jueves, junio 16, 2016

Los ojos de Don Martinos

¿Hay, como dicen los transexuales, mujeres atrapadas en cuerpos de hombre? La cuestión no me importa, nunca me importó, pero ayer que fui con mi mujer y mis hijos a comprar los regalos de Navidad en el mall de Four Pines de Tucson, antes de volver a Santa Teresa, abrigado por un viento norte que hizo que cayera aguanieve sobre los pavimentos bien trazados de la ciudad gringa, me acordé de aquellos años en que siendo yo un chaval trabajé bajo su protección, que eso y no otra cosa fue aquel tránsito que me hizo pasar del tardío fin de mi infancia en la universidad a esa multiplicación de destinos posibles que fue salir del país a trabajar; años de verlo casi a diario mientras me hacía un hombre que lentamente reemplazaba los soberbios abusos de la juventud por las discretas responsabilidades de la adultez. ¿Qué me hizo acordarme de él? ¿Acaso la musiquilla de 'Añada' que he tenido en la cabeza desde que bajamos a desayunar esta mañana al restaurante frente al hotel? ¿Tal vez la fugaz visión de un profesor con un grupo de cuatro estudiantes a los que bromeaba con una confianza censurable? ¿Fue antes o después de recordar a los travestis de los alrededores del King-Kong a los que mis amigos y yo jugábamos bromas pesadas en la prepa?
Miro a mis hijos, abrazo a mi mujer. Frente a la tienda de juguetes la niña ha pegado un grito y el chaval que ya frisa los trece ha entrado corriendo en la misma. Casi todos los hombres guardamos secretos, particularmente frente a nuestras familias, nuestras mujeres, nuestras madres. De aquellos travestis de mi juventud sólo recuerdo mi risa estúpida que salía al encuentro de sus formas grotescas: ropas ajadas de las que salían carnes mal disimuladas, pelucas tiesas de mugre, maquillaje como de quien salió de los escombros. Jamás el menor trazo de deseo sexual o de admiración, ni siquiera cuando bajo una falda aparecían un par de poderosas piernas bien depiladas, ni siquiera cuando las tetas parecían auténticas. Nada. Sólo risa y cerveza y el calor entrando por las ventanillas de nuestros carros chocolate. Sólo eternidad y amigas a las que uno se obligaba a tratar de llevar a la cama. A veces un paseo y entonces un noviazgo. Alguna vez una traición. Risa, cerveza y calor.
Tarde supe que los homosexuales no necesariamente quieren ser mujeres. Más tarde que para serlo no había que ser afeminado. No fue mi culpa esta ignorancia: eran cosas que no me importaban y siguen sin importarme. No son de mi incumbencia. Pero fue en esos años que vinieron a mi mente esta mañana al bajar al restaurante, tarareando la musiquilla de 'Añada' mientras mis hijos desayunaban cabeceando de sueño y mi mujer me sonreía poniéndome el pan tostado en la boca, fue en esos años recordados, decía, en los que por primera vez traté a uno por largo tiempo y asistí a su vida cotidianamente mientras trabajaba bajo su protección. Uno que se empeñaba en lo profesional para mejor encubrir la carne. Uno que procuraba no mirarnos demasiado ni dejar de bromear para mejor tragar la inquietud que lo consumía. Concedo que esa inquietud no fuera explícitamente sexual, pero el sexo es una fuerza sagrada cuyas formas sublimadas apenas reconocemos. El sexo es a veces amistad. El sexo es a veces un trabajo terminado. El sexo es, seguramente, lo que mantiene a raya a la muerte. Su antítesis. Y ese hombre era vida. Y, por lo tanto, sexo.
Jamás he vuelto a vivir una confianza semejante, pero sólo en ocasiones aisladas como esta mañana en que las delgadísimas hojuelas de hielo se derriten en nuestros rostros o sobre los gorros de lana, lo echo de menos y le dedico una sonrisa con mueca de asunto que terminó sin nunca entenderse a cabalidad. Era un hombre solo, pero bastante decente y de humor ácido, que nos sacó de apuros en alguna ocasión y tuvo a bien darme los medios para que ahora yo pueda decir que me ha ido bien (él habría detestado oírme decir que he sido exitoso, pero lo soy). Compartimos varias reuniones fuera del trabajo en las que sencillamente nos reíamos y hablábamos de esas simplezas de las que habla uno en las borracheras. Anécdotas para escandalizar o advertir o burlar, algún gesto más o menos emotivo. Lo normal en un sitio donde sólo había cerveza y calor y del que yo era casi el único originario. Mis amigos idos uno a uno conforme pasaron los años: Tijuana, Mexicali, Guadalajara, Nogales, Querétaro, hasta yo que salí del país por tantos veranos gracias al hombre.
Un hombre que no era travesti ni afeminado, bien es verdad, pero en quien tuve oportunidad de percibir lo único que no percibí jamás en los travestidos de los alrededores del King-Kong ni en las locas de la prepa ni en los apretados de la universidad. Algo que no percibía siempre y que es posible que algunos de mis recuerdos hayan distorsionado por el paso del tiempo o, siendo fieles, reproduzcan lo que confundió el alcohol o las drogas (él era un grandísimo liberal). Cuando más afecto le tuve, cuando más cerca estuvimos, cuando creímos que nuestra amistad duraría para siempre y brindamos por ello y calamos los cigarros con entusiasmo y cantamos abrazados hasta el amanecer, de pronto, inadvertidamente, coincidían nuestras miradas y yo podía ver diáfanamente que dentro de sus ojos estaba una mujer. Sí: una mujer ahí, detrás del rostro barbado y los años que rebasaban los cuarenta y tantos y el pelo entrecano de largas patillas acariciadas por sus manos cuajadas de venas. Una mujer, sí, en el súbito silencio en el que me daba cuenta de que no era él quien estaba enamorado de mí, sino esa que vivía dentro suyo, la que no necesitaba salir en falda ni maquillarse con violencia, porque así estaban las cosas y para qué desafiarlas y para qué ir más allá y para qué...
A veces logro recordar estas cosas sin contarlas a nadie. Sonreírle a mi mujer y hacerle el amor en el hotel los regalos tirados por el suelo, los niños dormidos desde hace media hora en la habitación contigua y sentir ese temblor de piernas al terminar y esa satisfacción de abrazarla contra mi pecho mientras vemos la televisión y en mi cabeza suena la musiquilla de 'Añada' y un viejo poema de un libro de primaria y una carcajada sobre la avenida del King-Kong. Y él, que estoy seguro de que contra todo lo que manifestaba, era ella. Lo sé por sus ojos. Lo sé aunque ya no esté más y haya desaparecido dejando a tantos como yo, con vidas propias a cambio de la suya. Que era prestada.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Abate Herblay, con los pinches tiempos que corren en la nueva versión de la SEP, don Martinos terminará linchado por burlarse de la equidad de género.

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

Creo que Don Martinos no iba a discos de esas... puede que se salve.