Casi todos lo
logramos, pero él no pudo. Debió padecer de una lamentable disposición de ánimo
que su circunstancia profesoral no habrá hecho más que empeorar, porque aunque
tenía aquella pareja fija a la que acudía cada vez que tenía que lamerse las
heridas y recuperar la cordura, no tardaba en volver a experimentar esa ilusión
que sólo vemos desplegada en las películas y que conduce a seres presuntamente
iluminados a liderar revoluciones y convencer escépticos, demostrando que
abstracciones como fe, amor o amistad son capaces de mover montañas y llevar el
espíritu humano a nuevas cumbres, tan arbitrarias éstas como su distorsionada
convicción —quizás un problema bioquímico reforzado por malentendidos
psicológicos— acerca de la belleza intrínseca de las almas jóvenes cuyas discutibles
virtudes magnificaba al tiempo en que hacía caso omiso de sus mezquindades. ‘Están
aprendiendo a amar’, se decía cada vez que alguno —y fuimos muchos los que
desfilamos por sus aprensiones— le demostraba ingratitud o apocamiento,
aversión o reserva, porque intentaba poseernos, ya no digo físicamente —era muy
consciente de sus inclinaciones e intentaba sublimarlas de todas las maneras
posibles— sino a través del minucioso conocimiento de nuestras ridículas vidas,
creyendo ver motivos y señales donde sólo había accidente y coyuntura,
inconsistentes como fuimos en aquella época y aun seguimos siéndolo en mayor o
menor medida en nuestra vida adulta, nunca tan buenos como él mismo para darnos
demasiada importancia, para pensar en nuestras vidas y cronología como quien
recorre una obra maestra, ¿cómo hubiésemos podido convencerlo de que no había nada
de lo que él ya había decidido que había? ¿cómo además desde nuestras muchas
veces verdaderas impenetrabilidad y tozudez, tacañería sentimental y ordinariez
sin intención ni trasfondo? No diré que fuimos inmunes a su influencia y
locura, no diré que no tomamos de ella los beneficios inmediatos que nos producía
fingiendo o hasta convenciéndonos auténticamente en alguna ocasión aislada de
debilidad y gazmoñería, pero nos recuperamos, ya lo creo que sí, con el debido
tiempo y experiencia hemos podido mirar hacia atrás y hasta sugerir dos o tres
causas para su mal incurable, no así remedios, me temo, porque quien tiene un
hueco tan grande desde la infancia no puede aspirar a llenarlo en la adultez,
por mucho que los mecanismos cerebrales quieran adelantarse a las emociones, es
imposible, y lo suyo escapaba al orden racional a pesar de su capacidad para
explicarlo y aun preferirlo como el retorcido combustible de su vida, así
condenada a distinguirse en todo de la paz que le hubiese procurado una adultez
como la nuestra hecha de matrimonios más o menos burgueses e hijos tranquilizadoramente
estúpidos, funcional por cuanto el resto de la humanidad nos produce
indiferencia y bostezos y no deseamos ocuparnos de ella, menos aun enamorarnos de
terceros a los que idealizar para luego alimentarnos del desgarramiento de su
partida, el amargo descubrimiento de su libertad y finitud.
Casi todos lo
logramos, pero él no pudo, ahora ya podemos decirlo con certeza porque se le acabó
el tiempo y él mismo sabría entender que al paso del mismo todo se diluye y
rebaja, no aguanta, se va borrando hasta que se extingue; lo recuerdo
lamentando una buena mañana no sentir ya nada por alguien que hasta la víspera
le había obsesionado y había querido como a alguien excepcional, yo mismo por
ejemplo, por quien tanto hizo sin que se le pidiera, sin que yo hubiese
siquiera respondido a su solicitud ya no digo con el mismo apremio y devoción,
sino con un mínimo de comunicación que le hubiese asegurado que le reconocía y
estimaba, pero no, no pude hacerlo porque no sentía nada, porque aunque fuese
mortal —y entonces en el fondo lo ignoraba— no todo había de servirme para
paliarlo, no cualquier amor, no desde luego el suyo.
‘Qué
inconstancia la mía’, se censuraba en esas treguas sentimentales cargadas de
lucidez. Acariciándole el cabello, aquella pareja fija le tranquilizaba con
resignada paciencia: ‘Toda la vida’.
—No le hagas
caso a mi hermano. Ven, ayúdame a escoger el menú de la boda.
—Grace, se
supone que debo estar disponible para...
—¡Para mí!
Somos amigas, ¿no? Mi hermano tiene ahorita muchas cosas en la cabeza, por
favor, no puedes ayudarle a resolver sus problemas, pero sí puedes ayudar con
los míos, ¿verdad que sí mamita? ¿verdad que sí?
—Está bien
Grace. Voy para allá.
—¡Sí, sí, sí!
Aquí te espero.
Había llegado
a la empresa como secretaria de planeación hacía cuatro años, un trabajo que no
me interesaba en absoluto, pero que necesitaba, toda vez que Chuy ya no se
hacía cargo de sus obligaciones y mis hijos adolescentes seguían estudiando:
había que comer, pagar las facturas, dar la impresión a mis padres de que todo
en mi matrimonio iba sobre ruedas aunque Chuy se viera obligado a pasar largas
temporadas en el norte. "Así gana más dinero", les decía. Y no había
mentira en ello, aunque el destino de esos billetes claramente no fuéramos
nosotros. Mi madre fruncía la boca con desaprobación (nunca pude complacerla),
mi padre refunfuñaba, pero luego volvía a la interminable narración de sus cuitas
familiares y de trabajo matando sus escasas sospechas; ambos adoraban a Chuy,
no me atrevía a contrariarlos.
Como siempre
que salía a buscar trabajo, este también lo obtuve luego de las preguntas
habituales que no tienen otro objeto que humillar a quienes nos vemos obligados
a fingir entusiasmo para obtener el puesto: por qué quiere trabajar con
nosotros, cómo se visualiza (graciosa palabra) en cinco años, en diez, en veinte,
qué opina de la empresa, por qué no trabajar con la competencia, qué puede
Usted aportar y qué podemos nosotros aportarle. Ya me hubiera gustado decirles:
'Mis razones no le importan, no me haga perder el tiempo; asegúrese de que yo
sepa lo que haga falta saber y continuemos, ni Usted ni yo debemos tratarnos de
este modo: eso es lo que quieren sus jefes, que nos hagamos la vida imposible
para ganarnos sus favores, que nos estorbemos compitiendo por sus migajas. ¿Qué
diablos es una empresa? Una empresa no es nada, entiéndalo, maquinaria ciega que
se instala como plomo en nuestras cabezas'. Pero no dije eso y sonreí bastante
y aprobé la prueba de mecanografía, no así la taquigráfica (en aquellos tiempos
todavía era importante, pero empezaba a dejar de serlo); de computadoras no
sabía nada, pero me dijeron que podía aprender con el tiempo; mi solicitud
contenía como siempre dos o tres mentiras, los años me bailaban en la cabeza: fecha
de nacimiento, años de egreso de la secundaria, de la escuela de secretariado
para señoritas... Entonces la conocí:
—Qué
elegancia, vamos a ver —dijo deteniéndose ante mí cuando estábamos las cinco
candidatas todavía esperando a que nos dieran una plática de inducción y
llenando formularios. Las cuatro de la tarde y aun sin comer. —Dile a mi
hermano que esta es la mejor.
—Pero Grace,
el señor Alonso dijo que... —trató de explicar la encargada de Recursos
Humanos.
—¿Quiénes
somos los dueños aquí, nena? ¿Eh, eh?
—Ustedes
Grace, pero tu hermano el señor Alonso...
—Él sabe que
yo tengo buena mano, aceptará lo que le diga porque también soy dueña y también
trabajo aquí, ¿está claro? ¿Cómo te llamas lindura? —dijo volteando hacia mí luciendo
unas joyas discretas, pero muy caras, yo siempre he tenido ojo para eso.
—Jane —dije sabiendo
que el puesto era mío.
—Qué bonito
nombre, ¿verdad? Estás contratada, pero con una condición.
—Dígame —contesté
solemne como solemos hacerlo los que no tenemos el mando y nos vemos obligados
a no ser nosotros mismos en casi toda circunstancia.
