los días el Tigre se pasaba por mi escritorio, comprobaba distraídamente en qué trabajaba, hacía algunos comentarios técnicos que, aunque yo no siempre lo percibiera, no tenían desperdicio, y se iba; en algunas ocasiones me invitaba a su despacho para lo que se suponía era un trabajo común, aunque derivado de sus ideas, pero entonces yo apenas le seguía en su discurso interminable, deslizando con dificultad observaciones inanes aunque sólo fuera para dar pábulo a que continuara por los paréntesis así abiertos. Como al fin y al cabo no entendía la mitad y la atmósfera en aquel despacho era casi tan ofuscante como en la sala donde yo tenía mi escritorio, divagaba, pero no sobre cualquier cosa sino sobre la persona del Tigre. Por descontado me asombraba su inteligencia, que lo mismo le permitía traducir rápidamente su pensamiento en ecuaciones que programar en ordenador códigos eficaces para ilustrarlas, así sus cualidades técnicas, pero es que además yo era testigo de la riqueza y precisión de su lenguaje —al fin y al cabo su lengua, la mía sólo prestada aunque fuera materna—, de la agudeza de sus análisis en esferas que se suponían ajenas a su especialidad como la política, de su buen oído musical que le permitía cantar, tocar instrumentos y escribir notas musicales de cualquier melodía. 'Sus padres', pensaba, 'han tenido todo que ver en este desarrollo, pero también el lugar donde ha crecido: él se pasea por entre catedrales y murallas, yo por calles destruidas y desiertas; su padre fue ingeniero, el mío fue albañil; su país fue conquistador, el mío conquistado; su madre fue cantante, la mía secretaria'. Me obligaba a prestarle atención dejando de lado lo que parecían simples comparaciones ociosas de un hombre acomplejado, pero luego de salir de su despacho disponía de muchas horas en la universidad y en la ciudad, en el piso con el balcón del que nadie podía lanzarse sin matarse, en el supermercado donde compraba lo que estaba a punto de caducar por tener precio reducido, para pensar todavía más en el asunto cuyo tema no era el Tigre, desde luego, sino la constatación de que yo, además de haber perdido el deseo, tenía límites, una conciencia que en la primera estancia, quince años atrás, no tenía, o bien la tenía, pero la despreciaba. ¿Son el deseo sexual y el futuro ilimitado dos cosas distintas? Cada mañana en aquella cama con el ventanal a la derecha despertaba sin erección alguna, cada tarde volvía después de fingirme hombre sano y responsable, andando por la ciudad, para comprobar que no me apetecía ni siquiera tocarme. Aquella inopia sensual no se traducía en una mayor voluntad de estudiar las ecuaciones del Tigre o reproducir las simulaciones y cálculos por él realizados. Me dedicaba desde la cena hasta poco antes de irme a la cama a ver espantosos reality shows en la televisión del salón, para luego leer en la cama novelas o estudios literarios hasta que el sueño me vencía. 'El Tigre no hará nada de esto', pensaba, 'ni ahora ni en su juventud, no perdería el tiempo en literatura fantástica ni apetitos carnales, no se envilecería mirando porquerías en la televisión ni se cuestionaría interminablemente sobre el sentido de nada, por eso y porque estaba en su naturaleza ha respetado los raíles que la sociedad le ha trazado para mejor cumplir su papel: esposa, hijos, trabajo, familia, patria, tradiciones, pero no se piense que es un hombre de derechas ni mucho menos, quizá hacia sí mismo pero no hacia los demás, hacia afuera es manifiestamente un hombre de izquierdas, consiente, por ejemplo, las drogas y el aborto y la eutanasia, lo mismo que mi orientación sexual aunque sea perpendicular a la cultura, ahí está, ahí lo tienes, no está bien culpar a los demás, que si los padres, que si el país, ya estoy suficientemente grande y debería verme a mí mismo, un hombre de cincuenta años preocupado por dónde poner la polla aunque no le apetezca, un hombre que fácilmente desciende a la vulgaridad en vez de mantenerse al margen, algo que puede intentarse, sí, apartarse de la degradación que