martes, noviembre 05, 2024

Samhain

Esa mañana, al despertar, tuvo la sensación de estar en la habitación de aquella anciana que nunca le fue dado conocer en persona, pero cuyo piso en el centro de Ciudad Levante alquiló por pocos meses en dos periodos de su vida tan alejados entre sí como lo están el verano del invierno. Nada justificaba esa apreciación suya porque, al hallarse en una ubicación tan céntrica, aquel piso era invadido desde temprano por el ruido de coches y vecinos, comerciantes y transeúntes, lo que no ocurría en su verdadera habitación de Santa Teresa donde ni siquiera hoy, luego de casi tres décadas de vivir en el mismo sitio, se escuchaba poco más que el trinar de nerviosos pájaros o el ladrido de los perros de la cuadra delatando el recorrido de un solitario paseante.
El ventanal, pensó, era parecido al de su vieja habitación levantina: ambos a la derecha de la cama, con su par de puertas de cristal transparente por donde se colaba en las mañanas la misma luz indecisa de color gris; pero ni el diseño de las cortinas —bordados de lino con retazos huecos allá, tul amarillento y liso aquí— ni el acabado de las puertas —con marcos de polivinilo blanco ahora y de oscura madera de nogal entonces— permitía llevar las similitudes demasiado lejos, menos aún si se tomaba en cuenta que aquel ventanal daba a un balcón tres pisos por encima de la estrecha calle, en tanto que éste sólo da a un pequeño patio de cuatro paredes invadidas de plantas y cubierto por un enrejado que, además de intentar —un tanto ingenuamente— disuadir a ladrones y curiosos, fragmenta el cielo en pequeños cuadros azules. 
Extendió su brazo derecho hasta tocar el borde de la cama e incomprensiblemente se asombró de encontrar aquel espacio vacío. Nunca nadie compartió el lecho con él en el anticuado piso levantino, no la primera vez en que aún era joven y podía haberles dado cuerda a las fugaces relaciones derivadas de sus escarceos nocturnos, pero tampoco la segunda cuando sus huesos ya dolían casi a diario y apenas se apartaba del camino que lo llevaba diariamente de casa a la universidad y de regreso. Poca cosa era estar acostado solo para explicar la inopinada impresión de hallarse en Ciudad Levante, no sólo porque así llevaba despertando a diario desde hace más de quince años en Santa Teresa, sino porque aún en los tiempos en que nominalmente estaba acompañado solía pasar largas temporadas lejos de casa. Sus estancias levantinas, sin ir más lejos, fueron a un mismo tiempo solitarias y comprometidas, periodos al pendiente del teléfono o el ordenador para mejor mantener la apariencia de normalidad en relaciones que, de haberlo sido —esto es, normales— no se habrían permitido separaciones semejantes, ni el prolongado reemplazo de la convivencia diaria —el cuerpo del otro recortado contra el ventanal cada mañana— por el intercambio de mensajes cada vez más inocuos a través de pantallas y auriculares. Pero se permitieron estos excursos y ahora los que esperaron por él —un día y otro y otro más— hace años que se han marchado y no lo esperan más. Recoge sus manos y con un pesado esfuerzo se incorpora. Queda sentado en el borde de la cama, de espaldas al ventanal, los pies tratando de no tocar el piso para evitar resfriarse. 
¿Por qué podía sobrellevar tanto tiempo fuera de casa? ¿No habría sido mejor liquidar sus compromisos? ¿Ser uno de esos valientes que se van a la cama con un cuerpo distinto cada noche? ¿Reunir la voluntad de dar la espalda al pasado para emigrar o enamorarse en tierras lejanas, acaso dedicarse sin contemplaciones a las ciencias y artes? Nunca fue lo suficientemente fuerte como para quemar sus naves porque ello habría significado quedar despojado de la esperanza —la espera— de los otros, que era la suya propia, una forma de desnudez que no lo habría hecho más libre sino más apocado e inseguro. Punto de partida o referencia, elemento central de su parusía secular, necesitaba saber que había casa, aunque sólo fuera para retrasar indefinidamente el regreso a ella. Gracias a esa convicción pudo arriesgarse hasta el centro mismo del laberinto, a sabiendas de que un hilo
que suponía tan irrompible como inacabable, vínculo y camino de regreso lo unía en todo momento al otro. Siempre podía volver indemne de la sordidez y la soledad, recuperarse de enamoramientos prohibidos, cerrar los paréntesis cortos o largos, pero reiterados, en que podía ser otro: un extranjero de acento impreciso, un científico obseso, el habitante provisional de una capital de provincias o el lector empedernido incapaz de escribir una línea. Piruetas en el aire con red debajo. Aventuras acotadas. Humo. 

Hace años que ya no va a ninguna parte. No espera a nadie. Busca las pantuflas con los pies, se las calza. Se levanta con dificultad y anda penosmente hasta el ventanal para abrir las cortinas. Un día soleado. Esta es su casa y no el piso alquilado hace décadas a una anciana desconocida (dos veces); es Santa Teresa —miserable cuadrícula de polvorientas calles en una planicie infinitay no Ciudad Levante. Evidentemente. Nadie lo espera. Hay casa, pero no esperanza.

miércoles, agosto 14, 2024

El estafador

Te estábamos esperando. Esto dicen las cartas de ti: vas cayendo, caerás todavía, cuanto más profunda sea tu caída más alto llegarás. Traidor. Cobarde. Asesino. Las órdenes de Dios son inexplicables.
El Topo, Alejandro Jodorowsky

