domingo, junio 05, 2016

Orgía en Hornos

Se sienta pesadamente sobre el sillón de mimbre de la larga terraza ocho arcos en total, piso rojizo de losas de barro laqueado con un vaso de whisky en el que aún pudo poner algunos hielos, encendido el cigarrillo en una mano y la mirada perdida en el atardecer sofocado que se desarrolla por encima del monte yermo con su camino de terracería rodeado de sahuaros y nopales. A un volumen aceptable se escucha salir del salón Hubbard Hills, de los Tindersticks. No está más en la academia militar de Swindon donde podía subir y bajar colinas a bordo de una bicicleta negra ni en el paisaje plano de Flandes, con su lluvia eterna y su verano de dos semanas. Está a quince largos minutos de la carretera que va de Santa Teresa a Hornos, por esta misma terracería que tiene delante y en donde ha visto cruzar, seguras de sí mismas, las criaturas más diversas: tarántulas y serpientes, tlacuaches de hocico afilado y liebres hipnotizadas por las luces de los faros en la noche. Un hormigueo en el cuerpo el alcohol y la certidumbre de lo inevitable, lo relajan. Repasemos lo ocurrido.
Las había conocido hará unas tres semanas, una de esas noches en que había salido a buscar jovencitos por la plaza arbolada del centro para encontrarse con lo mismo: prostitutos drogadictos de más de treinta años, travestis enfermas a las que faltaban algunos dientes, algún ranchero gordo y muy arreglado que sostenía que lo primero era conocerse. Un fastidio. Entonces decidió tomarse una cerveza en ese bar en el que no había reparado jamás y en el que algunos estudiantes lo reconocieron. 'Pásele maestro, ¿qué hace por aquí? Al fin se decide a divertirse', frases que lo animaron a seguir el juego, sacar a bailar a algunas tipas, fungir de macho para ejemplo de los morros más o menos torpes y tímidos que ahí se daban cita y, finalmente, a dar con esas tres con las que se quedó conversando y bebiendo y fumando en un rincón, como hipnotizado por su salacidad y su risa, por su juventud de veinte años medianamente ejercidos al lado de sus recursos de hombre de cuarenta. ¿Qué le pasaba por la cabeza cuando ponía sus manos en la cintura de una o le removía el cabello de la frente a otra? ¿Qué era lo que sentía en la entrepierna cuando encendía el cigarrillo de una agachándose hasta oler el perfume que salía de sus pechos? ¿Qué era esta nueva adrenalina que recorría sus venas cuando una se le abrazó al cuello por la espalda y le dijo al oído que podían ir los cuatro a su casa porque sus papás estaban en Guadalajara?
No pensaba. Por entre las calles obscuras de Santa Teresa de vez en cuando iluminadas por patrullas que pasaban rápidamente o se hallaban orilladas inspeccionando algún otro vehículo, los cuatro se desplazaron hasta el domicilio de Ethel y, apenas llegaron, Alba y Mónica encendieron un churro que apestaba más de lo usual. ¿Hace cuánto que no fumaba mariguana? ¿fue en Mons, durante la fête de la musique? ¿fue en Guadalajara cuando lo visitó aquel matrimonio swinger que luego se separó? No le intimidó que se lo pasaran y dio cuantas caladas consideró razonable dar. Ethel no quiso probar, pero se quitó la blusa y, tomándolo de la mano así, con las tetas al aire, lo llevó al dormitorio. 'Ahora vienen', le dijo, y ya en el cuarto lo sentó sobre la cama y le ayudó a quitarse el pantalón dejándole la camisa. ¿Quién fue la última en intentarlo? ¿la checa? ¿la francesa de Quiévrechain? No las recordó. Con una mano firme hundió la cabeza de Ethel en su entrepierna y ella se entretuvo con las dimensiones que, gravedad, edad o naturaleza, le exploraban la garganta a fondo. Mónica y Alba llegaron desnudas a la habitación, entrelazadas, para luego tomar turnos. La iluminación que llegaba del salón era todo aquello de lo que disponían, pero aún así le sorprendía de pronto el brillo de unas medias que se corrían, de unos aretes por el suelo o algún piercing, no sabía bien si en la lengua o en los labios. Al final se quedaron inmóviles una media hora. Alba y Mónica dormidas, Ethel pasándole una mano de uñas brillantes por el pecho. Transcurrido el plazo, ésta le dijo que debía irse y él, sin cuestionar nada, accedió. En la puerta le pasó un papel y le dedicó una última risa llena de travesura y tontería: 'Nos volveremos a ver. Ahora vete'.