identificamos rigurosamente, pero que no está bien hacer de esa manera beata e infantil, antes bien, debería ser resultado de nuestra naturaleza y no consecuencia de ir en contra de ella, ¿pero cómo podría yo ser mejor si no es yendo en contra de mis impulsos, oponiéndome a mis intereses mezquinos, a mi doblez moral y mis tentaciones?, pero luego ¿con qué recursos podría yo intentar semejante operación? es decir, si como queda probado jamás alcanzaré la lucidez del Tigre porque estoy limitado intelectualmente, ¿qué me hace suponer que no lo estoy también en lo moral? A los años que pasé estudiando por placer le siguieron los muchos en que lo hice para ponerme a la cabeza de un puñado de ciegos, por eso soy tuerto; para estar en lo más alto accedí a hacer tímidas trampas fingiéndome un entendido, por eso soy un estafador; lo conseguido es un castillo de naipes que no resiste el menor escrutinio... el balcón está tan cerca'. Una mañana del segundo mes de estancia tuve la suerte de rescatar una vieja idea para proponerla al Tigre y no depender enteramente de sus trabajos, en los que me incluía acaso por conmiseración y no porque yo hubiera aportado nada. Durante semanas presenté un enfoque equivocado de mi propia idea mientras el Tigre insistía en la que fue, finalmente, la formulación correcta; también fui incapaz de comprender las implicaciones de mis desarrollos o de programar razonablemente las ecuaciones que yo había establecido. El Tigre, desde luego, lo había previsto todo; recordando sus ojos inquietos y la forma en que remoloneaba en su silla sonriendo oblicuamente, era evidente que trataba de dejarme llegar a sus conclusiones aunque a veces le desesperara mi lentitud. Seguramente no llegué a ver todo lo que él había visto cuando el tercer y último mes de estancia llegó. Ayudado por la visión de un artículo cuya escritura había dependido casi enteramente de mí, me fue fácil sentirme satisfecho en la falsa creencia de que las intervenciones del Tigre habían sido mínimas; tal vez lo fueron, pero también fueron esenciales: aquello no era prueba de mi pericia, sino de mis limitaciones. Alguna noche de ese último mes me permití un homenaje a modo de celebración, no porque me apeteciera del todo, sino como profiláctico. Una vez hube terminado reparé en lo poco que, de un tiempo para acá, me recreaba en la memoria de mis aventuras. 'Qué extraño', pensé, 'haber sido aquel hombre lascivo y no reconocerse ahora. Debo estar envejeciendo. Es una pena que ello —la falta de deseo— no sirva para volverme un virtuoso, un intelectual al fin, un científico de verdad. No sirve tampoco para ahorrarme zafiedades propias o ajenas. Ahora mismo estoy a pocos días de volver a Santa Teresa y allá me espera la reanudación de mi vida de tuerto-rey rodeado de príncipes ciegos, un payaso a quien se puede ignorar, gritar y contravenir, aún en su propio palacio, aún con sus propios recursos. No logré ponerme a salvo en la vida. Sólo los que se ponen a salvo pueden considerarse exitosos. Hay gente —poca— que ya nace a salvo; yo no. Podía salvarme y no lo hice y ahora es demasiado tarde. No me quedé en Ciudad Levante antes ni ahora. No me quedaré después. Tampoco en la Isla ni el Gueto. Fracasé en lo que hubiera podido darme un poco de paz ahora que las capacidades intelectuales tienen límites probados, ahora que el deseo ha desaparecido. Ilusiones no tengo ninguna desde hace años. El amor es, como mucho, una tierna costumbre y un compromiso, no un entusiasmo.' Y se me ocurren sólo cursilerías ahora, de modo que abro el ventanal a la derecha de la cama y compruebo que hace un frío tremendo. Allá abajo siguen pasando los autobuses, los empleados de la paquetería tienen encendida la luz a deshoras. Un salto y ya está, se acaban las dudas y los fraudes biográficos. Un salto y termina todo. Pero no lo hice entonces ni lo hice después. Sólo lo pensé por aquellos años, antes de estos otros en que a la derecha de la cama tengo un ventanal que da a un patio mínimo de plantas y mosaicos armoniosos, pero no a ningún balcón.