Animado por el recuerdo de aquella carta que le publicaron en La Revista hacía más o menos quince años, probó a enviar ahora un texto sobre los doscientos años del fusilamiento de Agustín de Iturbide, acerca del cual La Revista —especializada en historia y literatura, con algunas pinceladas de arte y filosofía— no había publicado ninguna referencia. Los días transcurrieron sin que él recibiera respuesta alguna; de pronto ya habían pasado un mes y luego dos, también tres.
Hacía décadas que había decidido dedicarse a la enseñanza e investigación de las matemáticas aplicadas, animado por sucesivos malentendidos de orden psicológico, académico, científico y filosófico; había recorrido desde entonces todos los estamentos correspondientes a su especialidad, primero como estudiante hasta el grado más alto, luego como profesor hasta la categoría máxima, finalmente como director de tesis, jefe de proyectos y programas. Toda su vida, sin embargo, escribió en privado innumerables apuntes autobiográficos, poemas, cartas, artículos de opinión y cuentos, sin animarse nunca a publicar formalmente ninguno de ellos. Sus únicos productos conocidos eran artículos científicos especializados, libros técnicos plagados de ecuaciones y gráficas, algún breve artículo divulgativo.
En su niñez y adolescencia, hechas de pocas lecturas, escasos cuestionamientos y abundantes prejuicios, participó en numerosos concursos escolares que terminaron por convencerlo de su inteligencia y talento, aunque estas presuntas cualidades sólo sirvieran para superar las pruebas correspondientes a dichos eventos. Por ello, a sus veinte años, decidió enviar una selección de sus poemas a un concurso nacional del que no obtuvo ni siquiera un acuse de recibo. Por ello también, a sus veinticuatro, estuvo a punto de abandonar las matemáticas aplicadas para realizar una maestría en ciencias sociales para la que fue rechazado. Había en estas y otras acciones una patética necesidad de ser reconocido y alcanzar, aun por medios claramente cuestionables, un ridículo barniz de gloria. Aunque con una ingenuidad progresivamente reemplazada por una cada vez más dolorosa consciencia, estas vergonzosas motivaciones todavía pueden distinguirse a lo largo de los años posteriores dentro de la propia carrera científica y docente: persiste el deseo de ser mejor que otros en vez de dedicarse a crear una obra que hable por sí misma sin necesidad de tomar en cuenta a terceros. Recorridos todos los estancos de la trayectoria académica hasta donde lo permiten sus propios recursos técnicos, su circunstancia geográfica e institucional, el gusano que lo habita exige ahora carne fresca para continuar alimentando su ego: es por eso que él considera que el momento de echar mano de sus escritos privados ha llegado; es por eso, desde luego, que ha enviado a La Revista el texto sobre los doscientos años del fusilamiento de Agustín de Iturbide.
Con el conocimiento y la experiencia aderezados por un mínimo de capacidad autocrítica, llega inevitablemente el reconocimiento por parte suya del lugar que ocupa en la comunidad científica a la que pertenece. ¿Cuenta con los mismos elementos para juzgar su posición con respecto a la comunidad de escritores, de ensayistas, de intelectuales? ¿Sigue creyendo que las instituciones en torno a las cuales se agrupan estas comunidades son los únicos vehículos válidos para publicar y valorar su obra? ¿Haber visto por dentro el funcionamiento de las revistas científicas y las universidades no le ha bastado para comprender las limitaciones que ellas padecen en su presunta capacidad para juzgar la calidad de un trabajo? En los primeros años de su carrera era incapaz de ver las enormes deficiencias de sus artículos científicos: la mala calidad de las imágenes, la falta de uniformidad de las fuentes, los errores gramaticales y semánticos, por no hablar de la pobreza de sus propuestas. También hubo un tiempo en que, consciente ya de algunas de sus carencias, intentó escamotearlas como un estafador desesperado, apostando porque pasaran desapercibidas a ojos de los responsables de conferencias y revistas, aceptando ser incluido en los trabajos de otros con tal de anotarse otro tanto curricular. La suerte y el trabajo hicieron, sin embargo, que eventualmente cambiaran las tornas: aunque la originalidad de sus ideas siguiera siendo cuestionable, la cuidadosa redacción y calidad con que se presentaban le permitieron acceder a mejores revistas. ¿Se encuentra frente a La Revista en una situación parecida a la de sus primeros años científicos, es decir, incapaz de ver la mala calidad de sus escritos? ¿Es La Revista una institución cooptada por un pequeño grupo cerrado que sólo admite colaboraciones de sus recomendados, al que no se puede acceder exclusivamente por el mérito? En caso de poder publicar eventualmente en este u otro medio sus escritos hasta ahora privados, ¿terminaría por comprobar lo comprobado en su área profesional, es decir, que sin importar cuánto se ascienda por la escalera no alcanzaremos nunca ese lugar sin mancha al que aspiramos, acaso porque no existe más que en nuestra imaginación?
Él recuerda que Roberto Bolaño vivió mucho tiempo de trabajos mal pagados y participando en concursos literarios: durante muchos años de forma más o menos bohemia en Chile y México, durante muchos otros de forma más o menos familiar en Cataluña; conoció el éxito apenas al final de su corta vida y no vivió lo suficiente para ver su obra convertida en un fenómeno de culto. Quizá él deba también tocar puertas una y otra vez como el chileno, aunque no tenga su tesitura dionisíaca ni, desde luego, su talento. Él recuerda que Javier Marías se dedicaba a escribir sin prisas ni compromisos desde su juventud, pacientemente, cuidando en todo momento cada palabra de su obra y desentendiéndose lo más posible del resultado. Quizá él deba también dedicarse a corregir incansablemente lo escrito hasta ahora, desechando sin consideraciones lo que no satisfaga sus criterios, o intentar de una buena vez escribir una novela, aunque no tenga la educación ni la profundidad del madrileño. Él recuerda también que John Maxwell Coetzee, luego de hacer estudios de matemáticas, intentó hacer una carrera en el boyante mundo del cómputo británico de los años sesenta, pero renunció a todo ello para, luego de vagar por un desierto hecho de docencia, trabajos manuales y frustrada poesía, encontrar su camino en la novela, primero tímidamente, luego con más firmeza, hasta alcanzar el Premio Nobel de Literatura. Quizá él pueda también escribir sin dejar de ser profesor universitario, aunque su especialidad no sea la lengua inglesa ni casen sus presuntos intereses profesionales con sus también presuntas aspiraciones literarias.
A estas alturas ya se halla convencido de que no llegará más lejos en su así llamada especialidad: fue; intenta pues, en La Revista o donde sea, poner su vida a salvo de la —ya lo entenderá— inevitable intrascendencia que la acosa. ¿Será? Probablemente nunca lo veremos.

viernes, julio 19, 2024

Las opciones prohibidas

'Los mexicanos estamos podridos, ¿lo sabía? Todos. Aquí no se salva nadie. Desde el presidente de la república hasta el payaso del subcomandante Marcos.'
2666, Roberto Bolaño