—No me hables
de Usted. Me llamo Grace —y soltó una carcajada infantil. —Me debes una —agregó.
Y luego dirigiéndose a las otras cuatro mujeres mientras aplaudía para llamar
la atención, gritó con teatralidad:
—¡Se acabó
muchachas, se acabó! ¡desfilando! Les agradecemos su interés, ¿eh? de verdad,
pero el puesto está ocupado. Jane, acompáñame, debemos tomarte medidas para tus
uniformes...
—¡Pero Grace! —interrumpió
de nuevo la de Recursos Humanos —Déjame por lo menos que completemos el
registro, por favor.
—Ay por
supuesto nena, discúlpame, ya sabes que respeto tu trabajo, mil perdones —le
dijo mientras me guiñaba un ojo con complicidad. Se despidió dando pasitos
rápidos por un largo pasillo:
—Nos vemos
pronto Jane, bienvenida a esta cueva de locos.
No exageraba. Grace
debía tener casi mi edad, poco menos de cuarenta. Era muy blanca y se
maquillaba demasiado, la discreción y el buen gusto eran sólo para las joyas y
los vestidos. Ella y sus hermanos habían heredado una fortuna de sus padres,
dirigían la empresa inmobiliaria y tenían buenos negocios con el gobierno que
entonces vendía los bienes públicos a precios ridículos por considerarlos
improductivos y estar muy de moda el respeto a las leyes del mercado y el libre
comercio. Hubiese querido decirles que esas leyes parecían hechas a su medida,
no a la mía, pues en los cuatro años no cambié de auto ni apenas me compré otra
prenda que no fueran las medias que solían rasgarme los resortes y costuras
endurecidas del Fairmont ochenta que me vendiera mi padre y al que por toda
mejora pinté de negro en mala ocasión. "Parece carroza fúnebre", decía
mi hijo algunas mañanas mientras lo calentaba: solíamos irnos juntos porque su
preparatoria quedaba de paso a mi oficina, un buen chico él, qué lástima que a Chuy,
su padre, ni siquiera le diera curiosidad, será que hay hombres que no están
hechos para tener hijos y si los tienen no saben qué hacer con ellos, dónde acomodarlos,
qué decirles, cómo apartarlos para mejor continuar su vida de egoísmo y
soltería.
El señor Alonso
era muy buena persona. Alto, delgado, con algunas canas sobre las sienes e
incapaz de soltar las majaderías que soltaba Grace, su hermana menor, a la
menor provocación y oportunidad. Los primeros años trabajé más con él que con
Grace: aprendí a usar la computadora, adecuó mi espacio de trabajo para que yo
me encontrara cómoda, nunca me cuestionó sobre mi familia ni hacía preguntas
indiscretas. Yo no tuve problemas con él, pero conforme pasaban los años las
visitas de personajes protegidos por guardaespaldas o militares fueron cada vez
más frecuentes. De esas largas sesiones a puerta cerrada solía emerger el señor
Alonso ennegrecido, como si se hubiese tragado corajes, sus ojos dos pozos fríos
que ya no transmitían la serenidad de los primeros años y que parecían contener
todas las barbaridades que soltaba Grace con despreocupación. Entonces empezó a
faltar por muchos días o semanas. Alguna vez no se presentó en un mes. Yo
acudía a mi puesto y me quedaba ahí sentada sin nadie que me diera
instrucciones, a veces por jornadas enteras, el teléfono sonando cada vez de
manera más escasa. En una ocasión era el propio señor Alonso el que llamaba
luego de días de no presentarse. Parecía una llamada muy lejana, entrecortada,
como se escuchaban los auriculares de aquellos aparatos naranja que había en
los años ochenta en cada esquina y a los que había que depositar veinte
centavos para tener un enlace cuando había suerte:
—...no puede.
Entonces debes hacer como si ... ¿entendido señorita Jane? —nunca me llamó
señora, quizá porque no sabía ni siquiera que estaba casada ni que tenía hijos.
—No le
entiendo, señor Alonso, ¿puede repetirlo por favor?
—Sí. Que ya no
debes contestar porque hay que hacer como... Grace puede decirte lo que haga...
Cuídense porque...
—¿A Grace?
¿Grace qué señor Alonso? Dígame.
—Es que...
—¿Señor
Alonso? ¿señor Alonso?
Nunca más lo
vi ni volvió a llamar. Grace se casaba en diciembre en Nueva York y entendí por
ello que en cuanto ella saliera de la empresa yo sería liquidada. ¿Cómo iban a
seguirme pagando por ser la secretaria de alguien que nunca asistía? ¿Cómo por
ser la asistente de una mujer que pronto se iría a vivir en matrimonio lejos de
la empresa? Faltaban unos cuatro meses y Grace estaba como loca. Realizaba
compras al por mayor, ignoraba los documentos que debía firmar en ausencia del
señor Alonso, se dedicaba a llamarme por los motivos más increíbles para que
fuera a su oficina y ante mis objeciones hacía una voz infantil, como de niña,
llamándome mamita y amenazando con ponerse a llorar y hacer pucheros. Mis
compañeras, antes hostiles, ahora me trataban con cordialidad porque sabían que
estaba a punto de desaparecer junto con Grace: me invitaban a cenar a sus casas
junto con José, uno de los guardaespaldas, que ya entonces me cortejaba con
insistencia; me ofrecían consejos sobre sitios donde podría solicitar trabajo
en cuanto ocurriera lo inevitable; la jefa de almacén llegó al extremo ridículo
de regalarme una manta firmada por muchos compañeros para demostrarme su
"afecto y gratitud", todavía me pregunto a cuenta de qué.
Grace se casó
y no volví a saber de ella.
—Cuando vuelva
de la luna de miel, querida, te llamaré.
—Sí Grace,
cuando gustes.
—Somos amigas,
eres muy importante para mí y lo sabes. Que yo me vaya a casar no quiere decir
que nos vayamos a separar, ¿eh mamita? Si Alonso no te quiere yo sí.
—Claro Grace.
—Ahora voy a
colgar porque viene mi marido.
Me despidieron
en la primera quincena de diciembre, pero luego, con la crisis, parece que en
enero ninguna de las solícitas compañeras que tanto me tuvieron lástima se
quedó en la empresa: esta sencillamente dejó de existir. Al Señor Alonso lo
buscó la Interpol por algún tiempo. No supe si lo agarraron. De Grace ya no
supe nada, como tengo dicho. A Chuy no lo buscaba la Interpol, pero se esfumó
de la misma manera.
'Todos abandonan',
pienso. Y miro a mis hijos, desempleada.
La fila
avanzaba lentamente sin que la sombra escasa de los árboles hiciera más
tolerable la espera aquella mañana de mayo en que se llevó a cabo la
entrevista. 'Extraño', pensé, 'que se haga este proceso en una escuela primaria
del sur de la ciudad, haciéndonos venir de todas partes de la república, trasladando
las pesadas cajas de expedientes desde las oficinas centrales hasta este
edificio de los años veintes que inaugurara el secretario Vasconcelos'. Algunos
entraban y salían de la fila pidiendo que les reservaran el espacio para ir a
comprar un refresco helado a la tienda de la esquina, otros arriesgaban la ropa
comiendo tacos de canasta rebosantes de salsa, algunos más formaban corrillos
cargados de risas que parecían no tomar en cuenta que los entrevistadores se
quedarían con sólo la cuarta parte de los solicitantes. Me sentí perturbado por
tanta familiaridad, tanto ambiente de fiesta. Yo no había hablado con nadie,
quizá era momento de ensayar con el de al lado, un tipo con cola de caballo
(hay que joderse) y rostro abotagado.
—Qué tal, ¿a
entrevista? —me sentí un idiota apenas preguntar. Él no tuvo piedad:
—¿Cómo? ¿no es
esta la fila de las tortillas? Por supuesto que vengo a entrevista.
—Quise
preguntar... en fin, ¿a dónde estás solicitando?
—No vengo a
solicitar nada.
—¿Entonces sí
vienes a las tortillas? —bromee dándole una palmadita en la espalda que él
censuró con una mirada fulminante.
