domingo, junio 19, 2016

El Gerente Académico

El Gerente Académico no deja trabajar. Nos convoca a juntas donde chapurrea números que nunca son suficientes, otras veces se dedica a tartamudear en incomprensible sintaxis sobre las últimas disposiciones de la secretaría, a veces sencillamente planea comidas en su honor donde todos debemos cooperar sin que necesariamente se celebren. ¿Quién iba a decirme que luego de los años de Cambridge iba yo a quedar bajo las órdenes de un asno que nos reúne sin más motivo que el de renovar la sensación de que es el jefe? Un hombre sin cultura alguna, sin más instrucción que la de poder sumar dos más dos, una prueba viviente del daño tremendo que puede provocar un sujeto con título universitario y perspectivas de albañil que, encima, es aplaudido por los padres de familia tan animales como él y no escasos estudiantes que lo ven como un modelo tranquilizadoramente conforme a su vulgaridad. Un rey con trajecito de Maximiliano en su trono ridículo, legislando lo mismo sobre el reglamento de laboratorios que sobre el uso del tocino en las cafeterías, un hombre de familia muy ufano de su nepotismo que no desmerece las comparaciones con aquel ex-presidente célebre por sus burradas campechanas y desinhibidas. Ya se sabe: el que nada sabe nada teme.
 Y puede ser que como dijo algún sabio ignorance is bliss, pero mi motto aspiraba a ser ligeramente distinto. Los años haciendo física teórica en Inglaterra no han hecho sino ahondar el asco respecto a lo que sucede en mi país: los hay que se van y no vuelven, los que se van y regresan como yo, los que nunca se van. A esta última clase pertenecen los gerentes como mi jefe, individuos cuyo carácter retrógrado y xenófobo los puso a salvo del extranjero y en posibilidades de parasitar cómodamente instituciones que debieron deshacerse de ellos al convertirlos en egresados. No ha sido así y ahora son ellos los dueños de planes y voluntades y contratos. Ahí estoy yo a mi regreso, tratando de tranquilizarme respecto a los múltiples signos de imbecilidad de las entrevistas: un comité técnico que no sabe apenas con qué se come el átomo, una psicóloga de personal cuya indumentaria y maquillaje hacen pensar que la que necesita un tratamiento urgente es ella, y finalmente el infaltable gerente que remata adecuadamente esta pirámide de estupidez de la que una población extraordinariamente ignorante se enorgullece como de la Iglesia o la Policía.
Yo no tengo dinero, naturalmente, por eso he debido estudiar en la creencia, equivocada o no, de que habría de servir para tenerlo: una necedad sólo completada por el empeño de volver al país porque mi mujer que sí lo tiene está aquí. No tuve capacidad para deshacerme de ella, pero tengo noticias de que existe gente pragmática que no tiene empacho en poner las relaciones en su sitio y hallarse a gusto en su soledad. Con suerte y un buen día me canso y decido poner mi vida en orden y a mi mujer podré tratarla entonces con la misma indiferencia cordial con que ella mira mis actividades, esa distancia jesuítica y razonable desde donde todos los sobrados miran al mundo, incluido aquello que supuestamente les es más caro. Sigo creyendo en que no es bueno hacerle caso exclusivamente a la cabeza ni decidir lo que nos conviene objetivamente en todo momento (suponiendo que tal cosa esté bien definida), pero se reúne evidencia abrumadora de que esa es la ruta más aconsejable en todos los casos: los asnos como el gerente decidieron en forma pragmática y han ganado quedándose; los que quemaron las naves y ahora radican en el extranjero también decidieron en forma racional y gozan de los beneficios de una vida mucho menos vergonzosa que la mía.
Ha sido romántico decidir volver como lo he hecho yo apenas terminar el doctorado, pero también lo fue haber partido, pues no fue cerebral sino inspirado en ideas románticas acerca de la cultura europea y concretamente la británica, ideas que si bien tuvieron puntual cumplimiento una vez que me instalé y trabajé y leí libros desde el dormitorio dieciochesco y asistí a nevadas inestables y a vientos que nunca cesaban y a prados con letreros que advertían de pantanos movedizos y a reuniones que mezclaban tradiciones con un punto de punk, si bien se cumplieron todas esas ideas, decía, nunca caí en la cuenta de que la pregunta verdaderamente difícil es el la de what next? y no la de what now?.  Cuando llegó el momento de contestar no estaba preparado y escogí lo que tuve a la mano: 'Buenas tardes Doctor, para informarle que se abrió una convocatoria para plaza y esperamos pueda participar' (sic). 'Deberías de tomarla, así podemos reunirnos y tendrás tu casa y tu comida y podrás ver a tus padres y...' Falsedades. Puede ser que no todo sea la pareja ni los amigos ni la familia. Puede ser que no todo sea el trabajo. Pero lo que será siempre, es uno mismo. Y yo padezco día con día la dura negociación con mi persona que protesta airada por el contacto con una fauna que parece decidida a machacar mi espíritu con su abrumadora estulticia.
No es sencillo. Ahora mismo abro el correo y veo que el Gerente convoca a junta para discutir asuntos de la vida departamental (sic), que nos exhorta a los recién contratados a realizar cursos de integridad personal, que nos comparte una reflexión (y ya este hecho es en sí vergonzoso) tan rancia que parece sacada de la parte trasera de un calendario o de una revista de variedades. ¿Cómo ir hasta su oficina a plantearle la realización de trabajos para el próximo congreso mundial de física? ¿Cómo sugerirle que invitemos al Dr. Pardon, especialista en mecánica cuántica, si no existe nadie con quien pueda hablar ni lugar donde sentarlo ? ¿Cómo no sentir que se le suben a uno los colores al rostro cada vez que el gerente habla de que "sería bueno pos producir más de la investigación, esta, edá, de la científica, porque ya lo piden en la secretaría, edá, pa que no falte dinero en la uni"? No tiene caso. Ni siquiera lo tendría si yo fuera a renunciar y deseara cantarle unas cuantas verdades: no las entendería. Se limitaría a sentirse ofendido sin saber bien de qué, se concentraría en aquellos adjetivos que yo utilice y le suenen familiares, ni siquiera lo vería disgustarse demasiado. ¿De qué? ¿De que lo espera la idiota de su mujer con la comida caliente? ¿De que no lo pueden correr? ¿De que su trasero engorda inexorablemente de tanta comodidad? ¿De una mediocridad escalofriante que ni siquiera percibe mientras la televisión está encendida y sus hijos aprenden a ser fieles copias de su testaruda imbecilidad? Si estuviese en su lugar, hasta me reiría.
Hora de la junta.