Se cumplen doscientos años del fusilamiento de uno de los principales artífices de la consumación de la independencia de México: Agustín de Iturbide. Su muerte inaugura la que —ahora sabemos— sería la costumbre mexicana de devorar a sus hijos: durante largo tiempo a través de la traición y el asesinato; en épocas más recientes a través del ostracismo y el linchamiento. Si bien el joven país apenas tenía conciencia de sí mismo con su enorme retraso cultural y técnico, sus deficientes comunicaciones a lo largo y ancho de un territorio que duplicaba el tamaño del actual y su miríada de poblaciones indígenas aisladas a las que faltaba una lengua común, con la eliminación del que fue su primer gobernante como país independiente sentaba las bases de su espíritu antropófago, pero también de lo que a la postre constituiría su visión maniquea de la historia, una visión que se extendió a partir de entonces hacia adelante en el tiempo (los malos serían los monárquicos, los extranjerizantes, los ricos, los conservadores, la Iglesia, los reaccionarios; los buenos serían los republicanos, los liberales, los nacionalistas, los revolucionarios, el Estado benefactor), pero también hacia atrás (malos fueron Cortés y la colonia, buenos Cuauhtémoc y el mundo precolombino en general).
La historia no es una ciencia exacta; se le inscribe en el grupo de las así llamadas ciencias sociales para prestarle algunos de los atributos científicos de que gozan aquéllas: el presunto abandono de anteojeras ideológicas o religiosas, la sujeción más estricta posible a la objetividad, la deducción lógica y el rigor documental. No dispone, sin embargo, de la posibilidad de verificar sus hipótesis por medio de experimentos; tampoco posee un lenguaje propio que le permita sistematizar y demostrar formalmente sus conclusiones como se hace en las matemáticas. Los intentos cientificistas como el materialismo histórico del marxismo, que tanto entusiasmaron a muchos durante décadas con sus presuntas leyes de la historia, no han hecho más que el ridículo contra lo que el sentido común ya sabía: la historia no tiene libreto. Todo esto significa varias cosas: que la historia es un terreno movedizo cuyas diferentes narrativas dependen de qué elementos documentales se seleccionen, que las mismas fuentes pueden dar origen a distintas interpretaciones, que en última instancia uno escoge aquellas versiones que mejor le acomodan a uno amparado no sólo en sus propias ideas (ya que no puede verificar los hechos) sino incluso en su valoración de las fuentes y los historiadores (confiando en que ellos se han tomado la molestia de investigar profesionalmente lo que los profanos no podemos ni queremos investigar). Ante este estado de cosas, no es extraño que la historia sea, tanto para el que la hace como para el que la lee, una colección de narrativas cuyo único objeto es dar coherencia a un conjunto de datos, más o menos amparados en documentos, para justificar posturas ya asumidas de antemano. Por ejemplo, habiendo aprendido en la educación primaria que hubo una guerra terrible causada por un tal Adolf Hitler, uno desea aprender más en la adolescencia y lee aquello que le confirme en esa creencia de base. Y lo encuentra: evidencias de los métodos violentos del partido nazi alemán, evidencias de la eliminación física de toda oposición al poder totalitario, evidencias del expansionismo hitleriano a costa de las naciones vecinas, evidencias del exterminio de la población judía. En la adultez, ya sea que uno sea un social-demócrata de izquierdas o un liberal clásico de derechas, una vez pues que uno se ha hecho de una cierta ideología, se siente todavía más seguro en la lectura de aquello que nos confirma en nuestras convicciones y autorizado a rechazar violentamente cualquier sugerencia o insinuación en contra. Entonces podemos decir airadamente al supremacista blanco o al negacionista islámico del Holocausto '¿pero cómo puedes poner en duda estos crímenes? ¿cómo puedes creer que hubo siquiera algo racional que justificara que millones de personas apoyaran al dictador del bigotito? ¡Estáis locos!' Y así, de forma casi teológica, sin que nos conste lo ocurrido por haber nacido años o siglos después, sin tener la capacidad propiamente de juzgar la calidad de las investigaciones de los historiadores que leemos sino sólo su grado de cercanía con nuestras convicciones, nos quedamos tan tranquilos con nuestros conocimientos históricos y nuestras ideas políticas.
El tan socorrido ejemplo de Hitler y la Segunda Guerra Mundial es fácil: queda relativamente cerca, existe una enorme cantidad de evidencia documental, las minorías que ponen en duda las atrocidades del nazismo se desacreditan adicionalmente con muchas otras muestras de necedad criminal. ¿Pero qué hay de figuras como la de Agustín de Iturbide? ¿Qué hay de la persecución que hizo de los insurgentes como capitán del ejército realista? ¿Qué hubo detrás de su conversión a la causa de la independencia? ¿Qué méritos reviste haberse puesto de acuerdo con Vicente Guerrero y el virrey Juan O'Donojú para consumar la independencia de México al frente del Ejército Trigarante? ¿Qué ingenuidad o perversidad hubo en aceptar ser declarado Emperador de México luego de haber presidido la Regencia? ¿Qué motivaciones tenía para volver a México luego de abdicar y ser declarado fuera de la ley? No cabe duda de que despachar la figura de Iturbide como la de un miembro de las élites políticas, militares y económicas del Virreinato, reaccionario en tanto que protege la religión católica y la monarquía, es una visión armónica y fácil de retener, que se alinea casi de manera natural con el bando conservador de la Guerra de Reforma y el Segundo Imperio de Maximiliano de Habsburgo. Todavía más: es fácil extender este parentesco a las élites porfiristas y saltar de ahí al panismo más retrógrado de los últimos ochenta años. Esta presunta coherencia semántica se ve reforzada por su contraparte, que agrupa lo mismo a republicanos liberales y jacobinos de la primera hora como Valentín Gómez Farías que a los de la etapa cenital como Benito Juárez, pero también a los revolucionarios de mil novecientos diez y, cómo no, al régimen de partido hegemónico que fue su heredero. No importan los matices ni los detalles porque en contextos como el discutido la verdad es la última de las preocupaciones históricas: qué más da si Iturbide consiguió la independencia procurando evitar el derramamiento de sangre si fascinan más las masacres de inocentes como las realizadas por las hordas del Padre de la Patria; qué nos importa si Juárez quiso vender más territorio nacional a los Estados Unidos a cambio de armas o si intentó por todos los medios perpetuarse en el poder, si por fortuna el Congreso americano rechazó lo primero y un infarto oportuno evitó lo segundo; por qué deberíamos creer que un Habsburgo que ni siquiera nació en esta tierra dio muestras sobradas de ser liberal e indigenista; qué podemos deberle a Porfirio Díaz como indiscutible artífice militar de la Reforma y la Intervención, como modernizador de México, si claramente abandonó las así llamadas causas populares en favor de una oligarquía rapaz; qué importancia tiene que el régimen emanado de la Revolución se convirtiera en una democracia simulada si repartía entre el pueblo bueno todo lo que le sobraba hasta hipotecar el futuro.
Los países, como las personas, tienen traumas. Como algunos explican con sorna, México nació del evento traumático de la Conquista (realizada por indígenas) y continuó su formación tres siglos después con la Independencia (realizada por hijos de españoles). Dos enrevesamientos que no se enderezan mutuamente. Con el fusilamiento de Iturbide hace dos siglos quizá agregó otro trauma a su larga lista de daños psicológicos: la de su naturaleza parricida y la de su mezquindad contra el caído. Cuando leemos a los que tuvieron a bien alimentar su obra con datos o visiones prestadas de esta tierra, a Rulfo, a Vasconcelos, a Paz, pero también a testigos de épocas remotas como Madame Calderón de la Barca o Lucas Alamán, no podemos menos que comprenderlos como si fuésemos sus contemporáneos. Donde unos dicen cristeros nosotros decimos narcos, donde unos dicen cofradías nosotros decimos sectas, donde unos roban muchachas nosotros vemos desaparecidas, donde unos ven alcoholismo nosotros vemos drogadicción, de la historia que nuestros tatarabuelos marcaron con un primer crimen nosotros nos servimos para reescribirla a nuestro antojo de la forma que más convenga a nuestros intereses. Agustín de Iturbide aún sirve como sinónimo de conservadurismo, ya para los mexicanos que nunca se consolaron de no tener una monarquía (Paz), ya para las víctimas de la servidumbre voluntaria que aceptan gustosas el yugo de un gobierno que se dice de izquierdas (La Boétie). En un mundo como el de hoy, si nos sirve de consuelo, difícilmente hallaremos razón para exigir a los mexicanos una mayor congruencia en la consideración de sus figuras históricas que la que podríamos exigir a cualquier otra nación. Es, efectivamente, muy poco consuelo.

sábado, mayo 25, 2024

Cavilaciones sustitutorias

El espíritu de la aventura a los cuarenta y ocho
Cuando se fue de vacaciones me divertí con la sola idea de acostarme con otro. Tenía opciones: convencer al voyeur telefónico de hacer en persona lo que llevaba tres años haciendo en pantallitas, repetir el empleado de supermercado que invité a casa en los dos últimos muy breves y cada vez más lejanos períodos de soltería, o aceptar las invitaciones no muy frecuentes pero siempre reiteradas del estudiante cuyos mensajes borraba sin contestar. Ese viernes consideré que tenía mucho tiempo por delante y me permití no hacer caso de ninguna de las alternativas señaladas. Me instalé la aplicación para convencer de acostarse conmigo a desconocidos con los que luego nunca me encontré, y entre las imágenes que me enviaban y las del porno habitual, eyaculé copiosa y despreocupadamente aquella primera noche solo. Me sentía lúcido, relajado y optimista. Cené bien. Me fui a la cama temprano. 

Resaca sexual
Volví a ver el vídeo del urólogo que daba consejos para mejorar la vida sexual con la pareja estable: eran cinco de ellos y aquel que más recordaba era el que desaconsejaba ver porno a fin de acumular el deseo sexual y redirigirlo hacia ella. 'Demasiados supuestos', pensaba, 'empezando por el que asume —con toda razón, pero también con toda ingenuidad— que los que estamos con alguien queremos y podemos tener el mejor sexo posible con esa persona; que se escoge primero a alguien espiritual e intelectualmente afín y luego debemos hacer esfuerzos por serlo también en la cama, o que, todavía peor, escogemos la compañía de quien tiene buenas nalgas o una polla enorme para luego paliar de la forma menos vergonzosa posible sus insuficiencias de orden filosófico; demasiado suponer también lo contrario, que sería deshacer el nudo que nos ata a quien no nos facilita la erección ni posibilita el encuentro de nuestras almas. Y yo me pregunto: ¿acaso no hay otra cosa en el mundo?' 