lunes, enero 20, 2025
Lo increíble de morirse
No puedo creer que me esté muriendo cuando hace apenas unas semanas me hallaba bien. Es verdad que el clima cambió, como todos los años, de manera abrupta. Un día de noviembre todavía hacía calor y, de la noche a la mañana, había amanecido helado en mitad de la enorme cama que siempre he querido cambiar. Dejé entreabierto el ventanal a mi derecha porque hasta la noche anterior todavía hacía calor. Usé sólo la sábana de cuadros amarillos para cubrirme porque hasta la noche anterior su tela de algodón me mantenía fresco. Año con año me felicitaba por haber construido el pequeño cubo al lado de mi habitación que permitió convertir la ventana en ventanal y la inútil cochera en un patio mínimo de plantas y mosaicos armoniosos. El ventanal proporcionó más luz y ventilación al cuarto, el patio permitió sentarse algunas tardes a leer bajo su cielo fraccionado por la rejilla metálica que lo cubre. Ahora el ventanal lleva semanas cerrado, las cortinas unas veces abiertas y otras cerradas según mi ánimo. Al principio pensé que se trataba de otro de los muchos catarros estacionales que he tenido a lo largo de mi vida. Le pedí a la asistenta que preparara caldo de pollo y no levantara tanto polvo al barrer. Le pedí que comprara tortillas de maíz y crema agria para hacerme tacos junto con el caldo. Revisé junto con ella los medicamentos que tenía en el cajón de las medicinas —casi todos caducos— y le pedí que trajera los que consideré que harían falta: antiinflamatorios para el dolor de garganta, antigripales para la moquera, algún antibiótico cuya prescripción elaboré yo mismo aprovechando el bloc de recetas del fallecido Doctor Zet. Salvo por las incomodidades, pensé, este tiempo enfermo se distinguiría muy poco de mis días ordinarios: leería libros, escribiría notas, vería la televisión; tendría que seguir pagando servicios y cobrando el retiro, verificando que la renta de mis propiedades llegara puntual a mi cuenta. Un hombre como yo hace lo mismo enfermo que sano y, si se me apura, lo mismo activo que jubilado. Pero las fiebres nocturnas empezaron a obstaculizar mis planes. No importaba la modestia de mis propósitos porque la enfermedad los volvía irrealizables. No importaba que me hubiese pasado toda la vida recortándolos inexorablemente porque aún debían reducirse más. Los años infantiles en que me fue instilado el veneno de la creencia en mi superioridad intelectual hubieron de ser combatidos por años y años de hechos en contrario. Las pruebas a las que hube de enfrentarme fueron las más lentas y crueles, siempre en el límite de la frontera que separa al talento de su negación, así se mantenía la ilusión de una mediocridad siempre a punto de ser superada sólo para terminar, luego de un esfuerzo agotador, enfrentado al hecho de que toda conquista era ridícula, todo triunfo un mero espejismo estúpido. A la obtención de las notas más altas en matemáticas hubo que oponer la incapacidad para hacer matemáticas. A la obtención de los grados académicos más altos hubo que oponer la multiplicación de las confusiones técnicas más vergonzosas. A las publicación de artículos en las revistas científicas más prestigiadas hubo que oponer los errores más simples que los invalidaban. No hubo pues necesidad de esperar a la jubilación para liquidar el propósito de ser ya no digamos un científico notable, sino apenas un hombre de ciencia mínimamente consistente; a partir de la segunda estancia en Ciudad Levante, cuando también tenía un ventanal a la derecha de mi cama, el contacto con el Tigre liquidó para siempre, por su sólo contraste, cualquier posibilidad de enmienda profesional: sus ideas eran originales, las mías derivadas; sus trabajos eran coherentes, los míos erróneos; su comprensión era cabal, la mía insuficiente; nunca le aportaría nada que él no hubiera previsto y descartado; toda colaboración entre nosotros no podía ser otra cosa que la ejecución exacta por parte mía de cada una de sus instrucciones. Renuncié así, luego de una vida entera de expertos despropósitos, a ser nada más que un vulgar maestro de universidad de provincias, ocupación de la que me jubilé hace algunos años, de modo que cuando las fiebres nocturnas aparecieron, ellas ya no podían estorbar propósito científico alguno, ni impedirme leer libros técnicos que ya habían sido repartidos entre colegas, ni frustrar el crecimiento de la lista de irrelevancias que logré colar en las así llamadas publicaciones científicas a lo largo de décadas de deliberada simulación. No obstante, una ambición de orden intelectual sobrevivió a la desaparición de mis aspiraciones científicas aunque ya llevara años muerta cuando llegó la enfermedad de la que no puedo creer que me esté muriendo: la idea de que podía ser escritor. Así como los malentendidos científicos tuvieron