Al día siguiente, domingo, se levantó tarde. No miró más los perfiles de Facebook de su expareja ni los de aquellos estudiantes con los que hubiese querido acostarse y con los que, por razones profesionales, apenas se había limitado a bromear pesadamente. No pensó en sus amigos (¿pero cuáles?) ni en el trabajo pendiente que habían venido cargándole en los últimos años aprovechándose de su adicción laboral ('Es mejor trabajar que pensar en lo que perdiste, ¿no?', le llegó a decir su jefe). Leyó concentradamente las páginas de aquel periódico atroz y halló el anuncio mal redactado de aquella propiedad en venta: 'Terreno campestre a 15 min de la carretera a Hornos, 1 casa completamente amueblada, 60 árboles, pozo, noria, corrales'. Concertó una cita, se duchó, se vistió como si estuviera en el verano de Swindon y no al inicio de la canícula de Santa Teresa, y condujo hasta aquella desviación de la carretera a Hornos donde ya lo esperaba el vendedor: un hombre gordo y blanco, la cara llena de cacarizos y bigote espeso, lentes obscuros de los que nunca prescindió, una camioneta elevada y lujosa a la que siguió por entre el monte yermo a través de la terracería. Vio buitres sobrevolando, ninguna señal de actividad humana a la redonda cuando ya se estacionaban frente a la finca. El dueño le prestó un sombrero, recorrieron algunos linderos del enorme terreno, los árboles de cítricos, la casa que efectivamente estaba amueblada y en la que no le costó trabajo imaginar a las chicas de anoche. La venta se cerró en menos de una semana.
Una semana tensa, sobra decirlo, en la que su jefe pudo seguir cobrando por los resultados que él producía y cargándole más trabajo, concentrado como estaba en no dejarse arrastrar por la desesperación de buscar a Ethel o a Mónica o a Alba, menos aún por la de buscar a alguno de sus jovencitos favoritos, tampoco organizar reuniones en su casa ni con colegas (¿pero cuáles?) ni con estudiantes esos carroñeros que huelen perfectamente cuando alguien está muriendo y lo frecuentan, amistosos y comprensivos. Alguna tarde, mientras salía de la oficina, creyó ver a Ethel en la distancia y, recordando su propia edad y la seguridad extraordinariamente fría con que obró el fin de semana anterior, se limitó a verla alejarse hasta perderse en el poniente. No bebió ni fumó toda la semana. Hizo ejercicio como de costumbre. El fin de semana, decidido a no padecer la desesperación, llevó a sus dos perras al terreno recién comprado y se puso a conocer los detalles del lugar, dispuesto a pasar la noche ahí. Las perras corrieron hasta agotarse, también él se cansó de hacer una serie de faenas para las que no veía más remedio que contratar a un vigilante, aunque de momento las disfrutaba. La señal del celular iba y venía cuando por fin se sentó en la terraza al anochecer, sin que pudieran verse más luces que las estrellas. En la madrugada lo despertó el ruido de alguna balacera lejana y algo como motores de camionetas. O los soñó. No sería extraño que los narcotraficantes anduvieran por aquí visitando las rancherías a la búsqueda de efectivo o pertrechos. Volvió a dormir.
El domingo por la mañana tenía un mensaje de Ethel. 'Te he ido a buscar al cubículo', decía, 'pero no pude encontrarte. Llámame después de las siete'. Supo que debía asombrarse de que ella supiera dónde trabajaba o temer de la posibilidad de que fuera una estudiante, pero no sintió nada. Subió a las perras a la camioneta, cerró la finca luego de bajar las persianas y avanzó por entre la terracería hasta alcanzar la carretera a Hornos. Un par de hombres armados lo vieron pasar apenas dar vuelta con rumbo a Santa Teresa. En la entrada a ésta lo detuvo otro par para preguntarle qué estaba haciendo en la loma. 'Tengo una finca ahí', se limitó a cooperar. Y agregó: 'Vuelvo posiblemente esta noche'. Pero Ethel no contestó el teléfono después de las siete. Insistió hasta pasadas las ocho y entonces salió a la calle. En el bar de la otra vez con el que fue difícil dar, por cierto no estaba ninguna de las tres. Abordó a una muchacha que jugaba solitaria en la mesa de billar y ésta lo rechazó con vehemencia. Frustrado, por fin tocado en su orgullo propio, salió a la calle y se puso a fumar. Las palabras del jefe vinieron a su mente: 'Pues no andes en ciertos lugares donde puedan verte los alumnos o los padres de familia. Ya sabes que se te respeta, pero todo con discreción. Esta es una institución católica, ¿entiendes?'. Una furia repentina le creció por dentro como una bola de fuego, una ira tan novedosa como las erecciones de los últimos días. Salió la chica desdeñosa del bar, sin advertir su presencia, y decidió seguirla desde el carro hasta que, en un crucero desierto esos domingos de Santa Teresa hechos de polvo y mierda y chamizos bajó rápidamente del auto, le tapó la boca con una mano firme y la subió al carro donde terminó por noquearla para que no fuese a gritar.