Referencias literarias
Mientras el urólogo habla del ginseng indio y de la musculación, recuerdo la advertencia de Marías acerca del peligro de que lo que no tiene futuro nunca termine (una aspiración, un modelo): ¿es la historia actual, la que de momento transcurre en dos geografías distintas por motivo de las vacaciones, una historia sin futuro con peligro de que nunca termine? ¿así lo prueban las dificultades de comunicación y el presunto deseo de acostarse con otros? ¿o es que no consumar dicho deseo a pesar de las facilidades es prueba de que no es tal, de que es otra cosa? ¿jugar como lo hace con la aplicación sólo sirve al pueril propósito de sentirse conquistador o es que oculta un verdadero deseo? 'Si me encuentro viendo este vídeo', se dice, 'es porque quiero tener mejor sexo con mi pareja'. Pero ¿puede? ¿no está ya en una edad más o menos provecta? Recuerda El Polaco de Coetzee, donde un músico octogenario 'hace lo mejor que puede' en la cama con una mujer treinta años más joven que él a la que apenas conoce y que inexplicablemente accede a acostarse con él, acaso por lástima. '¡Qué duro ser un hombre!', escribe el narrador. Qué duro, en efecto, piensa aliviado de no tener que tomar más pastillas azules por una semana. No más dolores de cabeza ni rostros ardiendo, no más vista borrosa ni constipación nasal. ¿Por qué toma esas pastillas desde hace algunos años si con las imágenes de las pantallitas no tiene problemas para endurecerse? ¿Por qué habrían de servirle si se supone que no producen ganas? ¿Significa esto que cuando funcionan en realidad amparan un deseo al que la impotencia no le permite expresarse o, por el contrario, que no existe tal deseo y por lo tanto no hay pastilla que valga como de hecho ha venido ocurriendo cada vez con más frecuencia? Y otra vez la insidiosa pregunta: ¿vale la pena pasar por todo esto para tener una vida sexual sana con esta persona? ¿no es una contradicción en los términos? Qué lejos están los días en que leyó conmovido 'Parejas venecianas' de Pérez Reverte, aquellas apreciaciones reivindicativas sobre las parejas homosexuales que habían debido remontar lágrimas y mierda para poder llegar juntas a esos viajes en los que aún debían comportarse con cierta discreción. Parejas equilibradas, simétricas, educadas, acaso iguales también en sus insuficiencias. 'Yo crecí con una así por largo tiempo', se dice, 'pero no es el caso de esta'.

Terapia para una sexualidad creativa
Borré la aplicación, bloqueé los números de móvil del estudiante y el voyeur, no me acerqué ni una vez por el supermercado. Salí a correr a pesar de los tobillos adoloridos y anduve por las horrendas calles de Santa Teresa acosado por malvivientes y perros bajo temperaturas inclementes, una manera más o menos a mi alcance de superar las horas del fin de semana sin incurrir en faltas a mis compromisos y de sudar lo suficiente para ducharme con buena conciencia por la noche. Las preguntas, sin embargo, persisten. ¿Qué quiere el amante de su amado? Que lo ame incondicionalmente. No desea que se aguante las ganas de acostarse con otros, sino que sólo desee acostarse con él. Que lo adore en definitiva. Hace años que no creo en estas cosas. Hace años, también, que no estoy enamorado. Con el paso del tiempo pongo en duda incluso aquellos enamoramientos de los que antes daba fe: los más escandalosos o etílicos porque en la ridiculez no hay nada firme, todos eventos de unas pocas semanas absolutamente despreciables; los menos porque tenían una raíz puramente sexual aunque luego hayan querido adornarse de sentimientos. No doy demasiado crédito a la tristeza que me causó el final de una de mis relaciones porque ahora creo que yo sólo quería seguir cogiendo y usaba mi presunta depresión como una forma de manipularlo a él y a mi entorno; tampoco confundo los enamoramientos con el amor que tuve por la pareja de largo aliento al que, para mayor paradoja, no asistió el sexo en los últimos años. En casa intenté escribir y fracasé, terminé el inocuo libro de un youtuber y continué la lectura de Stefan Zweig que me resultaba interesante, pero anecdótica, una prueba más de que los hombres han sido siempre más o menos los mismos, convencidos de ser muy diferentes de la generación precedente para pronto descubrir que su tiempo ha pasado ya, de manera anónima, al más completo e insalvable olvido. En esta época del año despierto demasiado pronto por la mañana.

Trabajo
Los hombres nos servimos del trabajo para comer, para introducir una idea de sentido y utilidad, pero también para ponernos cotidianamente a salvo de nuestras vidas privadas. La aplicación fue y vino durante la semana sin producirme apenas curiosidad. Los teléfonos bloqueados volvieron a estar disponibles, pero por el supermercado seguí sin acercarme. Un hombre de profesión liberal como yo dispone, sin embargo, de tiempo suficiente en la oficina, solo y acompañado, para entregarse a sus preocupaciones y aún ventilarlas con sus colegas y subordinados hasta donde lo permite el decoro. A pregunta expresa sobre la naturaleza de la infidelidad, mi asistente explica con desenvolvimiento la distinción entre lo que constituye un engaño (verse con alguien específico, aún en pantallitas) y lo que no lo es (ver algo impersonal como la pornografía). ¿Es esto correcto? ¿Engaño menos a mi pareja si me excito con imágenes de gente anónima que si lo hago con las de una persona conocida? ¿Me engaño a mí mismo en cualquier caso porque tal vez no ocurriría ni lo uno ni lo otro de estar con la persona correcta? ¿Esta idea de la persona correcta no es la misma que la del amante que quiere ser adorado en exclusiva por su amado, es decir, una idea infantil? ¿Llamamos infantil a lo deseable, pero imposible? Los católicos distinguen cuatro categorías de pecado: pensamiento, palabra, obra y omisión. Según un joven colega en Ciudad Natal, en un mundo secular donde la religión ha sido reemplazada por el equivalente laico de la ética, sólo importa la tercera categoría y las demás no tienen ninguna importancia, aunque algo signifiquen. ¿No es obra —un engaño, una infidelidad— sostener una videollamada de contenido sexual? Según mi asistente, lo es; según mi joven colega, no. ¿No es un camino resbaladizo pensar de cualquiera de estas formas? Es decir, si no distinguimos la penetración de un escarceo y no distinguimos una pantalla de lo físico ¿no terminaremos obligados a admitir —como buenos católicos— la equivalencia de la obra con el pensamiento, la palabra y la omisión? Y, por otro lado, si decimos que cada una de estas cosas son categorías distintas, ¿no terminaremos también consintiendo todo lo que no sea un genital insertado, explicando la diferencia entre un centímetro y el siguiente para medir la gravedad de una presunta falta? 'Vivo en un país tercermundista del orbe hispánico', les espeto, '¿qué se podía esperar de vosotros?'. Todos reímos a carcajadas. Mientras tanto mi asistente sobrevive con una mujer secundaria sin reparar en su creciente aburrimiento y mi joven colega se permite excursos maritales meramente retóricos, más por cobardía que por aserto. 'Como los míos', me digo, aunque yo no esté casado ni aburrido.