—Mi nombre es
Aldo Saldaña —se presentó como tratando de atajar así su ira —y digo que no
vengo a solicitar nada, sino a entrevistarme con el guiñapo que me toque en
suerte para cantarle sus verdades. Esos hijos de puta no saben el mal que están
causando. Son unos imbéciles.
—¿Perdón? —mi
desconcierto era auténtico. Él sacó su caja de cigarros y me ofreció uno que
acepté distraídamente.
—Lo que está
oyendo, señor —dijo hablándome de usted mientras ahuecaba las manos para
proteger la débil flama de un cerillo. Yo insistí en tutearlo.
—¿Quieres
decir que no estás buscando una beca? Esta fila es para la entrevista. Se
supone que todos los que estamos aquí ya cumplimos los requisitos de ley, pero
por razones presupuestales se deja en manos de los expertos decidir quiénes van
y quiénes se quedan. Yo he solicitado...
Me interrumpió
el estertor profundo y sincopado de sus carcajadas. 'Un bipolar', pensé, 'un
fanático de esos que pasan sin transición de la furia inaplacable al entusiasmo
sin cortapisas'.
—¿Cumplir los
requisitos? Por favor, señor, no me haga perder el tiempo. Mire esta fila —dijo
tomándome de la espalda y empujándome para que ganara perspectiva— ¿de verdad
cree que esta fauna merece que el pueblo gaste sus recursos en ella? ¿cree que
los contribuyentes deben pagar las ambiciones personales de estos parásitos? ¿es
en el extranjero donde deben ser bendecidos para que vengan después a
gobernarnos? ¡Y una mierda!
Un par de
chicas de aspecto vulgar comían tortas de tamal embarrándose los dedos de
grasa, un hombre a todas luces casado hablaba de que se llevaría a su familia a
Estocolmo, otro más presumía conocer a un funcionario que lo puso al tanto de
los verdaderos procedimientos de selección: él ya estaba asegurado, todo esto
no era sino un trámite. Sentí náuseas. Había dormido mal en el autobús, llegado
muy temprano a la ciudad y comido en la Casa de los Azulejos: quizá me había
sentado mal el desayuno.
—Creo
entenderte, pero no veo qué tiene de malo ir a prepararse a un mejor país,
sobre todo si se hace para mejor servir al nuestro.
—¿Por qué me
insulta dándome ese "razonamiento" de pacotilla en el que ni siquiera
cree? Hay quienes sí se lo cuentan y se lo tragan, es cierto, pero Usted no
parece tan estúpido. Déjeme adivinar: está harto de este país, de la gente
vulgar que bien podría estar representada en esta fila; cree que debe irse pero
con riesgos controlados, por supuesto, que el exilio lo paguen ellos y no Usted
de su bolsillo, que le den las gracias por ser tan brillante como para no
merecerlo; habrá pensado largos años en la oportunidad que le daban las buenas
notas en la escuela para ponerse a salvo, porque de verdad lo cree, ¿no es
cierto? De verdad cree que el extranjero es la salvación, el sitio donde su
talento será valorado y donde no habrá que esforzarse por mantener la barbarie a
raya porque ya está domesticada desde hace siglos: Francia, Inglaterra, Estados
Unidos, Alemania, Japón, toda una vida soñando con irse a vivir con los
fuertes, ¿verdad? con los inteligentes, con los ganadores...
Pareció
entristecerse, la mirada en el vacío. Aprovechó para cubrir el tramo que lo
separaba de la fila que avanzaba por delante de él, sacar otro cigarrillo y
continuar:
—Malos
entendidos, ¿sabe? La historia personal, pero también la universal está hecha
de prejuicios, de ideas formadas sin justificación que luego cuesta un huevo
desechar. Ellos creen que son los mejores porque han vencido; sin guión
alternativo nos enseñan historia, nos venden sus productos, nos dan televisión.
¿Cuántas veces habrá sentido excitación ante la trama de una serie americana
donde los recursos y la inteligencia se combinaban para formar un mundo
estimulante? Maderas resistentes, edificios sólidos, leyes justas, iluminación
adecuada, prensa libre, gente pagada de sí misma capaz de atraer los mejores
talentos vengan de donde vengan y de resolver cualquier problema a fuerza de
ciencia y técnica, ¿no? Quiere que ese mundo lo reciba, lo integre, lo haga uno
de los suyos, que lo absuelva del pecado original de haber nacido en el lado
equivocado. Pues bien, sepa que ellos también están contando con Usted, es
decir, con la fe del mundo subdesarrollado en su superioridad; cuentan con que
nosotros mismos alimentemos la convicción de que seremos mejores en la medida
en que más nos parezcamos a ellos...
—¿Ah sí? ¿y
qué sugieres? ¿que les metamos un tiro a todos los gringos? ¿que nos encerremos
en nuestro país a resolver nuestros problemas? No seas ingenuo Saldaña, esto
sólo cambia lentamente...
—¿De modo que me ha tomado Usted por un radical descerebrado? ¿uno de esos
encapuchados modernos que culpan de todo al FMI o al banco mundial? No sea
estúpido —empezaba a cabrearme la facilidad con que este tipo me insultaba sin
siquiera haberme preguntado mi nombre —ni intente evadirse de sus responsabilidades
enmarcando su miserable caso en el de las presuntas conspiraciones
internacionales.
—Está bien —le
exigí otro cigarrillo con un ademán torpe de manos, seguí hablando mientras lo
encendía —entonces ¿cómo se supone que los países consiguen serlo, eh? ¿cómo se
supone que se gane el respeto y la independencia, ya no digo política, sino
también la intelectual? Pareces un psicoanalista de naciones, pero ya otros han
hecho ensayos para curarnos de complejos ¿sabes? Por eso algunos nos vamos,
porque ya no nos creemos el mito de que no lo merecemos, porque el extranjero
no nos inhibe ni amedrenta...
—Muertos. Los
países de verdad se hacen con muertos. Usted cree que Europa y los Estados
Unidos son buenos, ¿verdad? O supongamos que no lo cree, pero puesto a elegir,
se alinea con ellos, ¿no? Derechos humanos democracia, etcétera, siempre mejor
que dictaduras y genocidios. No siempre fue así, es verdad, ahí tiene el
holocausto y la infinidad de guerras intestinas que asolaron Europa hasta el
ictus de la segunda guerra, pero ya pasó, ¿no? Quizá no tenían la razón, pero
ahora la tienen y debemos concedérsela. ¿Por qué entonces no muestran ningún
interés en nosotros que los adoramos y no les hemos causado ningún conflicto?
¿Por qué se preocuparon por la reconstrucción de sus peores enemigos hasta el
punto de hacerlos nuevamente potencias como Alemania o Japón? Yo le voy a decir
por qué: porque no se premia la pusilanimidad, señor, ni siquiera cuando se
disfraza de pacifismo. Lo que hace ganar el respeto es la guerra, la capacidad
de ser un enemigo de verdad, no una rémora, no un meteco. Merecen
reconstrucción la cultura francesa, la alemana, los que consiguieron,
equivocados o no, consistencia, una forma de abordar la vida que no depende de
terceros... ¿Y Usted me habla de que va para allá sin complejos, sin
amedrentarse? Como si los ciudadanos de aquellos países tuvieran interés en su
patética necesidad de probar algo...
Llegamos a la
puerta. Un par de guardias examinaban nuestras mochilas, nos pasaban las manos
por el cuerpo. Sentí un nerviosismo inexplicable, no por las palabras de
Saldaña, sino por la repentina conciencia de que aun no sabía qué pensaba hacer
este individuo alterado y feroz cuando le tocara la entrevista. Luego de la
puerta, lo alcancé al cruzar el patio que nos separaba del edificio; le tomé
por un brazo, muy serio:
—¿Qué vas a
hacer ahora Saldaña?
—Déjeme. Mejor
que no lo vean hablando conmigo.
—Oye, por
favor, reflexiona, no vayas a...
—¿Usted me va
a prevenir contra locuras? Vaya a hacer su doctorado, señor, vaya a las costas
de New Hampshire, a Oxford, a la Bretaña francesa por cuenta del erario; pasee
por parques domesticados, compre la buena conciencia de saberse en el centro
del mundo y convenientemente alejado del mismo...