Apagó el teléfono y condujo haciendo enormes esfuerzos por tranquilizarse. La situación había dado un vuelco peligroso, era verdad. Pero todavía era salvable. Podía dejarla en otra calle desierta. Podía terminar aquella aventura de la que sólo escucharía por el periódico al día siguiente y luego ya nada. Nadie lo reconocería si, como de costumbre, pasaba la vida metido en su oficina. En la carretera a Hornos tuvo que volverla a golpear porque empezaba a despertar. Tenía el puño derecho lleno de sangre. Por la terracería, como quien se interna en la boca de un lobo, le puso una mano en las piernas y volvió a sentirse como el fin de semana pasado. Estaba cambiando. ¿Por qué ahora? ¿Por qué de esta manera? En la finca bajó a la muchacha y ésta no tardó en despertar. Pasada una primera histeria que sólo consiguió calmar con amenazas, por fin consiguió que cooperara. Sara era agresiva, amenazante. Inmediatamente lo reconoció: 'Tú estuviste en el bar hace una semana, cabrón. Te fuiste con Ethel y el par de drogadictas de sus amigas. Te va a cargar la chingada'. Puso música para tranquilizarse. Con el soundtrack de Eyes Wide Shut como fondo y su renovada seguridad inexplicable, le informó que no iba a decirle a nadie quién era porque ella no iba a salir de ahí. Que lo mejor que podría hacer era relajarse porque pronto organizaría fiestas ahí y más le valía acostumbrarse a su nueva vida. Que las chicas del bar volverían. 'Tú estás loco, cabrón', le dijo aventándole el vaso de whisky vacío luego de tomarlo de un sólo golpe. Pero las chicas volvieron.
Él procuró visitar a Sara a diario, pero algunas veces se lo impedían sus ocupaciones; ésta se quedaba forzosamente encerrada en la habitación principal, sin más acceso que al agua y la comida suficientes para esperar su regreso. A decir verdad, pese a sus reacciones hostiles, no parecía desesperada. 'No seas pendejo. ¿De verdad piensas tenerme aquí para siempre? Ya han de estarme buscando en todos los periódicos'. 'Mañana hay fiesta', se limitó a contestarle, pero tenía razón: el miércoles en que por fin apareció Ethel también vio la foto de Sara en un periódico, aunque ahí reportaban que era la universidad el último sitio donde había sido vista. '¿Te has escapado de tu casa, verdad?', le dijo él. 'Eso a ti no te importa', le contestó Sara. El miércoles Ethel le llamó para decirle que disponía de poco tiempo para explicarle su cancelación de última hora. Se vieron y le mostró el rancho por fuera, sin pasarla a la finca por el poco tiempo con el que contaban. Lo hicieron en el auto. Al regreso los detuvo de nuevo la camioneta de la otra vez: '¿De regreso ya, jefe?', 'Llevo a la muchacha a su casa', 'Pues paga pa la sed'. Ethel parecía estar familiarizada con ese tipo de situaciones: lució tranquila en todo momento, despreocupada, fumando con impaciencia sólo porque se hacía tarde y todavía dijo en la carretera: 'Menos mal que no eran policías'. Quedaron de verse el sábado. Con las chicas.
El sábado las esperó afuera del bar y fueron llegando una por una, puntuales. En el carro bromearon sin parar. Le sugirieron llevar a alguno de sus jóvenes amigos para hacer una orgía en toda forma, pero él se resistió. Ethel, sin embargo, estirándose hacia él desde el asiento del copiloto, le susurró al oído: 'Dany dice que puede venir, que te conoce y sabe que siempre has querido con él. Que está dispuesto siempre que estemos nosotras'. Una sonrisa le atravesó el rostro y, sin decir nada, asintió. 'En el siguiente semáforo, das vuelta a la izquierda', dijo Ethel. Mónica y Alba se descojonaban de risa atrás, cantando con fuerte acento la letra de The hellcat spangled, mientras el carro se detenía en una esquina en la que Dany subió para instalarse con ellas. Sus ojos se encontraron con los de él en el espejo retrovisor. 'Buenas noches, profesor'. 'Buenas noches'. Risas.