Sábado con todos mis muertos 
Tuve suerte durante la semana: una inesperada visita de familiares y mi asistencia a las diversas complicaciones del divorcio de mi expareja de largo aliento, completaron la extenuación producida por el calor y el trabajo, dejándome incapacitado para emprender ninguna conquista. Sin quererlo, se acumularon cinco días de ceñirme al consejo del urólogo de internet de no tocarme ni ver porno a fin de estar preparado para la vuelta de mi pareja, un consejo más bien contrario a mi experiencia que creía mejorar su rendimiento manteniendo una atmósfera lúbrica continuada. Un día antes de que llegara despedí a mis familiares en el aeropuerto y mi expareja de largo aliento no requirió de mi ayuda. Descansé. Descansé lo suficiente para que volviera a divertirme la sola idea de acostarme con otro. ¿Pero qué otro? Tengo el cabello y la barba llenos de canas, los brazos delgados, el abdomen ligeramente protruido, el pecho graso y los párpados hinchados. Tuve una pésima educación sexual producto del mal manejo de mi tempranísima compulsión masturbatoria y de mi homosexualidad. Tuve mi primera relación sexual a los veintiuno, devaneos varios hasta los veinticinco aun teniendo una pareja desde los veintidós que amañadamente declaré 'abierta' llegado el momento, e innumerables conquistas que levantaba en la calle, a pie o en coche, hasta cumplidos los cuarenta. Tuve luego aquella relación prohibida de cuyo acabamiento al cabo de cinco años fingí entristecerme para poder seguir cogiendo y entonces ya no hubo más logros ni en coche ni a pie, sino por medio de la aplicación, es decir, por pantallitas que terminaban en la cama y, en un par de ocasiones, en parejas. ¿Cómo espero conseguir acostarme con otro si no es a través de la aplicación que me reduce a una polla espectacular y un intercambio de salacidades que sólo son convincentes porque el otro desea ser convencido? El estudiante de los mensajes recurrentes, el voyeur indeciso y el empleado de supermercado eran todos producto de esa cacería informática. Ahora ya me conocían —al menos por teléfono en el caso del voyeur— y no hacía falta ninguna aplicación para convencerlos. Yo sabía que el empleado de supermercado salía a las cinco de la tarde y conforme transcurrió el día barajé la posibilidad de ir a apostarme en las cercanías del establecimiento para atajarlo. Él siempre había sido muy receptivo a la lascivia, aunque sin faltar nunca a las convenciones sociales. Como estaba casado con una chica, mantenía un apropiado sigilo en sus encuentros casuales y no le importaría, por tanto, que yo tuviera pareja. Era el candidato ideal para inaugurar mi vida de adúltero. Porque la verdad es que además de aquella relación larga y abierta, las otras fueron cerradas, de modo que a nadie le había puesto yo los cuernos a pesar de los muchísimos hombres con los que me había acostado a lo largo de mi vida. Pensé en todos ellos conforme avanzaba la tarde, según yo para animarme a dar el paso necesario. Pensé en aquellos de los que recordaba su rostro o su cuerpo, su olor, el año específico en que aparecieron, la sordidez o morbo que aportaron, también aquellos de los que sólo ha quedado su nombre en mis escritos sin que pueda recordar ya quiénes eran ni qué rostro tenían. 'La nutrida y abigarrada memoria sexual como un cuarto oscuro mal iluminado', pensé sonriendo con nostalgia cuando ya era casi la hora y me calzaba unos tenis para salir al coche y cogía el carnet para conducir al supermercado y me ponía la gorra para cubrir mi cabello blanco. 'Qué visión tan fantástica y demencial, tan atrayente y peligrosa'. La luz de la tarde caía sobre las persianas de la sala y, ya con la mano derecha sobre el pomo de la puerta, dirigí la vista hacia ellas deteniéndome en el acto: miles de pequeñas sombras se agitaban sobre la ventana proyectadas por las hojas de los árboles, removidas a su vez por el cálido viento vespertino de Santa Teresa. Dieron las cinco, luego las cinco y media, las seis. Poco después oscureció. Nunca crucé la puerta.

[...]
'¡Qué duro ser un hombre!', pienso ahora que espero a mi chico en el aeropuerto con el rostro afiebrado y la boca reseca. 
'¡Qué duro ser un hombre!', me repito cuando lo abrazo y lo beso deseando ser por fin uno con mi cuerpo. O con mi sentimiento. O con mi razón.
'¡Qué duro ser un hombre!', cavilo de noche cuando él se queda dormido a mi lado, pacífico y silencioso, casi tierno, con sus propios secretos cercanos e inescrutables.