su origen en los concursos de matemáticas, los ordenadores y las amistades de mi adolescencia, así el despropósito de escribir tuvo su origen en los poemas y diarios que al final de mi niñez escribía a máquina en color negro con encabezados de color rojo. No escarmenté cuando leí los primeros poemas y cuentos y novelas de quienes sabían escribir, ni cuando se me agotaron la lírica y la biografía y me quedé simplemente con mis cartas, ni cuando empecé a hacer cuentos malísimos que sólo hasta mi tercera estancia en Ciudad Levante, rebasados los cincuenta y seguro de que la vía científica estaba liquidada, decidí presentar a editoriales que los declinaron en todos los tonos posibles. Cerca de la jubilación quise hacer una novela y nunca avancé más allá de treinta aburridas páginas que a mí mismo no me apetecía releer. Una noche solitaria, leyendo en mi biblioteca, lo acepté: no escribiría nunca nada. Me consolé pensando en que podría leer y releer los libros que tenía frente a mí, algunos aún envueltos en el celofán con que me los entregaron en las librerías de Ciudad Natal y Ciudad Levante, en la Isla y en el Gueto, en el insulso establecimiento para señoras de Santa Teresa hasta donde varé en repetidas tardes de inacabables fines de semana miserables. Un propósito a mi alcance, pensé. Un propósito pacífico aunque improductivo porque no haría con mis lecturas ningún estudio. No hablaría con nadie acerca de ellas porque apenas me quedaban amistades y a ninguna de ellas le interesaba lo que yo pudiera decir al respecto. La vida reducida a entretenimiento, todo lo reunido a lo largo de los años sólo una forma de pasar el tiempo. Cómo ir del punto A al punto B. Eso pensaba resignadamente cuando inició la enfermedad, que seguiría leyendo pero sólo con un poco más de molestias: dolor de garganta primero y escurrimientos después, acaso un par de malas noches por insomnio o tos. Pero entonces aparecieron las fiebres y ya no pude tampoco leer, no de noche cuando me asaltaban los delirios y volvía a ver el ventanal convertido en ventana y la extensa cama a mi derecha ocupada por quienes durmieron en ella con regularidad en el pasado, escuchando mis quejas acerca del colchón, los hundimientos y los hormigueos; no cuando estaba seguro de escuchar los ladridos de perros que hacía años no tenía, ¿acaso la asistenta ha traído algún animal?, me preguntaba una y otra vez mientras realizaba cálculos interminables, primero un cuadro blanco que había que resolver por completo para luego seguir con el problema de los tres cuadros blancos, dudar al final si se ha resuelto todo y repetir; los familiares ya fallecidos con su cháchara interminable. ¿Quién puede leer en esas condiciones si no queda claro ya cuándo es de día y cuándo es de noche? Y las preocupaciones acerca de las cuentas bancarias y los servicios, ¿por qué tenía que escoger este libro de Jon Fosse, encima, para morirme? ¡Qué lectura más atroz! Equivocarse toda la vida y volverse a equivocar al final, cuando se percibe que de esta no saldremos y que los libros que vemos delante, celofán o no, se van a quedar aquí fuera de nuestro alcance, ¡y las cosas! ¿Qué va a pasar con las cosas? ¡Es increíble! me digo una y otra vez con los cabellos pegados al rostro por los sudores, la asistenta no se puede quedar todos los días aquí y me acerco tambaleante a la ducha recordando cómo era eso de bajar la fiebre, los trapos húmedos, los geles fríos. ¿Cómo es posible que no vaya a terminar siquiera de leer mis libros? Pasó hace poco mi cumpleaños, al menos eso está cubierto... Mamá, dame más pastel. Mamá, mamá. No voy a alcanzar a terminar la lectura y menos si escojo tan mal como este libro de Jon Fosse. ¡Qué inoportuno! ¡Qué delirio! Pero si estaba bien, no puedo creer que me esté muriendo, nunca pensé que a estas alturas le entraran a uno ganas de intervenir más allá de la tumba: 'que ella se lleve esto y aquello', 'que le den esto otro a fulano y mangano', 'que con mis muebles y cuadros, que con mi ropa, que con mis monedas y mis discos y películas, que...' es inútil. Ni siquiera en estas circunstancias renuncio a propósitos que no puedo cumplir. Soy un fracaso e intento arreglarlo todo en un último gesto. Qué torpeza. Las fiebres no cesan, el vómito, el aliento sobrecalentado, los ladridos ¿son de allá fuera o del patio de atrás? Descansa, perrita, ya has olfateado por última vez el aire de la laguna. Todavía quiero levantarme cuando la luz de la mañana ilumine la biblioteca, cuando el aire sea dorado y limpio, cuando los lomos de los libros brillen. Quiero terminar de leer aunque sea a Jon Fosse. Por favor, un poco más de tiempo. No puede ser que ya no haya tiempo. Por favor. La noche interminable se cuela por el ventanal entreabierto tirando al suelo las medicinas.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)