Me metí al
baño a mojarme la cara, luego me encerré donde uno de los retretes para
serenarme. 'Qué tipo más agresivo', pensé, 'no quiero ni imaginar qué estará
pasando ahora, qué locura. Tiene razón en tantas cosas, ¿cómo he podido
engañarme de esta forma? Quizá debería dar media vuelta y largarme para no cargar
con el peso moral de haber utilizado al país para sacar adelante mi agenda
personal. ¿Cuáles son de verdad mis motivaciones? ¿No se trata esto simplemente
de probar algo a alguien, una trasposición psicológica completamente vulgar?
Por supuesto que lo es: paliar deficiencias afectivas con éxitos profesionales,
mantener la aprobación de mamá y llamar la atención de papá que nos abandonó.
Simple. Y sin embargo, ¿no debería ser adulto al respecto? Debería entender que
no es por medio de sustituciones como se resuelven estos problemas, pero tampoco
me sentiré bien abandonando. Debo seguir. Debo hacerlo y luego ya habrá tiempo
para averiguaciones. Siempre queda más, este tipo no tiene la última palabra.
¿Estoy llorando? Marica'.
Esperé sentado
media hora; entonces salí. Todo parecía normal. Al entrar al salón donde me
esperaba el evaluador, Saldaña extendía una mano hacia el mismo, se despedía. Al
cruzar conmigo hacia la salida, me susurró, emocionado:
—Me la dieron.
Cree mi
secretario y amigo, padrino tanto de mi primogénito como de Anita, la más
pequeña, que los tiempos están cambiando y pronto habrá que ser muy creativos
para darle continuidad y sentido a lo que sostenemos. Alega que lo del año
pasado nos da la razón histórica al tiempo en que nos despoja de un enemigo
concreto y largamente conocido, ideal para instigar el odio de los más jóvenes
y la angustia de los padres de familia; que ser anticomunista será cada vez más
difícil, si no es que absurdo en un mundo como el que viene quedando —aunque
todavía es temprano en un proceso que, coincido con él, habrá de ir todavía más
lejos—; que la amenaza del protestantismo nos pilla lejos —cinco siglos, dice—
y que las de la agenda liberal —aborto, homosexualidad— o las de la
conspiración judía, sólo cohesionan a sectores concretos —y embozados— de la
sociedad. Es un tipo cerrado, mi compadre, que parece no entender bien a bien
de qué se trata todo; sus pocas luces no le permiten razonar más que
superficialmente sobre los mecanismos que van del fanatismo de las ideas a los
beneficios económicos que producen. Así pues, a riesgo de perder el negocio, no
puedo dejarme llevar por su tontería, pero tampoco ignorarla del todo.
Porque mucha
gente coincide con él y se han acercado a mi persona buscando seguridades (los
más pragmáticos que temen perder su dinero) y orientación (los desposeídos que
temen perder la fe). He obrado en todos los casos con equilibrio —no se está
tantos años a la cabeza sin conseguir alguno— repartiendo doctrina o balances,
según el caso y siempre a cuentagotas, nunca más de lo necesario, que siempre
quede una pizca de incertidumbre e inquietud en el subordinado, una duda que no
sirva a su parálisis sino a su redoblada cooperación, como un incentivo aunque
sea perverso y deba renovarse periódicamente. Pero los hechos no mienten y a
ellos se atienen titubeantes desde vulgares secretarias hasta miembros del
consejo: hace años que no ocurre ningún incidente entre nuestros estudiantes y
los de la universidad de enfrente, las sociedades secretas ven menguar sus
números, los reportes de rebeldía o traición que antes dieron pábulo a revitalizantes
palizas escasean, y para rematar ahí están las imágenes de la puerta de
Brandemburgo, de la Plaza de San Wenceslao, de los Ceausescu cayendo bajo un
pelotón de fusilamiento. '¿Contra quién ahora?' parecen preguntar con la
mirada.
Debo confesar
que aunque tolero a la mayoría por conveniencia, encuentro insoportable su
ignorancia y estupidez. Que a la gente que vive en la penuria económica y
cultural les resulte suficiente el cóctel doctrinario que preparamos hace décadas
mis hermanos y yo, pasa: ¿cómo podían resistirse a la mezcla de patria, iglesia
y universidad que daba continuidad a la guerra cristera de sus padres? ¿cómo rechazar
la seguridad de un sueldo miserable que los señores del dinero —y Dios sabrá
por qué lo tienen— reparten bajo el principio de la caridad cristiana? Pero que
los miembros del consejo, mi compadre por ejemplo, se traguen el mismo cóctel y
me obliguen a seguir la faramalla incluso en lo privado, no me parece más que
un signo de abyección. Cuando entiendo la imposibilidad de una discusión
horizontal y franca, ya no para mi solaz y provecho social, sino incluso con el
sólo fin de perfeccionar la maquinaria que presido y de cuyo funcionamiento
ellos tanto se benefician, me surge algo parecido a la empatía por el cabo
austríaco que no lo habrá tenido nada fácil con fanáticos como Goebbels o Göring
cerca, especialmente al final de la guerra. El barco se hunde ¿y qué? Ellos
sólo piensan en arengas como patria o muerte que no sirven para llenar los
libros de contabilidad ni para hinchar cuentas bancarias. Idiotas.
Yo tengo
cultura, la tienen en alguna medida todos los que me rodean en el mando, pero
luego les falta inteligencia. No puedo asistir a todas las reuniones de las
distintas vanguardias ni puedo entrenar a la gente en las proporciones justas
de fanatismo y realidad: allá cada uno resuelve según su conciencia y el
resultado es una homogeneidad razonable en la que no faltan puntos de exceso
que debo permitir: allá un muerto, acá un expulsado, luego un proceso judicial
en que se extravían expedientes o desaparecen indiciados, lo normal. Y es
gracias a mi cultura como puedo entender que lo que está ocurriendo no es nada
inquietante como pretenden los que me piden seguridades u orientación: simples
ondas de otra piedra en el estanque. Me extraña que se asombren porque algunos
me acompañaron a lo largo de este siglo: vivieron la agitación de los años
treintas con su cauda de fanáticos de rifle y piolet, colaboraron en las
delaciones franquistas de los cuarentas, ayudaron a las perseguidas huestes del
excomulgado cardenal de Tourcoing para venir a México. Luego entonces, no
entiendo por qué habría de alterarlos este movimiento insípido que claramente no
puede tocar a este continente: no somos europeos para tener bandos o ideas, lo
que significa que aun tendremos largos años de comunistas sin comunismo y
tradicionalistas sin tradición. ¿Qué muro podría caer aquí? 'La estupidez está
hecha de hormigón', suelo decirme.
Nadie entre
los míos —salvo Anita que es culta e
inteligente, aunque joven— conoce mis verdaderas opiniones. Es probable que
ella —una mujer, hay que joderse— deba continuar mi obra: entiende que el
concepto de enemigo nos es foráneo por mucho que finjamos exaltación, que no
creemos ni vamos a creer, anclados en el cinismo que da el terreno movedizo en
que nos movemos, que las verdaderas máquinas de dinero no están hechas de
tractores o portafolios, sino de ideas, que morir por estas últimas no siempre
requiere de una pistola sino a veces solamente de un empleo.
—La obscuridad
siempre vuelve, padre, para seguir con la Obra —me dijo una tarde luego de una
larga conversación en rectoría.
Miré por el
enorme ventanal hacia la explanada, la noche cayendo, mi compadre preparando la
conferencia universitaria en defensa de la cultura y el orden en la oficina de
al lado, los carteles colgados en cada poste, maestros y alumnos repartiendo
pegatinas. Sonreí mascando el puro; le contesté:
—Indudablemente
Anita. Siempre.
Tuve un
cliente, a los pocos meses de venir desde la sierra de Puebla hasta Hermosillo,
que igual que yo no era de aquí y que me subió a su auto la primera vez con una
seguridad que creí fingida —sus ojos valorando mi cuerpo al tiempo en que
cuidaba que no me llevara nada, pensaba— y con quien tuve una relación, si tal
cosa cabe, un tanto más amplia que la puramente comercial (algunos dirían
carnal) y a quien echo de menos en estos tiempos apacibles en que ya no me
sirve el cuerpo para ventas y la salud, sorprendentemente, todavía no me falta.
