El Gerente Académico no deja trabajar. Nos convoca a juntas
donde chapurrea números que nunca son suficientes, otras veces se dedica a
tartamudear en incomprensible sintaxis sobre las últimas disposiciones de la
secretaría, a veces sencillamente planea comidas en su honor donde todos
debemos cooperar sin que necesariamente se celebren. ¿Quién iba a decirme que
luego de los años de Cambridge iba yo a quedar bajo las órdenes de un asno que
nos reúne sin más motivo que el de renovar la sensación de que es el jefe? Un
hombre sin cultura alguna, sin más instrucción que la de poder sumar dos más
dos, una prueba viviente del daño tremendo que puede provocar un sujeto con
título universitario y perspectivas de albañil que, encima, es aplaudido por
los padres de familia —tan animales como él— y no escasos estudiantes que lo
ven como un modelo tranquilizadoramente conforme a su vulgaridad. Un rey con
trajecito de Maximiliano en su trono ridículo, legislando lo mismo sobre el
reglamento de laboratorios que sobre el uso del tocino en las cafeterías, un hombre
de familia muy ufano de su nepotismo que no desmerece las comparaciones con
aquel ex-presidente célebre por sus burradas campechanas y desinhibidas. Ya se
sabe: el que nada sabe nada teme.
Y puede ser que como
dijo algún sabio ignorance is bliss,
pero mi motto aspiraba a ser
ligeramente distinto. Los años haciendo física teórica en Inglaterra no han
hecho sino ahondar el asco respecto a lo que sucede en mi país: los hay que se
van y no vuelven, los que se van y regresan como yo, los que nunca se van. A
esta última clase pertenecen los gerentes como mi jefe, individuos cuyo
carácter retrógrado y xenófobo los puso a salvo del extranjero y en
posibilidades de parasitar cómodamente instituciones que debieron deshacerse de
ellos al convertirlos en egresados. No ha sido así y ahora son ellos los dueños
de planes y voluntades y contratos. Ahí estoy yo a mi regreso, tratando de
tranquilizarme respecto a los múltiples signos de imbecilidad de las entrevistas:
un comité técnico que no sabe apenas con qué se come el átomo, una psicóloga de
personal cuya indumentaria y maquillaje hacen pensar que la que necesita un
tratamiento urgente es ella, y finalmente el infaltable gerente que remata
adecuadamente esta pirámide de estupidez de la que una población
extraordinariamente ignorante se enorgullece como de la Iglesia o la Policía.
Yo no tengo dinero, naturalmente, por eso he debido estudiar
en la creencia, equivocada o no, de que habría de servir para tenerlo: una
necedad sólo completada por el empeño de volver al país porque mi mujer —que sí
lo tiene— está aquí. No tuve capacidad para deshacerme de ella, pero tengo
noticias de que existe gente pragmática que no tiene empacho en poner las
relaciones en su sitio y hallarse a gusto en su soledad. Con suerte y un buen
día me canso y decido poner mi vida en orden y a mi mujer podré tratarla
entonces con la misma indiferencia cordial con que ella mira mis actividades, esa
distancia jesuítica y razonable desde donde todos los sobrados miran al mundo,
incluido aquello que supuestamente les es más caro. Sigo creyendo en que no es
bueno hacerle caso exclusivamente a la cabeza ni decidir lo que nos conviene
objetivamente en todo momento (suponiendo que tal cosa esté bien definida),
pero se reúne evidencia abrumadora de que esa es la ruta más aconsejable en
todos los casos: los asnos como el gerente decidieron en forma pragmática y han
ganado quedándose; los que quemaron las naves y ahora radican en el extranjero
también decidieron en forma racional y gozan de los beneficios de una vida mucho
menos vergonzosa que la mía.
Ha sido romántico decidir volver como lo he hecho yo apenas
terminar el doctorado, pero también lo fue haber partido, pues no fue cerebral
sino inspirado en ideas románticas acerca de la cultura europea y concretamente
la británica, ideas que si bien tuvieron puntual cumplimiento una vez que me
instalé y trabajé y leí libros desde el dormitorio dieciochesco y asistí a
nevadas inestables y a vientos que nunca cesaban y a prados con letreros que advertían
de pantanos movedizos y a reuniones que mezclaban tradiciones con un punto de
punk, si bien se cumplieron todas esas ideas, decía, nunca caí en la cuenta de
que la pregunta verdaderamente difícil es el la de what next? y no la de what
now?. Cuando llegó el momento de
contestar no estaba preparado y escogí lo que tuve a la mano: 'Buenas tardes
Doctor, para informarle que se abrió una convocatoria para plaza y esperamos
pueda participar' (sic). 'Deberías de tomarla, así podemos reunirnos y tendrás
tu casa y tu comida y podrás ver a tus padres y...' Falsedades. Puede ser que
no todo sea la pareja ni los amigos ni la familia. Puede ser que no todo sea el
trabajo. Pero lo que será siempre, es uno mismo. Y yo padezco día con día la
dura negociación con mi persona que protesta airada por el contacto con una fauna
que parece decidida a machacar mi espíritu con su abrumadora estulticia.
No es sencillo. Ahora mismo abro el correo y veo que el
Gerente convoca a junta para discutir asuntos de la vida departamental (sic),
que nos exhorta a los recién contratados a realizar cursos de integridad
personal, que nos comparte una reflexión (y ya este hecho es en sí vergonzoso) tan
rancia que parece sacada de la parte trasera de un calendario o de una revista
de variedades. ¿Cómo ir hasta su oficina a plantearle la realización de
trabajos para el próximo congreso mundial de física? ¿Cómo sugerirle que
invitemos al Dr. Pardon, especialista en mecánica cuántica, si no existe nadie
con quien pueda hablar ni lugar donde sentarlo ? ¿Cómo no sentir que se le
suben a uno los colores al rostro cada vez que el gerente habla de que
"sería bueno pos producir más de la investigación, esta, edá, de la
científica, porque ya lo piden en la secretaría, edá, pa que no falte dinero en
la uni"? No tiene caso. Ni siquiera lo tendría si yo fuera a renunciar y deseara
cantarle unas cuantas verdades: no las entendería. Se limitaría a sentirse
ofendido sin saber bien de qué, se concentraría en aquellos adjetivos que yo
utilice y le suenen familiares, ni siquiera lo vería disgustarse demasiado. ¿De
qué? ¿De que lo espera la idiota de su mujer con la comida caliente? ¿De que no
lo pueden correr? ¿De que su trasero engorda inexorablemente de tanta comodidad?
¿De una mediocridad escalofriante que ni siquiera percibe mientras la
televisión está encendida y sus hijos aprenden a ser fieles copias de su
testaruda imbecilidad? Si estuviese en su lugar, hasta me reiría.
Hora de la junta.
1 comentario:
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