domingo, mayo 12, 2024

Dos discos

Sin yo saberlo, mi aborrecida infancia daba sus últimos estertores a fines de mil novecientos ochenta y seis, musicalizada por dos discos sospechosamente parecidos en sus portadas: Entre el cielo y el suelo, del grupo español Mecano, por un lado; Veinte millas del grupo mexicano Flans, por el otro. A los españoles los conocí por primera vez en aquel año, lo que no es casualidad por tratarse del primer álbum propiamente internacional del grupo, un trabajo en que los hermanos Cano, sus compositores, dieron muestra de originalidad y maestría más allá de la guasa y despreocupación que habían caracterizado sus primeros tres discos, apenas conocidos fuera de aquella España a medio camino entre la modorra posfranquista y la agitación de La movida madrileña. Las perturbadoras letras de los hermanos Cano cantadas por la misteriosa voz de una mujer vagamente andrógina de trenza larga, encontraron eco en la psique de un chico que a los diez años de edad ya había conocido el onanismo compulsivo, la represión sexual por vía religiosa, los espantosos aullidos de la Llorona y las pesadillas más atroces pobladas de dinosaurios y demonios. 
En su piso alto de paredes gruesas de aquella zona céntrica y marginal de Ciudad Natal, mi madre había hecho esfuerzos por crear un lugar acogedor que se distinguiera en todo lo posible del entorno de prostitutas y mendigos, criminales y toxicómanos, que poblaban las calles de alrededor en las que yo pasaba más bien escaso tiempo, como no fuera para ir a la escuela y volver de ella: un grueso tapiz colgado en la pared de la sala con motivos de barcos y calas, un librero raquítico y artesanal con algunas enciclopedias populares, novelas de segunda mano, figurinas, mantelitos y ceniceros, una alfombra basta de color verde, sillones de forro barato a rayas, un estéreo con bocinas improvisadas encima de una vieja consola que ya no encendía, un pequeño minibar con cristalería azulada, una mesa redonda de madera corriente con mantel a cuadros y un canasto de mimbre con enredaderas como centro de mesa. Fue inútil. Por medio de una enciclopedia médica editada en la España de mil novecientos ochenta, que mi madre compró a un vendedor negro y grueso que nos visitaba con frecuencia, me enteré desde muy pronto de la masturbación y la homosexualidad, dando crédito a las amenazas de mi madre de internarme en un sanatorio mental si seguía sorprendiéndome recargado sospechosamente en el quicio de las ventanas, llamando a los vecinos del piso de abajo para que me mostraran sus calcetines, pasando más de media hora encerrado en el baño. En el catecismo del padre Ripalda y la Biblia en imágenes de Kenneth Taylor comprendí las razones de mi madre para hacerme rezar hincado en el oscuro pasillo de la entrada que daba a las puertas de la vecina, una anciana de rostro bulboso y ropas anticuadas que, al igual que tenderos y vendedores de mercado, amenazaba con raptarme y comerme porque, decía, yo era un niño muy guapo al que daban ganas de morder: sólo pidiendo perdón a Dios podía ser excusado de los actos impuros que cometía, sólo confesándome en el templo del Sagrado Corazón podía limpiar mi alma manchada por aquel placer para el que me servían lo mismo los pisos de la escuela bajo los mesabancos que el breve ángulo oscuro detrás de cualquier puerta. 
Dios existía. El Diablo existía. La enfermedad física era reflejo de la enfermedad moral, aunque la enciclopedia médica no diera cuenta todavía de ese nuevo mal del que todo mundo hablaba en la escuela y que sólo aquejaba a los jotos. En el mundo de los adultos, donde todo era terrorífico e inexplicable, arbitrario y confuso, lo único seguro era el castigo, la perdición y la muerte, algo que pude corroborar escuchando Ángel en el cassette de Entre el cielo y el suelo, que nadie sabe ya cómo apareció en aquel piso al que, como a mi infancia, quedaban escasos meses para ser liquidado. Con ansiedad creciente escuchaba la descripción del día final en el que todo mundo miraba arriba porque detrás del sol apareció un ángel de dios. Imaginaba el caos, la incredulidad, la histeria, cuando todo el mundo se puso a correr y al cielo no entraron ni niños, ni viejos, ni enfermos, ni sordos, ni muertos. Como en esos días era visitado por La Llorona una noche sí y otra también, con independencia de si estaba en casa de mis abuelos o en mi propia casa, No es serio este cementerio me hacía pasar saliva con sus interminables alusiones a muertos que salían de sus tumbas con macabro ánimo festivo. No era muy distinta la agitación que me provocaba Cruz de navajas con sus alusiones al sexo que Mario, su protagonista, quería tener y no tenía, cuando cantaba quiere cama, pero otra variedad, porque aquel año terminaba no sólo con los problemas masturbatorio y religioso arriba referidos, sino también con el primer enamoramiento homosexual de mi vida hacia un niño que, from all names, se llamaba Mario. Aquella singularización de lo que hasta entonces fue deseo abstracto me hizo súbitamente consciente de las dificultades que me esperaban en el futuro y me entristeció. Así, taciturno y pensativo, llegué a la Navidad de mil novecientos ochenta y seis en que mi tía Gabriela regaló a mi hermana Veinte millas de Flans. '¿Qué te pasa?', me preguntó. 'No te lo puedo decir', le contesté.
Flans y Mecano fueron grupos creados artificialmente, es decir, productos comerciales hechos por empresarios que reunieron músicos y voces para darles una imagen pop prefabricada. No fueron en modo alguno bandas como las que tanto abundan en el mundo anglosajón desde los años cincuentas, en las que grupos de adolescentes inquietos se reúnen en garajes a componer y tocar hasta ser conocidos en sus barrios, sus ciudades y, finalmente, más allá de sus países. Las discográficas que los promovieron les crearon personalidades, vestuarios, tocadas con playback, entrevistas. Precisamente en mil novecientos ochenta y seis, tras un pleito con su disquera, Mecano había dejado atrás aquella camisa de fuerza con la que fue creado y se había constituido en una banda real que sería conocida en todo el orbe hispánico y más allá: Entre el cielo y el suelo fue su primer álbum reivindicativo. Flans, en cambio, nunca se emancipó: desde su nacimiento hasta su disolución fue un grupo hechizo con canciones de letras bobas, comportamiento deliberadamente asexual y candidez rayana en el ridículo. Si España vivió cuarenta años sumida en un régimen ultracatólico, superviviente accidental y arcaico del nazismo alemán y el fascismo italiano, a su sociedad, en mil novecientos ochenta y seis, no parecía quedarle nada de ello en herencia, y menos aún en el ámbito artístico o musical donde todo había tendido más bien al desenfreno. Si México, en cambio, llevaba más de cincuenta años bajo un régimen político oficialmente emanado de una revolución social de izquierda, su sociedad, en mil novecientos ochenta y seis, era tan gazmoña y santurrona como la que más, teniendo precisamente en la música, la televisión y la radio, los monopolios más severamente restringidos y controlados. Así pues, Flans aparecía como aparece un anuncio de coca-cola, en el programa de siempre del canal de siempre, avalado por los únicos autorizados a crear nuevos 'artistas' en un país adormecido. Veinte millas fue un gran éxito de ventas, el único que podían permitirse los 'artistas' de entonces. En su descargo debe decirse que, aún con la rigidez de la época, o quizá precisamente por ella, fueron la materialización involuntaria de los recuerdos de toda una generación. En la portada del elepé, como en la del disco de Mecano, las chicas de Flans aparecen en tonos azules y lilas, con fondo de cortinajes o telas traslúcidas. Los españoles se permiten mostrar a una Ana Torroja que abraza con sus brazos desnudos, divertida, a un sonriente Nacho Cano, con José María Cano mirando hacia la izquierda con seriedad, como si aquello no fuese con él; las mexicanas, en cambio, no se permiten ningún contacto entre ellas ni muestran más piel que la de su rostro, el cuello envuelto en bufandas o blusas, los ojos cubiertos por gafas oscuras. Ilse, la cantante principal, al centro, lleva el pelo cubierto, pero se permite unas mechas de pelo rubio en la frente. Aunque Veinte millas era mucho más ligero que Entre el cielo y el suelo, su lado B tenía melodías progresivamente más oscuras; tuve así una banda sonora adicional para las angustias de aquellos meses en canciones como Ya no te perderé y Me juego todo. El ánimo ligero corrió a cargo de las muy populares Tímido y Veinte Millas, pero sobre todo de No tienes nada que perder que inauguraba el lado B del referido álbum de Mecano, una canción que, una vez superados los fantasmas de mis primeros años de vida, perduró como un himno a la despreocupación y el optimismo.
El elepé de Veinte millas no lo escuchó tanto mi hermana como yo, mientras la infancia se me acababa junto con aquel mundo opresivo y ordenado que mi madre había opuesto al corruptor circundante; lo escuché enamorado, aunque aquel sentimiento fuera tan transparente que terminara en burlas cada vez más crueles por parte de Mario que pasó así, en pocos meses, de ser un amigo de juegos con el que me había ilusionado a ser mi peor enemigo. Alguna vez tuve que esconderme en el templo del Sagrado Corazón junto con mi hermana, a la vuelta de la escuela, porque Mario y un amigo suyo me perseguían para golpearme; en otra ocasión, ya muy cerca del abrupto final de aquella época, tomé el revólver de mi padre del closet donde lo ocultaba para amenazar a Mario y sus secuaces en la puerta del edificio. Mi infancia terminó a poco de concluir la primaria, en una fecha y momento precisos: la mañana del viernes veinticuatro de julio de mil novecientos ochenta y siete.