No es que no
estuviera acostumbrado a caprichos y fantasías —clientes de látigo y mordaza no
faltaron, igual que maridos ejemplares que deseaban medias rotas de algún color
o juguetes improvisados con los utensilios de cocina— ni que se me escapara,
pese a la educación escasa, que al lado de la exuberancia sexual no era
infrecuente el seso por cuanto lo torcido requiere elaboración y complejidad,
cálculo y obsesión minuciosa, tareas intelectuales que durante el día
productivo despegan aviones de sus pistas y cierran jugosos negocios, tanto
como de noche nutren el morbo y fabrican escenas no exentas de sofisticación.
Sólo el vulgo cree que la potencia sexual viene de entrar y salir una y otra
vez, una y otra vez, tan machacona como insatisfactoriamente, primitivismo
ranchero que hube de padecer por montones en estas latitudes.
No es pues que
no supiera, ya digo, lo que hay de variado en el inagotable catálogo de los deseos
sexuales, pero este cliente era diferente por cuanto resultaba impredecible en
sus mezclas —quizá era un desequilibrado necesitado de una nueva categoría,
quizá era sólo peculiar para mí y ordinario a ojos más experimentados: tampoco
presumo saberlo todo— e infinito en sus diálogos que me hacían creer que
participaba de su vida menos como amigo que como discípulo, un maestro
preocupado porque alguien lo supiese todo antes de su extinción. Porque
efectivamente un día no hubo más noticias ni volvió su auto a pasar por un
costado del jardín donde tenía yo que soportar la presencia de travestis —nunca
he tolerado la impostura, menos aun el autoengaño— cuyos clientes, sin embargo,
nunca eran los míos (las categorías quizá son más sólidas de lo que los
escépticos queremos otorgar, más cerradas e inamovibles de lo que sugieren las
asociaciones infestadas de palabras como diversidad y tolerancia).
El encuentro
inicial me hizo creer que era uno de esos clientes impotentes que no desean ser
follados y desde luego no pueden follar, que pretenden que la sublimación es
algo más que asunto de místicos y jesuitas y que bien puede perpetrarse contra
la dictadura de los genitales. 'Ya se pondrá negro de tanto hablar' —pensé— 'pero
al menos se ve que pagará bien'. Me preguntó de dónde era y le dije la verdad.
No me gustan las mentiras, no porque las considere una falta moral, menos aun con
desconocidos, sino porque casi siempre resultan tan inocuas como la verdad;
cuántas veces la realidad sigue el curso que dictan unas y otra con entera
indiferencia, a ciegas, sin un criterio formado y sin que nosotros podamos
hacer nada para convencerla en un sentido u otro. La verdad era barata: Puebla,
un pueblo de la sierra que explicaba tanto mi piel morena como mi acento.
—Yo tampoco
soy de aquí. ¿Por qué viniste a Hermosillo?
—Siempre quise
venir para acá, desde niño.
—La pregunta
se sostiene.
—Me gusta la
palabra.
—¿Hermosillo?
¿te gusta la palabra Hermosillo?
—Es sonora,
es...
—Eres la
persona adecuada. Cuando yo era niño hice que mi madre y mi hermana nos
mudáramos a una ciudad cuyo nombre casi es un anagrama de esta, ¿sabes?
Villahermosa, en el otro extremo del país. No recuerdo más qué razones di a mi
madre —eran falsas, ¿cómo podría recordarlas?— pero sí sé por qué quería ir
para allá: la palabra era sonora.
—Como Sonora
es este estado.
—Exacto. Y a
un hombre nunca deben faltarle de dónde irse ni a dónde llegar.
Pensé que no
habría sexo cuando nos detuvimos en una calle lateral a la salida sur. Como
estaba ligeramente obscuro, pensé que podría ser un día de mala suerte: un
navajazo, una soga al cuello salida debajo del asiento, un asesino que deja
perpleja a la policía por su móvil escaso o perverso. Empezó a tocarme: '¿en la
calle?', pensé; 'en la calle', me dije. Trazaba círculos entre mis piernas con
una mano, pero no dejaba de hablar. Entre más atención deseaba poner, más se me
escapaba aquello que me decía y me quedaba con un murmullo, un zumbido rítmico
que me causó —sorpresa— una intensa erección. El mundo alrededor estaba
suspendido, carente de foco, era como si el cerebro —ese otro yo con quien
dialogaba por dentro— se hubiese desplazado de la cabeza al pene a voluntad de
este hombre que en un momento dado contaba números y en otro más hablaba en
lengua extranjera.
No nos detuvo
nadie. Terminamos. Un hormigueo abandonaba mi cuerpo cuando el auto avanzaba ya
por entre el tráfico y lo que él hablaba sin parar volvía a ser inteligible y
claro, no exento de un tono extraño y una voz prestada, 'satánica' diría mi
madre que tantas veces me llevó con el cura del pueblo para que me sacara los
demonios que me hacían masturbarme en el colegio y que espantaban menos a las
monjas que a ella. Quería preguntarle que había pasado, quería mirarlo bien
para que no se me olvidara su rostro, pero las palabras no me llegaban a la
boca. Cuando llegamos al crucero donde me recogió, me tocaba yo mismo los labios
para ver que aun los tenía en su sitio.
—Nos
volveremos a ver— dijo con una sonrisa sin que pudiera verle los ojos. Me
sonreí por toda respuesta, dueño de una placidez extraordinaria. Y juro que él
me escuchó decir que sí, que ahí mismo le esperaba en siete o veintiún días
exactos a la medianoche, que mientras entrenaría mi cuerpo para realizar todo
aquello que me había sido comunicado y que ahora había que realizar
pormenorizadamente, sin faltar a un sólo precepto, por servicio a la humanidad
que no sabe lo que hace atrapada en su aburrición en detrimento del placer, que
no comprende que por este último puede llegar el mayor conocimiento y la mayor
concentración, que las ciencias matemáticas y físicas se coronan en la biología
y en el misterio de la materia que quiere perpetuarse eternamente bajo el
premio de Epicuro.
Mi vida siguió
normalmente. Otros clientes —insatisfactorios todos, pero ¿qué prostitución es
placentera?— desfilaron antes de que él volviera a aparecer. No obstante, despertaba
en las noches en posiciones extrañas con las manos en el ano o los genitales, los
orgasmos más inverosímiles en cabeza y cuerpo como extraídos de los sueños
donde él —él sin duda— había estado dictando hipnóticamente con su voz densa e
interminable. ¿Se comunicaba conmigo? ¿existe la telepatía? Ya no ofrecía
ninguna resistencia a su influjo, ningún esfuerzo por comprenderlo le oponía.
No sé cuántos
encuentros más me fueron dados. ¿Seis, siete? De todos salí transfigurado y,
sorprendentemente, sin miedo. En los períodos conscientes —siempre algo antes y
algo después del acto— me ponía música de cantantes suicidas y me hablaba de
ellos como si los hubiese acompañado hasta sus últimos momentos, me hablaba de lugares
que ya jamás conoceré porque a pesar de lo que parece no todo puede alcanzarse
de camión en camión como se llega de Puebla hasta Hermosillo —Perpignan, el Mar
Muerto, Lassa— con tal abundancia de detalles que me hacía recorrerlos en su
compañía hasta empezar a oler las especias y los sudores que sólo él conocía.
Yo deseaba hacer el amor todo el tiempo. Nunca lo decía. Él lo sabía.
En la última
ocasión me filmó. El cantante de Seattle en el fondo incorporado al murmullo
preciso e ilegible de sus instrucciones. Jamás miré esas grabaciones, ya no hubo
oportunidad, pero sé que mis ojos debían estar en blanco y mis pies contraídos,
como si me estuviesen devorando de adentro hacia afuera, inexorablemente, todos
mis orificios invadidos, saturados, todo mi cuerpo suspendido en posesión.
