viernes, junio 24, 2016

El tesoro de la juventud

¿La juventud, dice usted? Le voy a decir algo, caballero: la otra vez que follaba en los jardines del Turia pasó un grupo de gamberros que con poco más de veinte años cumplidos y aún habiendo crecido toda su vida en la España democrática y tolerante, protectora de menores y animales y minorías y diversidades, decidió que ver a un par haciendo sus cosas debajo de un puente a las tres de la mañana, era no sólo censurable y motivo de escarnio, sino también oportunidad de escarmiento para mejor satisfacer los apetitos del humúnculo que vive en sus cerebros y que, sin empacho de la contradicción que representan sus acciones sobre esos sentidos discursos que sueltan en Facebook o en la entrevista de radio acerca de lo que la escuela les dicta sobre cómo conducirse en sociedad esa profunda hipocresía de repetir sin interiorizar lo que los demás les piden que repitan les empujó a esconderse detrás de un parapeto, levantar unas piedras y lanzarlas al grito de "¡maricones!", para luego, como buenos evaluadores de mi actitud y complexión, a modo de ejemplo de lo confortable que resulta la cobardía, decidir poner pies en polvorosa huyendo del lugar atropelladamente.
No me convence así su opinión de que es en la juventud cuando se tienen las ilusiones más puras y no existe la maldad. Eso es falso. Desde siempre se sabe que los niños no tienen moral y que son capaces de las mayores atrocidades porque simple y sencillamente no tienen criterio. En tiempos no muy remotos, cuando los hombres de negocios no tenían la ambición desbocada de hoy y no existía por lo tanto ninguna urgencia ni medios suficientes para infantilizar a una gran masa de consumidores, cuando los hombres no eran los niñatos egoístas que son ahora ni deseaban por lo tanto comprar más y más para sí mismos, los adultos reconocían entre sus obligaciones la de corregir, aún por la fuerza, los excesos y zafiedades de sus críos. Y hoy, bueno... ya lo ve usted: si las infancias son cada vez más prolongadas, si el mundo se vuelve loco por la protección de los menores, si no se desea exigirles nada de verdad sino mantenerlos lo más posible en la burbuja de idiotez y confort en que viven para ahorrarles cualquier trauma, no es de sorprender que nos la hallemos con niñatos amorales de veintitantos, acostumbrados a 'razonar' según su conveniencia, con muy buena opinión de sí mismos, sin más horizonte que el de continuar chupándose el pulgar por el resto de sus vidas.
Es un peligro, créame, una esclavitud de la humanidad entera que sólo conviene a los hombres de negocios que no dejan de convertir en dinero las inagotables ambiciones juveniles que financian unos padres egoístas que sencillamente se los quitan de encima abriendo la cartera. Me dice usted que los jóvenes son un tesoro, que en ningún otro período de la vida hay disposición semejante para creer y luchar por ideales, que haga memoria de la larga lista de héroes y poetas que perecieron en su primera juventud al calor de un anhelo. Todo esto es muy bonito, sí, se lo concedo: los cuerpos jóvenes con sus cinturas y brazos definidos y sus rostros hermosos como paradigma de la inocencia, desde luego. Pero es rotundamente falso. No es en la juventud donde hallaremos el tesoro de las convicciones verdaderas. Una convicción no es la capacidad de un individuo para concentrarse en un propósito con base en un razonamiento y experiencias paupérrimos, eliminando cualquier duda con silencio. Una convicción no es la inmediatez, la presunta espontaneidad de quienes gracias a la escuela ya están lo suficientemente adocenados para repetir como merolicos lo que ni siquiera es suyo. No señor, no me venga con tonterías. Puestos a demostrar, tome Usted en cuenta que esa juventud ignorante que tanto idolatra lo mismo aplaude a la izquierda más intransigente que a la derecha más recalcitrante. No distingue. Su capacidad para radicalizarse en el islamismo o la islamofobia, en el nazismo o el comunismo, en la protección de los animales por encima de vidas humanas o en el combate a la globalización capitalista no es más que la prueba de su falta de asideros intelectuales y morales. No refleja una pureza de convicciones o de ideales, sino la prisa por levantar estandartes que tanto caracteriza a los inquisidores y retrógrados. La juventud es un tesoro, sí, pero un tesoro voluble de dogmatismo e intolerancia. Esos gamberros del Turia, no lo dude Usted, han de ser hijos pródigos en sus casas, ejemplos de civilidad y tolerancia en sus escuelas, maestros del double thinking orwelliano que no desmerecen la confianza de los empresarios que exprimirán su trabajo y su avidez de consumo, su habilidad para la hipocresía y la irreflexión.
Pero en fin, no vaya Usted a creer que todo el aire está contaminado. La convicción, permítame aclararle, no es un asunto de juventud, sino de madurez. Y, contrario a lo que se cree, no es el resultado de haber aclarado todas las dudas ni de haber encontrado la congruencia que resuelve cualquier contradicción. Eso no existe. Consiste apenas en vivir con inconsistencias y vicisitudes, con provisionalidad e inquietud, con ganas de seguir buscando y aclarando y percibiendo, afinando o deshaciendo, con voluntad de saber. Siempre hay alguien en los márgenes, por fortuna, algún joven que ante la duda prefiere no pronunciarse y esperar, alguien que se concede la oportunidad de descubrir, un escéptico del mensaje lelo y brutal que desde todos los frentes escuela, familia, gobiernos, amigos, televisión e internet intentan hacerle tragar sobre su valor intrínseco y su inteligencia natural y su bondad genuina, alguien que, quizá con alguna decepción, terminará por descubrir que saber más y más sólo plantea más dudas y hace consciente de cuánto ignoramos. Alguien, sí señor, que aún decepcionado será capaz de hacerse cargo de la vida. Como un hombre.

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