domingo, junio 12, 2016

La cena de Baco

Sentado a la mesa de Francia donde se descorchaban vinos y se ofrecían carnes frías, en medio de las risas de un pueblo antiguo, el profesor elevaba su ronca voz por encima de las juventudes tímidas y los adultos sometidos, lanzando edictos sobre el cine, la literatura y la historia. Que si era indebido leer a Céline en la Galia lo mismo que a Vasconcelos en Tenochtitlán. Que si el cine francés se recuperaría alguna vez del fardo espantoso de un romanticismo de culo a la Madame Bovary. Que si el ministerio de educación le permitiría alguna vez viajar a Santa Teresa sin tener que firmar un acta de desistimiento por indemnizaciones de secuestro o extorsión. El otro lo acompaña en sus carcajadas y se afloja como nunca ha podido hacerlo con sus colegas allende el Atlántico, cuestionándose si es un asunto de engreimiento ridículo o de orientación sexual: lo primero por hallar las discusiones sobre fútbol poco apasionantes; lo segundo porque abundar en las variantes de la resignación matrimonial le resulta extraordinariamente aburrido.
Cuestión de adaptación en la que nunca ha sido bueno. Tampoco aquí, aunque los intereses de las personas, refinadas o no, nunca se distingan en lo esencial de las de la albañilería. El profesor lo utiliza para sus pullas retóricas que él contesta con maestría, como quien sabe que esta corte dieciochesca y republicana exige su colaboración, esa dosis de exótico escándalo que como un guante perfecto cubre la convicción de su tolerancia hacia el extranjero y negro que, si es homosexual y ateo, tanto mejor. Dos, cuatro pájaros de un tiro. El otro entreviendo las estanterías de libros y los cuadros de las paredes y los adornos de las vitrinas y el buen cuidado de las servilletas y la vista desde la ventana que se extiende por campos verdes donde llueve casi todo el tiempo, la chimenea con sus marcas de tizne y la leña guardada debajo de la escalera, volviéndose luego en un entrecerrar de ojos a las paredes desnudas de Santa Teresa y los colores vivos y el sol ardiendo en una calle apretada de vecinos inexplicables, 'la copia pirata de la civilización occidental', le susurra al oído Negrita. Y él lo cree así también, mas se resiste, negociando consigo mismo la acendrada idea de que no hay camino recto entre países ni es una sola la mesa de la cena. Plástico aquí y cristal allá, manteles de tela o bordados, la copa correcta o el vaso desechable, abre los ojos, despierta.
Embajador, puente, mercenario académico. Un largo camino, inexplicable como todos, que va desde la cabaña de pescados crudos de Oulu, frente al golfo de Botnia, hasta esta mesa de cuerpos envejecidos y nuevos invitados. Un camino que pasa por las colinas de Vyšehrad y tímidos correos electrónicos. 'Dear Professor', empieza a sus veintinueve y acaba a los treinta en la estación de Lille. 'I would like to introduce myself' y termina escuchando un pedo en mitad del Haut Medoc al lado de hijos imaginarios. Creía que escapaba. Que era un cazador. Que un buen día empacaría sus cosas y, con pareja o sin ella, acabaría paseando con un pesado abrigo por las calles de alguna ciudad europea. No más. El profesor levanta la copa triunfal, le llama por su nombre, pide al otro que le sirva más vino ante la mirada cómplice de las esposas y los estudiantes. El filósofo al final de la mesa, sonriendo con sano escepticismo, pide también que le sirvan. Hora de arriar las banderas por un par de horas de ebriedad en anticipación de futuros remotos universales. La Marsellesa o la Internacional. La raza cósmica.
La madrugada se evapora presintiendo el verano y frente a la terraza hacen planes de trabajo y vacaciones, con o sin el permiso del ministerio de educación. Los jefes llaman a juntas para decidir el orden correcto en que deben ser alineadas las bancas en un salón o si los planes de ingeniería han de seguir utilizando matemáticas cuando lo importante es ser humano. Él bebe. El otro también. No puede quedarse, piensa, no sólo porque no es su casa, sino porque el mercenario ha muerto. O nunca lo hubo. Nunca estuvo solo y lo ignoraba. No representa a nadie, pero sus únicos motivos no están en todos los departamentos de esta república, sino exponiendo sus vidas en zonas rojas, según el ministerio del interior, peleados entre sí, crispados, como navajas salvajes que saltan por los aires. No le importa ya, desde luego. Si de algo ha de morir, ahí está Hornos. Ahora es el viejo que quiso salvar a la humanidad y terminó inmolándose. El que se hace a un lado y escribe cartas de recomendación: 'Salut Thierry', 'Jesusfuckingchirst', 'Habría qué ver'. Pasan los demás como en tropel, circulan por la mesa (¿cuánto tiempo?). Se despide de beso y Santa Teresa arde. Se acuesta y se hace acompañar por los suyos. El Reino solitario en una ciudad desconocida que sólo visita en la duermevela. Ya volverá, ya volverá...
'Siempre amanece en alguna parte', recuerda. 'Qué gran idiotez'. Se ríe. Duerme.