Nada entonces
apuntaba a su desaparición ni la abundancia de su narrativa incluía advertencia
alguna. ¿Cómo sé entonces que no volverá? ¿Cómo sé que no debo ir a esperarle a
la acera junto al jardín invadido de travestis insoportables? Lo comprendí una
madrugada en que el negocio había ido particularmente mal: sin placer, sin
dinero, me había echado en la cama harto y agotado de sueño hacia las cuatro de
la mañana. Lo escuché de pronto en la obscuridad de mi habitación, no sé si
despierto o dormido, despidiéndose, haciéndome saber que pronto tendría yo que
tomar el auto y salir a escoger el elegido. 'El paso siguiente', decía. Cuando
dejé de escucharlo tenía los ojos abiertos y la entrepierna manchada. 'No
volverá', me dije. Y en estos tiempos apacibles en que ya no me sirve el cuerpo
para ventas, sí me sirve, en cambio, el dinero, para ir de compras.
Quizá ha
llegado el tiempo de elegir.
Su partida
coincidió con el inicio de la Semana Santa y yo me preparé para lo que suponía
un período de soledad saludable: no estábamos en nuestro mejor momento y quizá
esta distancia nos acercaría por vía de la nostalgia, renovando, si no nuestra
vida sexual, al menos la frescura de nuestro trato. Yo empecé a echarla de
menos en el mismo momento en que se subió al autobús porque tengo la cabeza
llena de pájaros que se agitan a la menor provocación, pájaros que no podían
resistir que ella se despidiera con su escaso equipaje en una estación más o
menos apurada, atardecida, sumida en el entremezclado sonido de automotores y
campanas de inexistentes iglesias.
Apenas volví a
casa noté que mis planes estaban mal fundamentados, pues descansaban en la idea
de que yo sería capaz de disfrutar de la televisión, la música y los libros sin
que su figura me acompañara aun muda y a veces displicente. Probé a adelantar
el trabajo que tenía pendiente aceptando de buena gana que la perra se
mantuviera cerca, consciente aparentemente de que me encontraba en aprietos y
deseosa de paliar, aunque sólo fuese desde su significación limitada, mis angustias.
Funcionó en un principio y así llegué pronto al anochecer mientras ella
atravesaba el país con rumbo al sur. Pensaba en ella. La amaba.
La casa no es
vieja y esta no es una historia de fantasmas. No escuché nada que no hubiese
conocido ya: el goteo lento del grifo de la cocina, el rumor quejoso y
periódico del refrigerador, los crujidos del techo que ya habrían hecho estallar
a más de un paranoico. La duermevela era inquieta y en la penumbra del cuarto me
encontré muchas veces la mirada de la perra a quien desde luego no se podía
engañar con falsas tranquilidades ni con la aritmética que le decía que ahí
faltaba uno más. Levantaba la cabeza, miraba, volvía a su sitio apenas me
volvía a acostar.
'¿Qué si no la
veo más?', pensaba. '¿Qué si la desgracia se cierne sobre nosotros y ya no
puedo verla como ocurría en aquellos años de mi periplo europeo cargado de
noches como esta en que no sabía lo que ocurría ocho husos horarios al oeste?'.
A las tres y media de la mañana me receté ponerme de pie, sentarme al
escritorio, trabajar. 'La paranoia es estúpida', me dije, 'mejor hacer algo
productivo'. En esta época del año no hace frío ni calor en Santa Teresa, el
aire es un bloque denso y estancado sin importar si se está en la calle o tras
un muro. Trabajaba con incomodidad, como apretado contra la atmósfera, la perra
casi a mis pies roncando. Fumar un cigarrillo no mejoró las cosas.
Terminaba de
redactar una página del trabajo que había dejado al acostarme cuando creí ver
una figura de pie junto al marco de la puerta, en la cocina. Fueron unos
segundos de escalofrío, un sobresalto común y corriente al que no hubiese dado
mayor importancia si no me hubiera sobrevenido inmediatamente la idea de que
ella estaba aquí. 'Aquí y allá', me dije, de pronto sorprendido no tanto con la
contradicción cuanto con la comodidad con que la asumía. 'Está aquí y allá en
el autobús que aun no llega, ¿cómo ha podido ser? Qué agradable sorpresa'. La
perra ladró: otro signo. Excelentes bestias cuando se trata de identificar
terremotos y muertos, ¿por qué no gente duplicada?
En la cocina
no había nada, por supuesto, pero ello no me decepcionó. Me fui a acostar y dormí
tranquilamente soñando que ella entraba a la casa del sur, subía las escaleras
con sus zapatos de tacón bajo y me encontraba acostado en esa otra recámara,
bañado por la luz blanquísima de un amanecer evidentemente onírico:
—¿Qué haces
aquí?
—Esperarte:
qué bueno que has llegado.
—Pero tú estás
en Santa Teresa.
—Ahora estoy
aquí.
Cuando me
desperté eran apenas las seis y media y ya había algo de luz afuera, una luz
gris que no duraría mucho antes de ser barrida por el azul inclemente del
desierto. El aire seguía coagulado, pero al menos no hacía calor. El teléfono
tenía un mensaje de ella: había llegado, había soñado conmigo. Coincidencias,
por supuesto. Apenas me decía 'cuídate', ninguna muestra de afecto o de que me
extrañara, si bien el mensaje no sonaba apurado ni insincero. Me puse las
gafas, preparé de desayunar y me dispuse a trabajar como de costumbre. Las
películas podían esperar. Puse algo de música, pero cuando la concentración
alcanzó un nivel aceptable ya no le presté ninguna atención.
Un hombre de
vacaciones que no se ducha es mal síntoma. Las rutinas están ahí para salvarnos
de la desesperación o la locura y debemos seguirlas si no queremos que la
cabeza se nos llene de pájaros que nos impidan llegar de un punto a otro. Yo
las necesitaba más que nunca porque ella, con todo y estar aquí, se ocultaba.
No preparaba de comer. No fregaba los trastos. No me daba una pastilla cuando
me dolía la muela (y otra vez empezaba a molestarme). Pero yo sabía que estaba
aquí porque los objetos se llenaban hacia el mediodía de cierto magnetismo,
como si reclamaran las voces —aunque escasas o mediocres, pero vivas— que los
llenaban y les daban sentido. La perra y yo no somos suficientes y ellos, los
objetos, lo reconocen: hace falta ella y por eso está aquí, con nosotros,
sentida sólo a través del espanto o el presentimiento, vista sólo de reojo y a
veces en los lugares más inverosímiles (juro que ha estado detrás de la cortina
de la ducha mientras orinaba y del otro lado mientras me bañaba). La perra no
hace sino corroborar mis visiones y no me extraña que los espiritistas
prefirieran las tinieblas para mejor evocar a los muertos: ella se va a
aclarando conforme se acumulan anocheceres en esta casa cada vez más desordenada
y cenicienta.
Los muertos.
Ella no está muerta, sólo ida. Por unos días vive en nuestra casa del sur, pero
ha de volver para hacerse cargo de mí y de la perra. Y está aquí, desde luego,
estrechando mi mano cuando por fin me siento a ver la televisión y me quedo
dormido. Entonces entreveo que se levanta de la cama, los resortes
recuperándose ligeramente de su lado —menuda y esbelta— y todavía alcanzo a ver
el vuelo de su falda al girar hacia la cocina donde se le escucha lavar los
trastos y preparar de cenar algo que huele delicioso. Quiero despertar porque
tengo mucha hambre. Quiero que me llame al comedor y me mire en silencio examinando
mi expresión mientras me como lo que ha preparado.
—¿Te gusta?
—Mucho. Hoy le
has puesto pimienta, ¿verdad?
—Todo para ti
es pimienta. Es una salsa de aceitunas.
—Me ha gustado
mucho.
Al despertar
la televisión es estática, la perra un felpudo tirado en el salón. Han llamado
a la puerta y no he abierto, pero quizá deba salir porque ya casi no queda
comida en el refrigerador. Hay que hacer la despensa, pero no sé dónde está el
dinero. De hecho, no sé bien qué día es ni me acerco ya demasiado a las
ventanas por temor a que alguien de fuera me mire y llame a la policía. '¿Pero
por qué tendría que temer a la policía?', me digo, '¿me acusarían de haber
desaparecido a mi esposa o de tenerla encerrada aquí?'. Quizá sería mejor que
viniera la policía para que ellos también me ayudaran a buscarla. ¿Por qué no
sale ya de su escondite y me acompaña? ¿Por qué no se hace cargo de que ya sé
que está aquí además de allá? Prometo no decir nada.