Atraviesa el auto la terracería que conduce a la finca a buena velocidad. ¿Son luces las que ve a la izquierda del camino, como a lo lejos? ¿luces en mitad del monte? En la finca todo es silencio hasta que llegan e invaden la terraza y las sillas de mimbre, depositan los botes de cerveza en el suelo, la botella de whisky sobre la barra del bar. Ponen música. Preparan porros. Dany saca unas pastillas de un pequeño bolsillo dentro del bolsillo y sonríe ancho, con su boca perlada. Transcurrida una hora y media él va a ver cómo está Sara en la habitación principal y ésta se halla viendo la tele. 'Así que las trajiste, cabrón. De esta no sales vivo'. 'No seas dramática, ¿quieres venir o vas a seguir fingiendo que te he secuestrado cuando lo que querías era irte de tu casa?'. 'Vete a la chingada cabrón. Sí quiero ir. Y está bien, pero no cuentes con mi lealtad, pendejo. Cuando menos lo pienses ya me habré ido a la chingada de aquí y voy a quitarte todo tu dinero'. 'Vale, Sara, como quieras'. No se había acostado con ella todavía, apenas unos escarceos que le sabían a violación. Mejor convencer. 'Les presento a una amiga', dijo al llegar con ella a la terraza.
Empezó Dany. Sólo el pintor que vivía abajo de su piso en Flandes había hecho algo parecido cuando quiso follarse a esa adolescente francesa, rejega y drogadicta con la que se reunían: le había plantado un beso profundo e ininterrumpido a él delante de ella, y ese sólo acto sirvió como invitación para que ella se incorporara y, ya instalada entre sus bocas, fuese apartada con un gesto para irse a la habitación del pintor. 'Aquéllos maravillosos tiempos', pensó mientras se besaba con él y Ethel se incorporaba como antes lo hiciera la adolescente francesa. Alba y Mónica, como siempre, entrelazadas. Sara con los ojos hinchados de cannabis, reía sin parar de todos nosotros, los pies recogidos sobre su asiento de mimbre. '¡Hijos de puta, cabrones!', gritaba ahogándose en sus propias carcajadas. Ahí sobre la terraza se tiraron todos, primero sobre las losas de barro laqueado, luego rodando lentamente hasta el escaso césped. Primero Mónica y Alba, pero luego también Sara, convertidos todos en un amasijo de brazos y piernas, bebieron sus secreciones como quien continúa una borrachera de muchos licores. No se extrañó de que esto volviera a ocurrir, que estuviera ocurriendo, que fuese este su miembro el que penetraba a Ethel o a Dany, a Alba o a Mónica, el que acariciara a Sara mientras Dany se hacía cargo de ella. Su asombro transformado en un éxtasis iluminado y conspicuo, su vida amputada de años de estiércol redimida en un sólo acto de libertad irrefrenable.
'Voy a llevarlas a sus casas. Te quedas con Dany. No vayas a hacer ninguna idiotez'. ¿Son esas de nuevo las luces que vieron hace rato, ahora a la derecha de la terracería? ¿Qué estaría pasando? Al dar vuelta en la carretera de Hornos oye una balacera lejana. 'Son narcos, chingado, ¿por qué te preocupa?', le espeta Ethel con las tetas mullidas y la entrepierna turgente donde aún se le humedecen los dedos. 'Ya pronto va a amanecer', piensa. Ha pasado poco más de una hora cuando ya está de nuevo en la desviación de Hornos. Ellas dormidas en sus casas, con las manos en el sexo. La finca, según va descubriendo, en penumbra. No hay rastro de Sara ni de Dany. '¿Cómo se habrán ido de aquí estos cabrones?', se pregunta. El espejo del salón está roto y tiene cabellos de Sara incrustados. Una botella vacía de whisky está rota en el suelo. Espera a que amanezca para mejor estudiar el escenario, pero está tan borracho y cansado que se queda dormido. Cuando despierta, ya es cerca del mediodía. Dentro de la casa no hay nada que no hubiera visto anoche, pero en la entrada hay marcas de llantas de vehículos. El pozo está abierto y al asomarse cree entrever un cuerpo al fondo, pero no quiere alarmarse innecesariamente. Decide que no está claro, arregla un poco el lugar, toma el auto y se va a su casa. Poco antes del entronque con la carretera está la camioneta de la otra vez y vuelven a pedirle dinero. No puede resistir preguntarles por Sara y Dany, pero los hombres dicen no saber nada y él no insiste más.