sábado, abril 27, 2024

Dos películas

Supe de ella cuando la anunciaron en televisión a principios de los noventas, cuando apenas contaba quince años y me sentaba a comer sentado en el suelo de la sala frente al televisor. Mi padre, que en esa época pasaba sus días de licencia en casa refunfuñando por todo, me reñía por comer en el suelo y por utilizar una enorme grabadora de audio para registrar en cassettes los anuncios que más me gustaban. '¿Vas a dejar ver la pantalla o qué?', me espetaba mientras yo acercaba lo más posible las bocinas de la grabadora a las bocinas del televisor. Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto era un nombre de película lo suficientemente llamativo y largo como para que yo decidiera incluirlo en mi cinta de comerciales de la época junto con el del Centro Cultural Arte Contemporáneo en Polanco y el de la telenovela Milagro y Magia a la que, contra todo pronóstico, mi padre se había aficionado. El anuncio, financiado por alguno de esos organismos gubernamentales vaporosos, invitaba al público a ver la película 'sólo en cines', pero nadie sabía a qué cines se referían los anunciantes porque en las salas que nosotros conocíamos sólo ponían cintas norteamericanas y, para colmo, mi padre y yo no íbamos al cine más que un par de veces al año por falta de dinero. De modo que Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto tuvo que esperar un poco más para que yo pudiera verla.
Un poco más, he dicho. Pero lo cierto es que tampoco la vi cuando tuve mi primer empleo formal a los veinte porque entonces ya no estaba en cines, ni a los veinticinco en que vi a mi padre por última vez porque las tiendas que vendían videocassettes tampoco la tenían, ni a los treinta en que aparecieron los DVDs en cuyo formato sólo se vendían películas nuevas, ni en los largos años que siguieron porque, si estaba por ahí, ya me había olvidado de ella. Hasta que tuve casi cuarenta y ocho y espulgando una mañana entre pilas y pilas de discos usados, la encontré por casualidad en el centro de Madrid, en pleno apogeo del streaming, en la forma de un antiguo DVD que alguna vez había publicado El País en una colección denominada Nuestro cine. Esperé a volver a México para verla.
Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto tiene como protagonista a Victoria Abril en el papel de Gloria Duque. Cuando finalmente vi la película, yo ya tenía largos años construyendo pacientemente una enorme idea acerca de la actriz española afincada en Francia, una gran idea que como todas las de su clase debía ser prejuiciosa y barroca, intensa y acumulativa: Victoria Abril (o acaso todos sus personajes desde la periodista de telebasura Andrea Caracortada hasta la diva angelical Lola Nevado, desde la sensual amante de Marie Jo hasta la acomplejada hija de Becky del Páramo) era una mujer elegante y liberal, conceptos que si bien no son antónimos sí exigen un cuidadoso ejercicio para que lo uno no arruine lo otro; lo primero siempre de manifiesto en su belleza delicada, su presencia segura, su dicción discreta y atildada en varios idiomas, su extraordinario don para la canción; lo segundo necesario para la deslumbrante facilidad con que se desnudaba, para el carácter categórico de sus opiniones, para la convicción combativa de sus causas, pero también para la salacidad casi sórdida de que era capaz en escenas tan memorables como la de Miguel Bosé comiéndole la entrepierna bajo el vestido mientras ella cuelga de un tubo (Tacones lejanos), la de Demián Bichir sentándola por la fuerza en sus piernas mientras ella sólo lleva puesta una bata de seda plateada (Sin noticias de dios), la de Josiane Balasko acariciándola mientras las dos se abrazan medio cubiertas por el agua de una bañera (Gazon maudit), la de Antonio Banderas amarrándola a la cama por instrucciones de ella para que no escape a su secuestro (¡Átame!). 
En Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto, Gloria Duque es más guarra que circunspecta, no el mejor papel para Victoria Abril que, en mi imaginación, debió haber aceptado el papel sólo como un gesto hacia el proletariado, un favor barruntado de convicción política: entendemos poco a poco que su alcoholismo, su prostitución y su errancia (de España a México et retour) tienen su origen en el estado vegetativo en que ha quedado su marido luego de una corrida de toros, entendemos que lo abandonó a los cuidados de su suegra, una ex-combatiente de la República de rostro adusto, pero moral y afectos firmes, que pese a todo la ve con simpatía. Sin apenas justificaciones ni contrapuntos, asistimos con desesperación a los dobleces morales de Gloria Duque que incluyen emborracharse con el poco dinero de la suegra, intentar robarle a medio mundo y mantener un trato algo inverosímil con mafiosos. En la película hay actores mexicanos y españoles porque la producción corrió a cargo de gentes de una y otra nacionalidad; se entiende así que la publicitaran tanto en la televisión como sucede siempre con el nacionalismo rancio y pretencioso de los países ridículos que presumen como magna obra cualquier ocurrencia, aunque luego no pudieran exhibirla más que en contadas salas del autodenominado cine de arte de la Ciudad de México; a las provincias como las que habitábamos mi padre y yo sólo nos quedaba soportar estoicamente la publicidad sin poder acceder a nada de lo que anunciaba.          
Hasta aquí Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto, que llegó a mis ojos treinta años después de aparecer sin que mi padre estuviera cerca para refunfuñar al respecto. Dio, sin embargo, la casualidad, de que días después de ver esta película me puse otra en el reproductor de entre aquellas que traje de Madrid sin más criterio que el de haberme llamado la atención por misteriosas razones. A diferencia de Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto, no había oído hablar nunca de Solas, película española que al parecer fue más o menos famosa en su tiempo, es decir, a fines de los noventas. Conforme avanzaba la historia protagonizada por una sevillana interpretando a una sevillana (acento y folclor incluidos), experimenté un déjà-vu insoslayable: la protagonista era una alcohólica a la que vemos robar dinero a un cantinero enamorado y tolerante con ella, que si bien no es prostituta sí parece haber hecho favores sexuales a varios, incluido un guarro fanfarrón y violento que en plan de macho ibérico la chulea y la deja embarazada, la vemos convivir con una mujer mayor que si bien no es su suegra sino su madre opera el milagro de inducir, con su mero ejemplo, un cambio capaz de liberarla de sus aspectos más sórdidos para darle un futuro más despejado. En Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto, la suegra de Gloria Duque decide darle el dinero de un préstamo para luego hacerse volar junto con su hijo por medio del gas de cocina; lo hace para liberar a Gloria de sus lastres y así, indirectamente, darle un futuro más despejado. Dos películas semejantes, acaso de una manera más o menos elíptica, orbitando alrededor de un mismo par de focos...
En toda justicia he de decir que no son la misma película. No. Como tampoco lo son el Quijote de Cervantes y el Quijote de Pierre Menard o Luz de agosto de Faulkner y Luz de agosto de Bruno, el personaje interpretado por el argentino Arturo Bonín en Amanece que no es poco. No. No son lo mismo. Pero ya no está mi padre cerca para refunfuñar por mis insinuaciones.