He perdido el
teléfono o es más bien que ya no ha llegado ningún mensaje. Le he dicho que
mejor nos quedemos en la cama y juguemos como cuando éramos jóvenes a meternos
debajo de las sábanas. Se ríe. Me dice que me meta primero y ella me alcanza.
Que debe ducharse. La espero y entra pidiéndome que cierre los ojos. Me abraza
y el calor de sus pechos hace dos círculos contra mi abdomen. Sopla sobre mi
ombligo, se ríe como loca y empezamos a hacer el amor mientras la cama da
tumbos contra la pared y se desplaza por toda la casa. Todas las puertas están
tronando, los cristales de las ventanas ceden y el aire por fin circula dejándome
ver de nuevo su rostro amado.
Los hombres
que me levantan dicen que tengo la cabeza llena de pájaros, me extienden las
pastillas y un vaso de agua.
—No hay perra,
¿ves? Ni ella. Las vacaciones terminaron hace muchos años.
Mientras trago
la píldora la veo de reojo. Sonrío. ¿Qué saben ellos del amor?
Tengo
demasiado quehacer como para ocuparme de tonterías. Si he admitido que mi tío viva
en casa luego de que quedara postrado en su silla de ruedas ha sido porque es
familia y hay que aguantarse, pero no porque me sobren el tiempo o los
recursos, menos aun porque haya alguna afinidad hacia quien prácticamente no
nos visitaba nunca ni manifestaba el más mínimo interés por nosotros. Mis hijos
buscan la manera de encajar en nuestras vidas la existencia de ese bulto al que
el aneurisma dejó sin habla y con la boca torcida. De su casa se traen a veces
papeles que le leen en medio de risas para verlo enrojecer y gruñir como una
bestia. 'Mejor verlo reaccionar que vegetar', me digo, y permito que Claudita,
que es la de mejor dicción, le lea lo que él habrá escrito hace tanto tiempo y ahora
le avergüenza:
"Papel de Rollo, ese mamotreto
autobiográfico que escribí durante más de catorce años, fue interrumpido en
diciembre de 2003 por razones que fueron desde las circunstanciales (la
experiencia sentimental más tortuosa de mi vida) hasta las profundas (una conciencia
incapacitante de las propias fallas como escritor, pero ¿para quién escribía?).
Su estructura experimentó diversos cambios en el tiempo: de 1989 a 1997 incluyó
invariablemente un repaso de fechas notables seguido de un análisis de áreas,
poesía y divagaciones aparte; de 1998 a 2002 el análisis de áreas desapareció,
los repasos autobiográficos sacrificaron parte de la cronología para agilizar
la narración y la poesía fue menguando sus dimensiones hasta desparecer en
2003, año en que todo quedó reducido a intercambios epistolares de calidad
variable."
Los niños no
reparan en que ya tienen cuatro abuelos y no puede haber un quinto.
—¿Qué hiciste
en 2003 abuelito?
—¡Míralo,
míralo cómo se pone! No lo oigo abuelito, ¿qué? ¿qué dice? No le entiendo.
Risas.
"¿Qué ha
pasado desde entonces? En términos de escritura ha habido cierta actividad
inconstante cuya principal diferencia respecto a Papel de Rollo ha sido su carácter impersonal: artículos de
opinión, la traducción de una novela, ficción en forma de cuento breve y, para
ser enteramente claros, el fracasado intento de novelar la experiencia vital de
2003. En términos biográficos los años recientes pueden dividirse en tres
bloques claramente distinguibles: 2002-2005 asociados a Praga, el doctorado y
los periodos vacacionales en México; 2005-2006 ligados al infructuoso intento
de consolidarme como académico e investigador en Lagos de Moreno; y finalmente
2006-2009 relativos al postdoctorado en Francia."
—¿Post qué? Ya
desde entonces delirabas, viejito...
—Ya, ya, hombre,
síguele leyendo...
"Reconozco
con embarazo que la reanudación ahora de mis escritos autobiográficos tiene
indisimulables finalidades terapéuticas o, si se prefiere, espirituales, no muy
distintas de las que me movieron en 1989 a escribir la primera página y luego a
continuar el hábito. Con el tiempo, la calidad literaria de mis escritos fue
adquiriendo mayor importancia hasta el punto en que me resultó inaceptable
continuar instalado en la mera narración de los hechos. He intentado encontrar
una manera más adulta e inteligente de combinar la necesidad de introspección y
la literatura, la biografía y la ficción, lo ocurrido y lo imaginado. No ha
sido posible. La falta de tiempo y talento, las preocupaciones estéticas y
técnicas, el miedo infantil a desarrollar una historia inferior a las conocidas
a través de la literatura, todo ello ha cooperado a la parálisis. Sin descartar
la posibilidad futura de un ejercicio literario a mi entera satisfacción, he
aceptado de momento continuar mis escritos autobiográficos bajo el mismo
espíritu que los motivó: la observación y el registro, la reflexión y la
filosofía, a veces, desde luego, la literatura."
—¿Y dónde está
su libro abuelito? En ese mugrero de su casa, ¿verdad? Pero a ver, a ver, ¿cómo
lo vamos a encontrar si no nos dice dónde está? Son muchos libros y los niños
necesitan recortes para la escuela y a lo mejor...
—¡Míralo! Ya
está babeando otra vez.
—Si se caga ya
no le leo, ¿eh?
Claudita
siempre ha sido la más sensible.
"Con
excepción del último texto autobiográfico escrito en enero de 2003 para
describir poco más que los últimos cuatro meses de 2002, los escritos de esta
índole correspondientes al periodo 1999-2002 me gustan. En otras palabras, lo
escrito en los tres años anteriores a mi partida a Praga se acomoda lo más
posible a mi ideal de escritura, si bien prescinde de la ficción a la que
líneas arriba me referí como deseable. Encuentro aquel ejercicio no sólo bien
escrito sino entrañable, mostrando una evolución tanto en la expresión de los
hechos e ideas como en mi propia persona. Aquellas páginas transmiten con
fidelidad la adultez y gravedad ganadas al avanzar en el camino de la
independencia económica, el desarrollo profesional y la vida en pareja. Se gana
en profundidad y consolidación lo que se perdió en variedad, toda vez que la
rutina de aquellos años fue más o menos invariable y quizá, vista en
retrospectiva, necesaria."
—Anda tú,
pareja, ¿estaba guapa? ¿sabías algo de esto amá?
—No preguntes
tonterías Panchito, deja que tu hermana siga leyendo.
—¿Le digo
amá?, ¿le digo?
Risas. A Claudita
y el más grande no se les escapa una. A mí también se me dibuja una sonrisa y
me cuesta ponerme seria para decirle:
—No. Sigue
leyendo.
"En
agosto de 2002, cuando abandoné Guadalajara para iniciar el doctorado en Praga,
se produce una ruptura en la evolución conseguida: la vida en pareja se reduce
a periodos vacacionales, la adultez conseguida se degrada al volver a la
condición de estudiante, los ahorros se hacen mínimos a diferencia de antes. El
último escrito autobiográfico arriba mencionado —enero de 2003— describe la
primera temporada en Praga de una manera trepidante, incompleta, con prisa y
desaseo. Realizado durante un periodo vacacional de apenas dos semanas y media,
sus visibles fallas respecto a los escritos que le precedieron se corresponden
con el estado mental en que me hallaba: alucinado por el descubrimiento de
Europa (música, lenguas, literatura), encantado por la aparición de amigos
revestidos de un carácter providencial (Elvira, Jason, Pavel) y ocupado de
manera más formal que entusiasta en mis estudios (cursos, tema de tesis,
publicaciones que no llegan pronto)."
—Ay amá, ya me
aburrí.
—Y ya huele
raro, pinche abuelito, ¿qué hiciste?
—¡¿Qué te dije
de esa boca?! No quiero volver a oírte decir eso. Termina, que quiero que tu
tío haga tantito ejercicio con la boca ya que no puede mover el resto.