La semana ha pasado naturalmente con inquietud, pero sus cuarenta largos años le dan la solidez necesaria para hacer su trabajo sin considerandos. El jefe le echa en cara sus largas ojeras y en las clases cree ver o escuchar contenidas risas. No se molesta en ir a la finca. Ethel no responde sus llamadas, pero sabe que algo grave ha ocurrido y no logra precisar de qué se trata. El jueves por fin escucha por accidente una conversación entre maestros, mientras se sirve un café, donde hablan del 'macabro hallazgo' del cuerpo de un estudiante, allá por la salida a Hornos. Pregunta por detalles, pero no conocen el nombre del muchacho. Es Ethel la que el viernes, muy temprano por la mañana, le llama para confirmarle: 'Hallaron a Dany muerto, no mames. ¿Qué hiciste cabrón?'. '¿Yo qué tengo qué ver en todo eso?', le contesta. Ella habla a susurros, se escucha el eco de quien se ha encerrado en un baño o en un cuarto de lavado. Parece que se enciende y apaga una lavadora. 'Tengo qué verte'. 'Luego te llamo'. Acude al bar el viernes por la tarde y alguien le dice que Mónica y Alba lo han estado buscando. '¿A mí?'. 'Sí, al profesor. Usted es el profesor, ¿no?'. Va a su casa ya medio tomado, el recuerdo de las colinas de Swindon y los teriles de Flandes en medio de la canícula ya instalada de Santa Teresa, pero al dar la vuelta en su cuadra encuentra patrullas detenidas frente a su casa y decide pasar de largo. Un dolor como de golpe en la boca del estómago, lo ahoga.
Va a la finca y en el camino de ida, con la noche ya instalada, lo detiene una patrulla. '¿Qué hace?' 'Soy maestro de la universidad'. Lo dejan ir no sin antes advertirle que ese rumbo es peligroso. 'Anda una gavilla de narcos por aquí, no se vaya a meter en problemas profe'. En la terracería, muy cerca ya de la finca, se encuentra de repente con los faros encendidos de una camioneta. Son los hombres de la otra vez, que le advierten de las consecuencias de hacer demasiado escándalo por lo ocurrido. '¿Lo ocurrido? ¿de qué?'. 'No te hagas pendejo, ya sabes'. '¿De qué? ¿Ustedes tienen algo qué ver con lo del morro y la morra desaparecidos?', '¡Cállate pendejo!'. Lo dejan llegar a la finca y todo parece normal, pero apenas entra en ella descubre que la habitación está revuelta. Sara yace en medio de la cama, salvajemente golpeada. No respira. Una mano está amarrada de la cabecera, otra tiene marcas de haberlo estado. Se lleva las manos a la cabeza y no entiende ya exactamente de qué es responsable y de qué no. Superado un primer momento de desesperación, hace acopio de fuerzas. Bebe salvajemente y se duerme en la terraza hasta bien entrada la madrugada. ¿Son luces aquellas del fondo? Escucha o sueña que hay balaceras en los alrededores.
Despierta. Es tarde y suda copiosamente. El sol hace arder la tierra y pone música mientras cierra la puerta de la recámara donde está el cadáver de Sara. Sigue bebiendo y piensa en las colinas de Swindon, con sus prácticas de tiro y la reparación de aeronaves, con el cadete francés del que estuvo enamorado; piensa en las aventuras de Flandes, esa tierra donde siempre está lloviendo y donde se enamoró de hombres allende el océano. 'Ahora mujeres', sonríe. 'Una muerta; otras tres probablemente dando datos a la policía de Santa Teresa, cuya sola incompetencia puede explicar que aún no haya llegado. Dany muerto'. Ve a lo lejos una polvareda sobre la terracería mientras escucha Nuages gris de Liszt. Cree que es el fin, pero la polvareda nunca se materializa en ningún vehículo. Se mira las manos, embriagado, y las descubre con horror manchadas de tierra y sangre. Otro whisky. Otra canción. Hubbard Hills, de nuevo. La tarde en la terraza. Repasar lo ocurrido...
'Soy el cadáver en el pozo' se dice, mientras se hunde lenta, profundamente. Como un saco de deseos.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Mira, y decías que la poesía había muerto.

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

En efecto... ni viendo veo: https://www.youtube.com/watch?v=CnyuKIV8J_M

Anónimo dijo...

Se va a enamorar de alguien que sepa calcular, ¿qué esa canción no la compuso Richie en el CINVESTAV antes del fin del mundo?.