sábado, marzo 23, 2024

Dos chilenos

Uno

Una noche a finales de mil novecientos noventa y siete, cuando yo contaba veintiún años y empezaba a enfermar por las muchas horas de trabajo dedicadas a un proyecto de electrónica, veía la televisión estatal echado en un sillón de la sala y envuelto en una cobija, cuando de pronto, en mitad del perturbador silencio de la madrugada, encontré en el canal siete de Guadalajara una película hecha de escenas espeluznantes y sórdidas de las que, sin embargo, no me fue difícil deducir una trama casi lógica. Entonces no sabía que Santa Sangre era una película mexicana de mil novecientos ochenta y nueve dirigida por un chileno de apellido ucraniano; no tenía forma alguna de hacerme con una copia de la cinta en aquel mundo sin tiendas de películas ni búsquedas de internet ni enciclopedias en línea, un mundo en el que se hallaban las cosas por casualidad o preguntando por ahí hasta dar con 'ese obscuro objeto del deseo' (Luis Buñuel). Yo encontré así, a los pocos años, una copia de mala calidad de la perturbadora cinta, en el tianguis cultural que se ponía los fines de semana a lo largo de la explanada frente al Agua Azul; entonces ya sabía el nombre de la película, pero también el nombre de su director: Alejandro Jodorowsky.
Fue una extraordinaria coincidencia que hubiera sido precisamente en aquel año cuando entré en contacto con la obra de Jodorowsky, el mismo año en que mi familiaridad con la obra pictórica, pero sobre todo escrita, de Salvador Dalí, había alcanzado su mayor cota; el mismo año, también, de la conclusión de mis estudios universitarios, mi breve paso por el 'cieno de números y leyes' (Federico García Lorca) y el inicio de mi carrera científica por medio del posgrado; el año en que salí del hogar materno para vivir por mi cuenta y riesgo; el mismo de mi iniciación sexual en la Barranca de Huentitán. La retórica surrealista no fue para mí letra muerta, sino una forma de supervivencia en un mundo que, de otro modo, hubiese sido mortal; gracias a ella pude construir una mirada que no sólo lo poblaba de significados y juegos, de fantasía y misterio, de ironía y absurdidad e inteligencia, sino que me liberaba de sus aspectos más embrutecedores poniendo a salvo mi espíritu. 
La entrada de Jodorowsky a mi vida fue el enriquecimiento cinematográfico del surrealismo, que hasta entonces se había limitado a la pintura y los escritos, pero también el acceso por vía psicológica y simbólica a las profundidades culturales del país en que vivía, el mismo que había hecho decir al padre del surrealismo, André Breton, 'Le Mexique est le pays le plus surréaliste dans le monde'. En efecto, Santa Sangre no era sólo una acumulación de imágenes inquietantes capaces de narrar, casi sin decir palabra, una historia de liberación con respecto a una infancia macabra, sino un universo inequívocamente mexicano hecho de sordidez, suciedad, degeneración y locura, un centro de la Ciudad de México con sus putas, borrachos y travestis, pero también un extrarradio sin nombre con hordas de miserables, circos siniestros y bestias salvajes. Es una historia en la que asoman aquí y allá la corrupción imperante en el gobierno, la influencia de la Iglesia, el fanatismo de la sociedad. Quizá involuntariamente, por el hecho de que el protagonista está poseído por la voluntad de la madre que vive en su imaginación y que no le permite ser responsable cabal de los crímenes que comete, la película aluda a los sótanos de la conciencia mexicana visitados por José Vasconcelos en Ulises criollo, por Samuel Ramos en El perfil del hombre y la cultura en México, por Octavio Paz en El laberinto de la soledad, o por Monsiváis en Amor perdido (libro que, por cierto, leí a las pocas semanas de ver la película), todos los cuales reflejan implícita o explícitamente 'el papel de víctimas pasivas e impotentes' de 'fantasmas maternos y paternos' que asoma tan frecuentemente en la conducta del mexicano (Enrique Krauze).  
Diez años después, en dos mil siete, pude adquirir en Francia las primeras tres películas de Jodorowsky —Fando y Lis (1968), El topo (1970), La montaña sagrada (1973)— y un cortometraje suyo llamado La corbata; también ese mismo año, en el edificio del British Film Institute de Londres, a pocos pasos de la estación de Waterloo y casi frente al Támesis, compré por fin un DVD de la inencontrable Santa Sangre. Ignoraba que todas estas películas estaban hasta entonces envueltas en litigios legales y que sólo ahora, casi cuarenta años después de la primera, por fin se ponían a la venta. Todas habían sido hechas en México y, al tiempo en que retrataban —acaso mejor que nadie— las profundidades del país en que habían sido producidas, trascendían todo carácter local para inscribirse en el arte universal, en el ancho río de la cultura del hombre, un paso que la mayoría de los cineastas mexicanos —pero también la mayoría de creadores en general— no podían dar. 
Así pues, el mejor cineasta mexicano —en tanto artista universal— es chileno. Y el segundo mejor es Luis Buñuel tan sólo por Los olvidados, lo que desde luego no remedia mucho el equívoco.


Dos

Llegó un momento, a finales de la primera década de este siglo, en que preferí leer libros gordos; entre más monumentales y voluminosos, mejor. De entre los que se empezaban a acumular en  aquel tiempo en mi breve biblioteca, escogí entonces uno que me había regalado Elvira, mi amiga madrileña, dos años antes, en dos mil ocho, titulado enigmáticamente 2666. Su autor, Roberto Bolaño, se había hecho muy conocido en aquella época, quizá más por influencia de sus lectores anglosajones que de sus lectores hispanohablantes; quizá también por el aura de misterio que rodeaba su temprana muerte en dos mil tres, cuando apenas contaba cincuenta años; pero sobre todo, indudablemente, por su prosa fluida e inquietante que parece querer comunicarnos bastante más de lo que transcurre en su superficie: la interpretación del río subterráneo que recorre sus entrelíneas, la posiblemente aterradora verdad revelada por una escritura en clave que demanda nuestra investigación, la tesitura enigmática y cosmopolita de sus borrosos personajes, que lo mismo se mueven en los escenarios más conspicuos de la civilización occidental que en sus antípodas más periféricas.
La lectura de 2666 llegó en un momento en que parecía hecha a posta para significar un trasunto de mi vida. Luego de ocho años de residir más en Europa que en México, volvía a Ciudad Natal con el ingenuo propósito de reanudar la vida personal y profesional que había quedado interrumpida, haciendo caso omiso de que 'un antes y un después nunca se sueldan' (Javier Marías). El año de dos mil diez demostró la imposibilidad de este propósito y me condujo, poco a poco, del lluvioso norte francés a la costa mediterránea (La parte de los críticos) y de Ciudad Natal a Santa Teresa (La parte de Amalfitano), la imprecisa ciudad de Sonora a la que me mudaría con mi hijo Cruz del mismo modo en que el profesor de la novela se muda a ella con su hija Rosa. Santa Teresa es una ciudad criminal en donde Cruz (Rosa) corre siempre peligro y de la que finalmente desaparecerá para no volver (La parte de los crímenes), una ciudad en la que el calor y la incuria corroen la psique hasta disolver las fronteras entre lo real y lo imaginado, entre lo que ocurre y lo que se presiente, y donde lo que ha de venir ha de ser siempre terrible.
Ficciones y paralelismos aparte, me resultó claro desde aquel momento que estaba ante una obra original que ensanchaba el canon literario occidental, una obra que hablaba a todos los hombres aunque fuese desde una perspectiva inequívocamente mexicana. ¿Mexicana? Vamos a ver. Roberto Bolaño había nacido en Chile, donde vivió su infancia y adolescencia; pasó diez años de su juventud en México, junto con su familia, donde se unió a movimientos artísticos más o menos radicales como el de los infrarrealistas, en oposición al establishment literario liderado por Octavio Paz; finalmente emigró a Cataluña donde tuvo un par de parejas, dos hijos con la primera de ellas, trabajos diversos mientras intentaba publicar sus escritos y, por último, el éxito de ventas y el reconocimiento de su obra poco antes de morir. 
¿Cómo era posible —me pregunté entonces doblemente cuando a fines de dos mil diez leí también Los detectives salvajes— que el mejor novelista mexicano haya sido un chileno? ¿Por qué los mexicanos no habían escrito jamás la gran novela mexicana como hicieron Proust en francés o Joyce en habla inglesa? ¿Por qué nuestro único Premio Nobel de Literatura era un ensayista muy lúcido y un poeta significativo, pero no un novelista? ¿Por qué las novelas mexicanas son tan cortas de longitud y de miras, tan folclóricas en oposición a universales, tan faltas de personalidad? Obras tímidas o afectadas, obras perezosas o aburridas, obras hechas al amparo del Estado para ganar los premios que da el Estado, obras insustanciales capricho de señoritos: eso era la literatura mexicana. Bolaño no podía ser más distinto: independiente aún a costa de terribles incertidumbres económicas, cosmopolita para el que no existieron fronteras ni sujeciones, tenaz en el ejercicio de su vocación literaria por encima de la incomprensión general.
Así pues, el mejor novelista mexicano —en tanto artista universal— es chileno. Y acaso lo fuera por tener la capacidad de mirar a este país sin prejuicios ideológicos, por escribirlo a buena distancia geográfica y temporal luego de haberse bañado una década entera en él, y por haber vivido siempre abierto al mundo gracias a su cultura universal.

[...]

Jodorowsky y Bolaño nacen en Chile, viven un tiempo central en México (al que hacen parte esencial de su obra), y emigran allende el Atlántico para residir en el viejo mundo. Uno muere con cincuenta años y el otro vive con casi el doble. ¿Qué extraño hilo los conecta? ¿Qué conjunción de estrellas o sinos? ¿Qué misterio ocultan? Que venga el surrealismo y lo diga. O lo insinúe.