Risas.
"Fue así
que inicié la segunda temporada en Praga en enero de 2003: el pesar por la
ausencia de Arturo, lejos de menguar por el encuentro vacacional, se
recrudeció; la amistad con Elvira sufrió un malentendido en febrero que costó
su casi desaparición por el resto del año; Jason demostró ser no sólo
interesante sino también interesado por el dinero que le proporcionaba; Pavel
resultó más infantil y mucho menos maduro de lo que pensé en un principio. Y en
ese creciente aislamiento, mientras el invierno se extinguía con lentitud,
llegó Amir el 17 de marzo. No hubo ya tiempo ni cabeza para más escritos como
no fueran los correos electrónicos. El pretexto para una larga agrafía estaba
dado."
—¿Qué? ¿ya?
¿dónde está lo demás?
—Amá, ¿qué es
agrafía?
—¡Levanten la
mesa! Voy a cambiar a tu abuelito. Chingado...
Risas.
No tengo mucho
tiempo. Ojalá a este viejo le quede todavía menos.
Para huir de
los testigos salía de su casa las mañanas de domingo hasta el mirador de la
Barranca de Huentitán, donde al menos los cantos del templo católico le
resultaban tranquilizadores delante de aquella hendidura en la tierra —amarilla
en invierno y verde en verano— que desde niño solía recorrer no tanto por
razones deportivas como por el placer de beber lechuguillas heladas al volver a
la superficie, mientras el cuerpo irradiaba un calor vivificante y los
vendedores de yogurt y hierbas anunciaban a gritos su mercancía.
No es que
tuviera nada en contra de los testigos, qué va: leía con avidez sus revistas y
alguno que otro libro que dejaron al pasarse por casa, pues le recordaban su
infancia y a veces le arrancaban risas por alguna ilustración excesivamente
boba u optimista. Después de todo no quedaba mucho qué leer en aquella casona
que su tía le había heredado al morir y por cuya ocupación apenas pagó renta
mientras ella estuvo en vida. Pero si antes los recibía en la sala y aun
hablaba con ellos deseoso de meterlos en aprietos o aprender algo en el envite,
si luego los recibía representando un papel aquiescente o como adalid de la
intransigencia (pero en todo caso retórico, como quien encuentra placer en ser
otro por unos instantes), ahora ya no toleraba ni ilusiones ni ensayos
teatrales, quizá porque la pérdida de las primeras resultaba demasiado dolorosa
y tardía como para retomarlas sin experimentar vergüenza, quizá porque para los
segundos hay que tener un ánimo lúdico que no resiste el paso del tiempo ni la
invariancia de su objeto.
De niño y
adolescente sí, por supuesto, no sólo los pasaba a casa para irritación de su
madre —los cuadernos de la secundaria en la mesa, el ruido de la lavadora
manual desde el patio, el murmullo de sus hermanos jugando a los carritos o las
muñecas— sino que les concedía la oportunidad de responder plausiblemente a las
preguntas que ellos mismos formulaban. Porque eso era innegable aun hoy en día:
se hacían toda clase de preguntas que su familia despachaba con desdén y que el
padre Sergio —que a veces oficiaba en la cochera de la casa conforme a un
calendario vecinal— no formulaba jamás. Que si el origen del universo estaba en
consonancia con lo que decía la Biblia, que si la muerte era el fin o había un
más allá, que si se puede hablar con los muertos o el Diablo gobierna el mundo,
todas cosas muy interesantes cuyas respuestas jamás estuvieron a la misma
altura. Una lástima, porque casi parecía un método científico, una deducción.
Parecía que la armonía total era posible y que al final habría un paraíso de
verdura donde niños rosados y ancianos bondadosos vivirían eternamente en la
abundancia.
'Qué
aburrición', piensa para sí mismo delante de la hendidura en transición
(cayeron las primeras lluvias de las cabañuelas de invierno, hasta esta orilla
llega el murmullo de los feligreses católicos dispersándose tras la misa),
'debí haber sabido mucho antes que sí hay preguntas necias, que el mundo
concreto también merece atención. No estaría aquí solo, pensando estupideces,
sin mi esposa y sin mi hija, la primera lo suficientemente normal como para no
plantearse nunca más inquietudes que las de poner algo de comer sobre la mesa,
la segunda demasiado pequeña —y cada vez más parecida a su madre— para
plantearse nada'.
Los testigos
aguantaban bien las majaderías de su madre ('Ya basta, él tiene tarea qué
hacer, ¿saben?' o 'Voy a barrer aquí, háganme el favor de largarse'), pero a él
le ponía de mal humor semejante incapacidad para discutir, tal desinterés por
las cosas trascendentes. 'Parece que a mamá sólo le importa parir y destapar el
baño', se recuerda pensando en su cuarto con la cara larga apoyada en sus manos
y la ropa acumulada en un rincón donde dos de sus hermanos se atrincheran para
jugar con soldaditos de plástico.
'Viene a
buscarte ese niño maricón', anunciaba su madre con displicencia, 'no me gusta
nada que te juntes con él'. Entonces salían juntos a caminar por los parques de
la colonia y hasta el mirador de la Barranca; pasando por delante de la
secundaria decían, por ejemplo:
—Vinieron los
testigos otra vez. Dicen que a Dios no le gusta que hagamos honores a la
bandera, ¿ves? ¡debería darte gusto que a pesar de tus calificaciones no te
dejen entrar en la escolta!
—No me dejan
entrar porque estoy muy alto. O porque no me llevo bien con el maestro de
deportes, qué se yo. En todo caso yo creo que nuestra iglesia está bien. Tú
nada más fíjate en el padre Sergio: vive como pobre, apenas si se viste con
ropa desgastada, pasa todos sus días organizando caridades para drogadictos y
desempleados. Los testigos son para ricos, son sectas.
—Pues hay
muchos pobres entre ellos, ¿cómo crees que le hacen?
—Todos los
ricos necesitan gatos, gatos que distribuyan, por ejemplo, los muchísimos
libros y revistas que hacen, ¿te has fijado?
—Muchos. Y muy
interesantes, luego te presto uno.
—¿A mí? Por
favor, ¿quieres que cambie de religión o vas a cambiar tú? No deberías, ¿no ves
que los protestantes son más cerrados que los católicos? Nuestra iglesia es
universal, consiguió que desapareciera el comunismo y...
—No, no pienso
cambiar de religión. No le veo caso. Pero es interesante hablar con ellos, ver
cómo piensan los otros.
Echaba de
menos aquellos diálogos atarantados de adolescentes inquietos por lo intangible,
pequeños dictadorzuelos que pretendían desterrar la duda y la contradicción de
sus respectivos reinos, arrojarla al fondo de la hendidura unas veces verde y
otras amarilla para que fuese arrastrada por las aguas negras del río Lerma. Hoy,
en cambio, convivía con ellas diariamente y apenas notaba su presencia: cada
vez más robusta, la duda; cada vez más sana, la contradicción. Eran las únicas
compañías porque el trabajo ya no daba para amigos, el niño maricón se fue al
norte, y se fueron la esposa y la niña a unas cuadras de ahí con los padres de
aquella.
Los testigos,
en cambio, siguieron viniendo religiosamente, aguantando sin chistar que él
entreabriera la ventana, tomara su material al tiempo que daba los buenos días,
y se despidiera dentro de la casa como un fantasma. Ahora ya simplemente deslizaban
las revistas por debajo de la puerta mientras él paseaba por la hendidura unas
veces verde y otras amarilla, pensando en que el sello de los tiempos pasados
no es un paisaje más despejado, un campo cultivado de jícamas donde ahora hay
un montón de casas, un puesto de fruta picada en la esquina donde ahora hay un
supermercado con estacionamiento; no, el cambio en el paisaje es irrelevante.
Lo que de verdad demuestra el envejecimiento es que la tierra se vaya sobrepoblando
de seres desconocidos entre los que se pierden aquellos que nos hacían
compañía. ¿Dónde andarán? ¿Por qué todo mundo es nuevo aquí y sólo yo quedo
como testigo de lo que fue?
Al volver a casa las
mismas preguntas impresas. Ninguna respuesta.